Por Marcelo Colussi
El sistema capitalista, como dijimos, es conservador; tiende a perpetuarse, y por nada del mundo tolera cambios. Cambios cosméticos que no cambian nada (gatopardismo), sí; cambios profundos: imposible. Desde inicios de la gran era industrial y el crecimiento del proletariado urbano entre los siglos XVIII y XIX -primeramente en Europa, luego en países del Sur, combinándose eso con grandes masas campesinas en el ámbito agrario- el sistema fue adversado, enfrentado. En principio la lucha sindical, luego los primeros atisbos de pensamiento anarquista y socialista utópico, hasta llegar al socialismo científico con Marx y Engels en la segunda mitad del siglo XIX, el ideario anticapitalista fue creciendo. Entrado el siglo XX mostró una gran fortaleza, con un poderoso movimiento sindical contestatario y las primeras experiencias socialistas. Ahí están Rusia en 1917, Vietnam en 1945, China en 1949, Cuba en 1959; Nicaragua cerró el ciclo de revoluciones socialistas en 1979. Si esa primera mitad del pasado siglo dio como resultado el crecimiento del movimiento socialista, con sonados triunfos y fenomenales avances para su población (se avanzó sobre el hambre y la ignorancia, se desarrollaron exponencialmente las ciencias y la cultura, todo el mundo tuvo acceso a los satisfactores básicos), a partir de los 70 el sistema reaccionó violentamente, deteniendo la protesta social y cualquier posibilidad de cambio revolucionario. Surge ahí lo que llamamos “neoliberalismo”.
“Si por neoliberalismo entendemos “la imposición de una lógica normativa global” (Laval y Dardot, 2013: 12) que se viene ejecutando desde hace más de cuatro décadas (al menos desde el 11 de septiembre de 1973 con el golpe militar en Chile, que destituyó el gobierno democráticamente electo de Salvador Allende) habrá que decir que para estos momentos, dicho programa asociado a la reversión de conquistas sociales y al retraimiento de las acciones de gobierno (cuando éstas amenazan al capital y su rentabilidad), se halla ya más extendido, por el mundo entero, de lo que el fascismo mismo pudo imaginar, ni en su momento de mayor esplendor”, comenta Gandarilla Salgado.
Esas políticas, que en Latinoamérica se erigieron a partir de feroces y sangrientas dictaduras militares, para los 80 y 90 se esparcieron por todo el mundo, de la mano de lo que se dio en llamar “globalización”. Los organismos crediticios internacionales (Fondo Monetario Internacional y Banco Mundial, brazos operativos de la gran banca privada capitalista, fundamentalmente la estadounidense) fueron los actores claves.
Con esos planteos neoliberales (capitalismo salvaje sin la anestesia de la socialdemocracia: “¡No hay alternativa!”, se permitió decir un ícono de estas políticas como Margaret Thatcher) los ricos devinieron más ricos, y los históricamente pobres se hundieron más en la pobreza. Pero en realidad, como lo apuntan Jaén Urueña y Gandarilla Salgado, el núcleo de estas políticas no es solo económico, sino que tiene un valor político histórico: postrar a la clase trabajadora mundial, evitar su organización y la protesta, desactivar la lucha por el cambio social. En definitiva: quitar abruptamente de la historia la perspectiva del socialismo como propuesta anticapitalista.
Sumado eso a los mecanismos de control social en lo ideológico-cultural cada vez más sofisticados y eficientes -y a la represión brutal con armas y mucha sangre cuando el sistema lo considera necesario- las posibilidades de transformación radical fueron quedando en la historia. Luego de la histórica Revolución Sandinista de 1979 en Nicaragua, ya no se vivió nunca más un proceso popular de cambio. El sistema pudo permitir -a lo sumo- los progresismos que vemos aún en Latinoamérica, sin cambios sustanciales en la estructura. Cambios importantes, pero que no abren una dimensión anticapitalista (¿capitalismo con rostro humano, en todo caso?). Esto, por supuesto, abre un debate que excede al presente opúsculo.
Los esquemas fondomonetaristas marcaron la dinámica global por años -y la siguen marcando: ¡el neoliberalismo no ha terminado!-, dejando así una desarticulación de las luchas sociales. Eso pasa factura.
“Al hacer de la competencia el principio universal de las relaciones interhumanas, el neoliberalismo ha ridiculizado la empatía por el sufrimiento de los demás, erosionado los cimientos de la solidaridad y, por tanto, destruido la civilización social”, (Berardi: 2024) razona Bifo Berardi.
Ese sistemático ataque a los valores solidarios, a la organización social, a la conciencia de clase de las y los trabajadores propiciando un supuesto “emprendedurismo” buscando transformar a los trabajadores en “colaboradores” de una presunta “gran familia empresarial”, abre las puertas, pone los cimientos para la ultraderechización que vemos actualmente, con un desprecio por el otro distinto.
“A diferencia del nazifascismo histórico que practicó una economía estatista, la ola supremacista fusiona los clichés del racismo y el conservadurismo cultural con un énfasis histérico en el liberalismo económico: la libertad de ser brutal”, concluye Berardi.
