Donald Trump aparece cada vez más como la pura negación del proyecto neoliberal. Algunos de sus seguidores ideológicos se complacen en presentarlo en términos similares. Sin embargo, el nuevo régimen de Trump ejemplifica muchas de las características que llegaron a definir la era neoliberal.

Consideremos la prominencia de multimillonarios simpatizantes en y alrededor de la nueva corte. Producto del periodo neoliberal, este estrato de oligarcas abarrotaba en homenaje el complejo de Mar-a-Lago de Trump incluso antes de su regreso a Washington.

El presidente le encargó al escabroso barón de la tecnología Elon Musk que encabece un gran asalto contra gasto «despilfarrador», que implica de forma prominente la disciplina laboral en el mayor empleador individual de EE.UU., el Estado federal. Otro asalto contra sistema tributario se perfila como un importante reto legislativo en el primer año de Trump. Ya escuchamos estas melodías antes.

Sin embargo, a pesar de todas las recapitulaciones de temas familiares, el propio neoliberalismo está muriendo definitiva y finalmente. El monótono alarde de Trump sobre la guerra comercial y su abierto desprecio por el «orden internacional liberal» marcan un cambio importante dentro de las estructuras del capitalismo global. Mantener que nada significativo está cambiando más allá de este punto requeriría desechar la definición de un período neoliberal en sí mismo.

¿La historia perdida de una era?

Los comentaristas ya anunciaron antes la hora de la muerte del neoliberalismo. En 2008, muchos se apresuraron a declarar el fracaso de una doctrina que finalmente se había derrumbado bajo el peso de su propia arrogancia. Este año decisivo inspiró al sociólogo escocés Neil Davidson para intentar un análisis más profundo del periodo transcurrido desde la década de 1970, en el que se habían producido tantas derrotas para el movimiento obrero internacional, una explosión de la desigualdad y el afianzamiento del poder capitalista. Aunque tuvo que ser recuperada de forma algo fragmentaria tras la prematura muerte de Davidson en 2020, esta obra nos ayuda a reflexionar sobre la naturaleza de los cambios en la cúspide de la sociedad capitalista.

Davidson era un sociólogo con mentalidad de historiador. Tenía una aguda comprensión de cómo los resultados del conflicto de clases tienden a distorsionar nuestra imagen de las épocas históricas. El propio éxito del neoliberalismo oscureció sus orígenes y su forma de tres formas generales.

En primer lugar, las derrotas experimentadas por la clase trabajadora en la era neoliberal, y las grandes desigualdades que surgieron de ellas, fomentaron una visión del consenso de posguerra que destrozó algo como una era dorada antediluviana. Dado que las oleadas de desregulación y privatización caracterizaron el triunfo de la clase capitalista bajo el neoliberalismo, las economías mixtas y la expansión de los niveles de vida de los años 50 y 60 deben haber representado la cristalización de un equilibrio diferente de fuerzas de clase en la política estatal. Esta es la teoría que subyace a la afirmación de David Harvey de que el neoliberalismo supuso la «restauración» del poder capitalista.

Esta tendencia a considerar al neoliberalismo como un contraataque contra un consenso de posguerra en cierto modo menos plenamente capitalista se ve reforzada por las afirmaciones de los ideólogos neoliberales. Como esos ideólogos proponen una retórica antiestatista poco sincera, argumenta Davidson, sus oponentes tienden a argumentar como si los campeones del neoliberalismo «realmente vieran a los Estados y a los mercados como antípodas», lo que los lleva a su vez a «invertir el supuesto juicio de valor implicado, tratando al Estado como un freno bienvenido a los excesos del mercado». El pensamiento reactivo de este tipo oscureció la verdadera naturaleza de la posguerra, que de hecho estuvo dominada por un período distinto de globalización capitalista.

La idea de que el acuerdo de posguerra tenía sus raíces en las victorias de la izquierda o de la clase obrera es también una simplificación. En Europa, el orden de posguerra fue, al menos en la misma medida, un producto de la derecha política tanto como de la izquierda: «En la mayor parte de Europa Occidental, fuera de Escandinavia, fueron los gobiernos demócrata-cristianos los que desempeñaron un papel decisivo en el establecimiento de los Estados del bienestar». Esto fue cierto hasta cierto punto, argumenta Davidson, incluso en el emblemático caso del Reino Unido, donde la coalición dominada por los conservadores en tiempos de guerra anticipó las reformas del gobierno laborista de Clement Attlee.

