Por: Ernesto Joaniquina Hidalgo
Cuando despuntaba el alba en aquella meseta andina a 3.706 metros de altura, era cuando apretaba aún más el frío y congelaba todo vestigio de vida en el desamparo; de los grifos sólo pendían agua escarchada, los indigentes que no lograban cobijar sus cuerpos durante las heladas noches en aquellas desoladas calles del campamento, sucumbían por la hipotermia hasta encontrar su muerte, el frío llegaba a romper hasta las piedras a finales de junio y los inminentes vendavales del sur acudían con frenesí a retozarse con aquella paja brava de las serranías.
Uno dormía como sepultado entre colchas para resistir los embates de la frígida noche, los más pequeños dormían en una misma cama, apilados entre si hasta recobrar los bríos de sus cuerpecitos. Cuando cantaba el gallo y las sombras se disipaban con el claro firmamento, el ambiente telúrico adquiría prestancia acompañados por los destellos del sol que acudían tímidamente por los ventanales.
Los más pequeños empezaban a bostezar y a escudriñar a su alrededor, se desarropaban de la carga de mantas en su encima, pues habían vencido al frío de la noche anterior que había escarchado hasta el aire. De súbito se escuchaba la voz compasiva de una madre que les pedía a sus hijos levantarse del lecho para acudir a la cocina donde les esperaba con tazas de sultana caliente y marraquetas de la pulpería. Aquella mujer era la primera en madrugar, seguido de su esposo, quien al acabar su enorme tazón de mate, se aprestaba siempre a marcharse rumbo a la bocamina. Aquella madre en su cotidiano ritual, encendía un anafre a kerosén de un sólo brasero, para preparar los alimentos de su regimiento de hijos y la vianda de su esposo que debía de enviarse a media mañana en un vehículo desvencijado de la empresa.
La sirena de la mina, tan estridente y aguda, era el complemento habitual de aquella faena, era el referente del tiempo y sus circunstancias, porque siempre se la escuchaba gemir anunciando la primera jornada o convocando a los obreros a asambleas generales en la sede de los mineros o sencillamente cuando perecía un minero cayendo a rajo abierto en aquellos espantosos socavones.
Las más inocentes con sus tiernas miradas de aquel hogar, se disponían para ir a la escuela, mientras la madre acababa de hacer las últimas trenzas en sus cabellitos de azabache de sus pequeñas hijas, las ungía con crema en la cara para lidiar del frío, las vestía con mandiles blancos que heredaban de los hijos mayores y se las ajustaba hilvanando pliegues en sus bordes, cada niña llevaba en su dorso unas mochilas de tela de saquillos hechas con las manos de su madre del cual pendía un vaso vacío para recibir el desayuno escolar en el primer recreo de la mañana.
Aquella madre hacía magias en sus cacerolas y era tan sensitiva en alimentar a su familia, dividía las porciones sin importarle el suyo, lo preciso era nutrir a sus nueve hijos. Pese a los avatares y las vicisitudes de su abnegada vida, no extraviaba su sonrisa, se la sentía siempre cantarina mientras se ocupada de sus menesteres. Conforme los segundos se transformaban en minutos y estos en horas, se acercaba el momento para enviar el sustento para aquel obrero; el primer recipiente llevaba una sustanciosa sopa de quinua y en el segundo pote, una porción seca que al final de cuentas, aquel obrero de interior mina, nunca se serviría, porque prefería retornarlo al cabo de su jornada para uno de sus pequeños hijos que siempre lo esperaba.
Uno de esos tantos días cuando la madre, con algo de retraso terminaba la envoltura con mantillas para conservar su temperatura de aquella vianda y verter las últimas gotas de té caliente en aquella cantimplora, el menor de los varones junto a una de sus hermanas agarrando el encargo, se apresuraron para tomar la calle y al galope se dirigieron a la parada de aquel vehículo de la empresa, mientras corrían veían que el motorizado se desplazaba de la parada, el chofer no se percataba de aquel afán. Un rato después, llegaban los niños jadeando a la vera del camino y aquella movilidad se perdía entre nubes de tierra por la lejanía.
