Por: Alberto Toscano
O del pesimismo de la extrema derecha ayer y hoy
En abril de 1967, Theodor Adorno pronunció, ante una sociedad de estudiantes socialistas de la Universidad de Viena, una ponencia titulada «Aspectos del nuevo extremismo de derecha», en la que trazaba el bosquejo de un análisis de la entonces incipiente irrupción electoral del neonazi Nationaldemokratische Partei Deutschlands (NPD), para lo cual Adorno partía de cuatro décadas de teorización colectiva e investigación social sobre las latencias y las patologías fascistas del capitalismo. La charla, publicada sólo medio siglo después, abunda en vívidas intuiciones sobre la fenomenología política de la reacción de posguerra, ya fuese al hablar de la «imago del comunismo» en ausencia de todo comunismo real, de la animadversión del fascismo por toda teorización o de la «pedantería pseudocientífica» que dominaba el discurso de la extrema derecha. A efectos de nuestra conversación, quiero referirme a un pasaje en que Adorno define una emoción política que considera central para la suerte psicosocial del «extremismo de derecha», y que denomina «sensación de catástrofe social». Lo que esa sensación canaliza son las «condiciones sociales para el fascismo» que han perdurado más allá de la caída de Hitler; a saber, una tendencia abrumadora hacia la concentración del capitalismo que va acompañada del peligro manifiesto y actual de desclasamiento para clases sociales ansiosas por conservar sus privilegios y sus prebendas, por miserables que sean. La sensación de catástrofe social hunde sus raíces en experiencias vividas y fantasías de pérdida y obsolescencia fundamentadas en dinámicas político-económicas reales. El «espectro del desempleo tecnológico», de la posibilidad de volverse uno redundante a resultas de la automatización, significa que hasta aquellas personas que reciben un salario y gozan de seguridad laboral, «ya se sienten potencialmente superfluas». Para unir una frase de los Grundrisse de Marx con uno de los títulos inicialmente barajados para lo que terminó siendo La personalidad autoritaria: el indigente virtual puede transformarse en el fascista latente. Ahora bien, tanto en su charla de 1967 como en varios de sus escritos sobre el fascismo, Adorno no se cansa de advertir de que las explicaciones psicológicas del ascenso de la extrema derecha son, en el mejor de los casos, parciales, al mismo tiempo que previene contra las correlaciones demasiado simplistas entre la crisis social y el auge de la reacción. Es ahí donde la temporalidad y, hasta podría decirse, la historicidad de la «sensación de catástrofe social» desempeñan una función decisiva. Para Adorno, es más en su orientación hacia la crisis que en su respuesta a esta última que las fuerzas de la reacción sacan ventaja. En su propaganda y sus pronósticos, esas fuerzas se revelan poseedoras de una gran destreza a la hora de «anticipar el terror». Como el propio Adorno observa:
Se podría hablar de una distorsión de la teoría de Marx sobre el derrumbe que tuviera lugar en esa misma conciencia lisiada y falsa. Por un lado, en el plano racional de las cosas, se preguntan: «¿Qué ocurriría si hubiera una gran crisis?»; y es ahí donde esos movimientos ejercen su atractivo. Por otro lado… desean la catástrofe, se alimentan de fantasías apocalípticas del mismo tipo que las que, sin ir más lejos, podían encontrarse también entre los dirigentes nazis, como demuestran los documentos. Si tuviera que hablar psicoanalíticamente, diría que, de las fuerzas que en ese caso se movilizan, la apelación al deseo inconsciente de desastre, de catástrofe, no es ni mucho menos la menos importante en esos movimientos.
No obstante, semejante sensación encuentra sus raíces en un punto de vista clasista, para el cual la orientación ambivalente hacia la catástrofe (imaginarla, temerla, desearla) está sobredeterminada por un rechazo de toda transformación social que pudiera evitar la catástrofe pero también acabar con la identidad y las prerrogativas especiales del grupo al que se pertenece.
Alguien incapaz de ver nada por delante y que no desea que cambien los cimientos sociales no tiene otra alternativa que decir, como el Wotan de Richard Wagner: «¿Sabes lo que quiere Wotan? El fin.» Esa persona, desde la perspectiva de su propia situación social, anhela su desaparición, aunque no la de su propio grupo, sino —en la medida de lo posible— la desaparición de todos.
