La idea que intentó expresar Nietzsche con esta frase no es que Dios como realidad haya dejado de existir, esto sería un evidente contrasentido; lo que se quiere significar con esta idea es que el concepto de Dios como sustentador del orden ontológico y ético del mundo se ha desmoronado. La ciencia y la crítica filosófica desde, al menos, los averroístas latinos han socavado los fundamentos de lo real: el hombre y el mundo han quedado paulatinamente descentralizados y Dios convertido en, citando a Laplace, una “hipótesis innecesaria”.
Esto que genera una lógica liberación del sujeto otrora constreñido por el Dios padre omnipotente y siempre vigilante, también da lugar al nihilismo y la desesperanza. El suelo en donde creíamos tan bien asentadas nuestras íntimas verdades se ha venido abajo… y nosotros con él. Ya el escritor eslavo Dostoievski se percató de las consecuencias éticas de la desaparición de Dios cuando en su obra “Los hermanos Karamazov” plasmó su famosa frase: “Si Dios no existe, todo está permitido; y si todo está permitido la vida es imposible”. La misma conclusión sacará Nietzsche pero asumiendo la necesidad de hacer posible una vida sin Dios, la radical necesidad de crear unos nuevos valores no sustentados en un Dios odiador de la vida.
Curiosamente tanto desde posturas teistas como ateas se lanzan críticas a la idea nietzscheana que explico hoy. Para los creyentes Dios no ha muerto o, mejor dicho, solo a muerto para la masa social, el rebaño consumista, mientras que ellos siguen viviendo a la sombra de su Dios y al amparo de firmes principios éticos dictados por Su Santidad, el pastor, el gurú o el imán de turno. Desde posturas ateas, sin comprender la radicalidad del pensamiento del alemán, achacan a Nietzsche que considerase que la ética estaba indisolublemente unida a Dios, cuando millones de ateos o agnósticos pueden tener y de hecho generalmente tienen unos principios morales igual de firmes y válidos que los que creen en Dios.
Creo que los teistas adoptan intelectualmente una especie de postura fetal, una negación irracional del hecho social e histórico incontrovertible de que Dios ya no es el fuste en el que se apoya el ordenamiento moral de la mayoría de la población en occidente. Los ateos que niegan la relación entre Dios y un orden ético, a mi juicio, no entienden lo que quería decir Nietzsche, quien reconoció que muchos tras la muerte de Dios intentarían que su antiguo trono fuese ocupado por la “Razón”, el “Hombre”, la “Solidaridad Universal o el “Interés Mutuo”. Falsos ídolos con los que intentamos evitar la radical certeza de que sin Dios todo orden moral no es más que unas reglas de juego para la convivencia, pero no un marco de referencia vital; toda valoración sobre el bien y el mal se convierte en cháchara de mercaderes que hablan de felicidad, interés o derechos inalienables pero que no alcanzan a fundar valores profundos, ontológicamente asentados.
La famosa frase de “Nietzsche ha muerto. Dios” que intenta responder al genio alemán, irónicamente toma el concepto “muerte” en un sentido literal que no es el sentido que recoge Nietzsche en la frase que hoy analizamos. Efectivamente Nietzsche murió el 25 de agosto de 1900 en Weimar pero ¿podemos decir que su influjo en la cultura occidental también murió? Al contrario que lo que pasa con el Dios cadáver, metamorfoseado cada vez más en merchandising o folklore turístico, el desfondamiento de todo marco de valoración moral objetivo pregonado por Nietzsche es hoy, más que ayer pero menos que mañana, la agónica verdad ineludible para el hombre de nuestro tiempo.
A continuación el aforismo 125 de “La Gaya Ciencia”, en el que se expresa la idea de la muerte de Dios con todo el poético dramatismo que es capaz la afilada pluma de Nietzsche.
EL LOCO. ¿No habéis oído hablar de ese loco que encendió un farol en pleno día y corrió al mercado gritando sin cesar: “¡Busco a Dios!, ¡Busco a Dios!”. Como precisamente estaban allí reunidos muchos que no creían en dios, sus gritos provocaron enormes risotadas. ¿Es que se te ha perdido?, decía uno. ¿Se ha perdido como un niño pequeño?, decía otro. ¿O se ha escondido? ¿Tiene miedo de nosotros? ¿Se habrá embarcado? ¿Habrá emigrado? – así gritaban y reían alborozadamente. El loco saltó en medio de ellos y los traspasó con su mirada. “¿Qué a dónde se ha ido Dios? -exclamó-, os lo voy a decir. Lo hemos matado: ¡vosotros y yo! Todos somos su asesino. Pero ¿cómo hemos podido hacerlo? ¿Cómo hemos podido bebernos el mar? ¿Quién nos prestó la esponja para borrar el horizonte? ¿Qué hicimos cuando desencadenamos la tierra de su sol? ¿Hacia dónde caminará ahora? ¿Hacia dónde iremos nosotros? ¿Lejos de todos los soles? ¿No nos caemos continuamente? ¿Hacia delante, hacia atrás, hacia los lados, hacia todas partes? ¿Acaso hay todavía un arriba y un abajo? ¿No erramos como a través de una nada infinita? ¿No nos roza el soplo del espacio vació? ¿No hace más frío? ¿No viene de contiuno la noche y cada vez más noche? ¿No tenemos que encender faroles a mediodía? ¿No oímos todavía el ruido de los sepultureros que entierran a Dios? ¿No nos llega todavía ningún olor de la putrefacción divina? ¡También los dioses se pudren! ¡Dios ha muerto! ¡Y nosotros lo hemos matado! ¿Cómo podremos consolarnos, asesinos entre los asesinos? Lo más sagrado y poderoso que poseía hasta ahora el mundo se ha desangrado bajo nuestros cuchillos. ¿Quién nos lavará esa sangre? ¿Con qué agua podremos purificarnos? ¿Qué ritos expiatorios, qué juegos sagrados tendremos que inventar? ¿No es la grandeza de este acto demasiado grande para nosotros? ¿No tendremos que volvernos nosotros mismos dioses para parecer dignos de ella? Nunca hubo un acto tan grande y quien nazca después de nosotros formará parte, por mor de ese acto, de una historia más elevada que todas las historias que hubo nunca hasta ahora” Aquí, el loco se calló y volvió a mirar a su auditorio: también ellos callaban y lo miraban perplejos. Finalmente, arrojó su farol al suelo, de tal modo que se rompió en pedazos y se apagó. “Vengo demasiado pronto -dijo entonces-, todavía no ha llegado mi tiempo. Este enorme suceso todavía está en camino y no ha llegado hasta los oídos de los hombres. El rayo y el trueno necesitan tiempo, la luz de los astros necesita tiempo, los actos necesitan tiempo, incluso después de realizados, a fin de ser vistos y oídos. Este acto está todavía más lejos de ellos que las más lejanas estrellas y, sin embargo son ellos los que lo han cometido.” Todavía se cuenta que el loco entró aquel mismo día en varias iglesias y entonó en ellas su Requiem aeternan deo. Una vez conducido al exterior e interpelado contestó siempre esta única frase: “¿Pues, qué son ahora ya estas iglesias, más que las tumbas y panteones de Dios?”.
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