Por: Daniel Bernabé
Hay cosas sobre las que uno piensa que no va a discutir y el día menos pensado se ve gesticulando como un mono furioso delante de alguien. Cosas que parecíamos tener meridianamente claras se ponen en cuestión, más que con argumentos, con la angustia de vivir en un mundo donde ya no sabemos a dónde agarrarnos. Así podemos encontrar a gente adulta, de una inteligencia media, que pone en cuestión que el ser humano fue a la luna, que la tierra sea un planeta esférico o que piensan, convencidos, que las protestas de Hong Kong son un movimiento espontáneo en pos de la libertad y la democracia.
Entre otras cosas el posmodernismo nos trajo la ruptura del concepto de autoridad intelectual. Lo que en un primer momento parecía un reto para quebrar categorías de pensamiento que favorecían el orden establecido, ha devenido en tres décadas en un sindios donde, como cualquier opinión vale lo mismo al margen de los argumentos que la sustenten, carecemos de referentes y del más mínimo concepto de historicidad, la gente da el mismo valor en la explicación del Holocausto a un experto del Yad Vashem que a un paleto supremacista que esparce su veneno por Youtube.
Vivimos en un mundo sin asideros, vivimos en un mundo donde el pasado es sólo la materia prima para la industria de la nostalgia y el futuro una imagen de síntesis creada por un millonario californiano. Si el posmodernismo sentó las bases intelectuales con una intención crítica, el neoliberalismo se encargó de utilizar este espíritu de época para quebrar certezas, relaciones y confianzas. Y todo esto, en un momento de gran incertidumbre y turbación, es muy mal negocio para el progresismo y un campo abonado para el destropopulismo, esa derecha ultra que vive más de destruir que de explicar, de confundir que de ilustrar. El monstruo ya anda otra vez suelto.
En estas surge la enésima polémica en el terreno de juego cultural. Se discute en torno al Bella Ciao, una marcha de la resistencia italiana contra el fascismo popularizada por la exitosa serie La casa de papel, porque hay personas que se sienten ofendidas cuando se les recuerda el origen y la naturaleza de la canción, tanto que incluso la cadena COPE, la segunda radio generalista más escuchada de España, propiedad de la Iglesia católica, afirma que Podemos se ha apropiado de la música de la serie de televisión. Los curas y los posmodernos unidos en el relativismo de los significantes flotantes, quién nos lo iba a decir. Mientras, en las fiestas veraniegas, los DJs pinchan versiones del Bella Ciao y la gente lo baila con ánimo festivo. Yo pienso en el aforismo de Beckett: “Cuando estamos con la mierda hasta el cuello ya sólo nos queda cantar”.
Primera enseñanza: esto no se resuelve con el concepto de apropiación cultural. Segunda: no te avergüences de tus tradiciones en pos de una supuesta contemporaneidad. Tercera: deja de transformar la necesidad en virtud.
Empecemos por el final. Hace un tiempo, cuando La casa de papel se convirtió en un fenómeno audiovisual mundial –en ese mundo que puede acceder a Netflix– no fueron pocos los progresistas que celebraron la inclusión del Bella Ciao en el repertorio temático de la producción. Al fin y al cabo existía una cierta excusa argumental para su aparición y, por ese malentendido de la cultura como vector de ideología, se entendía que una cosa llevaría a la otra: nadie que cantara la canción podía obviar sus raíces y por tanto interesarse por ellas.
Esto demuestra dos cosas. La primera es que como la izquierda no tiene un programa cultural, que es algo más ambicioso que implementar políticas para la industria de este sector, hace de su necesidad virtud y celebra la inclusión casual o interesada de cualquiera de sus valores en los productos audiovisuales. Ya lo vimos con Operación Triunfo y Víctor Jara. La segunda es que aunque “hegemonía” se haya convertido en un vocablo de moda entre la izquierda, esta no comprende que los mecanismos de transmisión de valores ideológicos no funcionan, ya en nuestra época, como las lenguas de fuego bíblicas. La gente puede cantar tal canción, nadie se va a interesar por su significado original, mucho menos eso le va a llevar a afiliarse con los comunistas.
La izquierda lleva abjurando de sus tradiciones demasiado tiempo para ahora ponerse a llorar porque le roban la cartera. Expertos, al parecer muy listos y formados, convencieron al progresismo de que su hilo rojo, expresado en gran parte mediante la cultura, era algo de lo que avergonzarse, que había que esconderlo porque estaba anticuado y causaba rechazo. Y así se produjo una paradoja insultante: mientras que Franz Ferdinand utilizaba la iconografía constructivista, los bancos anunciaban sus productos con la palabra “revolucionario” y Shepard Fairey “sovietizaba” a Obama, la izquierda se pasaba al minimalismo transversal para no asustar a nadie. No se trata de llenar todo de hoces y martillos, sí de ver que, bien trabajadas, la manifestaciones culturales de la izquierda tienen una potencialidad asombrosa.