Volveré, a modo de conclusión, sobre ese grito wagneriano de la pequeña burguesía, pero antes quisiera enmarcar el diagnóstico de Adorno sobre el catastrofismo emocional de la extrema derecha en términos del lugar que ocupa el pesimismo en su genealogía.
El propio Adorno menciona el apocalipticismo documentado que atravesaba el nacionalsocialismo. El historiador francés Johann Chapoutot, en su estudio sobre la obsesión del nazismo con la antigüedad griega y romana —y con las explicaciones raciales de su desaparición— ha escrito de forma esclarecedora sobre cómo la «filosofía utópica de la voluntad» de los nazis se vio constantemente ensombrecida y, a la hora del hundimiento del régimen, superada por un «afán salvaje y desesperado de imaginar la propia desaparición [del nazismo], pues lo que importaba no era tanto la victoria en la vida real como el triunfo simbólico de la derrota sublime y heroica en la memoria, que sobreviviría a través del proceso del mito». Era precisamente esa «coreografía de la catástrofe» lo que ocupaba el centro del análisis de Walter Benjamin sobre el fascismo como estetización de la política en el ensayo «La obra de arte». Para Benjamin, Fiat ars-pereat mundus era una divisa fascista, que hablaba de una visión de la humanidad cuya «autoalienación ha alcanzado tal grado que le permite experimentar su propia aniquilación como un goce estético de primer orden». El propio Mussolini musitó a un periodista que «el fascismo llegará a su fin, pero habrá vivido […] gracias a la exaltación, ¡y yo soy la exaltación!»
Lo determinante, a mi juicio, es que esa creencia en la inevitabilidad de la caída —ya sea en un registro más biológico o cultural, cíclico o apocalíptico— que estructuró la visión fascista del mundo se articuló en forma de «pesimismo racial». Fue ese el título escogido por Ulysses G. Weatherly en 1923 para su discurso presidencial pronunciado ante la American Sociological Society. Recurro a ese texto porque arroja una sorprendente luz sobre un estado de ánimo entre las dos guerras, propio de lo que Richard Overy denominó «la era mórbida», que precedió y superó a la extrema derecha organizada y a sus compañeros de viaje. A manera de marco de un amplio examen de las teorías sociales declinistas de su época, Weatherly ve en la Gran Guerra un momento que podría percibirse «como si un sardónico espíritu del mundo hubiera detenido de repente a Occidente en la flor de su jactanciosa cultura para proceder a la auditoría de una cuenta pendiente». Y la pregunta que sirve de guía de esa auditoría es la siguiente: «¿Está la raza blanca, como exponente especial de ese sistema, amenazada de extinción, o al menos de pérdida de su hegemonía?» (Algunas de las síntesis de Weatherly parecen presagiar la retórica de un JD Vance sobre la plaga de la infecundidad: «Otros lamentan el hastío existencial de nuestros haítos intelectuales que se niegan a emprender la paternidad, por el temor de arrojar a sus descendientes a una existencia sórdida, al parecer en el supuesto de que el proceso de generación, si continuara, produciría siempre pequeños radicales cansados.» O bien: «Bajo la presión de conseguir una oferta de mano de obra barata, existe la tentación constante de diluir y degradar a la población social recurriendo a migrantes de niveles cada vez más bajos con el fin de asegurarse mano de obra que pueda vivir por debajo de la oferta existente y, por tanto, venderse a precios más bajos. De tales desplazamientos y sustituciones hay ejemplos dondequiera que haya penetrado el sistema industrial moderno.»)
