Por: Jesús Aller
Ellos representan “sin duda” una etapa inicial, pobre y oscura, frente al éxtasis tecnológico de nuestro mundo. Hay que decir, sin embargo, que entre los estudiosos de esos pueblos “atrasados” se han escuchado voces que reivindican en ellos aspectos importantes, perdidos con la civilización, y que señalan el interés de comprenderlos cabalmente para buscar remedio a nuestros problemas.
En la nómina de los que laboraron en esta dirección, un nombre imprescindible es el de Pierre Clastres, que con sus estudios de campo entre indígenas de Sudamérica puso de manifiesto cómo sus sociedades disponen de mecanismos para evitar la acumulación de poder y riqueza, lo que las vacuna contra la división en clases que marca la irrupción de los Estados en la historia. En la obra de Clastres destaca La sociedad contra el Estado, una colección de artículos publicada en 1974, que acaba de ser reeditada en castellano por Virus (trad. de Francisco Madrid) con textos liminares de Carlos Taibo y Beltrán Roca Martínez. Este libro supuso un revulsivo en su momento y sigue atrapando a los lectores con su reflexión que amenaza prejuicios bien asentados.
Pierre Clastres nació en 1934 en París y realizó estudios de filosofía y luego de etnología y antropología, doctorándose en 1965 con la tesis de 3er ciclo: “La vida social de una tribu nómada: los indios guayaquíes del Paraguay”, dirigida por Claude Lévi-Strauss. Clastres imparte docencia después en París y São Paulo, continúa sus trabajos de campo en Paraguay, Brasil y Venezuela, y colabora con grupos de izquierda antiautoritaria franceses, lo que lo lleva a tener un papel destacado en el mayo del 68. Tras la ruptura con Lévi-Strauss en 1974, los años siguientes estuvieron marcados para nuestro etnólogo por polémicas, con estructuralistas y marxistas, al tiempo que iban apareciendo sus libros, siempre aclamados y criticados a partes iguales. Pierre Clastres falleció en 1977 en un accidente de automóvil.
La sociedad contra el Estado presenta una recopilación de once ensayos, publicados entre 1962 y 1974, que promueven una reflexión sobre el poder en sociedades caracterizadas por una visión de este concepto sorprendente para nosotros. Un rasgo esencial en América es que los “jefes” o “caciques”, que podríamos ver como detentadores del poder, no ejercen sin embargo ninguna coerción o violencia, de forma que no existe subordinación jerárquica en torno a ellos. Esto es señalado por los estudiosos, hasta hoy, como signo de “primitivismo” y se asocia a una economía de subsistencia que en muchos casos en realidad no es tal. Para Clastres por el contrario estas sociedades demuestran que: “Es posible pensar lo político sin la violencia, pero no lo social sin lo político, es decir no hay sociedades sin poder”, lo que supone una revolución copernicana en la que las culturas consideradas “primitivas” dejan de girar en torno a la civilización occidental, como tentativas deficitarias, para constituirse por sí mismas en centro de una reflexión política.
En las sociedades indias americanas se da una dicotomía entre un polo mayoritario de democracia e igualitarismo y otro de tiranía. En el primero, el “jefe” es típicamente un “hacedor de paz”, generoso con sus bienes y buen orador, al que en Sudamérica se añade como privilegio ocasional la poliginia. Sólo durante las guerras, que a veces están a cargo de un jefe militar, se concentra en estos personajes un poder considerable. De estas características del cacicazgo, Clastres deduce que lo que se pretende en realidad con esta institución es anular los pilares de la vida social como valores de cambio a través de una estructura perfectamente ritualizada, y prevenir así las “luchas por el poder”: “La misma operación que instaura la esfera política, le impide su desarrollo.”
Se resalta después el carácter exogámico de las sociedades indias de la cuenca amazónica, que favorece la expansión de relaciones entre grupos, con lo que a veces se observa una evolución a formas más autoritarias, mientras que otras la fidelidad a los viejos esquemas igualitarios es la norma. Se discute la demografía de algunas de estas sociedades, llegándose a la conclusión de que en el momento de la conquista existían aproximadamente, en 350 000 km2 de territorio guaraní, 1 500 000 habitantes, muchos más que los admitidos anteriormente. Se describe luego la división de trabajo entre los guayaquíes, de vida nómada, con los hombres encargados de la caza y recolección y las mujeres del transporte del ajuar, cestería y alfarería. Son dos mundos separados, simbolizados en el arco y el cesto, y se expone el conflicto que generan “seres intermedios”, como un cazador inhábil que pasa a ser considerado una mujer y sufre por ello, o un homosexual que, por el contrario, se identifica feliz con las labores femeninas. Conocemos también los cantos femeninos y masculinos de los guayaquíes, la poliandria motivada por el exceso de hombres o los tabúes de la caza entre ellos.