El “sálvese quien pueda” que trajeron estas políticas reforzaron de un modo espectacular las nociones individualistas, egoístas, incluso hedonistas, que anidan escondidas en cada Homero Simpson (en cada una de nosotras y nosotros, más correctamente dicho: el enano fascista que todo el mundo lleva adentro). El actual auge de las ultraderechas no hace sino potenciar lo que décadas de destrucción de la solidaridad fueron cimentando. ¿Quién habla hoy de “internacionalismo proletario”? Junto a marchas antiguerra (por las de Ucrania, o la de Palestina), muchas personas se alistan como mercenarios para ir a pelear allí. El otro, de “compañero”, rápidamente puede ir pasando a la categoría de “enemigo”. Si ese otro es muy distinto (otro color de piel, otra etnia, otra identidad sexual, otra cultura, cualquier otredad, en definitiva) la exclusión y el odio se disparan exponencialmente.
Los ideales de solidaridad que acompañaron a los movimientos político-sociales del inicio del siglo XX, y que se prolongaron hasta entrada la segunda mitad de la centuria, hoy parecieran extinguidos. La prédica continua del anticomunismo que marcó todo el siglo, llevado al paroxismo durante la Guerra Fría, se conjuntaron con los valores hiper individualistas del neoliberalismo, todo lo cual preparó el camino para la aparición de los actuales supremacismos. A ello debe sumarse el individualismo casi narcisista, hedonista incluso, que van generando las nuevas tecnologías productivas, donde la gente de carne y hueso empieza a “sobrar”. Obviamente, nadie sobra en el mundo, pero para las clases dominantes se van dando procesos en que se ve a la población supuestamente “sobrante” como un estorbo.
La derecha, en cualquiera de sus formas, sigue trabajando siempre por lo mismo: por mantener el estado de cosas inalterable. Puede haber cambios cosméticos (gatopardismo); es decir: cambiar algo superficial, dando la idea de modernidad progresista, para que nada cambie en lo sustancial, en la base. Su enemigo natural, por tanto, es el socialismo. O, dicho de otro modo: cualquier forma atentatoria contra su esencia explotadora, cualquier protesta, cualquier intento de transformación de algo que la derecha considera lo “natural”, casi de origen divino. Si bien en algunos momentos de la historia el sistema se puede permitir ciertas libertades y pudo haber desarrollado una visión más “humana” -la socialdemocracia, por ejemplo-, el capitalismo actual está empeñado en hacer desaparecer totalmente la protesta. Tecnologías del siglo XXI, ya mirando el XXII, con una ética más cercana al siglo XIX, o anterior incluso. Como se dijo más arriba: ¿quién dijo que con el capitalismo se terminaba el esclavismo? La arquitectura planetaria actual nos confronta con algo más cercano al látigo (sutil, electrónico, con inteligencia artificial) que a reales procesos emancipatorios.
Al sistema en su conjunto, basado en la explotación de la clase trabajadora (eso no ha cambiado un ápice) lo único que le interesa es continuar con su “clima de negocios”; las formas políticas que asume la sociedad -basadas siempre en la engañosa, perversa democracia representativa con elecciones periódicas- no son su principal preocupación. La “locura” hitleriana fue permitida por las élites, así como hoy permite estas nuevas construcciones neonazis, o un desequilibrado como Javier Milei en la presidencia de Argentina. Lo llamativo de estos tiempos es la fuerza con que esas ideas de ultraderecha cunden sin obstáculo, mantenidas en muchos casos por las mismas masas explotadas.
¿Por qué la gente opta por sus verdugos? Proceso complejo como el que más.
La derrota actual de los planteos socialistas
El ideario socialista surgió como un grito de guerra contra la explotación capitalista. Desde el Manifiesto Comunista de 1848, ese grito sigue vigente, tan vigente ahora como hace 176 años. Han cambiado muchas circunstancias: los capitales dominantes ahora son monopólicos, imperialistas, globales, con preeminencia siempre en aumento del sector financiero, y los métodos de producción han variado sustancialmente: la robotización y la inteligencia artificial, en vez de favorecer a la gran masa humana, solo beneficia a una élite dominadora, excluyendo en forma creciente a gente de carne y hueso. El mundo se ha dividido muy tajantemente entre Norte próspero (Estados Unidos y Canadá, Europa Occidental, Japón) y Sur empobrecido (África, Latinoamérica, sectores de Asia), con distancias siderales de un polo al otro. El consumismo voraz que genera el capitalismo -obsolescencia programada mediante-, no conocido aún por Marx y Engels, complica aún más las cosas, produciendo la monstruosa catástrofe ecológica en curso (Antropoceno).
“La clase trabajadora «clásica» (fabril) se descompone, se desestructura, se vuelca en las apps, las bicicletas Glovo y los coches Uber. La economía -y con ella la clase trabajadora- se plataformiza. El movimiento sindical está en crisis y tiene enormes dificultades para organizar a la gente. Las desafiliaciones son masivas. Los sindicatos se vuelven ajenos a la clase trabajadora y a su vida cotidiana. Pocos responden a sus convocatorias. La propaganda neoliberal enfrenta a unos trabajadores con otros. Los huelguistas son «vagos», sobre todo los empleados públicos, que son «privilegiados» y «no quieren trabajar»”, describe el panorama actual muy acertadamente el brasileño Henrique Canary.
