Con lo que se hizo nombrar gobernador de Cuyo y en tres años electrizó a todos y cambió la economía local. No había ni tela para uniformes, con lo que se abrió una fábrica. Faltaba metal para fundir cañones, con lo que se revitalizó la minería. Faltaba pan, con lo que se salió de tanta vid y tanta fruta. Cuyo zumbaba de zapateros haciendo botas, de arrieros trayendo animales para alimentar tropas y proveer cueros, de obras de irrigación para llevar agua a los llanos. Esto muestra que San Martín logró reclutar y entusiasmar a todo el mundo, que estas patriadas sólo se hacen de a muchos.

El general también integró a los indios del sur mendocino. San Martín era de la generación revolucionaria que no pensaba en hacer un país dejando afuera “a nuestros paisanos”. Tenía un modelo no de integración sino de convivencia como compatriotas, con lo que se dedicó a reclutar también a los mapuches locales, los pehuenches al sur. Lo que buscaba que aportaran eran caballos, sal y ganado, y si hiciera falta guías de montaña. También tenía un as en la manga, el de movilizar a los pehuenches y sus vecinos araucanos del lado chileno, aterrar a los españoles con la idea de un super malón, y hacerles creer que iba a cruzar más al sur.

San Martín terminó organizando dos grandes encuentros, de los que se llamaban parlamentos, el primero en septiembre de 1816 en el fuerte de San Carlos, un buen tirón al sur de la capital mendocina. La delegación de las Primeras Naciones tuvo al frente al lonco Necuñán, acompañado por 50 jefes menores y muchos capitanejos. El lenguaraz fue todo un personaje, el fraile Francisco Ynalicán, araucano él y capellán del fuerte. La función fue agotadora: en un parlamento todo el mundo tiene derecho a hablar lo que necesite hablar, con lo que la movida duró entre seis y ocho días, dependiendo de la fuente.

El general arrancó explicando la causa patria y diciendo que los españoles eran el enemigo en común, y que él pedía ayuda y permiso para pasar “por sus tierras, como dueños del país que son”. La gente de Necuñán estaba de buen humor porque había sido recibida con un protocolo impecable. Cada columna que llegaba era recibida con salvas de cañonazos y entraba al fuerte predecida por un piquete de caballería “tirando tiros al aire”. San Martín cuenta en una larga carta al general William Miller, inglés y oficial del Ejército de los Andes, que el espectáculo fue impresionante. Los pehuenches, explica, son altos y fuertes, y venían con el torso desnudo y pintado con motivos de guerra, igual que sus pingos. Atrás venían columnas de mujeres y chicos.

Un momento notable fue cuando San Martín terminó de explicar su campaña. Se hizo un total silencio en la sala de reuniones, de quince minutos, con los presentes “en una meditación la más profunda”. Luego hubo un breve intercambio de opiniones y el lonco más viejo le dijo al general que “todos los Peguenches a excepción de tres Caciques que nosotros sabremos contener, aceptamos tus propuestas”. Y ahí cada lonco y cada jefe se levantó y abrazó al encantado comandante. Cuando los demás, que esperaban montados y armados en el patio de la fortaleza se enteraron del acuerdo, desensillaron, le entregaron los caballos a los milicos, dejaron sus armas en un cuartito y arrancaron la fiesta. San Martín, avisor, tenía un corral lleno de yeguas, el plato favorito de sus invitados, y una buena reserva de aguardiente y chicha. Agudo, el general observó que las mujeres no bebían hasta caer la noche y que siempre quedaban algunas sobrias para cuidar el orden.

El segundo parlamento fue más a fin de año y nada menos que en El Plumerillo, la base del Ejército de los Andes. Fue un momento histórico que nos dejó una reliquia única, un símbolo del país que pudo ser, como subrayó el antropólogo y sabio en estas cosas Carlos Martínez Sarasola. Nuevamente, San Martín se sentó en círculo con los loncos y capitanejos, y nuevamente les explicó su idea de campaña. “Los españoles van a pasar del Chile con su Ejército para matar a todos los indios y robarles sus mujeres y sus hijos”.

Y ahí tira una bomba:

“Como yo también soy indio voy a acabar con los godos que les han robado a Uds la tierra de sus antepasados”.

Fue atómico. Todo el mundo se levantó y empezó a gritar ¡Viva el indio San Martín! ¡Moriremos por el indio San Martín!

La polémica sobre si era o no era indio, sigue fuerte, con teorías hasta sobre una adopción. Sus amigos le decían el cholo, sus enemigos -que en vida no era ni el Santo de la Espada ni el Padre de la Patria- le decían el indio, para joderlo. La posteridad lo blanqueó en tanto retrato a la francesa, moderándole hasta la nariz de hacha que se ve en la única foto que se sacó, en 1848.

Para cuando se subió a su mula de confianza y encaró los Andes, el general llevaba un artefacto literalmente único, un poncho de alto nivel simbólico. No se sabe si fue un regalo que le hicieron en los parlamentos, si es exactamente pehuenche o genéricamente mapuche, pero el poncho que puede verse en el Museo Histórico Nacional indica que las Primeras Naciones no veían al Libertador como un huinca más, o un líder militar, sino como alguien con un nivel espiritual más alto. “Un hombre de luz”, se anima Martínez Sarasola.

En esta vida hay ponchos y ponchos, que van de lo práctico a lo rotoso, de la marca de rango a literalmente un mando de autoridad. Los unitarios los llevaban celestes, Rosas tenía uno de seda, los arrieros compraban los pampa gruesos e impermeables. Pero los grandes líderes indígenas mostraban su rango y su estirpe con piezas especiales que, si se conoce el código, literalmente pueden leerse. El lonco Mariano Rosas le regaló el suyo a Lucio V. Mansilla y le explicó que con eso puesto, nadie le iba a poner un dedo encima, al contrario. Si un huinca aparecía con esa prenda, era un hermano del jefe: el poncho era un pasaporte.

El de San Martín fue estudiado cuidadosamente por un experto chileno, Pedro Mege Rosso. La prenda tiene cuatro colores, negro profundísimo, azul brillante, blanco y amarillo. Ahí está el primer simbolismo, porque el cuatro es un número sagrado en las religiones originarias, una observación de los rumbos de la tierra y una teoría de los niveles de lo sacro. Un poncho de cuatro colores ya tiene una carga espiritual particular.

Pero lo más llamativo para el que conozca el código es que el poncho tenga partes en azul, y en azul brillante. El azul nunca se usaba explícitamente en los tejidos originarios, apenas se sugería en el negro profundo que lograba reflejos azulados en cierta luz. El azul es un color sagrado y la palabra mapuche, calfú, denomina tanto el color como la misma idea de lo divino. Nuestro gran lonco Calfucurá se llamaba tanto Piedra Azul como Piedra Divina, o de los dioses. Que este poncho tenga un azul nada sugerido sino brillantemente puesto a la vista es excepcional, porque es una pieza para una persona excepcional.

Para completar, el poncho tiene en su ñankal, el agujero por donde se pasa la cabeza, un discreto símbolo llamado rewe lonko, traducible como cabeza sagrada. Es como un galón de mando, una insignia que ordenaba obedecer a la cabeza que asomaba del poncho.

Tenían razón, nuestros paisanos los indios, que lo trataron a San Martín con el respeto del que sabe ver al otro. Y mucho mejor que lo que lo trataron de vuelta en Buenos Aires.