En todo caso, es útil reflexionar sobre cómo en 1923 «el peligro para la raza blanca» podía ser una —y quizás la— cuestión central que tratar por una asamblea de sociólogos estadounidenses, cuyo basamento empírico era «el desplazamiento racial a escala mundial». Ya sea en los tratados racistas de Lothrop Stoddard y Madison Grant, o en la afirmación de Mussolini, en 1932, de que «toda la civilización de la raza blanca podría desintegrarse, debilitarse, oscurecerse en un desorden sin propósito, una miseria sin mañana», la filosofía de la historia y el Stimmung del pesimismo racial es un factor determinante esencial de una mentalidad de extrema derecha que, transcurrido un siglo, conserva un sorprendente potencial movilizador. Es indiscutible que la preocupación pesimista por el mestizaje, el «desnatalismo», la Primera Guerra Mundial en cuanto «guerra civil» entre blancos y la entropía y la desvitalización raciales instigadas por la democracia, las finanzas, la urbanización o el feminismo están poderosamente sobredeterminados por la apariencia de una crisis del orden colonial y de la próxima «revolución mundial de color», por tomar en préstamo la formulación de Spengler en El hombre y la técnica, de 1931. En ese sentido, el fascismo de entreguerras también puede entenderse como una operación de salvamento planetario de la supremacía blanca en un horizonte temporal (y afectivo) de declive (eventual, inevitable o quizás aplazable). En su perspicaz anatomía de las «historiografías pesimistas de entreguerras», Donna Jones ha subrayado cómo, aunque «profundamente antagonistas de los colonizados y de cualquier perspectiva de su ascenso, las historiografías de derecha, aunque paranoicas, lograron lo que ninguna otra historia había logrado hasta entonces: conceder reconocimiento a la historicidad de los súbditos de Europa». Desde una posición de temor más que de curiosidad, Europa avizora un futuro en que el mundo no occidental alcanza un estado de «lo coetáneo». En una vena a la vez diferente y afín, en El fin del mundo, su obra inconclusa sobre la antropología de los «apocalipsis culturales», Ernesto De Martino había intentado articular dialécticamente los movimientos milenaristas desencadenados por las fuerzas desintegradoras del mundo del colonialismo con la forma en que el «apocalipsis sin escatón» que recorría la literatura y la ideología euroamericanas de la crisis no podía pensarse fuera del horizonte de la descolonización y la amenaza que esta hacía cernirse sobre la hegemonía blanca. El pesimismo cultural era un pesimismo racial. Los escritores y pensadores de la extrema derecha podían incluso recurrir a las primeras especulaciones de Nietzsche sobre las raíces arias de la tragedia griega (Nietzsche había tomado prestado de Burckhardt el adagio sobre el pesimismo de la visión del mundo y el optimismo del temperamento, mucho antes de la célebre readaptación de Romain Rolland a manos de Gramsci), a fin de sostener que el pesimismo tenía un parentesco íntimo con la blanquitud. Como declaró Gottfried Benn en 1943, en El mundo de la expresión: «[E]l pensamiento de la raza blanca es pesimista, es el elemento de su creatividad […] el pesimismo es un principio espiritual legítimo, muy antiguo, que encontró una expresión genuina en la raza blanca y que esta entretejerá con el futuro, en el supuesto de que aún posea el poder metafísico de incorporar y asimilar, el poder de integrar y de dar forma.» Semejante visión de la blanquitud como cultura de la tragedia, y de su caída como tragedia de la cultura, está firmemente enraizada en esa religio mortis, o religión de la muerte que para el germanista y mitólogo Furio Jesi era uno de los pilares de la cultura de derecha.
El pesimismo racial devenido acto reflexivo y militante, o «pesimismo activista», según la formulación de Emilio Gentile, es una posible definición del fascismo, una respuesta a la pregunta que se hiciera Nietzsche en el «Ensayo de autocrítica» que servía de prólogo a la edición de 1886 de El nacimiento de la tragedia, y que llevaba como nuevo subtítulo O helenismo o pesimismo: «¿Es el pesimismo necesariamente un signo de decadencia, decaimiento, degeneración, de instintos exhaustos y débiles? […] ¿Existe el pesimismo de la fuerza?»
Ahora bien, sería un ejercicio fácil, y quizás amargamente divertido, emplear las categorías de diagnóstico nietzscheanas, tal vez filtradas a través de la interpretación de Deleuze, para ver en la persistencia del pesimismo racial de la extrema derecha actual —obsedida por ideologemas o simplemente por memes como el «genocidio blanco», «el Gran reemplazo», etc.— un caso ejemplar de resentimiento y la acción de fuerzas reactivas en gran escala, una pseudopolítica e hiperpolítica de rabia impotente. No emprenderé hoy ese rumbo, y en su lugar quisiera pensar aquello en lo que se convierte el pesimismo, incluido el «pesimismo racial», cuando se transforman las coordenadas materiales de nuestra historicidad (a pesar del carácter aparentemente inerte de los temores al reemplazo y al déclassement que aparecen bajo formas angustiosamente similares en los años veinte de los últimos dos siglos). Simplemente, a modo de esbozo de una hipótesis para investigaciones futuras y debates ulteriores, creo que debemos atender a dos ejes de la experiencia temporal colectiva que modulan esa sensación de catástrofe social que Adorno acertó a señalar como leitmotiv de la política de extrema derecha y como una de las causas de su atractivo. El primero de esos ejes está en consonancia con el giro de Adorno hacia la perspectiva del desempleo tecnológico como una de las principales condiciones sociales para el resurgimiento de la reacción. Como han analizado numerosos economistas políticos críticos, vivimos en una época de estancamiento capitalista, en la que las superganancias y la desorbitante desigualdad social van aompañadas de una productividad aletargada y un crecimiento indiferente. Sobre todo en la larga estela de la crisis de 2007-2008, la experiencia social colectiva de precariedad en aumento y horizontes menguantes, así como el retroceso respecto de las aspiraciones y las oportunidades de generaciones anteriores, conforma la propia atmósfera de nuestra política y de la desafección y desafiliación cada vez mayores que vastas franjas de la población mundial sienten por sistemas y regímenes políticos cuyo poder simbólico es extremadamente frágil. En segundo lugar —y especialmente, diría yo, cuando se niega, desmiente o minimiza—, la realidad de la catástrofe ecosocial en forma de calentamiento global está en el centro del «pesimismo» contemporáneo y sobredetermina su política de muros y puentes levadizos, su inclinación por formas contradictorias de autarquía, así como múltiples instancias de lo que Malm y el colectivo Zetkin han denominado «fascismo fósil».