Habría que agregar allí nuevas modalidades que vienen a marcar el mundo actual. Todo, crecientemente, va digitalizándose. Si bien hay enormes diferencias entre los polos de prosperidad y las grandes concentraciones de pobreza, crecientemente la población mundial es llevada al mundo de la digitalización: contactos a través de la telefonía móvil con aparatos llamados “inteligentes”, teletrabajo, compras en línea, estudio en línea, búsqueda de pareja en línea, sexo en línea, videojuegos a su máxima expresión, ¡hasta curas confesando en línea! Articulado con ello, aparecen los y las llamadas “influencers”, raros personajes que este mundo virtual posibilita, donde muchos jóvenes entran en la lógica de esta ocupación con la promesa de devenir millonarios. Ya no hay educadores, se dijo mordazmente: ¡hay influencers! Es decir: no se educa, sino que se influencia. Según estudios consistentes, muy buena parte de la población mundial pasa alrededor de 13 horas diarias ligada a esto que ahora se llama infoesfera (“Envolvente capa de esmog electrónico y tipográfico compuesto de clichés del periodismo, entretenimiento, publicidad y gobierno”, según ya clásica definición de R. Z. Sheppard).
Más allá de estos cambios en su dinámica, la esencia del capitalismo se mantiene: explotación feroz de la clase trabajadora y beneficios cada vez más enormes para una pequeñísima élite privilegiada. El socialismo, como reacción a esas injustas y odiosas asimetrías, sigue siendo la búsqueda de una sociedad igualitaria, donde todo el mundo tiene una calidad de vida digna con los satisfactores básicos cubiertos: alimentación, vivienda, salud, educación, infraestructura básica, seguridad, acceso a la cultura. Eso sucedió en las diversas experiencias socialistas del siglo XX, y sigue ocurriendo en China, el país socialista más desarrollado hoy día, aunque la corporación mediática capitalista oculte eso. Sucede que esas primeras balbuceantes experiencias de la primera mitad del siglo pasado fueron quebrándose, o resistiendo en condiciones precarias; si bien es cierto que eso se debió en parte a problemas internos (no hay que temerle a la autocrítica), pesó infinitamente más el despiadado ataque externo (25 millones de muertos y 75% de su infraestructura destruida en la URSS durante la Segunda Guerra, 380,000 toneladas de napalm arrojadas sobre Vietnam, bloqueo inmisericorde durante 60 años a Cuba. ¡No olvidarlo jamás!). Todos estos tropezones que sufrió el campo socialista, y su disolución iniciada con la caída del Muro de Berlín en 1989, sirvieron para que el discurso de la derecha (tradicional o neonazi) cantara jubiloso el “fracaso” del socialismo. En realidad no hay ningún fracaso ahí, ni remotamente hay “éxito” en el capitalismo: en él se produce más comida de la necesaria para alimentar bien a toda la humanidad, pero el hambre sigue siendo uno de los principales flagelos de nuestra especie (20,000 muertos diarios a nivel planetario por inanición o por afecciones directamente vinculadas a la falta de nutrientes), mientras busca agua en Marte olvidando que aquí 10,000 personas diarias fallecen por la desigual distribución planetaria de ese líquido -150 litros diarios Homero Simpson versus 2 litros diarios un habitante del África subsahariana- y la fabricación y venta (¡y utilización!) de armas es su negocio más desarrollado (70,000 dólares por segundo gastados en ellas). La guerra siempre como una válvula de escape cuando el sistema se traba. ¿Dónde está el pretendido éxito?
Lo cierto es que, con una tendenciosa y perversa mirada, el capitalismo presenta el derrumbe del Muro de Berlín como el “no va más” del ideario socialista. Esa derrota de los planteos socialistas -coyuntural, táctica, pues las condiciones de explotación no terminaron ni, por tanto, las reacciones a las mismas- son presentadas como victoria inapelable. La protesta social no está muerta: está silenciada por las condiciones que ha ido tomando la sociedad global, con un grito de triunfo -luego moderado- con aquella expresión de “fin de la historia y de las ideologías”. La actual recomposición que va tomando el planeta, con nuevos polos de poder (Rusia y China, y tras ellos los BRICS) que adversan al capitalismo occidental, muestran que la historia no terminó, sigue. No sabemos bien hacia dónde, pero continúa. Lo que está claro -y la derecha lo sabe- es que el capitalismo occidental -el dominio del “hombre blanco”- está en decadencia.
Si ahora surgen estas posiciones de derecha ultra, fundamentalistas, hiper conservadoras, anti estatistas radicales, destrozando los pocos derechos que aún tienen las clases trabajadoras y los pueblos de a pie, esto debe entenderse como una vuelta de tuerca más a la explotación que trajo el neoliberalismo: “Abrir la puerta al socialismo es abrir la puerta a la muerte”, puede decir un payaso funcional al sistema como el actual mandatario argentino, Javier Milei, negando el cambio climático y la dictadura que padeció su país años atrás. Esperpento tan funcional al sistema -no olvidar sus vinculaciones con la Fundación Atlas Network, tanque de pensamiento ultraconservador ligado a la CIA y a la NED de Estados Unidos- como fue en su momento otro payasesco personaje, fiel a los capitales occidentales en su lucha contra la Unión Soviética, un cabo de ejército devenido comandante supremo del pretendido imperio teutón, basado en la desopilante idea eugenésica de superioridad étnica, Adolf Hitler. El actual pensamiento de ultraderecha que recorre buena parte del mundo es una versión corregida y aumentada del anticomunismo visceral que se fue generando con la Guerra Fría, y que luego se evidenció, con un profundo odio de clase, en las políticas neoliberales. Las actuales ultraderechas llevan ese anticomunismo al paroxismo:
“Las élites globales no se dan cuenta de lo destructivo que puede llegar a ser implementar las ideas del socialismo. No saben qué tipo de sociedad y país puede producir y que niveles de abuso puede llegar a generar”, enfatiza el judío converso Javier Milei (mientras Viktor Orbán ve en los judíos un peligro. No hay dudas que los fundamentalismos tienen mucho -demasiado- de disparatados.
