La reciente avalancha de campañas de alto perfil contra proyectos de extracción de materias primas ha abierto una importante y novedosa dinámica en los vastos procesos de cambio que se dan en América del Sur. La comprensión de su naturaleza y significación es decisiva para aprehender las complejidades inherentes al cambio social y mejorar la construcción de solidaridad con las luchas populares.
Muchas de las campañas que apuntan específicamente hacia la minería, la industria del petróleo, los agronegocios o la tala de bosques tienen aspectos que les son comunes. Han puesto en alerta a la población acerca de una variedad de temas medioambientales como la escasez de agua potable, la conservación de los bosques y el uso sostenible del suelo.
En algunos casos, particularmente en Ecuador y Bolivia, estas campañas han tenido influencia en debates ya existentes sobre cuestiones como el cambio climático, los derechos de la Madre Tierra y los modelos alternativos de desarrollo necesarios para conseguir cambios radicales.
Otro aspecto común ha sido el papel central desempeñado por las comunidades indígenas del ámbito rural. Esto se debe no solo al hecho de que estos emprendimientos extractivistas se desarrollan en sus territorios sino también al papel destacado que los movimientos indígenas han tenido en el ambientalismo a escala global.
Como resultado de ello, temas como la autonomía de los pueblos originarios y el derecho a la consulta previa sobre las tierras ancestrales antes de la puesta en marcha de proyectos extractivos se han entrecruzado con debates acerca de la extracción de recursos y el medio ambiente.
Esto es particularmente cierto en Ecuador y Bolivia, donde los pueblos originarios constituyen una minoría considerable de la población, o incluso son mayoritarios. En esos países, los conceptos indígenas como el del “Buen vivir”* y la “Pachamama”* se han convertido en algo corriente en el discurso público e incluso han sido incorporados a las nuevas constituciones, que proporcionan un marco para las sociedades nuevas que esos movimientos sociales están tratando de construir.
Otro aspecto común es que las mencionadas campañas pueden encontrarse casi en cualquier país de América del Sur, independientemente de que esté gobernado por la derecha neoliberal, como Colombia, o por un izquierdista descendiente de un pueblo originario, como es el caso de Bolivia.
¿Una nueva política?
A partir de este panorama, algunos representantes de la izquierda han concluido que América del Sur está viviendo un nuevo ciclo de protestas populares caracterizadas por un conflicto entre gobiernos partidarios del extractivismo y comunidades que están contra esa política.
Por ejemplo, el editor de Upside Down World, Benjamin Dangl, dice que estas campañas son el resultado de “conflictos más amplios entre las políticas extractivistas de países conducidos por gobiernos izquierdistas… y las políticas de la Pachamama, y la forma en que los movimientos indígenas se resisten al extractivismo en defensa de sus derechos, sus tierras y el medioambiente”.
La socióloga argentina Maristella Svampa avanza en esta idea diciendo que la emergencia de un nuevo modelo de dominación capitalista en América del Sur es el responsable de este nuevo ciclo de protestas.
Svampa dice que mientras que antes los movimientos sociales luchaban contra gobiernos neoliberales seguidores del Consenso de Washington, el problema de hoy son los gobiernos “neoextractivistas” que adhieren al “Consenso de las Materias Primas” ( commodities ).
Ella aclara que la palabra “consenso” se refiere a un nuevo “orden político-ideológico” que se sostiene por el espectacular crecimiento de los precios de las materias primas que ha llevado a una expansión de las industrias extractivas y producido beneficios extraordinarios en términos de crecimiento económico y reservas estatales de divisas.
Sin embargo, Svampa señala que este “cambio en el modo de la acumulación [capitalista]” ha producido nuevas formas de inequidad y conflicto. El resultado es “un sesgo eco-territorial” en las luchas populares, que ahora se centran en cuestiones como la tierra, el medio ambiente y los modelos de desarrollo.
El periodista uruguayo Raúl Zibechi sostiene que estas campañas “señalan el nacimiento de un nuevo ciclo de luchas que darán vida a nuevos movimientos antisistema, quizá más radicalmente anticapitalistas en tanto cuestionen cierto desarrollismo y hagan suyo el concepto del Buen Vivir* como principio ético y punto de referencia de su acción política.
