Por: Daniel Bernabé
Catorce de octubre de 2019, España. El Tribunal Supremo dicta la sentencia en el juicio contra políticos y representantes sociales que lideraron el proceso independentista catalán, en prisión preventiva desde hace dos años. Las penas son muy duras, entre nueve y trece años de cárcel, aunque no son las máximas posibles: en vez del delito de rebelión, solicitado por la Fiscalía y la ultraderecha constituida en acusación popular, se les ha aplicado el de sedición.
Esta precisión jurídica es indiferente para la ola de conmoción que recorre a la sociedad catalana, incluso en sectores no partidarios de la independencia. Por mucho que se hable de la desafección a los partidos resulta chocante que personas que ocupaban un escaño y aparecían en los carteles electorales sean sentenciados a una década de prisión. No hay antecedentes comparables. La nada precede a la estupefacción.
Horas después de conocerse la sentencia diferentes protestas se suceden en las ciudades catalanas. La más numerosa en el Aeropuerto del Prat, donde una multitud paraliza las instalaciones y es disuelta por la policía con el resultado de decenas de heridos. En Tarragona, como en el resto de capitales, la manifestación congrega a unas miles de personas.
Una mujer contraria a la independencia se sitúa en uno de los laterales y de manera chusca provoca a los congregados agitando una bandera española mientras que baila. A pesar de que la mayoría hace caso omiso, un joven le arrebata la bandera y en el forcejeo la mujer recibe un golpe y acaba por los suelos. La triste anécdota, elevada por algunos medios a categoría de incidente bélico, oculta un hecho que nadie parece querer recordar: CiU y PP, derechas catalana y española, gobernaron juntos en el Ayuntamiento de Tarragona durante dos legislaturas.
Hasta finales de los dos mil, el independentismo catalán era minoritario en Cataluña. CiU, la coalición nacionalista conservadora, era parte indisoluble de la arquitectura institucional española, sirviendo de apoyo y bisagra a los dos grandes partidos nacionales. Hoy esta coalición ya no existe. La derecha catalana opta por el soberanismo, los socialdemócratas de ERC se han situado en las mismas posiciones experimentando un ascenso electoral sin precedentes. Las CUP, más a la izquierda, completan la triada independentista.
El inicio de esta situación hay que buscarla en el proyecto fallido del Estatuto del año 2006, una norma que regula la autonomía catalana y las relaciones con el Estado central y que fue aprobada en referendo y por los parlamentos catalán y español. La ley, sin embargo, fue denunciada por el PP al Tribunal Constitucional que en 2010 declaró nulos varios artículos y en especial el preámbulo donde se establecía que Cataluña era una nación.
Aunque este preámbulo carecía en sí mismo de ninguna aplicación real ni jurídica, su anulación por parte del alto tribunal fue desastrosa para la aceptación del Estatuto por parte de una sociedad que sentía que ese no era el texto que habían votado, ni ellos ni sus instituciones. La sentencia apareció un 9 de julio, el día 10 se convocó una multitudinaria manifestación bajo el lema “Som una nació. Nosaltres decidim”. A partir de ahí todo fue incremento de la tensión y ruptura de puentes.
El PP denunció el Estatuto del 2006 sabiendo que no suponía ningún peligro real para la unidad del país, más aún, que incluso la fortalecía. Si cargó frontalmente contra el mismo fue por disputas internas y motivos estrictamente electoralistas. Los medios afines iniciaron una vergonzosa campaña de boicot a los productos catalanes. Había comenzado el envenenamiento.
En el lado catalán se aprovechó la brutal crisis económica para alentar la sensación de que el pacto autonómico era perjudicial para la sociedad catalana. “Espanya ens roba”, el mesetarismo hostil, la irreformabilidad y reacción de Castilla y demás lemas nefastos que contribuyeron a que una parte importante de los catalanes vieran, por primera vez, que la independencia era la única manera de progresar. Más envenenamiento.
El cómo se llegó tan lejos en el proceso independentista sólo se entiende, desde la lectura política, de una manera: ambas derechas, catalana y española, sacaban unos réditos enormes del conflicto ya que les permitía que la atención de la opinión pública no se centrara en sus políticas neoliberales de recortes. Una escapada hacia delante en la que unos y otros pensaron que nadie llegaría tan lejos, que alguien se apearía del caballo antes de que todo fuera irreconducible. Pero eso no sucedió.
De un lado se reprimió salvajemente el referendo independentista del uno de octubre, sin mayor valor legal, llenando las calles catalanas de policías y guardias civiles que habían sido despedidos de las comisarías y cuarteles de toda España por multitudes que, trasladando el grito de las gestas deportivas de “A por ellos, oe”, dieron a la escena un componente pre-bélico entre lo trágico y lo procaz. Salvapatrias en chándal de los domingos.
Del otro se proclamó una república de un modo absolutamente testimonial, no teniendo la Generalitat, convertida tan sólo narrativamente en Gobierno independiente, nada preparado para el minuto siguiente: ni fronteras, ni financiación, ni defensa, ni apoyos internacionales. Una chapuza de dimensiones cósmicas, paradójicamente, muy española. El tipo que fingió ser presidente de esa República se tomó un vino en Girona y al rato se fugó a Europa. Nadie se atrevió a arriar la bandera española de los edificios oficiales. Trágico y procaz, de nuevo. Salvapatrias con gafas de diseño.
