Por: Juan M. Graña
Javier Milei, el atraso cambiario y la esperanza de que «esta vez sea diferente».
Muy lejos de la mirada triunfalista de los funcionarios del gobierno y analistas cercanos, la situación económica argentina, a más de un año de la asunción de Javier Milei, es tremendamente frágil. Aunque políticamente el gobierno intentará defenderse con la baja de la inflación respecto al descalabro macroeconómico que supuso la administración de Alberto Fernández, lo cierto es que los costos económicos, productivos y sociales se acumulan sin parar.
Al mismo tiempo, las inconsistencias de la política cambiaria pueden costarle a Milei inclusive sus más irrenunciables banderas. Las bases del apoyo político al gobierno argentino, a su vez, han entrado en debate como nunca antes a partir de sucesivos episodios ocurridos en los primeros meses de 2025: la estafa con criptomoneda $Libra, decisiones inconstitucionales como la designación por decreto de jueces de la Corte Suprema —ahora rechazados— y la voluntad de eludir al Congreso en el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional.
Aunque no se puede anticipar qué pasará, la historia nacional es rica en escenarios como el actual, al punto que el ministro de Economía Luis «Toto» Caputo repite como un mantra que «esta vez es diferente». Pero antes de analizar los riesgos del modelo ensayado conviene detenernos a observar cómo se llega hasta aquí en materia económica y qué asoma en el horizonte próximo, para a partir de allí debatir las posibilidades del proyecto económico de Milei (que, a pesar de formar parte de la internacional de la ultraderecha, es un caso bastante particular).
Los quince meses ya transcurridos
Aunque poco del proyecto económico que Milei anunció en campaña terminó siendo plasmado por el gobierno —y uno no puede más que respirar aliviado por esa estafa electoral—, sí es un buen punto de partida para ver el rol que viene a cumplir y cuál es la alianza política que permitiría darle carácter estructural a esta avanzada de la derecha.
De la dolarización inmediata y el cierre del Banco Central, de no hacer tratos con «comunistas» (por China) a tantas barbaridades más, lo que surge claramente es el eje de reestructuración social que busca: eliminar cualquier regulación o institución que limite la operación del capital, liberando a los poderosos para perseguir sus intereses individuales a costa de la población. Así, la sociedad argentina quedaría partida en tantos fragmentos como demandas insolventes existieran, en un escenario en el que el empleo precario y los bajos sueldos involucran a la mayoría de la población.
En pocas palabras, y como se intentó en otros experimentos similares, se trata de desestructurar las relaciones económicas para romper el piso de comunidad, bienestar y resistencia que aún conserva la sociedad argentina. La novedad quizá reside en la gravedad del deterioro político y social previo, tanto en lo específicamente económico como en su expresión política, que habilitó el apoyo popular a este experimento y desarticuló cualquier respuesta inmediata.
El programa inicial de Milei y Caputo tuvo poco de original: un plan de ajuste ortodoxo tradicional. Una devaluación y un ajuste fiscal brutales, reducción de subsidios y liberación de precios. Algunos plantean que existe un matiz heterodoxo por la continuidad de los controles cambiarios —y la pauta de devaluación mensual del 2%— pero simplemente decidió extender la situación heredada porque la alternativa era una devaluación aún más descontrolada y posiblemente una hiperinflación. Por su parte, en la faceta fiscal, el ajuste se concentró en el pago de jubilaciones (aprovechando la actualización rezagada del esquema vigente en ese momento), la paralización de la obra pública y la reducción de salarios y empleo estatal.
En conjunto, la devaluación inicial, la liberación de precios y la suba de tarifas generaron una aceleración inflacionaria muy importante (llegando al 25% mensual) con efectos devastadores sobre el poder adquisitivo de salarios y jubilaciones, una aguda recesión y el acelerado crecimiento de la población por debajo de la línea de pobreza.
