Por: Pablo Font Oporto
La cuestión de la crisis de la civilización occidental se ha convertido en un tópico en los últimos años. No es pretensión de este texto hacer un recorrido completo sobre toda la literatura y los puntos de vista que existen al respecto, sino más bien algunas reflexiones que, desde lo limitado de cada planteamiento personal, puedan contribuir a iluminar esta cuestión desde un diálogo necesario con otras ineludibles perspectivas complementarias. Deberíamos empezar advirtiendo una de las características que distancian claramente esta crisis civilizatoria de muchas otras que la han precedido en la Historia de la Humanidad: se trata más bien, de una crisis global, dado que la civilización occidental, de forma impuesta, se ha globalizado, tanto en el plano fáctico como en su cosmovisión.
Nos encontramos ante una grave crisis civilizatoria global que además es también multidimensional (Riechmann, Carpintero Redondo y Matarán Ruiz, 2014), lo que comporta muchos factores cuya recopilación exhaustiva no es fácil, amén de la compleja interconexión que existe entre estos. Hay quien habla incluso de encrucijada de crisis o “critical juncture” (Mateos Martín, 2021, 29, nota 27).
La cosmovisión dominante en nuestra civilización se caracteriza por una visión de la realidad como algo exento de límites
Antes de entrar a analizar algunas de sus posibles causas, creemos también pertinente mencionar una de las consecuencias concretas más graves que puede tener todo esto, por cuanto afecta a la propia supervivencia de la Humanidad en condiciones de dignidad: el hecho de que esta encrucijada de crisis puede conducirnos, además, a un precipicio en forma de colapso ecosocial en términos más o menos graves. En efecto, todos los indicios científicos apuntan, en particular, a la inminencia de un colapso socioambiental que nos atraparía por diferentes frentes, pero que esencialmente constaría de dos elementos: de un lado, un grave caos climático que puede degenerar en un auténtico cataclismo progresivo que acabe con la vida sobre la faz de la Tierra. De otro, una crisis de recursos (minerales, sobre todo) justo en el momento en el que más los necesitaríamos para poder afrontar la emergencia climática (con las tecnologías disponibles y sin disminuir el consumo). Inevitablemente, este colapso ecológico iría acompañado de una grave crisis social y civilizatoria. Social, porque las complejas sociedades interconectadas –que la Humanidad ha generado en su breve pero intensa historia– sufrirían intensamente el embate de esta gran ola; si bien la misma golpearía primero a los (y, sobre todo, las) más débiles. Civilizatoria, porque irremediablemente, aunque las élites del poder se protegerían de los primeros impactos, nadie estaría a salvo de este tsunami arrollador. Un tsunami que aniquilaría todo a su paso, llevándose por tanto también nuestra civilización, al menos tal y como la conocemos en los inicios del siglo XXI.
Tres características, particularmente, definen y singularizan esta situación, hasta el punto de conferirle unas propiedades nunca observadas. Se trata (como ya hemos apuntado) de una crisis global, multidimensional y, además, antropocénica. En efecto, en primer lugar, es una crisis que afecta a todo el planeta y de la que no cabe escapar yéndose fuera, porque ya no existe el “afuera”. En segundo lugar, impacta en todos los subsistemas biofísicos y sociales, nada escapa a su acción.
Se suma a todo ello que es una crisis antropocénica. El ser humano se ha convertido en el más importante actor natural, hasta el punto de que su acción conjunta condiciona ya la evolución del delicado equilibrio del planeta y lo pone en peligro. El ser humano es una potencia capaz de autodestruirse a sí mismo y al planeta. No sólo de manera rápida y voluntaria, a través de la guerra nuclear, sino también mediante mecanismos involuntarios y progresivos, como son todos los que comportan su modo de vivir, en particular en la civilización hegemónica. Sin embargo, ese modo de vivir, encarnado en el sistema-mundo (Wallerstein, 2005) que hemos construido a nivel global, no sólo no parece fácil de eliminar, se asemeja inevitable. Como si nuestra imaginación hubiese sucumbido ante un tótem de confort irresistiblemente seductor, somos incapaces de imaginar otro modo de organizarnos.