Los capitalistas no resultaron simplemente acobardados para aceptar este programa, aunque ciertamente hubo presión de la clase obrera en ese momento. Lo eligieron, en parte como forma de adaptación a las nuevas realidades políticas y económicas del mundo de la Guerra Fría, y se beneficiaron de él de forma crucial, al menos durante un tiempo. El consenso de posguerra, al igual que la era neoliberal que le seguiría, fue un complejo de factores localizados en tendencias que afectaban a todo el sistema: la competencia geopolítica (incluida la carrera armamentística mundial, que según Davidson creó las condiciones para una alta rentabilidad), y la composición cambiante y las necesidades de cualificación del capital, así como las distintas expectativas de la clase trabajadora de posguerra.

Una interpretación errónea de los años 60

En segundo lugar, la concomitancia de cambios culturales, sociales y demográficos más amplios al final de la posguerra hizo aún más confuso el proceso de transición de una fase de desarrollo capitalista a otra. Con fruición, algunos comentaristas presentan los movimientos radicales de finales de los 60 y principios de los 70 como precursores de un «hombre neoliberal» narcisista. En muchos de esos relatos, fue precisamente la comodidad de las décadas de posguerra la que engendró a una generación apta para la revolución neoliberal. A pesar de los discursos de emancipación social presentes en las protestas estudiantiles, la libertad negativa, el individualismo desalmado y el deseo de satisfacción consumista siempre habrían residido en el corazón secreto de las subculturas juveniles.

Esta lectura colapsa décadas de historia en una historia simple y lineal. Y lo que es más importante, elude la amplitud de los movimientos que caracterizaron la época. En Francia, el Mayo del 68 combinó la reivindicación de dormitorios mixtos con huelgas masivas de millones de trabajadores. En todo el mundo, el periodo implicó un amplio abanico de luchas que unían a los bloques occidental y oriental con el Sur Global.

En una de las partes más obviamente incompletas del libro, Davidson concluye que estos movimientos sólo experimentaron los resultados que el conflicto de clases les proporcionó. La derrota de los movimientos obreros y la eventual incorporación del anticolonialismo paramilitar al sistema capitalista mundial le dejaron vía libre a los impulsos bohemios de jóvenes profesionales y gurús indolentes, pero también les permitieron adaptarse a las fuerzas industriales y estatales que emergieron triunfantes del proceso.

Tanto los responsables políticos como las empresas se alegraron de reclutar selectivamente a su personal entre la sucesión de protestas, disturbios, huelgas, campañas armadas y experimentaciones en música, ropa y costumbres sexuales. Naturalmente, seleccionaron más de entre estas últimas, con fines de comercialización y legitimación ideológica. El nuevo orden expresaba así la derrota de los movimientos de finales de los sesenta y principios de los setenta, no su plena consumación.

La imagen del neoliberalismo como producto de la subversión de la generación del baby boom comparte su idealismo con la tercera gran ofuscación de la historia neoliberal. El grado de dominio del que gozaron los tropos neoliberales durante décadas fomentó la creencia de que una victoria en la batalla de las ideas fue lo que dio lugar a un régimen totalmente nuevo de organización capitalista.

Las historias populares ubican los orígenes neoliberales en pequeños grupos de intelectuales como la Sociedad Mont Pelerin o el departamento de Economía de la Universidad de Chicago. Sin embargo, los más importantes de estos intelectuales fueron voces solitarias durante décadas antes de que la crisis del régimen de posguerra los pusiera de moda entre los políticos.

Esta imagen del neoliberalismo como resultado de un triunfo de los intelectuales da a menudo la impresión de que hubo un aplastamiento planificado y monolítico del viejo consenso, en el que la terraformación del capitalismo global siguió la misma secuencia de avances en todas partes, dando lugar a una victoria completa. Davidson se esfuerza por demostrar que la ofensiva neoliberal generalmente encontró resistencia, a menudo con éxito parcial o temporal, lo que significa que al final nos quedamos con muchas variantes nacionales de neoliberalismo.