A pesar del latiguillo del gobierno de «no la ven», el desempeño de la economía argentina durante los primeros meses fue el predicho en base a experimentos similares anteriores. Una reducción de la inflación impulsada por la recesión y la creciente baratura del dólar que contiene los precios de los bienes. De manera contemporánea, el manejo de los pagos externos (se forzó el pago en cuotas de las importaciones y se emitió deuda para reducir la deuda comercial) y la recesión permitieron al Banco Central adquirir reservas, todo lo cual permitió al gobierno recuperar cierto control sobre las variables clave y detener la caída de la actividad económica.
A partir de allí, ya entre mayo y agosto de 2024, el reacomodamiento de la economía, la paulatina baja de la inflación y el nivel al que había llegado el tipo de cambio real empezaron a generar presión en los mercados financieros. Nuevamente, todo lo esperado dado el programa implementado.
Lo que cambió la dinámica en la segunda mitad de 2024 en materia financiera y estabilidad cambiaria fue el generoso «blanqueo de capitales», cuyo objetivo no era la recaudación tributaria sino dotar de liquidez en dólares al sistema bancario argentino. A partir de esos «argendólares» se dispararon operaciones de préstamo y emisión de bonos del sector privado que, por regulación, se liquidan en el mercado cambiario y se consolidan como una fuente adicional de divisas.
Con esa oferta adicional se postergaron las preocupaciones sobre la insostenibilidad del esquema cambiario, particularmente el valor del dólar, lo que habilitó —intervención mediante— una baja de los dólares financieros, de la inflación y una magra recuperación económica, aunque con escaso impacto laboral y salarial y muy concentrada en el mejor segmento del mercado laboral (vaya paradoja para los opositores de la regulación laboral, los asalariados registrados del sector privado).
En los primeros meses de 2025 la calma financiera comienza a desdibujarse nuevamente. El creciente atraso del dólar comienza a generar efectos importantes en el sector externo donde el superávit comercial se reduce y la cuenta corriente se vuelve negativa, dificultando acumular reservas. El financiamiento privado basado en el blanqueo parece haber agotado su impulso.
Todo esto retroalimenta las dudas sobre el nivel del dólar, rompiendo el ciclo virtuoso de la última parte de 2024. De esta situación, el gobierno intenta salir reeditando un esquema de fomento de las exportaciones agropecuarias por vía de la reducción de los impuestos a la exportación (similar al esquema introducido por Massa) e intentando acelerar las negociaciones con el FMI.
En otras palabras, vuelven a aparecer las dudas sobre el esquema cambiario del año pasado (pero con peores datos objetivos) y sobre las dificultades del gobierno para sostenerlo al menos hasta las elecciones legislativas pautadas para fines de octubre. Las últimas declaraciones de economistas cercanos al gobierno o del propio ministro han disparado la volatilidad y la pérdida de reservas, mostrando los límites claros que tiene el esquema macroeconómico actual. Límites que el contexto internacional complejo y las decisiones de Trump no han hecho más que empeorar.
Perspectivas del programa económico y sus efectos sociolaborales
Más allá de los claros daños que el gobierno de Milei está infringiendo sobre la población en todo ámbito, el mayor peligro sería que logre consolidar su proyecto político. Solo allí el escenario actual pasaría de ser una coyuntura nefasta a una nueva etapa. Y mucho de ello se juega en la capacidad de sostener económicamente su plan a corto plazo y superar exitosamente las elecciones de 2025 y su intento de reelección en 2027.
Tomando las políticas implementadas hasta aquí y las declaraciones del equipo de gobierno, es de suponer que los rasgos básicos de la política económica actual serían el patrón de lo que consideran correcto. Salvo por las restricciones cambiarias, no hay argumentos que separen la coyuntura del proyecto estructural. Así que en caso de ser exitoso, lo actual se proyectará a futuro.
