Por: Robert Fisk
Fue una desgracia, un capítulo vergonzoso en la historia egipcia. Policías, algunos con capucha negra, abrieron fuego sobre las multitudes de simpatizantes de la Hermandad Musulmana desde la azotea del cuartel de policía de la calle Ramsés de El Cairo y calles aledañas. Incluso dispararon contra los vehículos en la carretera que va al aeropuerto. Y para presenciar su terrible tarea uno no tenía más que subir los escalones de mármol rosa de la mezquita de Al-Fath, pegajosos de sangre fresca la tarde de este viernes; contemplar los montones de heridos que yacían en tapetes y, en un remoto rincón, 25 cuerpos amortajados. El doctor Ibrahim Yamani levantó con delicadeza los vendajes de los cuerpos: tenían disparos en la cara, en la cabeza, en el pecho.
Así pues, ahora tenemos la masacre de la plaza Ramsés. Estos baños de sangre parecen venir por semana, si no por día, y esta noche, cuando salí de la mezquita mientras los musulmanes hacían oración de rodillas junto a los gimientes heridos, un equipo de paramédicos golpeaba el pecho de un joven que tenía heridas terribles. “Lo vamos a perder”, dijo uno. ¿Entonces eran ya 26 muertos? Los paramédicos hablaban de balas expansivas, y era indudable que media cabeza de un hombre había volado en pedazos. El rostro era irreconocible.
Las moscas se agolpaban; un hombre lloroso, arrodillado en el suelo, las espantó de un cadáver. Cuando podían, los médicos escribían con crayón los nombres de los difuntos sobre los cuerpos desnudos. “Zeid Bilal Mohamed”, garrapatearon sobre un pecho. Lo muertos aún merecían tener nombre. El último cadáver llevado a la mezquita fue el de Ahmed Abdul Aziz Hafez. No pude contar arriba de los primeros 50 heridos, pero los médicos insistían en que eran 250.
Lo extraordinario –tal vez no para las multitudes, porque se han acostumbrado a esta bestialidad– eran los rostros de algunos de los asesinos. Había un hombre de bigote y cabello corto en la azotea de la estación de policía, que agitaba una pistola en el aire y gritaba obscenidades a la gente en la avenida. A su izquierda, un policía de capucha negra, agazapado junto a la pared, apuntaba su rifle automático a los automóviles que pasaban. Una de sus balas pasó entre mi chofer y yo, silbando hacia la plaza.
Una hora antes estuve conversando con los policías de guardia en la incendiada mezquita Rabá de Ciudad Nasr, escenario de la matanza del miércoles, y uno de ellos, de uniforme negro, me dijo con alegría: “nosotros hacemos el trabajo y el ejército observa”. Esa fue una de las verdades más importantes que escuché este viernes, porque los soldados estaban a kilómetro y medio de la carnicería en la plaza Ramsés, sentados en sus vehículos blindados, relucientes de limpios. Ni rastro de sangre en sus impecables uniformes.
Durante dos horas el fuego de la policía barrió a las multitudes. Dos grandes vehículos blindados de la policía aparecieron varias veces en un paso a desnivel y desde delgadas torretas de acero adosadas en forma extraña en el toldo lanzaban disparos hacia la plaza. En cierto momento se pudo escuchar una ametralladora que disparaba a las 20 o 30 mil personas reunidas, que más tarde llegaron quizás a 40 mil, aunque no al millón que la Hermandad Musulmana mencionaría más tarde. La enorme masa de gente se retorcía y se movía como burbuja hacia la mezquita.
Mientras los policías pasaban por el desnivel, docenas de jóvenes atrapados por su avance comenzaron a deslizarse por un cable de luz, pero un muchacho saltó a la copa de un árbol, no logró sujetarse de las ramas altas y cayó unos nueve metros al suelo, de espaldas. Pánico, terror, furia. “¡Vean cómo nos matan!”, gritó hacia nosotros una mujer cubierta con velo, no sin razón, y supongo que una especie de valor se apoderó de la multitud. Sabían que esto iba a ocurrir. También la policía. El “gobierno” –supongo que merece las comillas– dijo 24 horas antes que todo ataque a edificios oficiales sería respondido con fuego. Los policías tenían la autorización necesaria. Y las
municiones.
Pero no nos pongamos románticos acerca de la Hermandad Musulmana. Mi colega Alastair Beach vio a un hombre en la multitud disparar un rifle a la policía. Y creo que algunos policías que vi en las azoteas tenían tanto miedo como la gente de abajo. Y –disculpen este rasgo de cinismo cruel– es probable que la Hermandad necesitara estos cadáveres en la mezquita. Un día sin martirio podría sugerir que está liquidada, que el fuego de la ideología ha sido sofocado, que el Partido Noor –los salafistas que con un cinismo igualmente colosal se unieron el mes pasado a los militares para aplastar la presidencia de Mohamed Mursi, respaldada por la Hermandad– pudiera tomar su lugar como el único verdadero brazo derecho islamita del Estado, claro que con la colaboración del ejército.
Pero no hay excusa para la policía. Su conducta, supongo, no fue indisciplinada. Tenía la orden de matar, y vaya que lo hizo: decenas de personas perecieron en enfrentamientos en otras partes de Egipto y ahora las fuerzas de “seguridad” también merecen, me temo, comillas en torno a su título.
La palabra vergüenza –aib, en árabe– viene a la mente al observar estas horribles escenas. En el centro de una de las grandes ciudades del mundo, conocida para millones, apenas a kilómetro y medio del Museo Egipcio y los tesoros de Tutankamón, a escasos 200 metros del palacio de justicia –si tal palabra podía musitarse en El Cairo en este día–, oficiales de policía cuyo deber es salvaguardar la vida de todos los egipcios abrieron fuego sobre miles de sus conciudadanos con el simple objetivo de matarlos. Y mientras lo hacían, los beltagi, también encapuchados, esos drogadictos y ex policías que ahora forman la guardia pretoriana de las fuerzas de “seguridad”, se presentaron con rifles al lado del cuartel de la policía.
Había periodistas a montones; claro que eso no importaba a la policía, porque helicópteros del ejército volaban sobre las multitudes con cámaras de video, cazando las muy importantes imágenes de hombres armados entre la gente, tal vez el hombre al que Alastair Beach vio, o los grupos de jóvenes barbudos que estaban en la sombra con sus teléfonos móviles chillando como grillos. No es que pudiéramos oírlos: el traqueteo de las ametralladoras ahogaba toda conversación, mientras nubes de gas lacrimógeno inundaban las calles, ensombreciendo hasta el alminar de la mezquita de Al-Fath.
Otro día de sangre, pues. Los funerales serán en las próximas 24 horas –si es que la única funeraria de El Cairo puede emitir suficientes avisos de inhumación–, y habrá más “mártires” para la causa.
Me impactó el rostro de un hombre de edad mediana a quien los paramédicos metieron por la puerta lateral de la mezquita. Del rostro y del torno le escurría la sangre hacia el suelo. Tenía los ojos abiertos y miraba a los médicos, cuyos rostros sin duda pasaban borrosos a su lado en el último trayecto de su vida. Algunas cámaras hicieron clic, un hombre dijo “Dios es grande” y el rostro del muerto viviente desapareció.
Esto es Egipto, dos años y medio después de la revolución que supuestamente iba a traer libertad, justicia y dignidad. Por supuesto, olvídense de la democracia por el momento.
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