Esos expertos, por cierto, tenían como lecturas de cabecera a los mismos que negaban la autoridad intelectual y el concepto de historicidad. De hecho, la sangría vinculada a la identidad izquierdista desde los años noventa es un harakiri sin comparación histórica. Equivaldría, imaginen, a que alguien hubiera propuesto a los Estados Unidos renunciar a las barras y estrellas o a la Estatua de la Libertad, o que la Iglesia católica hubiera guardado en el armario los crucifijos y los cuadros barrocos de las vírgenes llorosas. El problema fue aún más grande, porque cuando la izquierda ha querido reaccionar lo ha hecho de la peor forma: atribuir a la cultura propiedades casi mágicas olvidando que es tan sólo un escalón de interés, una forma de socialización que permite vincularse comprendiendo lo común de los problemas, pero que de ninguna forma crea conciencia social por sí misma. Sin organización, ideología fuerte y proyecto económico se puede despertar el interés, pero no hay manera de darle una forma permanente. La identidad sin mencionar de qué vivir es tan sólo un fantasma.
¿Cómo ha reaccionado el progresismo, además de con una lógica indignación, a la descontextualización del Bella Ciao? De la misma forma que lo hace en casi todo, recurriendo a ese término importado acríticamente de la academia norteamericana llamado apropiación cultural. La apropiación, que tomó fuerza cuando el capitalismo depredador empezó a hacer negocio con las formas culturales afroamericanas en los noventa, se sitúa en un terreno exclusivamente culturalista, identitario: algo me pertenece moralmente y alguien viene a robármelo con intenciones aviesas. Una forma de actuar que ya vimos en otra polémica similar con Rosalía, el flamenco y la cultura gitana. El problema es que no tiene en cuenta la vertiente industrial de la cultura: descontextualizan mi identidad porque tienen la potencia suficiente para hacerlo.
No se trata, en último término, de una motivación moral, cultural o identitaria. Sí capitalista, de mercado y de industria. Claro que el poder económico y político utiliza la cultura, especialmente la audiovisual, para transmitir sus valores, pero en la mayoría de los casos no existe un comité secreto que planifique y obligue a los creadores a tomar partido por el orden establecido. Simplemente se trata de inercia que hace que muchos repliquen las ideas dominantes sin ser conscientes, extraigan beneficio de la potencialidad olvidada de manifestaciones minoritarias y consideren sólo politizada a la cultura de izquierdas y absolutamente neutral a la dominante. Rosalía tiene interés en ganar dinero, no en ensombrecer la cultura gitana, Operación Triunfo dulcifica su propuesta descaradamente competitiva reclamándose defensor de lo LGTB y los guionistas de La casa de papel seguramente hasta tenían buenas intenciones al incluir el himno partisano.
El problema estriba en que mientras que la industria cultural está en manos, prácticamente en su totalidad, de accionistas con los escrúpulos de un prestamista de Las Vegas, la izquierda carece de los resortes de afinidad y autoridad que hicieron de la cultura durante gran parte del siglo XX una de sus potencialidades definitorias. Miguel Hernández podía ser buena persona, pero si orientó su poesía hacia el comunismo fue porque en ese momento había una inercia, un atractivo incluso cercano a la aventura, que hizo que desde los surrealistas hasta los arquitectos modernos simpatizaran con tal ideología. Que Coppola fuera afín a la revolución cubana y así lo reflejara en sus películas, al igual que Godard con China o Bardem con el antifranquismo, se sitúa en la misma línea. Había inercia, atractivo y aventura, pero todo eso venía de proyectos reales que se sustentaban sobre bases económicas y organizaciones consolidadas. Había historia, había lugar, había un sitio del que partir y uno al que llegar.
Hoy sólo nos queda una identidad temerosa que proteger como monjas de un convento semiótico. De ahí las guerras culturales permanentes, la corrección lingüística y su reflejo negativo de lo políticamente incorrecto. En Barcelona unos activistas la emprenden a golpes contra el chiringuito de unos vecinos que en las fiestas de su barrio han decorado con motivos indios. Les acusan de apropiación cultural. No se me ocurre un episodio que refleje con mayor exactitud la impotencia y ruptura de brújulas de un progresismo abandonado a esta fantasía de sombras platónicas, a la identidad como competición neoliberal por la representación, a lo posmoderno como fango que impide ya distinguir un acto de simpatía de unos barceloneses de mediana edad de la voracidad del turbocapitalismo.
Los inmigrantes que han llegado a las costas de Lampedusa lo han hecho cantando el himno partisano. Dudamos si a estos activistas les acusarán también de apropiación cultural. Lo cierto es que las buenas ideas no tienen dueño, lo cierto es que no nos debería importar su lugar de procedencia, lo cierto es que deberían pasar como locomotoras ilustradas sobre tanto fraccionamiento y relativismo. Eso se llama universalidad, algo que transformó para bien el mundo en estos dos últimos siglos.
Hoy todo esto se acaba manifestando en que primero se celebra que el Bella Ciao aparezca en una serie de televisión para sin solución de continuidad llevarse las manos a la cabeza cuando la arrogante brutalidad de nuestro mundo permite discutir sobre la politización de un himno político. O sobre si la tierra es plana. O sobre si hemos llegado a la luna. O sobre si el Holocausto ha existido realmente. “En el futuro nos volvemos gilipollas o algo parecido” le decía Marty McFly a Doc en Regreso al Futuro. Seguramente. Aunque seguramente también parte de lo que contamos en este artículo tenga algo que ver.
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