Dos relatos míticos de los chulupíes del Chaco paraguayo, que se reproducen y analizan, narran las aventuras de héroes grotescos —un viejo chamán y un jaguar—, que causan hilaridad a los indios, pero sobre todo impugnan la estupidez y vanidad que pueden encontrarse en los seres más “poderosos”. Se trata de una transgresión liberadora contra lo que se teme a través de la risa.
Se establece luego una diferencia entre las sociedades con y sin Estado, en el sentido de que en las primeras la palabra es un “derecho” del poder, mientras que en las segundas es un “deber”, lo cual marca una oposición entre la coerción y un igualitarismo ritualizado en el que la sociedad es el lugar “real” del poder. En otros textos se muestra la profundidad religiosa de algunos mitos de los guaraníes, como su Tierra sin Mal, o su obsesión por la finitud de todo lo que existe, y se reflexiona sobre los ritos de iniciación de los jóvenes en las sociedades primitivas, que involucran habitualmente torturas. El punto de vista clásico es que con éstas se pretende una demostración de valor, pero para Clastres se trata también de un marcaje del cuerpo y la memoria que fortalece la unidad del clan, y un mensaje de que “nadie es más que nadie”, que vacuna contra la sumisión.
El último texto, que da título al libro y fue publicado por primera vez en él, sirve para sintetizar sus aspectos esenciales. Más allá del “evolucionismo” que considera las sociedades sin Estado como algo “incompleto”, se defiende que éstas son capaces de alimentar a sus miembros y disponen de una tecnología bien desarrollada y adaptada a sus exigencias. Las necesidades se satisfacen con unas pocas horas de trabajo diarias (tres o cuatro en general), e incluso se producen excedentes, con lo que podemos hablar de escenarios de ocio y abundancia. Y estas sociedades, según Clastres, se inmunizan contra la desigualdad mediante la organización ritualizada que se ha descrito.
En América se demuestra que pueden darse transiciones de la caza a la agricultura, pero también a la inversa, sin una modificación de la estructura social, lo que revela una independencia entre la infraestructura económica y la supraestructura política. La gran revolución de la protohistoria resulta ser según esto la revolución política, y no la del Neolítico. ¿De dónde viene el poder político entonces? En este sentido Clastres sólo se atreve a plantear sugerencias: el crecimiento demográfico como posible desestabilizador de las sociedades, y el recurso por parte de los “jefes sin poder” a su “palabra profética” para transformarse en auténticos caudillos.
El volumen concluye con una entrevista de 1975 en la que nuestro antropólogo insiste, contra el criterio marxista, en su visión de lo político (el Estado) como previo y condicionante de lo económico (la desigualdad), lo que lo lleva incluso a una interpretación original de lo ocurrido en Rusia tras la Revolución de Octubre. Reflexiona también sobre la guerra entre los pueblos que investigó, permanente e inevitable, contra los enemigos que amenazan a la comunidad.
En las páginas finales, el estudioso de la vieja América examina la Francia del momento y aprecia una exacerbación estatista y autoritaria apoyada por las masas, con los partidos políticos como instrumentos imprescindibles. Concluye tristemente que los “salvajes” dispuestos a exigir su autonomía contra el imperio del Estado y el capital son cada vez más escasos, aunque reconoce lo viejo de su estirpe y no cree desdeñable su capacidad de aprovecharse de las grietas del sistema.
El trabajo de Pierre Clastres, en la estela de Piotr Kropotkin, influyó a otros antropólogos también seducidos por el anarquismo, como Harold B. Barclay, James C. Scott, Brian Morris o David Graeber. Todos ellos reivindican rasgos de las sociedades sin Estado que fueron por largo tiempo las de nuestros antepasados, y ven en ellas una fuente de inspiración para superar la situación actual. Como escribió Clastres en una ocasión, comprender el nacimiento del Estado tal vez nos dé las claves de su posible desaparición.
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