Aunque la terminología es diferente, es evidente el trasfondo popular de ambas posiciones.
En este contexto, Dangl concluye que los activistas de la solidaridad no ignorarán este conflicto y en cambio se centrarán en la promoción de esos “espacios de disenso y debate en los movimientos por el medio ambiente protagonizados por indígenas y campesinos”.
Nadie de los que participan en los movimientos de solidaridad está en desacuerdo con la necesidad de ser solidario con aquellos que luchan contra el impacto negativo de las industrias extractivas. Sin embargo, un movimiento solidario que limite su visión de las políticas en América de Sur al estrecho prisma de “estractivismo vs. antiextarctivismo” podría terminar tirando piedras sobre su propio tejado.
Extractivismo
Las industrias extractivas existen en todos los países sudamericanos. Sin embargo, los que están preocupados por el extractivismo a menudo no tienen en cuenta que la razón de esta existencia está en la historia misma de la dominación imperialista del continente. Los gobiernos progresistas heredaron economías con una profunda dependencia de la exportación de materias primas dado que éste es el papel que durante siglos los países coloniales e imperialistas asignaron a América. Por lo tanto, la superación del extractivismo está íntimamente ligada con la superación del control imperialista de las economías latinoamericanas.
Cualquier campaña contra el extractivismo en América del Sur que se pretenda genuina, sobre todo las que emprendan los activistas solidarios en los países imperialistas, deben comenzar por señalar con el dedo a los verdaderos responsables del extractivismo en América del Sur: los gobiernos imperialistas y sus empresas transnacionales.
La etiqueta de “extractivista” también oculta las diferencias existentes entre los gobiernos que están en la puja de las empresas transnacionales en los países imperialistas y los gobiernos de los pueblos que están tratando de utilizar sus recursos nacionales para romper la dependencia imperialista y mejorar el nivel de vida de la mayoría de su población.
Este último es el caso de la estrategia puesta en marcha por el gobierno boliviano con el apoyo activo de la población. A partir de la nacionalización de las reservas de gas en 2006, el estado boliviano captura más del 80 por ciento de los beneficios generados por este sector extractivo. Esta riqueza reciente ha hecho posible que desde 2005 se multiplicara por siete la inversión social y productiva del gobierno.
Los resultados de esta política son evidentes en la disminución del nivel de pobreza (del 60,6% en 2005 al 43,4 en 2012) y la enorme expansión del acceso a los servicios básicos (salud, educación, suministro de agua potable y electricidad, etc.).
El proceso de industrialización iniciado por el gobierno también significa que para finales de 2014 el país no solo será capaz de satisfacer sus necesidades de gasolina y gas natural sino también podrá exportar gas. La distribución de la renta del gas hacia otros sectores de la producción ha hecho que el crecimiento del sector manufacturero hay superado al de la minería y los hidrocarburos.
Estos avances en el procesamiento nacional de las materias primas y la diversificación de la economía son apenas algunos ejemplos de la forma en que el gobierno de Bolivia está tratando de superar una historia de extractivismo en detrimento del país. Según Benjamin Kohl, son pasos dados en la dirección de un “aflojamiento general del control transnacional” del estado y la economía de Bolivia.
Hay debates en curso sobre el éxito alcanzado por los gobiernos izquierdistas de países como Bolivia, Venezuela y Ecuador en la consecución de sus metas establecidas, y sobre los problemas en el intento de desarrollar un modelo que continúa dependiendo de las industrias extractivas.
Sin embargo, la definición del marco del debate entre quienes defienden el extractivismo y quienes se oponen a él ignora el hecho de que prácticamente nadie propone cerrar todas las industrias extractivas, sobre todo a la luz del devastador impacto que podría tener en los pueblos y economías de América del Sur.
Incluso, algunas de las críticas más agudas del extractivismo en América latina, como la del uruguayo Eduardo Gudyñas y el intelectual radical boliviano Raúl Prada, reconocen la necesidad de diferenciar lo que ellos llaman extractivismo “predatorio”, “sensato” e “indispensable”.