“Como amantes de la libertad, todos debemos estar preocupados por la expansión del socialismo en América Latina”, concluye en el 2022 la Conferencia Política de Acción Conservadora;
[Nos oponemos] “a un marxismo cultural que está destruyendo sistemáticamente las almas de nuestros hijos”, manifestó la ultraconservadora parlamentaria británica Miriam Cates.
Cualquier propuesta con sabor a transformación, o a cuestionamiento de un orden dado (en la ética, en los valores religiosos, en las preferencias sexuales, no digamos ya en la política) es vista por estas posiciones como un demonio, la representación misma del infierno en la Tierra, con Satanás atizando las luchas tridente en mano. Por lo que se ve, la Santa Inquisición medieval no ha terminado. El capitalismo más extremista se encarga de mantenerla viva (así como ese capitalismo habla de democracia mientras mantiene colonias o invade países, y habla de libertad pero se basa en lo apuntado más arriba como manejo de las poblaciones: “estúpidos entretenimientos”.
La conciencia de clase combativa de la gran masa trabajadora de principios y hasta la mitad del siglo pasado -que dio como resultado las primeras experiencias socialistas, contra las que se promovió el nazismo-fascismo de aquellos años- ha ido desapareciendo. El sistema, que sabe muy bien lo que hace (“Nuestra ignorancia ha sido planificada por una gran sabiduría”, dijo Raúl Scalabrini Ortiz) ha ido desarmando la protesta social, la confrontación de clases, la posibilidad de organización popular tendiente al cambio revolucionario. Intenta transformar a los trabajadores en “colaboradores”. Por supuesto que no lo logra -la explotación sigue vigente, aunque se intente hacer sentir a los asalariados como parte de la “gran familia” que es la empresa con la que alegremente colaborarían-, pero todo ello, como parte de las fenomenales técnicas de manipulación y control social que el capitalismo desarrollado ha ido implementando, da como resultado una población cada vez más dócil, manipulada, sin proyecto de transformación a la vista, aceptando resignadamente la situación como inmodificable.
El desmantelamiento de los proyectos transformadores -la reversión de los socialismos reales y la represión brutal de los movimientos revolucionarios en distintas partes del mundo- ha silenciado la protesta. O más precisamente dicho: no le ha permitido materializarse, pues protesta hay. Los miles de muertos, desaparecidos, torturados y borrados del mapa que el sistema ha producido en su feroz guerra anticomunista, dejó descabezada la protesta, falta de un proyecto articulado. Si hoy no se vislumbran claros proyectos transformadores desde la izquierda no es tanto por la incapacidad y/o torpeza de la gente que se adscribe como socialista (con grandes pensadores, intelectuales, científicos, activistas, etc.) sino por la represión brutal a la que fue -y sigue siendo todavía- sometida durante años. Sin dudas que hoy continúa habiendo protestas, en un mundo que muestra cada vez más asimetrías e injusticas; la gente reacciona, protesta, se manifiesta, pero no existen los canales adecuados para transformar ese monumental malestar en un proceso de transformación. No hay proyecto revolucionario articulado ni grupo que conduzca el descontento. Pareciera que la lapidaria frase de Francis Fukuyama es profética: ¿fin de la historia y de las ideologías?
Al inicio del siglo XXI en Latinoamérica, en muy buena medida impulsados por la Revolución Bolivariana que había comenzado en Venezuela con la presencia de un carismático líder popular como Hugo Chávez, varios países transitaron procesos de “progresismo”, con propuestas de centro-izquierda moderadas. En varias naciones del subcontinente se asistió a esto tipo de proyectos: Argentina, Brasil, Ecuador, Bolivia, Paraguay, Uruguay; años más tarde México y Colombia. Sabiendo que no se estuvo nunca en ninguno de ellos ante verdaderos cambios revolucionarios, sino en mejoramientos parciales de la situación del histórico pobrerío -el gran desarrollo económico de China comprando materias primas latinoamericanas a buenos precios ayudó-, pasados algunos años no se produjeron transformaciones de raíz. De hecho, no se podía. “En mi país ya no hay lucha de clases”, pudo decir alguno de estos mandatarios. En realidad, nunca hubo planteamientos socialistas efectivos; no se pudo pasar de socialdemocracia, asfixiadas por las deudas externas y el acoso de las potencias imperiales. Evidentemente, se estuvo ahí siempre lejos de los planteos socialistas de las primeras experiencias anticapitalistas del mundo, las ya mencionadas Rusia, Vietnam, China, Cuba. Como tales, procesos tibios de capitalismo de rostro humano, no terminaron con lacras históricas como la corrupción, el clientelismo, la burocratización, el autoritarismo. Ni digamos con el machismo patriarcal y el racismo. Todo ello, lo cual se puede ver como una tibieza, o una carencia programática, más una monumental campaña de desprestigio de la derecha global, contribuyó a que en el imaginario popular se fortaleciera la imagen de socialismo como equivalente a “desastre”. “¡Miren cómo está Venezuela!”, evidenciando el empantanamiento del preconizado “socialismo del siglo XXI” -que, en realidad, nunca llegó- pasó a ser un latiguillo para condenar estos progresismos, sacándose la conclusión que “comunismo es caos, desabastecimiento y corrupción autoritaria”. En tal sentido, las izquierdas no parecen ofrecer nada bueno. De ahí la frase de Milei elegida como epígrafe, que para muchísima gente es una verdad incuestionable.