Una primera certeza de la actualidad es que el gobierno está más fuerte políticamente (gracias a diversos «donantes de gobernabilidad» que plagan las instituciones y la orfandad política de la mitad de la población que se expresa contraria a este gobierno) de lo que su modelo económico le permitiría, porque este claramente no exhibe un éxito rutilante ni ha logrado derramar riquezas —nunca lo hace— y mucho menos garantizarse el éxito futuro.
Ahora bien, ¿cuál es ese proyecto en lo económico? A rasgos generales, se trata de una economía comercial y financieramente abierta con un dólar atrasado y un mercado laboral precarizado, en la que el Estado concentra su interés en los aspectos represivos y abandona cualquier prestación de servicios a la comunidad. Si hubiera que buscar un paralelismo, lo más cercano sería pensar en una Argentina de los años noventa pero más deteriorada, más empobrecida, más desigual y con menor capacidad estatal.
Pensar una economía abierta y con el tipo de cambio atrasado implica impulsar una estructura productiva mucho más cercana a los recursos naturales, primarizada y simplificada. Eso es así ya que solo esas actividades —y algunas vinculadas— poseen una productividad elevada relacionada a las condiciones naturales y pueden ser rentables en ese contexto.
A su vez, la apertura comercial incrementa la presión de la competencia internacional sobre el mercado interno, lo que terminaría de condenar a la quiebra a partes importantes del aparato productivo, particularmente sus porciones más complejas. Si recordamos las promesas de Milei a lo largo del tiempo, tanto la dolarización como un acuerdo de libre comercio con Estados Unidos serían versiones extremas de este proyecto económico.
Actualmente, los sectores dinámicos incluyen a la energía —con el yacimiento petrolífero de Vaca Muerta a la cabeza— y al sector agropecuario (principalmente en comparación con la sequía de 2023). A estos se sumaría, eventualmente, si las inversiones se concretan, la minería. Como es sabido, estos sectores generan escaso empleo y lo hacen lejos de los grandes centros urbanos, por lo cual se muestran incapaces de compensar lo que ocurre con los demás sectores.
En el resto de la economía encontramos a la industria manufacturera muy golpeada por la política económica y por el escaso dinamismo del mercado interno, al que se suma la crisis del sector de la construcción tanto su segmento privado —por los elevados costos en dólares y bajos ingresos— como en el público, por la cancelación de la obra estatal.
La realidad del mercado laboral es realmente preocupante. Mientras el gobierno festeja que las remuneraciones reales de los asalariados del sector privado registrado recuperaron el nivel de noviembre de 2023, se destruyeron unos 100.000 puestos de trabajo en ese sector. A ello se suma una caída del 15% en el poder adquisitivo de empleados públicos[1] y una reducción cercana a los 45.000 puestos[2]. En los últimos meses, el modelo muestra crecientes problemas porque el gobierno presiona por acuerdos paritarios por debajo de la inflación, lo que ha estancado los salarios a un nivel muy bajo en perspectiva histórica.
La continuidad de este modelo implicaría un mercado laboral más precarizado y segmentado, ya que las oportunidades laborales de calidad en los grandes centros urbanos se reducirían marcadamente, lo que debilita el poder de negociación y acelera los programas de reforma laboral regresiva, como observamos en estos meses.
En ese contexto, las conquistas laborales se pondrían en cuestión de manera estructural, porque las dificultades competitivas que genera el dólar atrasado ponen al costo laboral en la mira para intentar compensarlas. Las reformas con las que amenazan buscan crear un «mercado laboral más flexible» para supuestamente resolver el desempleo, ignorando (u ocultando) que ese problema no tiene en realidad su origen en el costo laboral sino en las coordenadas de la política comercial y cambiaria.
