Un antirracismo «blanco» que apenas apunte a una limitada redistribución dentro de los límites del sistema solo sirve para naturalizar la desigualdad, relativizar la justicia social, fundar pequeñas tribus y desdeñar de lo público. Por un verdadero antirracismo no teñido de blanquitud.
Y han llevado a la humanidad
al borde de la aniquilación porque se creen blancos
James Baldwin
El racismo desvergonzado de Trump ofrece la oportunidad de entender, de una buena vez, que el antirracismo moralino y culposo no tiene cabida en un proyecto emancipador. Los manuales del buen comportamiento, la policía del humor, los relatos lacrimógenos autobiográficos sobre «el racismo y Yo» y toda esa cantaleta que se regodea en la culpa y el victimismo sólo ha servido para vender más basura multicolor, dar un discursito a la hora de recoger un premio o hincharse el ego a punta de likes y seguidores, y así sentirse radical y buena persona. Sobre todo eso: buena persona, no como el vecino a quien el privilegio le ha nublado la empatía.
El antirracismo entrampado en la blanquitud, confinado al reclamo de reconocimiento y redistribución dentro de los límites del sistema, se conforma con señalar privilegios e infracciones en medio del desclasamiento masivo. De ahí que Juana Matamba cargue una pequeña libreta de colores para ordenar el mundo en conceptos petrificados: apropiación cultural, whitesplaining, mansplaining, interseccionalidad, blackface, privilegio blanco, etc, etc. Antes de que Juana me anote en uno o varios colores de su libreta, debo decir que algunos de estos conceptos pueden ser útiles, unos más que otros, para pensar distintas formas de violencia, discriminación o injusticias históricas, pero me temo que en los últimos años se han convertido en palabrejas empobrecedoras de la crítica, en una suerte de carta arrojadiza para obturar todo debate.
Pongamos un ejemplo. Tras el asalto al Capitolio de los Estados Unidos, las redes sociales se inundaron de denuncias sobre la laxitud de la policía frente a los blancos que se tomaron el capitolio. La explicación parecía diáfana: no los acribillaron porque tenían el privilegio de ser blancos. Punto. Pero si en lugar de repetir la misma pregunta retórica —cuando no morbosa y autocomplaciente— sobre qué hubiera pasado si los asaltantes hubiesen sido negros, Juana se hubiera preguntado por cómo habría tratado la policía a esos hombres si, en vez de defender los intereses de la plutocracia más abyecta, se hubieran tomado el Capitolio para exigir mejores condiciones laborales o un sistema médico público y de calidad, tal vez el privilegio blanco dejaría de pensarse como una certeza ontológica o un destino manifiesto. Trump no firmó los indultos a estos tipos por ser blancos sino por estar bien adiestrados como perros guardianes, ahora sí, del privilegio de una pequeña minoría.
En un mundo en el que la riqueza nunca estuvo en tan pocas manos como hasta ahora, no sé cómo insiste Juana Matamba en recordarle a Pepito López, quien cada vez la tiene más jodida para llegar a fin de mes, que al menos él «Es Blanco» y no sufre tanto como ella, que es víctima entre las víctimas. Esa estrategia opera bajo el mismo marco del pensamiento de la blanquitud porque Pepito solo tendrá dos salidas: 1) sentirá culpa de «ser blanco» y a lo mejor, en un arrebato de rebeldía, decida irse de voluntario a no sé qué costa del África occidental a tomarse selfies con «negritos» (hasta que se lea el manual del buen comportamiento antirracista y se ponga a llorar mientras, avergonzado, borra las fotos); o 2) como cada vez más gente, sentirá el miserable orgullo de creer que si bien está jodido, al menos «Es Blanco». Pero a fin de cuentas, ambas salidas conducen al mismo desbarrancadero, pues el poder de la blanquitud reside, no en repartir privilegios, sino en meter un buen chute ideológico para que Pepito, si no se queda anestesiado entre la culpa y la idealización del «Otro», encuentre en el inmigrante su chivo expiatorio y se meta un viaje fentanílico a Marte en el cohete de Elon Musk mientras le terminan de quitar todos los modos de subsistencia.
Hoy a Pepito la blanquitud lo emborracha con la promesa de una vida mejor gracias al fortalecimiento de las fronteras, con la construcción de grandes muros y vallas electrificadas, con las imágenes vejatorias de las deportaciones masivas de personas que han convertido en sus enemigos, pero que son rostros que conoce tal vez porque le han servido, o tal vez porque alguno sea su primo, pues Pepito, delirante, ya no recuerda bien si nació en Kentucky o en Medellín. Y mientras tanto, el antirracismo de Juana se dedica a levantar muros celebratorios de la diferencia, a la exaltación de fronteras identitarias, a sentarse en círculos en el que cada asistente se levanta para reconocer algún privilegio, a la búsqueda de la víctima originaria y a colgarse credenciales en eventos y congresos pagados por el CEO de alguna multinacional que un día dona millones al Black Lives Matters y al otro día se sienta en primera fila en la posesión de Donald Trump.
Urge aniquilar la blanquitud en todas sus dimensiones. Un antirracismo realmente «woke», verdaderamente despierto, debería estarse procurando los medios necesarios para demostrarle a Pepito que la blanquitud es una quimera, pues nunca llegará a Ser Blanco, y que su condición cada vez más precaria está vinculada a la precariedad del resto del mundo. A la acumulación obscena de la riqueza. Esa era la apuesta de Frantz Fanon: despertar la dimensión abierta de toda conciencia. Por el contrario, naturalizar la blanquitud, tratarla como un hecho consumado, sólo servirá para que los Pepitos del mundo naturalicen la desigualdad, relativicen la justicia social, funden sus pequeñas tribus y desdeñen de lo público, que es el espacio donde nos podemos encontrar «los condenados de la tierra» para poner la vida en común, más allá de cualquier frontera, y combatir el cinismo trumpista y la hipocresía liberal.
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