Más allá de sus mortíferas periferias —a saber, los comunicados «aceleracionistas» de los perpetradores racistas de tiroteos masivos—, el pesimismo de la extrema derecha actual es apenas «trágico». Los relatos del desplazamiento racial o nacional van acompañados de la idea de que la supremacía y la opulencia podrían restaurarse y asegurarse de forma duradera. Sí, la tendencia actual adopta la forma de «masacre americana» —American carnage—, pero un renacimiento nacionalista es todavía posible, si así lo permitieran las deportaciones masivas. Esa instanciación del pesimismo racial, que también podría suponer, parcialmente, un nacionalismo multirracial, aunque materialmente asentado en las infraestructuras militares y financieras de la dominación estadounidense, difiere ciertamente de una premisa clave del pesimismo activista del fascismo: al menos en su retórica, no es expansionista, quiere mantener la primacía, pero no trabajar por la hegemonía.
Enfrentados al pesimismo de la extrema derecha, así como a los optimismos rivales y a las filosofías lineales de la historia del liberalismo, la socialdemocracia y el bolchevismo estalinizado, algunos pensadores disidentes de los años veinte del pasado siglo apostaron por la posibilidad de arrebatarle a la reacción las fuerzas del pesimismo. El intelectual comunista y surrealista Pierre Naville ridiculizó las obsesiones de la derecha con el fin de la raza blanca o con el declive de la civilización latina y, en cambio, sostuvo que el radicalismo político y estético exigía aceptar el hundimiento de un cierto humanismo, cultivar el sentimiento de pérdida y deserción, fomentar la desesperación como una pasión creativa virulenta y centelleante. Todo pesimismo que no se empeñara en negar las condiciones sociales contemporáneas, que no reivindicara «el derecho al desastre moderno», no era digno de ese nombre. En un notable ensayo de 1929 sobre el surrealismo como «la última instantánea de la intelectualidad europea», Walter Benjamin hizo suyo el llamamiento de Naville a «organizar el pesimismo» y escribió: «El surrealismo se ha acercado cada vez más a la respuesta comunista. Y esto significa pesimismo de principio a fin, afirmativa y absolutamente. Desconfianza ante el destino de la literatura, desconfianza ante la libertad, desconfianza ante la humanidad europea, pero sobre todo desconfianza, desconfianza y más desconfianza ante todo tipo de acercamiento: entre clases, entre pueblos, entre personas. Y confianza ilimitada sólo en IG Farben y en el perfeccionamiento pacífico de la fuerza aérea.» Esa divisa polémica, sardónica e inquietantemente premonitoria —claramente marcada por la estrecha colaboración, durante esos años, entre Benjamin y Brecht— habla de un esfuerzo por elaborar un tipo de disposición afectiva en la extrema izquierda, una disposición que habría acabado con esas emociones políticas ancladas en la temporalidad de una idea de progreso que podría parecer preñada de promesas humanas pero que en su misma médula está contaminada por el tiempo vacío del capitalismo. En la misma medida en que el repertorio histórico del pesimismo de la extrema derecha se convierte una vez más en una fuente feraz para la creación de mitos reaccionarios, también podría ser este un momento oportuno para revisitar esa tradición menor que es el pesimismo comunista.
Comentario