A todo esto, cabe añadir el factor tiempo. Algunos hablan de que nos encontramos al borde de la hecatombe. En todo caso, parece que durante los próximos años podríamos estar cruzando un umbral de no retorno, y la ventana de oportunidad podría cerrarse. Hay quienes hablan del siglo XXI como el de “la gran prueba” (Jorge Riechmann).
La ilimitación subjetiva como origen de la crisis
Asomémonos ahora de manera breve e inevitablemente fragmentaria a las raíces de esta encrucijada de crisis, raíces que se hallan en las bases del marco cultural de nuestro sistema-mundo y que podríamos condensar de forma muy simplificadora en la cuestión de la ilimitación subjetiva.
El nominalismo puede ser una fuente remota de la ilimitación subjetiva como causa condensada de la propia crisis civilizatoria actual
En efecto, la cosmovisión dominante en nuestra civilización, sobre la cual hemos construido este mundo antropocénico globalizado, se caracteriza por una visión de la realidad como algo exento de límites. El origen de esa ilimitación subjetiva es evidentemente muy complejo, y sobre el mismo podríamos encontrar distintas teorías desde diferentes perspectivas, que calendarizan además de forma diferente los factores originantes de este paradigma civilizatorio. En todo caso, debe quedar claro que el elemento común en estas diferentes posturas explicativas, que operan como lentes interpretativas (incompletas, insuficientes, falibles, contingentes) de la propia realidad humana, es el de la construcción mental por parte del ser humano occidental de una realidad (interpretativa de lo real, del mundo real) en el cual éste carece de límites y que le conducen a una expansión ilimitada. Esto conduce inevitablemente a que ese ser humano se conduzca en su comportamiento práxico de manera que niegue esos límites, una negación que supone en último término conductas que, impugnando la existencia de otros (espirituales, humanos, vivos, inertes…da igual), pasa por encima de ellos. Por otro lado, la negación fáctica de los límites en la conducta humana puede ocasionar también situaciones insostenibles que avalen la constatación de esas conductas como suicidas.
Insistiendo nuevamente en la complejidad de esta cuestión, abordaremos de manera propositiva cuatro elementos de diferentes caracteres y sustancias que, a nuestro juicio, nos han conducido a esta posibilidad de hundimiento civilizatorio, elementos que giran en torno a algunos de las dimensiones y momentos clave de la Modernidad: el nominalismo como relativización de la realidad, el endiosamiento del ser humano (sustitución vs. secularización), la colonialidad moderna como encuentro y negación del otro diferente y, por último, la Revolución industrial como culmen del hombre-dios en su ilimitación. Es importante constatar, por otro lado, que esos diversos factores (la lista es abierta y discutible) se encuentran interconectados e interrelacionados en múltiples relaciones de causa-efecto.
El nominalismo como relativización de la realidad
Son muchas las corrientes que afirman que nuestra cultura europea tiene sus raíces en la Modernidad. Ahora bien, según algunas interpretaciones, las bases remotas de la Modernidad se hallan en una visión de la realidad con unos presupuestos epistemológicos muy definidos: el nominalismo ockhamista. Al respecto, es interesante advertir que el nominalismo puede ser una fuente remota y de carácter teórico-cultural de la ilimitación subjetiva como causa condensada de la propia crisis civilizatoria actual.