Un clima de derechización creciente que tiende a repetirse imitativamente
No puede decirse que el clima de derechización creciente que se vive en buena parte del mundo sea simplemente una “moda”. Eso sería quitarle el verdadero perfil al fenómeno que está ocurriendo, rebajándolo de categoría. Todo ese complejo proceso obedece a motivaciones mucho más profundas que a la superficialidad de una moda, la cual es siempre algo pasajero, cambiante.
De todos modos, en el ámbito social también hay tendencias que se establecen, y se asiste así a un fenómeno de mimetización colectiva. No es exactamente una moda -como en las prendas de vestir, por ejemplo, impulsada por los fabricantes de ropa, o los tatuajes, que se han transformado en una nueva mercancía para consumir (en el capitalismo absolutamente todo es mercancía para el consumo)- sino una expresión masiva de algo que se va difundiendo, que no responde a un centro de poder que lo manipula específicamente para promover su venta, sino a un “espíritu colectivo” -si se permite usar esa expresión- que se difunde, se esparce, se copia, se imita, y marca un momento civilizatorio. Sería lo que en alemán se conoce como Zeitgeist: espíritu de la época, el clima cultural que signa un momento histórico.
La década de los 70 del siglo pasado estuvo marcada por un “espíritu” contestatario, rebelde. Las protestas antisistémicas, o ante el estado de cosas dado, sin propuesta de transformación revolucionaria, pero expresión de un descontento latente, de un malestar que se expresaba de distintas formas, se expandieron en diversos ámbitos: desde las guerrillas de izquierda inspiradas en la mística guevarista hasta las guerras de liberación nacional del África, desde los movimientos hippies que llamaban al no-consumo hasta las marchas pacifistas contra la guerra de Vietnam, desde la liberación femenina y sexual hasta los movimientos sociales en ascenso, desde fuerzas de izquierda que crecían hasta estudiantados que alzaban la voz por doquier, con un Mayo Francés como fuente inspiradora, desde cuestionamientos en los más diversos ámbitos hasta un Iglesia Católica que se puso en sintonía con ese Zeitgeist promoviendo la Teología de la Liberación y su opción preferencial por los pobres. Eran épocas de movilización, de protesta, de agitación social. Eran épocas de izquierda en ascenso. Ante ello, como se dijo más arriba, el sistema reaccionó: con represión sangrienta en muchos casos, y con los planes neoliberales que fueron quebrando la protesta.
Hoy, medio siglo después, ese clima cultural generalizado se ha ido totalmente al otro extremo: la solidaridad fue reemplazada por el más acendrado individualismo, el compromiso social se tornó egocéntrico interés por el propio metro cuadrado y despreocupación por el otro, la apertura al otro y a la diferencia se hizo odio y repudio al diferente. En estos momentos ese clima general, ese Zeitgeist se expande victorioso por buena parte del planeta. Hay un fenómeno imitativo: en general -psicología de las masas- los colectivos tienden a identificarse con lo que está en el tapete, con lo que “se usa”, con lo que “se dice”, con lo que se identifica como “ganador”. El primado de lo habitual, que tiene valor de “correcto”, se impone. Asistimos así a tendencias que, pareciera, tienen vida propia. De un momento histórico de avance de la izquierda (para los 70 del siglo pasado, un cuarto de la población mundial vivía en países que, diferencias por medio, podían considera, de izquierda) se pasó ahora a un clima dominante de derecha conservadora. Lo increíble -pero que tiene causas concretas- es que la población, como dice el pensador surcoreano Byung-Chul Han, “sin amo alguno se explota a sí misma de forma voluntaria” (Han: 2014). O, como nos informa Jorge Gandarilla Salgado:
“Lo que rige actualmente a la condición del capitalismo global es un programa amplio por la pérdida de derechos, de una precarización integral de la existencia; lo que sorprende es que las capas dominantes encuentren entre los desfavorecidos o las capas medias a aliados militantes en esta cruzada, cuando engrosarán también las filas de afectados por dichos procesos.” (Gandarilla Salgado: 2024)
Sin embargo, en realidad estos personajes neofascistas (los políticos de profesión mencionados más arriba, finalmente empleados asalariados de las élites) no tienen vida propia: son la expresión política, sin máscaras, de lo que las élites piensan y proyectan como plan de dominación. En realidad, ellos son los muñecos del ventrílocuo, que pueden decir -a veces en forma histriónica- lo que los amos del mundo pergeñan. Lo que queda claro es que luego de la Guerra Fría, ganada por una de las potencias, y luego de los planes neoliberales antipopulares, la lucha de clases -o “guerra de clases”, como dijo el multimillonario estadounidense Warren Buffet- no cesó, sino que siguió profundizándose. Las actuales ultraderechas lo dejan ver. El agravante actual es que las características que fue tomando la dinámica global hizo de las migraciones del Sur hacia el Norte un tema de importancia capital. Eso alimenta un espíritu antiinmigrantes que estas propuestas conservadoras explotan al máximo.
