Por: Miguel Manzanera Salavert
Visité Roma invitado por dos señalados cuadros del Partido Comunista Italiano, Rosa Rossi y Renzo Lapizzirella, en el contexto de mi investigación para la tesis doctoral de Manuel Sacristán Luzón. Ella, conocida hispanista de la Universidad de Roma, estudiosa de los místicos castellanos del siglo XVI Teresa de Jesús y Juan de la Cruz, amiga íntima de la compañera de Sacristán, Giulia Adinolfi. Él, responsable de la escuela de cuadros del PCI, redactor de Rinascita, revista política y cultural del partido. Ambos saludaron mi trabajo doctoral y me acogieron amablemente en su casa durante una semana. También me presentaron a Valentino Guerratana, importante estudioso del marxismo, vecino suyo. Este me confirmó una versión del marxismo enraizada en la concepción de Rousseau sobre la historia, que se transparenta en los textos de Sacristán y tiene una actualidad evidente.
He comentado ese recuerdo aquí para exponer una significativa anécdota de la vida de Gramsci que estos intelectuales italianos me transmitieron. Rosa y Renzo estaban convencidos de que Togliatti dejó que Gramsci fuera hecho prisionero en Italia, para evitarle la penosa situación que se estaba creando en la URSS en aquellos años de agotamiento revolucionario. Según su versión, el Partido Comunista Italiano tenía suficientes medios para sacarle de Italia, sin embargo, no lo hizo a pesar de la situación se estaba volviendo cada vez más peligrosa para él. Y no lo hizo porque la URSS estaba dejando de ser un lugar seguro para los revolucionarios.
Tras la muerte de Lenin en 1924 se inició una lucha entre las diversas corrientes del partido bolchevique, que desembocó en los procesos de Moscú (1936-1938) donde fue liquidada la mayoría del Comité Central del partido que había hecho la revolución –todos ellos acusados de trotskistas-. Gramsci escribió una carta al Comité Central del PCUS en octubre de 1926, donde señalaba la degradación del partido por las violentas pasiones que se manifestaban con las peleas internas; decía: hoy estáis destruyendo su propia obra, estáis degradando y corréis el riesgo de anular el papel dirigente que el partido comunista de la URSS había conquistado bajo el impulso de Lenin. Gramsci advertía que el peligro de escisión del partido bolchevique era muy grave y daría al traste con la Revolución bolchevique. Eran los años en que se expulsaba a Trotski del partido y se le deportaba a Kazajistán, antes de expulsarle de la URSS.
Togliatti nunca entregó esta carta, según cuentan las crónicas; pero si decidió que era mejor que Gramsci se quedara en Italia, a pesar del peligro que corría, debió considerar que sus posiciones políticas, claramente leninistas, le iban a crear serios disgustos en el encrespado ambiente del partido bolchevique. Exploró la situación y consideró que sus ideas no iban a ser bien recibidas en Moscú por la mayoría del Comité Central. Se hubiera podido sacar a Gramsci de Italia, me decía Rosa, pero Togliatti creyó que su amigo íntimo estaba mejor en su país. Los acontecimientos se precipitaron en noviembre de 1926 y Gramsci fue detenido y enviado a las cárceles fascistas, de las que salió enfermo de muerte en 1937. Gracias a esa omisión, Gramsci pudo escribir esa obra magistral que fueron los Quaderni dal carcere, entre dolores físicos y privaciones carcelarias, y una enfermedad que le llevó a la muerte. Los crímenes de la revolución, decía Rosa, son las tragedias de la historia.
Es importante subrayar que Gramsci no criticaba las diferencias de opinión, sino la forma en que se conducían esas diferencias, y la incapacidad para llegar a compromisos firmes entre las diversas tendencias. La unidad que pedía Gramsci no era la uniformidad de un ejército listo para la guerra, sino aquella que nace de la razonabilidad humana. Apela a la regla de la mayoría y a normas formales que hacen posible el debate y el compromiso entre agentes que buscan realizar una acción colectiva conjunta, tomando en cuenta los intereses diversos presentes en la sociedad.
Esa actitud gramsciana debe ponerse en relación con la conocida teoría del Estado obrero como estado ético, institución que sería capaz de conducir la historia hacia un porvenir racional para la humanidad tras la dominación capitalista. Hoy que vemos con horror la destrucción que el capitalismo está produciendo en la vida humana, y en la vida del planeta Tierra en general, la teoría marxista de la transición al socialismo es más importante que nunca, aunque necesite ser puesta al día. Debemos aclararnos sobre la experiencia histórica de las revoluciones del siglo XX y sus consecuencias, puesto que la humanidad necesita superar el actual modo de producción y construir un nuevo orden social. Como nos muestra la revolución que los marxistas rusos hicieron posible, y luego todas las demás, la destrucción del estado capitalista es solo el principio de una ingente tarea para reconstruir las relaciones sanas de la humanidad con el medio ambiente y consigo misma.
Entiendo que la concepción de Gramsci sintoniza con la lucha política de Bujarin para la construcción del Estado obrero dentro de un capitalismo de estado, según la línea política establecida por Lenin en la NEP (Nueva Política Económica). La línea leninista de la NEP, a la que daba continuidad Bujarin, fue liquidada en los Planes Quinquenales de la URSS con la estatalización completa de la economía. Y si mis amigos italianos tenían razón, se puede establecer un paralelismo entre los avatares de Bujarin, condenado a muerte por el Estado soviético en los procesos de Moscú, y la vida de Gramsci que murió en la cárcel fascista. Pero, ¿no es precisamente lo contrario? Según qué lectura hagamos de la historia, no.
No conozco si hay alguna investigación sobre el tema que fundamentara y explicara esa interpretación de los hechos. Más allá de la adecuación de la NEP al momento histórico, o bien su liquidación por Stalin, queda clara una idea: Bujarin y Gramsci demostraron su capacidad ética, sacrificando su vida por el bien de la revolución y fueron coherentes con su concepción del proceso histórico modelado por la dictadura del proletariado –como tantos militantes comunistas que fueron capaces de sacrificar sus vidas por la idea de una nueva humanidad-.
Aquí, sin embargo, se me presenta una inquietud. ¿No es la expresión ‘estado ético’ una contradicción en los términos? ¿Es compatible la eticidad con la política? La filosofía clásica griega postulaba una racionalidad práctica donde la política era una continuación ampliada de la ética; es patente en Platón y Aristóteles, y en los funcionarios estoicos del Imperio romano. Pero la modernidad ha concebido la política a partir de El príncipe de Maquiavelo, como una actividad divorciada de la moral pública. El propio Gramsci definía el Partido Comunista como el Príncipe moderno. Y he aquí la gran paradoja: cómo hacer nacer un estado ético a partir de la necesidad política, que determina la acción humana corrompiéndola en el estado presente y contaminando tantas veces las organizaciones obreras. Sin duda alguna, solo hay un camino: a partir de la ejemplaridad de tantos militantes obreros y comunistas, que actúan en conciencia sabiendo que las estructuras vigentes desvían continuamente la acción humana hacia ese agujero negro de la tragedia.
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