La visión erigida sobre el planteamiento nominalista (siglo XIII) se sustentaba originalmente en la afirmación eclesial de la existencia de unos claros límites del conocimiento humano, aserto que se defendía interesadamente respecto al posible conocimiento humano de Dios y en orden a evitar las herejías o desviaciones dogmáticas del momento[1]. A partir de ese argumento se renegaría de todo conocimiento especulativo o revelado, lo que curiosamente provocaría que se entendiese que la única forma de conocimiento posible sería aquella que estaba teniendo éxito en la praxis humana del momento. Esto acabaría conduciendo de forma paradójica a la primacía de la racionalidad formal, propia de las ciencias matematizables y el método científico moderno (Sepúlveda del Río, 2017). Es de esta forma como habría desaparecido la posibilidad de conocer toda verdad última que diese sustento a una determinada concepción de la realidad. Conforme a esta percepción, por tanto, sería esta deriva la que acabaría conduciendo a la extralimitación humana por la vía de la relativización de los referentes verdad y de bondad en la cosmovisión de nuestra cultura (Enríquez Sánchez, 2021, 132-143).
Esa pérdida de referentes iría trayendo como consecuencia, sobre todo en las fases más avanzadas del “tránsito a la Modernidad”, la expansión de una acción que busca unos fines independientemente de los medios. O mejor aún, una acción que obedece a un tipo de racionalidad que busca sólo unos fines concretos determinados sin reflexionar sobre el sentido de éstos (Sepúlveda del Río, 2017). Lo único importante sería alcanzar esos fines a través de un procedimiento, pero no es posible reflexionar sobre dichos fines porque ha desaparecido toda referencia y, con la primacía de lo formal y lo abstracto, al no importar el contenido, el único fundamento es el consenso. Estaríamos hablando de lo que, muchos siglos después, Horkheimer, Adorno y otros autores de la Escuela de Frankfurt denominarán racionalidad instrumental (Horkheimer, 2002).
Podríamos incluso situar un epígono del nominalismo en la visión posmoderna (Ferraris, 2012).
El endiosamiento del ser humano (sustitución VS. secularización)
El segundo elemento que se hallaría en el origen de la ilimitación subjetiva (como paradigma condensado que hemos propuesto en nuestro diagnóstico del colapso civilizatorio) estaría muy relacionado con el propio origen del nominalismo, aunque evidentemente sus fuentes son harto complejas.
Existe un generalizado consenso sobre la existencia de un progresivo proceso de secularización (y desencantamiento del mundo, como dice Max Weber) que marca el paso del medievo a la Modernidad y que suele considerarse como la pérdida de centralidad de Dios (y, en general, de todo lo trascedente, no sólo en términos teológicos o espirituales, sino también metafísicos) en la sociedad y la reflexión europeas. Ahora bien, sin negar este análisis, creemos que debe ser revisado en cuanto a algunas de sus características, pues más que de un auténtico proceso de secularización tal vez podríamos hablar de una sustitución. En efecto, la secularización debería haber comportado la desaparición de un pensamiento religioso, o incluso mágico-religioso, que sin embargo sigue operando de manera muy clara en Occidente, por ejemplo, en el seno de las ideologías modernas y sus correspondientes utopías (paraísos terrenales, pero paraísos) (Hinkelammert, 2002). Pero además la Modernidad opera con una serie de conceptos límite que comportan un pensamiento mágico-religioso incuestionado y que se da por supuesto, como por ejemplo la idea del avance lineal y unidireccional de la Historia, el progreso indefinido de la Humanidad, el crecimiento permanente y exponencial, el desarrollo tecnológico ilimitado o el descubrimiento de piedras filosofales como es el caso de la búsqueda de energías perfectas (ilimitadas, limpias, sin efectos colaterales…religiosas, en definitiva).
Por esto, me parece más procedente hablar de una sustitución que de una secularización. Hemos mantenido una estructura de creencias en las que el Dios judeocristiano ha sido sustituido por un nuevo y más subrepticio dios: el ser humano (preferentemente, y como veremos a continuación, europeo, blanco, varón, de clase alta, adulto, heterosexual, etc.). Pero ser humano, a fin de cuentas. Este endiosamiento de un ser humano ilimitado en su pensar y en su obrar, y por tanto en su transformación de la realidad (externa cuando conviene [para utilizarla instrumentalmente], mental cuando es menester [si es preciso negarla o reconfigurarla en nuestra cosmovisión]) entronca, precisamente, con el nominalismo. En efecto, la capacidad humana de construcción de la realidad a partir de la desaparición de referencias externas que puedan limitar la maleabilidad absoluta de la realidad (construida) en la mente del constructor (el ser humano occidental) permite la generación de un ser que puede extralimitarse y proyectarse en el espacio y el tiempo de manera colonial, porque no reconoce límites. Y su obra por excelencia, la tecnología, le permite precisamente eliminar esos y otros límites (que se convierten, por tanto, en movibles y transitorios: no-límites, en definitiva).