Dado ese clima de mimetización que tenemos como especie humana, repetimos muchas veces conductas de las que ni podemos dar cuenta; de ahí que funcionan como tendencia/moda que se impone. “¿Por qué votó por Giorgia Meloni?”, preguntan a un italiano: “Porque hay que defender las tradiciones y no hacernos comunistas”, responde un ciudadano de una nación que tuvo el Partido Comunista más grande de Europa, reivindicando ahora el “Dios, patria y familia” que levanta la mandataria italiana, evocando lo dicho por el Duce Benito Mussolini casi un siglo atrás. “¿Por qué votó por Milei?”, preguntan a una joven argentina empobrecida: “Porque los políticos se roban todo, por eso nosotras estamos mal. Hay que impedir que llegue el comunismo, que es corrupto y fomenta a los vagos. ¡Mire Venezuela!”, responde sonriente, convencida que el actual presidente conducirá su país al prometido paraíso.
No está de más mencionar que el programa de gobierno del actual mandatario argentino -tal como más de algún analista ya ha pensado y viene investigando- podría ser un laboratorio de estos tanques de pensamiento ultraconservadores -estadounidenses en su gran mayoría- que están impulsando un capitalismo más explotador aún que lo que pergeñaron los planes neoliberales. Es decir: una postración total de la clase trabajadora, para alejar de una vez y para siempre la posibilidad de organización popular y la búsqueda de transformaciones revolucionarias, post capitalistas. Así como el Chile de los 70 con la criminal dictadura de Pinochet fue el laboratorio para las políticas fondomonetaristas, luego aplicadas mundialmente, así podría ser la Argentina de Milei respecto a este nuevo capitalismo ultra explotador, sin Estado y generando la más descarnada ley de la selva.
De todos modos, no puede dejarse de mencionar que las élites, en general a través de sus destacados actores histriónicos -Hitler o Mussolini en el pasado, gente como Milei en la actualidad- impulsan la guerra cultural-ideológica, y estas políticas de odio por las diferencias no dejan de serles funcionales. Azuzar fantasmas de destrucción que traen las “cosas nuevas” -el extranjero, el raro, la persona trans, el comunismo, etc.- todo ello sirve para mantener el sistema.
Crisis del sistema capitalista
El sistema capitalista global presenta enormes problemas (al menos para la gran mayoría de la humanidad, fuera del 15% de sectores medios que vive con cierta comodidad, y una minúscula porción de ricos que maneja las cosas); sin dudas para su élite dominante, funciona, y por absolutamente nada quiere cambiar esa situación. El principal problema que enfrentó el siglo pasado: “la revolución socialista”, hoy parece conjurado. Entre represiones bestiales, manejo monumental de las conciencias de la población a través de los mecanismos ideológico-culturales que embrutecen y adormecen (“estúpidos entretenimientos”), y los planes neoliberales de las últimas décadas, la protesta social pareciera ampliamente controlada. Surgen, de todos modos, continuas protestas, alzamientos, rebeliones; ¿por qué no habrían de surgir, si la naturaleza misma del capitalismo es oprimir a la clase trabajadora, explotarla, reprimirla cuando alza la voz? Sucede, sin embargo, que a través de todos estos dispositivos logró quebrar las ideas de transformación. Para muchos ideólogos de la derecha (y muchos propietarios de medios de producción fundamentalmente), esos ideales de cambio quedaron borrados, extintos. La apuesta para la izquierda actual es ver cómo eso se puede reactivar. No es fácil, pero la lucha no ha terminado.
En realidad, el sistema se siente victorioso. De todos modos, nunca deja de encontrar posibles nubarrones. Ahora, si bien no con planteos claramente socialistas, la aparición de los BRICS con las potencias china y rusa al frente, al capitalismo occidental, hasta ahora intocable, se le han prendido las alarmas. La guerra -nefasta concepción, pero que ahí está- se ve siempre como una posibilidad de mantenerse con vida. Estamos ante un mundo que está dejando de ser unipolar, con Estados Unidos manejando todo; la multipolaridad no es, necesariamente, un esquema socialista, pero abre un nuevo escenario planetario. La cuestión es ver si eso beneficiará a las grandes masas populares, hoy sojuzgadas. Lo cierto es que en Washington y en Bruselas se prendieron las luces rojas.
El sistema capitalista global viene sufriendo una crisis desde hace ya casi dos décadas, habiendo golpeado fundamentalmente en el Norte, pero también con repercusiones en los países capitalistas periféricos. La crisis financiera desatada en el 2008 aún no ha terminado, y la total reactivación económica se demora. Eso no significa que sea una crisis terminal. Para la principal economía del mundo, Estados Unidos, el negocio de la guerra constituye siempre una válvula de escape: inventar guerras en cualquier parte, lejos de su territorio obviamente, lo que le permite reconstruir los países destruidos (haciendo negocio por ello) y mover su complejo militar-industrial, ariete dinamizador de su economía doméstica, es una “solución”. La actual guerra de Ucrania -que es solo el campo de batalla de otras potencias, con el agravante que la población ucraniana es la que pone el cuerpo, hoy ya con 400,000 muertos- es un intento de no perder su sitial de dominio, apuntando en definitiva hacia el principal problema del capitalismo occidental: el avance de China socialista.