Variantes del neoliberalismo

Una mirada más atenta a algunas de esas victorias deja claro cómo eran posibles caminos alternativos al actual. Egipto fue el primer campo de pruebas del neoliberalismo en el Sur Global. El hecho de que tendamos a pensar en Chile como el pionero es revelador, tanto de la violencia con la que se impusieron los principios neoliberales en ese país, como de nuestra tendencia a subrayar el carácter total de la victoria neoliberal.

La adopción de la liberalización económica por parte de Anwar Sadat, que acompañó su giro geopolítico de la Unión Soviética a Occidente, se vio obstaculizada por las revueltas del pan en 1977. Esta venerable tradición volvería más tarde en la escala de una revolución en toda regla para destronar a Hosni Mubarak, el presidente egipcio que instituyó con más éxito la reforma neoliberal a partir de la década de 1990.

América Latina es otro ejemplo del progreso lento, gradual y parcialmente reversible de la neoliberalización. Continuamente surgieron movimientos sindicales, de defensa de los derechos sobre la tierra y de lucha contra la privatización, que a veces respaldaron a los gobiernos nacionalistas de izquierda (y a veces chocaron con ellos), que vinculaban expresamente la oposición a la liberalización económica con la resistencia al poder estadounidense. Esta historia asombrosamente larga y explosiva sigue desarrollándose.

Incluso en los centros del proceso neoliberal mundial, el proyecto nunca se completó. En Gran Bretaña, los experimentos monetaristas en materia de políticas públicas fracasaron, mientras que la clase trabajadora resistió ferozmente y logró derrotar el poll tax, un impuesto fijo que se cobraba por persona y que afectaba especialmente a los sectores populares. Aunque los gobiernos conservadores y laboristas dejaron el Servicio Nacional de Salud internamente fragmentado y estructuralmente debilitado, el apoyo popular lo mantuvo vivo durante décadas.

Davidson demuestra cómo el efecto de cámara oscura de la historia elude muchos de estos detalles. Las causas perdidas hoy parecen haber estado perdidas desde el principio, y los hechos consumados sugieren su propia inevitabilidad. Con sólo este presente concreto para trabajar, lo leemos hacia atrás en los acontecimientos pasados de manera que evoca la imagen de una época dorada y unos conspiradores sombríos e irresistibles que la socavaron.

La historia del colapso del consenso de posguerra, y especialmente la desintegración del movimiento sindical, la socialdemocracia, el nacionalismo del Tercer Mundo y, por último, el socialismo de Estado, se le impone implacablemente a los estudiantes modernos del pasado reciente con una conclusión ineluctable. Sólo en los últimos años se le reveló a capas crecientes de la sociedad que, al igual que el acuerdo de posguerra anterior, el neoliberalismo no puede sobrevivir a sus propias contradicciones crecientes.

Orígenes materiales

Davidson se enfrenta a dos retos. El primero —reconstruir un relato del neoliberalismo que vaya más allá de la historia popular— ya lo hemos esbozado. El segundo es reivindicar la conceptualización del neoliberalismo como un periodo distinto en la historia del capitalismo.

Esta segunda línea de argumentación es la que dirigió contra los copensadores de la izquierda marxista, para quienes el neoliberalismo no era más que «una ideología, o tal vez un conjunto de políticas» que apoyaban una tendencia general del capitalismo para revertir las conquistas logradas por los trabajadores en una generación pasada. Un problema de esta visión es que asume un estado natural de competencia capitalista, que puede ser mejorado por un mundo separado de la política o el Estado.

La periodización es una forma de pensar en la construcción necesariamente política de las economías capitalistas. También tiene la ventaja de poder acomodar las sincronicidades de la era neoliberal. Muchos regímenes estatales, con economías muy diferentes en distintas fases de desarrollo, con estructuras políticas y culturas nacionales diversas, iniciaron proyectos de reforma similares con pocos años de diferencia. También lo hicieron tras la ruptura del antiguo paradigma.