El Gobierno tuvo entonces las manos libres para aplicar el artículo 155 de la Constitución que suspendía la autonomía catalana. Luego hubo elecciones autonómicas. La cosa quedó absolutamente igual que antes. Impotencia medida en aquella ridiculez de Tabarnia. Y hasta ahora, donde la sentencia del Tribunal Supremo pone fin a un Procés de la peor manera posible, esa que va a impedir hacer política a un problema que es eminentemente político.
El resumen de los acontecimientos de estos últimos quince años es público y notorio. Pero nadie quiere mirar al pasado reciente porque hacerlo significaría asumir haber participado en una doble impostura: por un lado la de los que prometieron una república independiente y nunca tuvieron ni ganas, ni capacidad, ni posibilidad de llevarla adelante; del otro los que no quisieron resolver el problema territorial catalán, más allá, echaron gasolina al fuego, porque aquel conflicto sería la piedra de toque del Otoño Rojigualdo.
Si la izquierda tuvo su 15M, momento fundacional de la nueva política y de la puesta en duda de los consensos sistémicos del actual régimen político, la derecha tuvo su Otoño Rojigualdo, el del 2017, donde las calles de toda España se llenaron de banderas y esa derecha social se encontró en las calles, espoleada por un ardor patriótico inflamado que les hizo acercarse sin reparos a las posiciones ultras. Aquello dio resultados, entre otros, más allá de la irrupción de Vox y la caída de Podemos, la vía libre para un proyecto de involución de la sociedad española que había sido dispuesto desde principios de este siglo, a imagen y semejanza del America for a new century.
El intento independentista catalán fue leído por parte del Estado profundo español como el 23F de Felipe VI, es decir, como la manera de acabar con el clima de cuestionamiento a las estructuras políticas y económicas a raíz de la gran crisis. De ahí que lejos de buscar la resolución del conflicto se quiera que este no acabe, manteniéndolo en un estado latente donde el enfermo experimente recaídas puntuales que permitan intervenir a los cirujanos de campo. El independentismo catalán es fruto de la crisis de régimen de la política española, y nadie duda de su autonomía como proceso político y social, pero también la forma en que sus sectores más reaccionarios pretenden superar esa crisis. La maniobra no está exenta de riesgos, pero escuchen a Franco y Millán Astray trazando tácticas en la última película de Amenabar y saquen sus conclusiones con el debido distanciamiento histórico entre uno y otro contexto.
La sentencia del Tribunal Supremo, de hecho, recoge este espíritu de forma precisa. Es paradójica en cuanto a que reconoce que la República catalana fue una ensoñación posmoderna de política blanda, esto es, narrativa pero sin asiento en lo material. Lo que no implica para que aplique la ley de forma absolutamente dura como si ese intento independentista hubiera sido trazado con todas las previsiones que hubiera requerido, repetimos, contando con fronteras, financiación, defensa y acuerdos internacionales. Apena, como opinión personal, que unos políticos que no pensaron nunca utilizar la violencia para conseguir sus objetivos paguen su escapada hacia delante, su ensoñación narrativa, su chapuza, con unas penas de cárcel tan desaforadas. Pero es que pusieron su cabeza debajo del hacha del verdugo: el resultado, y más tratándose de España, no puede sorprender.
Lo interesante es ver, también, cómo el fallo del Supremo tiene una lectura sociopolítica que sienta un precedente peligrosísimo al sentenciar no sólo al independentismo sino a la resistencia pacífica y afectar al derecho de reunión y manifestación. A partir de ahora acciones como la paralización de desahucios, los piquetes sindicales, la protesta con componentes como el corte de vías públicas o frente a edificios oficiales, pueden considerarse actos de sedición. Nadie da puntada sin hilo y menos los grandes poderes económicos de un país, que se vieron amenazados por el ambiente levantisco entre los años 2011 y 2014.
El Procés está oficialmente muerto, levantando la sentencia de ayer acta de defunción del mismo, aunque ya llevara desde el 2017 boqueante por inanición de futuro. El independentismo en cuanto a sentimiento social no, ya, eso sí, más centrado en la frustración que en la esperanza, más en el soberanismo mítico que cívico. Hay algo especialmente inquietante, la aparición de un etnicismo aún minoritario pero cada vez más patente: soy catalán independentista no en cuanto a la pretensión de nacionalidad propia, sino en cuanto a unas supuestas virtudes intrínsecas opuestas a los deméritos de los españoles, no sabemos si culturales o incluso genéticos.
El rojigualdismo, que no es aprecio a España, sino la vertiente reaccionaria y canalla que oculta el proceso de involución política construyendo a la contra de catalanes y vascos, está ya disponible para ser utilizado cuando sea menester, aunque ahora por motivaciones electorales se atenúe: la gente está más harta de la incertidumbre que asustada por el “se rompe España”. Esperen a la próxima crisis y a las protestas por los nuevos recortes que los sacerdotes del FMI nos exigirán. El “A por ellos, oe” se escuchará alto y el objeto de la ira no será tan sólo el independentismo.
En una época donde la desigualdad se encubre con las diferencias individuales, mucha gente reacciona buscando el asidero en la nación, otros en la religión, nadie apenas en la clase social. En momentos carentes de memoria nadie quiere mirar al pasado reciente, por temor a descubrir ser partícipes de un fraude embanderado. En años en los que lo sentimental se alza sobre lo razonable nadie desea contextos desde los que poder contradecir a quien hizo promesas que supo que nunca iba a poder cumplir, a quien atajó un conflicto político como un choque bélico. Vivimos días confusos en los que nadie quiere que le pinten como es, en los que se aspira a un retrato tan heroico como falso.
Ustedes deciden si quieren ser equidistantes frente a este camino al precipicio o tomar partido en contra.
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