HANI SHUKRALLAH
[Siguiendo la estela de la gran protesta que el 30 de junio pedía la dimisión del presidente Mohamed Morsi, de los Hermanos Musulmanes, el Ejército egipcio ha intervenido para derrocar a Morsi, nombrar al ministro de Justicia como presidente interino, y anunciar una revisión de la Constitución y la convocatoria de unas próximas elecciones presidenciales.
Las celebraciones de la noche del miércoles en la Plaza Tahrir de El Cairo y otros puntos de la ciudad fueron una reminiscencia de febrero de 2011, cuando el ex-dictador Hosni Mubarak fue forzado a dejar el poder tras treinta años en él. Según las noticias, las calles llevan tres días sin verse claramente despejadas, desde que unos tres millones de egipcios – de una población adulta estimada de unos diecisiete millones – se manifestaron como culminación de la campaña, llamada Tamarod (Rebelión), que exigía la dimisión de Morsi.
La magnitud de las protestas y el júbilo mostrado tras la caída por la oposición a Morsi y a los Hermanos, sucede justo un año después de que Morsi ganara las elecciones presidenciales y los Hermanos se hicieran con el dominio de las votaciones anteriores. Pero, una vez en el poder, éstos continuaron impulsando la agenda económica neoliberal que ha empobrecido a la sociedad egipcia, además de demostrar ser igual de antidemocráticos que el anterior régimen de Mubarak.
La caída de Morsi no habría sido posible sin esta revuelta popular. Pero también hay que reconocer que el abandono del poder por parte de Morsi se ha producido por la acción del Ejército egipcio – la columna vertebral del dictador Mubarak, y rivales de Morsi desde la caída de Mubarak. Algunas fuerzas políticas del movimiento contra Morsi han celebrado esta acción militar, pero no se debe subestimar la amenaza que esta representa. Abdel-Fattah El-Sisi – el comandante que ha anunciado la destitución de Morsi – no se ha preocupado por la democracia, la justicia económica, o la libertad. Los militares podrán haber actuado contra los Hermanos, pero durante mucho tiempo ellos mismos han sido la salvaguarda de los intereses de las élites egipcias.
Los próximos días vendrán plagados de conflictos políticos y los revolucionarios egipcios volverán a responder con el objetivo de avanzar en la revolución. Uno de los motivos para ser optimistas es la confianza ganada por millones de egipcios en la lucha contra Morsi.
Hani Shukrallah, ex-editor del sitio web en inglés Ahram Online, que fue forzado a abandonar su cargo por la presión de los Hermanos Musulmanes, escribió este artículo después de las protestas del 30 de junio – pero antes de que se hiciera público el ultimatum del Ejército a Morsi. En él, Shukrallah explica por qué las manifestaciones fueron tan grandes y por qué Morsi cayó.Socialist Worker]
Egipto está haciendo historia en el mundo; en particular, en la historia del mundo revolucionario, ya que, en estos momentos, se pone a la altura de dos revoluciones paradigmáticas para el mundo moderno: la Revolución francesa y la Revolución rusa.
El levantamiento popular del treinta de junio ha sido descrito como la mayor manifestación en la historia de la humanidad; estaríamos en grandes apuros si tuviéramos que citar otros dos ejemplos de levantamientos revolucionarios en el espacio de dos años y medio, para derrocar a dos regímenes, sacando a la calle al 30% o 40% de la población adulta de la nación en un solo día.
Simplemente, no hay un precedente histórico de nada de esto. Por no hablar de que incluso en los momentos más sombríos de los últimos dos años y medio, bajo la alianza Ejército/Hermanos Musulmanes, y bajo frenética toma de poder de los Hermanos, la resistencia popular no cesó ni un solo día. Y fue así que la primera ola de la revolución egipcia desembocó, justo como sabemos que desembocan todas las olas, en una segunda.
También, por primera vez en la historia política moderna, una revolución popular está en proceso de derrocar a una gobierno islamista. Treinta y cuatro años en Pakistán, otros treinta y cuatro en Irán, veinticuatro años en Sudán, una invasión extranjera para expulsar a los Talibanes de Afganistán – sin que parezca importar por el momento la fractura y la caricatura corrupta que ha producido -, otra invasión extranjera que realmente puso en el poder a los chiíes en Irak, que ya había islamizado Saddam a partir de un matrimonio entre el degenerado nacionalismo árabe y los sunníes.