Si aceptamos la periodización pero rechazamos las historias populares de la reconquista capitalista, la conspiración intelectual o el zeitgeist individualista, necesitamos buscar los fundamentos materiales del neoliberalismo. Para Davidson, estos fundamentos se encuentran en la internacionalización del capitalismo y sus efectos transformadores sobre las funciones del Estado.

Entre estos desarrollos se incluyen la creciente importancia de las importaciones y exportaciones sobre el comercio nacional interno, la extensión de las cadenas de producción internacionales y, especialmente, el crecimiento de la inversión internacional. Todos estos acontecimientos complicaron las formas de capitalismo de Estado y fomentaron el conjunto de políticas que caracterizaron la era neoliberal.

Estos cambios no equivalen a un simple repliegue del Estado. En el núcleo del sistema capitalista, los Estados mantuvieron obstinadamente su escala tras décadas de planes para hacer retroceder las funciones de regulación, planificación y bienestar. Hoy, los dogmáticos de la derecha atribulada anuncian con consternación que la liberalización económica y la generosidad del «gran Estado» fueron de la mano.

En realidad, las cosas no podrían haber ido de otra manera, como señala Davidson. La desintegración social fomentada por la liberalización requería de un Estado que pudiera limpiar el desorden y aplicar disciplina donde fuera necesario.

El Estado neoliberal

Más allá de la expansión de las estructuras estatales para hacerle frente a las consecuencias cotidianas de la reordenación neoliberal, el Estado también debe soportar el riesgo de los capitales concentrados, complejos y transnacionales para los que pretende proporcionar un puerto seguro. A lo largo de la era neoliberal, el Estado estadounidense se vio obligado a interceder cada vez con mayor frecuencia para rescatar a las grandes empresas industriales.

Este proceso abarcó la década de 1970 con el rescate de Chrysler, la década de 1980 con la intervención del Estado en la banca estadounidense durante la crisis de la deuda latinoamericana y la década de 1990 con la protección del fondo de cobertura Long-Term Capital Management, por nombrar sólo algunos incidentes notorios. Las confirmaciones más profundas de esta tendencia fueron los gigantescos rescates estatales tras el crack financiero de 2008 y durante la pandemia del COVID-19.

La extensión de la acción estatal sobre la creciente transnacionalización y financiarización del capitalismo global fue acompañada de alteraciones en la constitución del Estado. Estos cambios transfirieron la soberanía y la responsabilidad a niveles tanto supranacionales —como en el caso de la UE— como locales (la descentralización en el Reino Unido, por ejemplo). Los Estados también externalizaron sus funciones cotidianas a una gran variedad de empresas privadas, ONG, empresas sociales, consultorías y empresas de todo tipo.

Inspirándose en la noción de «Estado de mercado» de Philip Bobbitt, Davidson prevé un mundo en el que las funciones del Estado central se reducen pero se intensifican, mientras que la provisión de bienestar público se traslada cada vez más a la vida privada. Con la centralización y el localismo unidos por un nuevo ethos de vigilancia y manipulación, los agentes económicos racionales del ideólogo neoliberal se están transformando en lo que Mark Olssen denominó «hombre manipulable», una creación del nuevo nexo entre Estado y mercado, preparado para responder a la incitación y el estímulo.

Dispuesto como siempre a desafiar los sentimientos de nostalgia por una edad dorada, Davidson insinúa (en lo que parece haber sido otra reflexión inacabada) que este proceso tiene sus raíces en el paradigma socialdemócrata en decadencia. Los estados de bienestar proporcionaron un programa original para despolitizar una forma de política de la clase trabajadora que antes era más independiente y autosuficiente. El Estado de mercado sólo está completando el movimiento hacia una atomización controlada y pospolítica.

Una falsa polarización

Los críticos del neoliberalismo divergen sobre la cuestión de si refundó radicalmente los tipos de personalidad y las formas de Estado de esta manera. En un extremo, los que especulan en estos términos pueden caer en la desesperanza, describiendo la resistencia como imposible, prevenida o cooptada. Sus argumentos se hacen eco de la visión de 1968 como un preludio inevitable al narcisismo de la era neoliberal. Esta perspectiva suele descartar a los jóvenes —nacidos bajo el nuevo orden— como presas irremediables de un «yo neoliberal», despojados de sentido histórico y de la posibilidad de una solidaridad genuina.