La colonialidad moderna como encuentro y negación del otro diferente
Un tercer elemento (interconectado con los dos anteriores y con el posterior) es el de la conquista y colonización europea del mundo a partir del siglo XV. Al respecto resulta muy iluminadora la visión de la teoría de origen latinoamericano que adopta el llamado “enfoque decolonial”, que ha desarrollado el concepto de Modernidad colonial.
Siguiendo a Dussel (Dussel, 1994), cabría afirmar que la llegada de los europeos a América supuso un encuentro de características completamente inéditas para los europeos incipientemente modernos: el descubrimiento de la existencia de un otro muy diferente. En ese sentido, esas características fuertemente distintas aparecían, sin embargo, unidas a la constatación espontánea de que eran seres humanos (alter egos). Sin embargo, pesaron mucho los intereses crematísticos y políticos de sujetos que ya estaban embarcados en la ilimitación subjetiva (esto es, en el surgimiento de un ser ilimitado y constructor de una realidad ilimitada negadora de los límites de lo real, es decir, de lo fácticamente existente). Esto condujo a este sujeto ya expansivamente ilimitado en su autopercepción de la realidad como constructo y, por tanto, de lo real, a negar a ese otro diferente, a rechazar su alteridad que suponía una barrera a su ego ilimitadamente expansivo, así como a lo que entendía como debido a ese ego que se autoatribuía un desarrollo humano en una escala superior[2]. Por eso Dussel habla de un “ego conquiro” que reflejaría la cara oculta (aunque inescindible de él) del “ego cogito” moderno.
De este modo, la ilimitación subjetiva del yo Moderno europeo habría llevado inevitablemente a la negación del otro (incluso en su condición humana y su propia dignidad), y, por tanto, más que de un descubrimiento hablaríamos de un encubrimiento (Dussel, 1994) que sería el resultado último de la proyección expansiva del sujeto occidental moderno y de su matriz cultural (como única e ilimitadamente válida) en el espacio y en el tiempo. En definitiva, esta sería la raíz de las tres dimensiones de la colonialidad moderna: la del saber, la del poder y la del ser.
La Revolución industrial como culmen del hombre-dios en su ilimitación tecnológica y de bienestar (pretendidamente) universalizable (y sus bases fácticas limitadas)
En paralelo a la Ilustración, que supone en el ámbito intelectual el encumbramiento de la razón occidental moderna, que se proyecta colonialmente en el espacio y el tiempo, y que se arroga una ilimitación expansiva, surge la plasmación material que esas ideas tienen en el campo socioeconómico y técnico-cultural: la Revolución industrial.
El último factor que (de manera fragmentaria, y asumiendo nuestra propia limitación humana, y no sólo individual) proponemos sería el proceso de la Revolución industrial y, sobre todo, la civilización que esta ha construido. Una civilización que, aunando los aspectos de subjetividad ilimitada anteriores, lo has afianzado, profundizando en ellos. En efecto, la tecnolatría y la implantación de un poder humano expansivo negador de otras realidades diferentes (lo otro y los otros), especialmente las más vulnerables.
Esta tecnocratización (tecno y cratos) de la sociedad, implementada de manera fáctica, ha colonizado también el imaginario colectivo y se ha reforzado mediante el despliegue de los frutos que pretenden ser universalizables, cuando de facto ni lo son ni pueden serlo. En primer lugar, porque se topa con los límites biofísicos (minerales, energéticos). Y, en segundo lugar, porque ese bienestar de una minoría no es extrapolable porque precisamente se sustenta en una colonialidad extractivista y una explotación de grandes masas populares.