Por otro lado, el traslado de buena parte del parque industrial de las potencias occidentales y de Japón a los países pobres del Sur (aprovechando los bajos salarios de allí, las exenciones fiscales, la falta de controles ambientales y de trabajadores sindicalizados) ha ido empobreciendo a su propia población trabajadora. Para las compañías multinacionales no hay problemas, sino por el contrario: mayores ganancias. Pero para los asalariados nacionales (obreros industriales, clase media), ese traslado sí ocasiona pérdidas. Es obvio que el capitalismo está hecho a la medida de las empresas y no de los trabajadores. Como respuesta a esa crisis, el discurso político busca chivos expiatorios en los migrantes indocumentados (latinoamericanos para Estados Unidos, africanos y medio-orientales para Europa). No hay duda que no estamos frente a una crisis terminal del sistema, pero la primera economía mundial presenta severos problemas: una decena de bancos ha quebrado en los últimos cinco años, y ahora se anuncia que otros sesenta están al borde de la bancarrota. Desde hace décadas se habla de la peligrosa “burbuja” en la que vive el país, con una intrincada mezcla de factores: una moneda sin respaldo real que comienza a ser seriamente atacada por los BRICS y el proceso de desdolarización en marcha, una deuda exorbitante técnicamente impagable, la extrema volatilidad de la Bolsa de Valores, un abultado déficit en la balanza comercial con los países asiáticos. Cuanto más pasa el tiempo, más se acumulan esos problemas y más aumenta la posibilidad de una implosión, es decir, la posibilidad de que la burbuja estalle. Varios Premios Nobel de Economía han advertido ese peligro. La guerra actual de Ucrania, y la imposición a los países de la Unión Europea de no comprar más gas natural barato a Rusia, ha favorecido a la economía norteamericana. Donde ahora pesa mucho más la crisis es en Europa, a partir de esas leoninas medidas impulsadas por Washington. Como sea, la crisis campea. China sigue fortaleciéndose, y otro tanto Rusia. ¿Será una guerra nuclear la salida? No debe olvidarse que, según pudo saberse por filtraciones, en la agenda del Grupo Bilderbeg en la reunión anual del año 2022 figura como tema “la gobernabilidad global post guerra atómica”.
Ante la crisis, la respuesta visceral y emotiva que pone la causa de los males en esos “ilegales que quitan puestos de trabajo”, o en algún “malo de la película” (siempre se encuentra alguno: Putin, Xi Jinping, Kim Jong-un, el Chapo Guzmán, etc.) es una salida rápida: hay que levantar muros para frenar las migraciones, hay que seguir rearmándose para la guerra, hay que parar a los terroristas musulmanes o a los capos de la droga latinoamericanos. En algún momento podrán ser los alienígenas. De ahí a posiciones fascistas, racistas y xenofóbicas, un paso.
El paso está dado, por ello estos triunfos electorales en muchos países del Norte, con una marcada carga anti-inmigrantes, y un clima de xenofobia que se va profundizando. Incluso en Argentina, país hoy empobrecido hasta los tuétanos, cierta porción de la población la emprende contra inmigrantes que llegan al país: bolivianos y paraguayos. Desplazar el odio en algún chivo expiatorio es un frecuente mecanismo psicológico (“El infierno son los otros”, dijo Sartre). Lo que parecía increíble algunos años atrás, es ahora una cruel realidad. El neonazismo no está muerto. Evidentemente la manipulación de las masas es fácil, y hoy día las técnicas ad hoc son super eficientes. Una población desesperada y falta de proyecto político (por la ausencia de organizaciones de izquierda con verdadera fuerza, por ausencia de proyectos transformadores viables), puede caer fácilmente en la manipulación y apostar por discursos mesiánicos, profundamente conservadores. ¿Cómo explicar, si no, que en Estados Unidos, por ejemplo, se haya revertido la legalización del aborto? ¿O que un juez de la Suprema Corte haya afirmado que el país debe retornar a ser “un lugar de piedad”, es decir, una “auténtica nación cristiana”, por lo que el gobernador de Luisiana, Jeff Landry, promulgó una ley obligando a exhibir los Diez Mandamientos de la Biblia cristiana en todas las aulas de sus escuelas del estado, y que la población lo haya aceptado pasivamente?