Es verdad que la mayor parte de los movimientos contra proyectos extractivos específicos tampoco proponen poner fin a toda industria extractiva y que en el interior de las comunidades locales involucradas en esas campañas convive una variedad de puntos de vista.
Un ejemplo es la compleja situación existente en Ecuador en torno a la propuesta de realizar perforaciones petrolíferas en el Parque Nacional de Yasuni. Mientras que grupos ambientalistas, colectivos de jóvenes de las ciudades y algunos grupos indígenas han desarrollado una importante campaña en contra de la propuesta, algunas comunidades originarias han expresado su apoyo al proyecto.
La organización indígena más importante de Ecuador, CONAIE, no se sumó al reciente pedido de un referéndum sobre la cuestión debido a los diferentes puntos de vista en su interior. El presidente de CONAIE, Humberto Cholango, explicó lo que pasaba: “Tenemos dificultades internas. Se deben a que CONAIE es una organización muy grande y diversa. En la región amazónica hay muchos grupos que dicen ‘nosotros somos los dueños de la tierra y no queremos que se explote’. Estas posiciones existen. Tenemos que escuchar esas voces”.
Algo parecido sucedió en los yacimientos de minerales de Mallku Khota. Mientras que algunos observadores extranjeros y algunas ONG vieron allí un ejemplo de comunidades indígenas que cuestionaban el programa de minería del gobierno boliviano, la realidad era algo diferente. En la campaña, las preocupaciones ambientalistas parecían lo más importante; sin embargo, los manifestantes no estaban motivados por el antiextractivismo. La motivación principal era su extrema pobreza y las oportunidades económicas que algunos veían que podían extraerse de la mina si ésta era manejada por las comunidades locales. Esta era la razón por la que los manifestantes pedían que la empresa transnacional abandonara el proyecto y fuera reemplazada por una cooperativa local; según decía Damián Colque, “mallku” (jefe) de la federación indígena del lugar: “Nosotros queremos ser campesinos mineros”.
El debate es mucho más complejo que un sencillo “por” o “contra” la industria extractiva. Con mucha frecuencia, incluso aquellos que tratan de reducir el debate a uno que involucra a gobiernos extractivistas y movimientos indígenas que están contra el extractivismo ignoran la existencia de esta diversidad de puntos de vista.
Antiextractivismo
Es importante distinguir entre campañas legítimas contra proyectos extractivos específicos y aquellos que intentan aprovechar esas campañas para hacer avanzar su propia agenda de reivindicaciones.
Un buen ejemplo de esto fue el conflicto que se produjo a partir de la propuesta de ferrocarril que iba a atravesar el Territorio Indígena y el Parque Nacional Isidoro Secure (TIPNIS) en Bolivia. Nuevamente, algunos observadores se apresuraron a asignar un sesgo antiextractivista a la protesta e iniciaron una campaña contra cualquier trazado ferroviario. Sin embargo, las comunidades originarias implicadas en la protesta solo se oponían al trazado propuesto.
Aparte de las comunidades que estaban de acuerdo con el proyecto original, quedó claramente en evidencia que entre las comunidades había algunas que querían que el ferrocarril cruzara la Amazonia sin atravesar el TIPNIS mientras que otras querían que su trazado discurriera cerca de sus poblados de modo de tener acceso a él. Incluso, el principal portavoz, Fernando Vargas, expresó claramente en varias ocasiones que ellos nunca se habían opuesto al ferrocarril en sí sino al trazado propuesto, que preveía pasar cruzando el TIPNIS.
Este es solo un ejemplo de clara discrepancia entre las demandas de los que protestan y las que intentan hacer avanzar su propia agenda antiextractivista.
El “antiextractivismo” también ha sido utilizado por alternativas contrarias al ambientalismo que se pretenden respetuosas del medio ambiente, particularmente cuando los críticos radicales del extractivismo no presentan ninguna propuesta sobre cómo satisfacer las necesidades populares.