En el otro extremo, existe una tradición persistente de tratar el neoliberalismo como un fenómeno esencialmente superficial, o simplemente como un caso en el que las preocupaciones a largo plazo del capital quedaron al descubierto. Para los partidarios de este punto de vista, la aparición del neoliberalismo no hizo más que confirmar la crítica socialista sin complicarla.

Esta falsa polarización entre el catastrofismo y el activismo trillado oculta un debate más importante que persiguió silenciosamente las apreciaciones de la izquierda sobre la era neoliberal. Gran parte de la literatura canónica de izquierda trató el fenómeno como «económico» de la forma unilateral que el marxismo rechazaba tradicionalmente. El relato de Davidson nos ayuda a volver a entender al neoliberalismo como una forma de régimen político basado en las relaciones de clase, las formas de Estado y el orden internacional.

Podemos preguntarnos si Davidson va lo suficientemente lejos en esta dirección. ¿La acción emblemática del neoliberalismo es la privatización de una industria nacionalizada, o la firma de tratados que refunden la soberanía?

Durante décadas, como parte de un apego melancólico a formas más antiguas del capitalismo, muchos sectores de la izquierda enfrentaron al neoliberalismo presentándolo como un credo económico que podía ser fácilmente reemplazado por políticas más humanas. Esto significaba a menudo tratar a las nuevas formas políticas de la era como características secundarias o incluso benignas. Esto produciría una enorme confusión una vez que esas formas políticas entraran en crisis.

Base social

Uno de los grandes puntos fuertes del relato de Davidson es su separación de la historia neoliberal en dos fases principales: una fase de vanguardia, marcada por los regímenes agresivos del tipo de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, y una fase de consolidación, marcada por el neoliberalismo social del tipo de Bill Clinton y Tony Blair.

Sin embargo, se perdonaría al lector por pensar que los neoliberales sociales lograron esta fase de consolidación principalmente mediante la expresión de palabras amables y sentimientos nobles. Podría ser fácil, desde esta perspectiva, ver a socialdemócratas sucedáneos como Blair no más que como personajes que maquillan a un cerdo, tomando las brutales victorias de la era Thatcher y presentándolas de nuevo como un camino hacia la modernización, el multiculturalismo y el cultivo de estilos de vida modestos.

Cualquier régimen de acumulación exige alguna forma de consentimiento masivo —o al menos de resignación masiva— para el nuevo orden. A pocos en la izquierda les cuesta aceptar esto en relación con eras pasadas de desarrollo capitalista. El orden de posguerra generó esta base a través de diversos medios. Generalmente, éstos implicaron empresas de construcción nacional como el control estatal sobre industrias estratégicas, la extensión de nuevos servicios o provisiones estatales, y el ciclo de partes de la clase obrera hacia industrias emergentes, la generación de la llamada «nueva clase media».

Nuestra tendencia, criticada por Davidson, a considerar al neoliberalismo como una aplanadora demoníaca implica descuidar el lado «positivo» del fenómeno: la construcción del mundo que cualquier régimen de acumulación debe sostener para hacerlo viable. De un vistazo, podemos identificar al menos cuatro procesos importantes, ninguno de los cuales es uniforme en todo el alcance global del neoliberalismo.

El primero es la expansión del sector universitario, tomando como ejemplo el Reino Unido. Los ingresos reales de los proveedores de enseñanza superior en Inglaterra se duplicaron en los treinta años transcurridos hasta 2022/23. Para ese mismo curso académico, el tamaño del alumnado nacional en el Reino Unido alcanzaba casi los tres millones.

Los signos de esta explosión se encuentran por todas partes. Las viviendas para estudiantes transformaron el aspecto de muchas ciudades británicas de provincias, y surgieron microeconomías en torno a los campus en expansión. Junto con el auge de las finanzas, estos son los desarrollos urbanos característicos de la Gran Bretaña neoliberal. Sin embargo, el auge se desbordó. Las instituciones, agobiadas por las deudas, luchan ahora por atraer a estudiantes internacionales lucrativos en medio de las crisis mundiales.