Quizá en los datos de pobreza puede el gobierno encontrar algún apoyo. Comenzó con un pico superior al 50% en la primera parte del año causado por la devaluación y recesión. Luego se redujo marcadamente de la mano del atraso cambiario que tuvo impacto fuerte sobre la evolución de los precios de los alimentos —que evolucionaron muy por debajo de los precios de los servicios— y de sostener la Asignación Universal por Hijo como único programa que se ajustó por encima de la inflación. Lo que ocurra a futuro con en este tema dependerá de la inflación, del esquema cambiario y de su impacto sobre los bienes y servicios demandados ya que, como decíamos, del lado de los ingresos las perspectivas no son buenas.
El tercer objetivo que el gobierno indicó profusamente es el desmantelamiento estatal en áreas como la política productiva y tecnológica, la educación y salud. Todo bajo el lema menemista de «Nada de lo que deba ser estatal permanecerá en manos del Estado» (Roberto Dromi dixit), lo que profundizará aún más los problemas de los sectores populares.
Frente a un mercado laboral anémico y precarizado, el Estado se retira de la provisión de servicios básicos como la educación y la salud, fragmentando aún más la comunidad entre quienes pueden y quienes no pueden pagar por ellos. Todo lo cual redundará en que las condiciones de vida concretas de las familias se deterioren aún más, incluso si sus ingresos en términos reales no lo hacen.
Ahora bien, nada de esto tiene por qué ocurrir. Aunque existen condiciones de éxito para el programa económico, no son todo lo robustas que le gusta señalar a los aliados del gobierno ni lo fuertes que eran hace unos meses, en otro contexto local e internacional. En todos los casos, es el sector externo el que brinda sustentabilidad y viabilidad de las políticas económicas de países como Argentina. Experimentos similares al que vivimos han pasado por etapas de relativo éxito para terminar estrellados contra la «restricción externa», y la versión de Milei está exacerbando aceleradamente los rasgos que comúnmente terminan liquidando al modelo: atraso cambiario, apertura importadora e impulso de procesos de carry trade o bicicleta financiera.
De manera simplificada, abaratar el dólar eleva su demanda inclusive si dejamos de lado la especulación por una posible devaluación. Al abaratarse los bienes y servicios importados, la demanda de divisas crece. Desde el turismo en el extranjero —que volvió a máximos históricos durante enero y febrero— hasta la compra de insumos de producción o de bienes de consumo por internet.
Pero, al mismo tiempo —y he aquí el problema—, la producción nacional en el mercado mundial se encarece, lo que reduce la posibilidad de generar genuinamente esos dólares (el intercambio comercial se encuentra aún positivo pero con niveles muy reducidos). Así las cosas, solo queda la cuenta financiera para proveer de dólares a la economía argentina: el endeudamiento en divisas juega un rol importante pero sumamente volátil y desestabilizador si son capitales de corto plazo (como pudo comprobar de primera mano Mauricio Macri en 2018).
El resultado de exacerbar los rasgos del modelo implica que para lograr llegar a las elecciones sin presiones cambiarias —y dado que las dudas por la sustentabilidad se mantienen y expresan en un índice de Riesgo País altísimo— el gobierno solo tiene a mano el ingreso de dólares por la cosecha y un mayor endeudamiento con el Fondo Monetario Internacional, cuyo programa está en debate hace algunas semanas y no termina de comunicarse sus características y requerimientos.
El gobierno argumenta que la historia no se repetirá porque ahora cuenta con superávit fiscal (mayores ingresos que gastos); pero ese argumento es falso, puesto que los problemas del sector externo de la economía se enfrentan con dólares y no existe cantidad de pesos que pueda tener el gobierno que generen dólares al precio que controla. Pero esto tampoco sería una novedad histórica: en el Chile de Pinochet se desató una crisis cambiaria en el marco de un superávit fiscal.
Evidentemente, con las elecciones cada vez más cerca, si el escenario no cambia radicalmente (con mayores precisiones del esquema a seguir y reservas en el Banco Central), las tensiones se presentarán ineludiblemente y la campaña electoral será contemporánea a esa volatilidad. No solo por las dudas sobre la sustentabilidad, sino porque de manera terriblemente irresponsable han prometido levantar los controles cambiarios luego de las elecciones, y es de esperar que los agentes que realizan inversiones financieras se anticipen.