Un ejemplo de esto es la promoción de esquemas compensatorios de la producción de CO2. Estos planes pagan a comunidades del Hemisferio Sur para proteger ciertas zonas forestales para “compensar” la polución por CO2 provocadas por empresas del Hemisferio Norte. A pedido de ciertas ONG, los activistas del TIPNIS impulsaron una demanda para que las comunidades indígenas pudieran recibir fondos de proyectos de Reducción de Emisiones por la Deforestación y la Degradación de la Selva (REDD, por sus siglas en inglés).
Numerosos grupos indígenas y ambientalistas han denunciado estos esquemas por ser equivalentes a la privatización de la selva. Sirven para consolidar la desigualdad existente entre los países industrializados e imperialistas y los que dependen de la exportación y la industria extractiva, sin promover ninguna reducción significativa de las prácticas que producen la polución.
Otras alternativas propuestas incluyen la instalación de empresas locales que se ocupen de actividades como el ecoturismo, la explotación maderera sostenible y la minería en pequeña escala, como una manera de crear capitales para satisfacer necesidades locales. Hasta ahora, ninguno de estos proyectos de negocios ha erradicado la pobreza; antes bien, han contribuido a una integración mayor de las comunidades rurales del lugar en el mercadocapitalista.
Otra alternativa “antixtractivistas” consiste en la entrega de la propiedad de recursos naturales a las comunidades locales. Esto les daría el control de lo que pasa en relación con la riqueza nacional. Junto con la enorme desigualdad que esta modalidad puede generar entre las diversas regiones, la experiencia muestra que una política como esta no necesariamente cierra el paso al avance de las empresas transnacionales ni de los gobiernos capaces de cooptar a las comunidades originarias en sus proyectos.
Solidaridad
Algo que es común a esas iniciativas es que ninguna de ellas es una alternativa viable para la vasta mayoría de la población, compuesta en su mayor parte por indígenas y antiguos campesinos que, como resultado de factores sociales, económicos y medioambientales, se ven forzados a abandonar sus tierras y a desplazarse a las ciudades.
Estas personas, que se pueden contar por millones, se enfrentan también con las secuelas derivadas de las industrias extractivas: el cambio climático y la degradación medioambiental.
Sus anhelos y luchas pueden tomar diferentes formas, pero de ningún modo carecen de legitimidad. Ya que todas ellas hablan de un “sesgo ecoterritorial” en la lucha de los pueblos; la mayor parte de las protestas en América del Sur siguen estando centradas en el acceso a los servicios básicos, las infraestructuras y las condiciones laborales. Estos “espacios de disenso y debate” merecen ser respetados y ampliados ya que en países como Bolivia son también un componente vital en la lucha por el cambio.
Después de que algunos gobiernos neoliberales fueran derrotados y se aprobaran nuevas constituciones en países como Bolivia y Ecuador, se han abierto importantes debates que han abarcado a toda la sociedad sobre cómo hacer realidad nociones novedosas como la del Buen Vivir*, los derechos de la Pachamama y la autonomía de los pueblos originarios sin dejar de tener en cuenta al mismo tiempo las necesidades del desarrollo de los pueblos.
En relación con estos temas, se han expresado puntos de vista diferentes entre y dentro de los movimientos sociales. No obstante, todos ellos dirigidos contra el impacto de devastación social, económica y medioambiental de la explotación imperialista y acompañando la lucha por una vida mejor.
Un punto de vista que en América del Sur cierre los ojos ante esta realidad y solo vea gobiernos extractivistas y comunidades rurales antiextractivistas es injusto con las luchas de la mayoría. En lugar de amplificar las voces de quienes han estado en la vanguardia de las recientes rebeliones, tiende a silenciarlas.
Además se corre el riesgo de que en el intento de salvar algunos árboles termine destruyéndose todo el bosque.
La contraposición estrecha extractivismo vs. antiextractivismo ha sido utilizada para fomentar la división entre los movimientos sociales, debilitando así la unidad necesaria para alcanzar un cambio radical.
Hay mucha evidencia que muestra que gobiernos y ONG extranjeros han estado trabajando para agudizar –en vez de resolver– tensiones entre movimientos sociales de distintas regiones. A esas fuerzas les complace la promoción del antiextractivismo si les es útil para derribar gobiernos populares y evitar los cambios.