Por último, debemos también tener presente que toda esta transformación de los procesos de extracción, fabricación, transporte, distribución y consumo ha sido posible gracias a un factor circunstancial que está empezando también a tocar sus propios límites, como todo lo que existe en el ámbito de lo real. En efecto, es importante advertir que este progreso y bienestar del que disfruta una minoría ha sido posibilitado en gran medida por redescubrimiento y nuevo uso de los combustibles fósiles asociado a la sociedad industrial. El ocaso de la disponibilidad de estos recursos a bajo precio nos encamina a una constatación fáctica de los límites que puede ser muy dolorosa, especialmente para aquellos que ya la sufren en su día a día.
Conclusiones. ¿Un mundo sin límites? Modernidad y sistema-mundo globalizado
Todo lo anterior nos lleva a apuntar como causa última de nuestra crisis civilizatoria –como ya hemos adelantado– que la construcción mental de la realidad deriva en un modelado subjetivo carente de límites, tanto en sí mismo, como en los propios objetos que fabrica. De este modo, lo epistemológicamente ilimitado se convierte en lo ontológicamente ilimitado. Y supone una determinada construcción de un concreto sistema-mundo (el comandado por la civilización occidental) que está predispuesto, por definición, a aceptar la inexistencia de la idea de límite y, por tanto, a su ausencia en la realidad (y, por ende, en lo real). El sistema-mundo de hoy está edificado sobre esa (falsa) premisa.
Esta visión epistemológica originada en el imaginario de la Modernidad occidental se vio pronto reforzada por una serie de circunstancias que culminaron con la construcción de una Modernidad sin límites que será el germen de un sistema-mundo globalizado que rebasa la consideración, por tanto, de un mundo-isla (limitado en sus confines) para entender el planeta como un mundo-océano infinito (véase Almenar, 2012). La realidad deja de estar limitada, y se parece más bien a un océano de islas, a un universo de galaxias habitables, a una frontera en movimiento… Desaparece –por tanto– de esta forma, la concepción de la realidad como soporte vital del sujeto, de los límites de lo real (oculta tras el artificial constructo de la realidad), de los topes de los propios recursos biofísicos en la realidad-real limitada[3]. Es posible, por tanto, seguir siempre expandiéndose, colonizando más allá. Cuando los recursos de un territorio se agotan, basta con desplazarse en busca de más hacia otro lado. No es necesario cambiar nuestra forma de concebir la realidad, no es necesario ajustarse a la misma y sus límites… Pero cuando el allí desaparece, cuando no es posible seguir desplazándose ni buscar recursos “más allá”, el decorado cae, la construcción subjetiva se desvanece y la realidad nos golpea en el rostro con todas sus fuerzas.
Sólo cabe empezar a preparar una civilización alternativa que, evitando el desperdicio de la experiencia, recoja lo mejor de nuestras tradiciones propias y, sobre todo, el de otras que asumen un ajuste (Ellacuría) a los límites de lo real y que hemos despreciado, negado y colonizado (como las epistemologías del Sur). Empecemos a construir ya, antes de que caiga todo, y minimicemos el sufrimiento de las víctimas más probables.
Bibliografía
Almenar, R. (2012), El fin de la expansión: del mundo-océano sin límites al mundo-isla, Barcelona: Icaria.
Dussel, E. (1994), 1492, El encubrimiento del otro (Hacia el origen del mito de la modernidad), La Paz: UMSA y Plural Editores.
Enríquez Sánchez, J. M. (2021), Los límites del mundo. Una crítica del imaginario social desarrollista y sus alternativas. Madrid: Dykinson.
Ferraris, M. (2012), Manifiesto del nuevo realismo. Santiago de Chile: Ariadna Ediciones.