Problemas de género

La expansión del sector universitario está vinculada a otro gran desarrollo: la llamada feminización del sector profesional. En 2017, el 55% de las mujeres británicas asistían a la universidad antes de los treinta años. En la actualidad, una proporción mucho mayor de mujeres que de hombres asiste a la universidad en toda una franja de las economías más avanzadas, incluidos el Reino Unido, Estados Unidos, Canadá, Corea del Sur y Noruega, entre otros.

En el Reino Unido, el empleo femenino se multiplicó por dos y medio entre 1951 y 2018. Las tasas de participación femenina en el mercado laboral aumentaron del 55,5% al 74,2% entre 1971 y 2018. A lo largo del periodo neoliberal, el trabajo femenino se hizo más profesional y de tiempo completo. En 2013, la mano de obra femenina en el Reino Unido era proporcionalmente más profesional que la masculina, con un 21% de todo el empleo femenino y un 19% de todo el empleo masculino en funciones profesionales.

Otro hito se alcanzó en 2023, cuando el salario de las mujeres superó al de los hombres en la franja de edad de veintiuno a veintiséis años en un 2,1 por ciento. Las mujeres son ahora el 51 por ciento de todos los empleados profesionales del Reino Unido con edades comprendidas entre los veintidós y los veintinueve años. Estas cifras eluden una serie de medidas por las que las mujeres siguen estando muy desfavorecidas en el empleo. Pero todas ellas apuntan a un proceso de renovación económica que lleva décadas gestándose y que genera nuevas fuerzas de trabajo y culturas industriales.

Podemos observar el declive de la estabilidad de estos dos pilares —la expansión del empleo profesional femenino y de la educación superior como formas de movilidad social e integración laboral limitadas— en los ataques de la derecha al neoliberalismo. La denigración del empleo femenino como promotor de la crisis demográfica, de la universidad como ámbito de un elitismo mimado e irresponsable, y del empleo profesional como un desperdicio de vida para los «perdedores» de la sociedad, refleja una toma de conciencia por parte de la derecha de las contradicciones del paradigma general, y una capacidad para incorporar estos problemas a una crítica parcial y motivada.

Este proceso está ahora tan avanzado que incluso los reaccionarios más inarticulados y vulgares pueden aprovecharla. ¿Qué otra cosa es la «Matrix» de Andrew Tate sino la constelación del fracasado institucionalismo liberal? Influyentes conservadores como Tate rechazan el mundo «femenino» de las carreras y la educación, ofreciendo en su lugar un culto a aquellos aspectos del neoliberalismo que dieron a luz a conspicuos «ganadores»: prestamistas, rentistas y mercachifles del estilo de vida. Estas nuevas capas de ganadores son a su vez subproductos del tercer y cuarto pilares: la extensión de la propiedad de activos y el crédito.

Inflación de activos

Una vez más, países como el Reino Unido y Estados Unidos, que consolidaron el proyecto neoliberal, lideran la explosión de la riqueza de activos (propiedades, acciones, bonos, etc.). En algunos casos, el más famoso en el Reino Unido, los gobiernos buscaron conscientemente generar una nueva base de propietarios de activos mediante la venta de viviendas públicas y acciones de industrias anteriormente nacionalizadas.

Los ganadores más conspicuos en este caso no fueron el creciente número de propietarios de viviendas. Más bien, la concentración de activos redefinió la riqueza en el siglo XXI, con el abismo entre propiedad y trabajo reforzado por el llamado «capitalismo popular». Al final del proyecto en el Reino Unido, cincuenta familias poseían más riqueza que la mitad de la población: 33,5 millones de personas de clase trabajadora. Empresas multimillonarias de gestión de activos como Blackrock y Vanguard en Estados Unidos se convirtieron en los símbolos internacionales de este cambio.

Un cuarto pilar, que Davidson analiza en mayor profundidad, es la ampliación del crédito y la deuda privada en los hogares de la clase trabajadora. Esto, combinado con la creciente participación de la mano de obra femenina, ayudó a mantener el poder adquisitivo frente a unos salarios estancados o a la baja. En particular, el endeudamiento se disparó tras las crisis neoliberales de 1997 y el colapso de las puntocom a principios de siglo. Los sectores más acomodados de la población activa obtuvieron un acceso más fácil al crédito, que podían garantizar con activos.