En este contexto, por todas partes había una convicción abrumadora de que, una vez en el poder, los islamistas habían llegado para quedarse. Los egipcios, sin embargo, los expulsaron en doce meses.
Todo esto se convierte en un imperativo para las fuerzas revolucionarias y democráticas del país para ser plenamente conscientes de su lugar en la historia, y por el amor de Dios, que no dejen que los árboles les impidan ver el maravilloso bosque que se encuentra un poco más allá.
“Hay algo en el alma que clama por la libertad”, dijo Martin Luther King Jr. hace algunos años; sus maravillosas palabras fueron citadas por Barak Obama el 12 de febrero en una declaración sobre la revolución egipcia, que días antes había derribado con éxito al gobierno de Hosni Mubarak, que se había aferrado al poder con obstinación durante treinta años. Para el Presidente americano se trataba de retórica, así como para su Administración, ya que desde antes del 11 de febrero trabajó para ayudar a estrangular ese “algo” del alma egipcia.
Sin embargo, para el resto de nosotros, hay algunas frases que resumen acertada o elocuentemente la continua revolución de Egipto. Durante más de treinta años, la idea abrumadoramente predominante sobre los árabes y los musulmanes ha sido que estos eran, de alguna manera, una excepción necesitada de la mano dura de un “rey”, incluso en su forma más vulgarizada, en un sentido atrofiado como en la economía neoliberal y de libre mercado, acompañada de una cierta forma de democracia parlamentaria igualmente impedida, casi siempre supervisada por mafiosos multimillonarios locales y sus redes en el extranjero.
Sin embargo, la nuestra no fue una “revolución naranja” de la clase favorecida por el capitalismo mundial. Si tiene algún color, es el rojo de la sangre de nuestros mártires, no menos que como reflejo de la importancia de lo social en su corazón. La bandera revolucionaria de Egipto en enero de 2011, como hoy, proclama: “Pan, la libertad, la justicia social y la dignidad humana”.
Existe un dogma predominante que afirma que en lo político, lo social, lo cultural y lo económico no se puede disociar lo árabe de lo musulmán, donde, además, “la libertad” tiene, si lo tiene, un espacio muy pequeño.
Decenas de miles de palabras se han escrito sobre este tema; Mr. Huntington creó su absurda pequeña meta-teoría del “choque de civilizaciones”, cuya idea era explicar presumiblemente el “excepcionalismo” árabe/musulmán; Mr. Fukuyama admitió a regañadientes que los musulmanes podrían ser de hecho, en un mundo globalizado, la excepción a su “fin de la historia”, constituida por una política económica liberal y una democracia liberal-oligárquica.
En una ocasión, durante estas décadas fatuas, tuve que sufrir una conferencia de un académico estadounidense profundamente posmoderno que sostenía que el islamismo en el mundo árabe y musulmán era equivalente a los movimientos de liberación feminista y gay en Occidente. Esta abrumadora y aburrida tontería fue servida por suerte en inglés, y en una universidad de El Cairo (la AUC) con audiencia estadounidense. Si se hubiera topado con la realidad, en vez de esos “islamistas a la moda”, el joven académico posmoderno difícilmente habría podido escapar de la sala de conferencias sin hematomas.
Huelga decir que esta basura predominante fue asumida celosamente como suya por el lado Atlántico / Mediterráneo. Las ramificaciones políticas eran simples: los árabes y los musulmanes solo podían ser gobernado por una forma “semi-secular”, afirmada en la policía o en regímenes islámicos, preferiblemente con alguna forma de “representación electoral” como sistema político (aunque la variedad de Irán podría ser desechada), y aún más preferiblemente, sobre la base de un acuerdo entre los generales y los mulás – fórmula en la que está especialmente empeñada la embajadora de EE UU en Egipto, Anne Patterson.
He pasado la mejor parte de los últimos treinta años criticando este paradigma predominante, en una etapa de nuestra historia en la que yo había llegado a describir como “edad árabe de opciones feas”. Hoy, 2 de julio de 2013, acabo de regresar de Tahrir, con la alegría de haber metido el pulgar en la nariz a los miles de expertos, académicos, comentaristas políticos y a las modas postmodernas, humildemente, tensando el arco del indomable espíritu y del amor por la libertad de mi pueblo: gracias, egipcios.
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