Sin embargo, en lugar de denunciar esto, algunos activistas hacen lo posible para que los movimientos sociales tomen una posición en detrimento de la otra.
Por ejemplo, Bret Gustafson admite que en Bolivia, “un país marcado por una profunda pobreza en el que se ha hecho del gas una cuestión de salvación nacional, existe una pequeña oposición popular a la extracción de gas natural”. Esto le lleva a concluir que, para los activistas de la solidaridad, la posibilidad de construir lazos solidarios está limitada a tender una mano “a los marginales urbanos, particularmente los jóvenes, a los campesinos y a las comunidades afectadas por el extractivismo”.
Da la impresión de que la mayor parte de los bolivianos que son víctimas de una economía nacional dependiente de la extracción de un recurso pero no comparten los puntos de vista antiextractivistas de Gustafson no son merecedores de ayuda.
Rechazar la limitada política del antiextractivismo no significa que los activistas solidarios no puedan apoyar a aquellos que luchan contra el impacto de las industrias extractivas.
Una tarea importante que podemos asumir es la introducción en nuestros países de algunos debates decisivos que están teniendo lugar en América del Sur. La solidaridad efectiva requiere explicar el contexto dentro del cual se dan esos debates, tanto en los países sudamericanos como entre estos países y el imperialismo.
Esto también requiere explicar con precisión las diferentes posiciones existentes entre diferentes movimientos sociales y las variaciones de estas posturas en relación con los gobiernos progresistas. Podemos hacer esto al mismo tiempo que reconozcamos que son ellos los que en última instancia pueden resolver sus diferencias.
Mientras tanto, deberíamos continuar oponiéndonos a la intromisión de los gobiernos imperialistas y las empresa transnacionales; de este modo nos aseguramos de que los movimientos sociales de esos países sudamericanos puedan resolver sus problemas libres de interferencia extranjeras.
Debemos recordar también que los cambios radicales necesitan de la construcción de movimientos sociales con la fuerza suficiente como para implementar cambios y al mismo tiempo resistir los inevitables ataques de las elites locales y los gobiernos imperialistas. Dado que la batalla por un mundo mejor es esencialmente global, es improbable que un país en solitario esté en condiciones de resolver por sí mismo todos sus problemas.
Los intentos de “mostrar” la distancia que hay entre la retórica anticapitalista de algunos gobiernos izquierdistas y la realidad de la extracción de recursos ya en curso evitan este punto crítico. Cualquier posibilidad que puedan tener los países de América del Sur de superar su papel de exportadores de materias primas depende de la creación de un nuevo orden global, y el comienzo de esto pasa por la reestructuración de las relaciones hemisféricas.
Precisamente, es esto lo que ha tratado de hacer el gobierno de Bolivia. No solo ha denunciado el capitalismo y el imperialismo en las cumbres mundiales, sino que también ha puesto en marcha iniciativas concretas, como la Cumbre de los Pueblos sobre el Cambio Climático, en Cochabamba, que en 2010 reunió a más de 30.000 personas de todo el mundo con el propósito de discutir y desarrollar políticas radicales para hacer frente al desastre ecológico.
Los activistas de la solidaridad deberían emplear menos tiempo en obsesionarse con la distancia entre retórica y realidad –siempre presente en toda lucha por la liberación que está en curso– y dedicar más tiempo a explicar por qué, en tanto exista el capitalismo, los procesos de cambio continuarán enfrentándose con tremendos obstáculos y peligros.
Reenfoquemos nuestro punto de vista en el enorme desafío con que nos enfrentamos todos. Esto quiere decir reconocer que, como dicen Nicole Frabicant y Kathryn Hicks, “solo un levantamiento popular en una escala sin precedentes hará que los países del Norte del mundo se responsabilicen seriamente del resto del planeta Tierra y pongan freno a las fuerzas coercitivas que constriñen a países como Bolivia.
Federico Fuentes, en coautoría con Roger Burbach y Michael Fox, escribió Latin America’s Turbulent Transitions: The Future of 21st Century Socialism y es colaborador regular de la revista Green Left Weekly, en la que apareció por primera una versión más breve de este artículo.
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