Davidson cita un estudio de Citicorp que describe el auge de la «plutonomía», en la que el consumo, la deuda y el ahorro están tan sesgados que hablar de un consumidor «medio» carece de sentido. Las recientes oleadas de inflación pusieron de manifiesto la incapacidad de los políticos para comprender lo fracturada que se ha vuelto la experiencia pública de las dificultades económicas.

Estas últimas tendencias, estrechamente relacionadas con la financiarización, contribuyeron a garantizar un elemento de apoyo o aquiescencia popular al neoliberalismo, argumenta Davidson. Aquellos que alcanzaron una parte desproporcionada de la riqueza y el consumo basados en activos —aunque tales ganancias palidecen al lado de la enorme riqueza de la clase capitalista propiamente dicha— están sobrerrepresentados en las capas sociales que todavía votan regularmente y son más propensos a comprometerse en áreas de responsabilidad descentralizada y localizada.

Davidson sostiene que el neoliberalismo fomentó una sensibilidad populista en parte de la nueva clase media:

Las actitudes neoliberales hacia la masa de la población implican una incómoda combinación de sospechas privadas sobre lo que podrían hacer sin la vigilancia y la represión del Estado, y disquisiciones públicas sobre la necesidad de escuchar al pueblo, siempre que, por supuesto, se le pida a los políticos que escuchen al tipo de pueblo adecuado.

Las formas de democracia subrepresentacional prefiguran así un estilo político demagógico, dirigido por los verdaderos ganadores del régimen neoliberal de acumulación.

Guerreros culturales

La consideración melancólica que tanta gente tiene del orden de posguerra hizo que a menudo se traten sus formas innovadoras como si fueran tendencias seculares y orgánicas y se las asocie con una marcha transhistórica del «progreso» más que a procesos materiales distintos de acumulación de capital. De este modo, se hace posible disociar la fase del «neoliberalismo social» de la historia más amplia de la época.

Los partidarios de esta perspectiva podrían así considerar el supranacionalismo, la descentralización y la ONGización como factores neutrales e inequívocos de la vida moderna. Las consecuencias se hicieron especialmente evidentes a partir de 2016, cuando la reacción de la derecha llevó a gran parte de la izquierda a una defensa reflexiva del institucionalismo liberal.

Las nuevas corrientes de derecha surgidas del neoliberalismo no estaban menos desorientadas. No sólo compartían la fijación en un mundo perdido de capitalismo nacional honorable. También, al igual que la izquierda, habían sido educadas en la cultura del distanciamiento neoliberal de la vida pública. Davidson argumenta que esto moldeó los contornos de la nueva derecha: «Los parámetros cada vez más estrechos de la política neoliberal, donde la elección se restringe a cuestiones “sociales” en lugar de “económicas”, fomentó la aparición de partidos de extrema derecha, normalmente obsesionados con cuestiones migratorias».

También en la izquierda, la política dio paso a campañas monotemáticas, al localismo y a la construcción ad hoc de «comunidades». Davidson indica que estos intentos de imitar la cultura asociativa perdida de las décadas de posguerra reflejaban la lógica del neoliberalismo, su alejamiento de las cargas de la gobernanza nacional y putativamente representativa.

El fenómeno a menudo denominado «guerra cultural» refleja esta fragmentación general de la política. El repliegue hacia la vida privada que permitió el conjunto institucional del neoliberalismo no fue una mera migración espiritual, sino material, arrastrada por la propiedad de pequeños bienes, el crédito barato, la baja inflación y las nuevas trayectorias profesionales.

A medida que cada túnel de escape se fue derrumbando, muchos, especialmente en las capas sociales que antaño tenían aspiraciones, se vieron obligados a salir a la superficie. Sin embargo, carecían del lenguaje para la política como tal, y en su lugar anunciaron su ira y paranoia a través de nuevas identidades tribales. Al final, siempre fue probable que la guerra cultural beneficiara a la nueva derecha, cuyos partidarios pueden permitirse un regodeo en la atomización y la bajeza de las pulsiones privadas y los antagonismos mutuos que corroen la política democrática.