Sea como sea que se llegue al momento de apertura del cepo —cuestión básica del programa económico de Milei y del apoyo político que recibe de sectores empresarios—, difícilmente pueda realizarse sin una devaluación importante lo que, inclusive tomando esa decisión luego de un resultado positivo en las elecciones, implica un momento crítico del programa económico y político de este experimento ultraderechista, en el que todo puede pasar.
Consolidación o no
Gran parte de la agenda política del gobierno de Milei está atada a las perspectivas electorales hacia las legislativas de 2025. Y las posibilidades de que pueda obtener un resultado positivo que lo acerque a situaciones menos límite en el Congreso (hoy por hoy, únicamente ha logrado sostener un bloque que confirma los vetos ejecutivos) determina a su vez la posibilidad de sostener este esquema económico tan frágil basado en la promesa de no devaluar antes de las elecciones.
De romperse definitivamente esa creencia —algo de esto vimos en las últimas semanas—, las operaciones financieras se cortarían, presionando el esquema económico y dando volatilidad al dólar, lo que a su vez repercutiría en la inflación e inmediatamente socavaría políticamente al gobierno. Recordemos que, más allá de toda especulación política o diagnóstico de las razones detrás del voto en 2023, el activo central del gobierno de Milei es la baja de la inflación. La guerra comercial de Trump perjudica particularmente este endeble estado de la economía argentina.
Ahora bien, si el gobierno efectivamente lograra no alterar el programa económico hasta las elecciones, ¿alcanzaría eso para ganarlas? Posiblemente. ¿Garantizaría el éxito del modelo económico? Para nada, y el ejemplo más cercano nuevamente es el del gobierno de Mauricio Macri. Para consolidar el proyecto político de Milei, el gobierno debe ganar las elecciones intermedias, eliminar el cepo y llegar a 2027 en condiciones de ganar. Todo dentro de lo posible, pero en absoluto garantizado.
¿Qué ocurrirá entonces con el proyecto político de Milei si no lograra ese objetivo? Allí la respuesta debe ser más matizada, ya que efectivamente se ha conformado un «núcleo duro mileísta», de extrema derecha. Pero su tamaño o capacidad de daño no alcanza para gobernar sin una base de apoyo popular más amplio, como la que logró de cara a las elecciones de 2023 frente a un gobierno desastroso y en medio del caos económico.
Más allá de la contienda electoral y su validación, es claro que aún en caso de éxito este proyecto tiene poco para ofrecerle a los sectores populares. En palabras del ministro de Economía Luis Caputo, el proyecto de Milei para Argentina es Perú. Algo sumamente poco atractivo para las mayorías argentinas que, aún en esta crisis, poseen estándares más altos de ingresos, mayor equidad distributiva y mejor acceso a servicios estatales.
Es esa amenaza lo que demuestra la necesidad de una propuesta alternativa que pueda generar esperanza de un futuro mejor para las mayorías con orden macroeconómico (algo que estuvo en la base del rechazo al peronismo en la elección de 2023 y es el principal activo de Milei), más equitativo, más inclusivo, profundamente democrático y liberador en sentido sustantivo. Dedicarse solamente a esperar el fracaso económico del experimento derechista significa abdicar de cualquier proyecto transformador, y no puede ser una opción.
[1] Siempre tomando en cuenta el Índice de Precios al Consumidor del INDEC, que utiliza una metodología que es criticada por la desactualización de sus ponderaciones hace meses (y cuya actualización está completa pero no en uso por cuestiones políticas). Si tomáramos los datos del IPC de la Ciudad de Buenos Aires, la «recuperación» del sector privado registrado sería en realidad una caída de 5%, y en el caso público la caída llegaría al 20%.
[2] Del sector no registrado los datos no están actualizados pero muestran una evolución más parecida a los estatales que a los privados registrados.
Comentario