La hermana tenía sus diez años por entonces y el hermano, dos años menor que ella, se la veía siempre risueña con aquel pelo frondoso y alborotado, tenía la tez blanca con pequitas en la mejilla, era esbelta para su edad, pero cuando algo no le gustaba, era bravía y fruncía el ceño como su madre. Su mirada denotaba aflicción, la miró a los ojos del hermano menor y éste entendió que debían de retirarse hacia la bocamina con aquel mandado. Sabían muy bien que estaban infringiendo una promesa que un día le hicieron a su padre por la misma falta. Aquel peligroso túnel conducía al otro lado del desmonte donde trabajaba aquel obrero.
Llegaron a la bocamina después de sortear los recodos del camino, los charcos de agua de copajira y las hileras de tugurios del campamento minero. Sentían que el desmonte abría sus fauces y los engullía a los mineros y palliris. Al filo de aquella entrada, divisaron inanimadas antorchas hechas con los potes de lata, en cuyo interior había trapos impregnados de kerosene. Encendieron una de ellas y resueltos se internaron en aquella galería oscura, solitaria y fría como la muerte, guiados por las rieles de los carros metaleros que a ciertas horas de la jornada se deslizaban por aquella vía larga y eterna.
La luz mortecina de aquella antorcha alumbraba sus pasos, sus sombras parecían espectros enormes que los perseguían, la hermana batía verticalmente su antorcha avivando su resplandor, la idea era llegar al ángulo de aquel túnel para luego divisar la luz anhelada de la salida, el instante era eterno y el aire denso, les costaba respirar mientras que el corazón les latía como los redobles de un tambor en un patíbulo, el suelo exudaba a copajira pero seguían en su paso resuelto, temerosos de ser sorprendidos por aquellos carros metaleros que cargados de minerales circulaban esa vía sin hora ni tiempo. En sus adentros, el menor, recordaba la voz de su padre que le emplazaba a nunca tener miedo a las tinieblas, a los espectros ni aparecidos porque sencillamente no existen y mientras se tenga la luz sobre la oscuridad y predomine la razón, todo se disiparía, le decía, que al único que se le debería de temer miedo era a los infortunios del hombre mismo, al ser vivo, aquel que era carente de principios nobles y practicaba la traición, la perfidia y el encono hasta el exterminio de sus oponentes, al Tío de la Mina uno sabe dónde lo tiene pero a los vivos que hacen el mal, No.
Mientras caminaban, la tierna hermana que le conducía agarrándole la mano, dio un suspiro de felicidad al exhalar trémulamente: ¡Ahí está la salida!, pues acto seguido, la antorcha que alumbraba su carencia también se había desvanecido hasta apagarse por completo pero tenían aquella salida al final de ese túnel que les mostraba el camino.
Dejaban atrás las sombras y la oscuridad, hasta llegar a la diáfana luz de la salida, caminaron rumbo a la maestranza del campamento de Itos donde el padre obrero solía preparar sus herramientas y su perforadora Denver antes de internarse a los profundos socavones. El minero abstraído en sus quehaceres, sintió de pronto la presencia de dos frágiles siluetas en el dintel de aquel portón enorme, subió la mirada hasta toparse con los rostros de sus pequeños hijos, se acercó hacia ellos, quienes permanecían inmóviles, en silencio y cabizbajos portando la hija mayor aquella vianda para él, los niños esperaban quien sabe, un regaño o un abrazo que tanto lo necesitaban. El padre los miró estupefacto por segundos, se quedó anonadado, se acercó a los niños y no pudo contener las lágrimas que rodaron por su mejilla, se inclinó a sus hijos y los abrazó, lloraron en silencio y no se dijeron ni una sola palabra, porque todo estaba implícito en ellos y porque aprendieron a sentir el amor, el peligro y la solidaridad en carne propia.
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