El hecho de que sea Trump, por encima de todos los demás, quien finalmente busque un nuevo orden tantos años después de 2008, indica rasgos seminales del mundo al final del neoliberalismo. Del mismo modo, dice mucho sobre el grado de daño estructural infligido previamente al movimiento obrero el hecho de que los procesos de competencia geoestratégica e intraelitista estén configurando ahora la nueva era, con capas más amplias de la sociedad contribuyendo principalmente al proceso al apartarse de las formas neoliberales de gobierno.

Hay mucha rabia, y el compromiso y la actividad políticos aumentaron, al igual que los choques contra los decrépitos establecimientos de uno u otro tipo. Pero la izquierda existente demostró su falta de voluntad para enfrentarse al neoliberalismo en momentos cruciales. El populismo de izquierda se rompió al entrar en contacto con las instituciones rectoras del proceso neoliberal, como la UE en Europa y el Partido Demócrata en Estados Unidos.

Trump es una figura única para este nuevo fundamento. En toda Europa, los procesos combinados de enervación del Estado, postsoberanía, supranacionalismo y desindustrialización dejaron a los líderes políticos a la deriva, incapaces o poco dispuestos a afrontar la evidente necesidad de un cambio de rumbo. Sin embargo, el cargo de Presidente de Estados Unidos aún conserva un poder real, y Trump está decidido a utilizarlo.

En una fase temprana de su tratamiento del neoliberalismo, Davidson insiste en que la necesaria tarea de identificar distintas eras del capitalismo no debe llevarnos a trazar fronteras rígidas entre ellas. Inevitablemente, cada nueva era arrastra rasgos clave de la anterior. Esto no sólo se aplica a las relaciones más esenciales que sustentan toda la época capitalista, sino también a las tendencias de largo plazo que contribuyen a darle forma a cada subperiodo. El reconocimiento de tales continuidades nos deja con la difícil tarea de identificar la forma en que estas tendencias a largo plazo pueden condicionar las fuerzas a través de las diferentes fases.

El auge de los fondos soberanos, las medidas comerciales agresivas, la deslocalización, el estímulo fiscal y otros métodos «capitalistas de Estado» fueron una característica notable del interregno entre 2008 y el segundo mandato de Trump. Sin embargo, como señaló Alberto Toscano, «los gestos proteccionistas actuales respetan en su mayoría las condiciones límite del neoliberalismo y sus imperativos de clase». La desglobalización y la multipolaridad reflejan las presiones hacia una nueva competencia geopolítica. Pero no muestran signos de invertir realmente la internacionalización del capitalismo.

En condiciones en las que el capital seguirá siendo transnacional, sería burdo permitir que la derecha imponga su propio pronóstico ideológico de un conflicto entre nacionalismo y globalismo. Más bien, podríamos ver el neomercantilismo de Trump —un cambio en la función del Estado hacia la búsqueda agresiva del comercio en condiciones favorables, a expensas de la pretensión de liderazgo global— como una consecuencia de la globalización máxima.

La integración del mercado mundial dio lugar a un competidor de la talla de Estados Unidos en la forma de China, destruyendo la base de las viejas estrategias de Washington de pastoreo de los intereses capitalistas (en última instancia, interesadas y de base nacional, por mucho que esas estrategias, por supuesto, lo fueran). La siguiente mejor opción es la que hizo volar la imaginación de Trump durante muchos años: convertir al Estado más poderoso del mundo de pastor en lobo. De este modo, su visión realista-mercantilista del mundo, por muy a medio formar y errática que sea, desempeña un papel análogo al de las doctrinas de los ideólogos neoliberales de hace tantas décadas.

Aquellos que ven el nuevo orden de Trump como una inversión —el negativo ideológico del neoliberalismo globalizado— probablemente se confundan de la misma manera que aquellos que veían el neoliberalismo como la inversión de una edad de oro socialdemócrata. Este nuevo régimen de acumulación de capital y geopolítica será «globalista» tanto por su alcance como por su naturaleza. También se forjará a través del conflicto, sin un resultado garantizado.