Font Oporto, P. (2022). La batalla por el colapso. Crisis ecosocial y élites contra el pueblo. Granada: Comares.
Grosfoguel, R. (2013), «Racismo/sexismo epistémico, universidades occidentalizadas y los cuatro genocidios/epistemicidios del largo siglo XVI», Tabula Rasa 19, 31-58.
Hinkelammert, F. J. (2002), Crítica de la razón utópica, Bilbao: Desclée de Brouwer.
Horkheimer, M. (2002), Crítica de la razón instrumental, Madrid: Trotta.
Latour, B. (2019), Dónde aterrizar. Cómo orientarse en política, Madrid: Taurus.
Mateos Martín, Ó. (2021), El shock pandémico. Sustrato, aprendizajes y horizontes de una crisis global, Barcelona: Cristianisme i Justícia.
Riechmann, J. (2004), Gente que no quiere viajar a Marte. Ensayos sobre ecología, ética y autolimitación, Madrid: Los Libros de la Catarata.
Riechmann, J., y Carpintero Redondo, Ó. (2014), «¿Cómo pensar las transiciones poscapitalistas?», en Riechmann, J.; Carpintero Redondo, Ó., y Matarán Ruiz, A. (eds.), Los inciertos pasos desde aquí hasta allá: alternativas socioecológicas y transiciones postcapitalistas (pp. 29-124), Granada: Universidad de Granada.
Sepúlveda del Río, I. (2017), «La constitución del sujeto moderno: desde el desencantamiento a la búsqueda de felicidad», en Sepúlveda del río, I. (ed.), Humanismo y Ética básica (pp. 43-64), Bilbao: Desclée de Brouwer.
Wallerstein, I. (2005), Análisis del sistema-mundo: Una introducción, Madrid-Buenos Aires-México: Siglo XXI Editores.
Notas
↑1-Véase Enríquez Sánchez, 2021, 132-143. La cuestión del nominalismo como causa de la ilimitación subjetiva moderna la hemos desarrollado de manera más amplia en Font Oporto, 2022, si bien ahora entendemos que ese tratamiento debe ser matizado y complementado.
↑2- Ramón Grosfoguel considera –siguiendo a Dussel– que la expansión y conquista ibérica en las Indias occidentales (y, a partir de ese momento, la transformación del colonialismo que se venía practicando respecto al África negra) tendría unas características de naturaleza completamente distinta a colonialismos anteriores (Grosfoguel, 2013, 43 y ss.). Hasta ese momento las diferencias con los pueblos conocidos habrían girado sobre el eje de las diferencias religiosas, que, si bien comportaban el rechazo al error en términos teológicos, no impedían el reconocimiento de la humanidad de los paganos o herejes. Sin embargo, el descubrimiento de estos pueblos desconocidos como eran los indígenas americanos supuso que se les cuestionase –y en muchos casos se les negase– a los amerindios su propia humanidad (cuestión que abriría un amplio debate académico que, en cierto sentido, culminaría con la discusión entre Sepúlveda y Las Casas). Dicha negación de la humanidad del otro diferente no habría tenido parangón en la historia humana, y por tanto habría supuesto una ruptura en lo que habría sido el concepto y la realidad colonial. A su vez, esa negación habría iniciado el racismo como fenómeno intrínsecamente moderno que se habría aplicado, como efecto rebote, respecto a pueblos a los que antes sólo habría existido un desacuerdo religioso (caso, en la Península ibérica, de los moriscos o los judíos).
↑3- Bruno Latour (Latour, 2019) habla de que vamos a un conflicto irremediable entre terrestres (los que siguen asentados en la realidad –entendida como lo real, no como un constructo artificioso–) contra modernos (aquellos que sienten que no pertenecen a la realidad e intentan escapar de la misma). Esta idea del sueño de una evasión a otros planetas –muy presente en la obra citada– aparece también en numerosas obras de Jorge Riechmann, sobre todo en Riechmann, 2004.
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