La tendencia actual en Latinoamérica, en buena medida mediada por las iglesias evangélicas fundamentalistas de ultraderecha, es buscar respuestas efectistas, viscerales, que prometen soluciones casi fantásticas con una confusión de base que permite creer en “salidas mágicas” (la “mano dura” para terminar con la delincuencia, un discurso de ribetes moralistas que pone como chivo expiatorio a la corrupción -la corrupción es efecto y no causa-; en otros términos: una pretendida “motosierra” para cortar de raíz todos los males). Todo eso permite el triunfo de propuestas de ultraderecha, contrariamente a lo que parecería indicar la lógica: los pájaros disparándole a la escopeta. Claramente lo dice el ex vicepresidente boliviano Álvaro García Linera:
“La derecha autoritaria crece en tiempo de crisis económica y política. Si bien las derechas autoritarias tienen una larga existencia, lo cierto es que los momentos de crisis económicas y turbulencias políticas constituyen terrenos particularmente fértiles para su crecimiento y su capacidad de disputa en el terreno político, castigo o la venganza hacia quienes consideran como los responsables de este desorden, tanto económico como moral: sindicatos «ambiciosos», migrantes que «arrebatan» empleos, mujeres que «exageran» en sus derechos, indígenas «igualados», comunistas que envenenan almas, etcétera.” (García Linera: 2024).
Siguiendo a Manolo Monereo puede decirse que este auge de las posiciones reaccionarias es, en definitiva, funcional a la élite económica global, que sigue apostando por un capitalismo cada vez más rapaz, bloqueando toda posibilidad de cambio, intentando extinguir de una vez y para siempre el ideario socialista:
“Las (extremas) derechas nacionalistas son un recambio perfecto para el mundo que viene. Ellos deben asegurar que las derechas cambien y que la izquierda democrático-socialista salga de la escena. El anticomunismo sistemático como medio e instrumento para satanizar el Estado social, privatizar los servicios públicos y, sobre todo, liquidar los derechos sindicales y laborales.” (Monereo: 2024)
Auge de la robótica y exclusión de grandes masas
La automatización y robotización de la producción, a lo que debe sumarse la explosión de la inteligencia artificial en estos últimos años, va creando una situación sumamente preocupante para la gran masa trabajadora de todo el mundo. Estos procesos, que en un modelo no capitalista podrían ser fabulosos adelantos para la humanidad brindando más tiempo libre, liberando de las ataduras del trabajo, contrariamente a eso, en el modelo socioeconómico vigente se constituyen en un enorme problema. Más que liberar, esclavizan más. Toda esta creciente automatización va prescindiendo de las y los trabajadores de carne y hueso, con lo que el único beneficiado con la actual tendencia es el capital dominante.
Por supuesto que nadie “sobra”; la gente no puede “sobrar”; pero para cierta lógica economicista del capitalismo, donde lo único que cuenta es la tasa de ganancia, el lucro empresarial, lo que consideran “superpoblación” es un problema. De esa cuenta, y amparados en el más rancio supremacismo con aires malthusianos, no falta quien piensa -y expresa claramente, y de seguro trabaja para que así se cumpla- que hay “gente sobrante” (¿a la que habría que eliminar siguiendo ese razonamiento?). Por ejemplo, Larry Fink, presidente de BlackRock, uno de los fondos de inversión más grandes del mundo, dijo sin tapujos:
“Los ganadores son los países donde la población disminuye. Pensábamos que el crecimiento negativo de la población era un problema. Pero si hay xenofobia y no se deja entrar a nadie, ahí se desarrollará la robótica, la inteligencia artificial y una gran tecnología. Eso aumentará la productividad, y por tanto, el nivel de vida. Sustituir a los humanos por máquinas será más fácil en los países donde su población disminuye.” (Fink: 2023).
Algunos autores consideran que esa ilusión ideológica -“seamos pocos pero buenos, los mejores” (¿prejuicio eugenésico como el que levantaban los nazis convencidos de ser “raza superior”?)- tiende a reforzar el supremacismo. En tal sentido, la inclusión de la robótica y la inteligencia artificial contribuyen a hacer “sobrar” población. ¿Poblaciones “sobrantes” entonces? Gente que no consume productos elaborados tecnológicamente (que no contribuye al sistema entonces, porque no gasta, no mueve los inventarios) pero que “roba oxígeno y agua dulce”. ¿Hay que eliminarles según la lógica del capital? La aparición del VIH en África fue denunciada por la ecologista keniana Wangari Muta Maathai, Premio Nobel de la Paz 2001, como un arma bacteriológica desarrollada por las potencias occidentales para despoblar el continente africano -y quedarse con sus recursos naturales-. Aunque suene difícil de creer, conspiracionista incluso, los manejos que hace el gran capital para seguir manteniendo su tasa de ganancia autorizan a concebir barbaridades de ese tenor. “Después de Auschwitz, de Hiroshima, del apartheid en Sudáfrica, no tenemos ya derecho de abrigar ilusión alguna sobre la fiera que duerme en el hombre”, se lamentaba -y con razón- Álvaro Mutis.
Si fuera cierto que “hay gente de más en el mundo”, según esta darwiniana visión, el portentoso avance tecnológico actual sería, indirectamente, el causante de estas desbordantes, delirantes ideas supremacistas. En los países desarrollados del Norte, por tanto, donde la robótica va reemplazando a la gente, la llegada de más “competidores” -inmigrantes indocumentados- sería un problema que se afronta con muros impenetrables, con políticas migratorias durísimas, con desprecio por el “extraño”, dejándolos ahogar en el Mediterráneo o cazándolos en la frontera sur de Estados Unidos cual si fueran animales salvajes.
¿Qué hacer ante este avance?
Los tiempos actuales no son favorables al cambio social. Por el contrario, son épocas de conservadurismo extremo. Los ideales socialistas de solidaridad y confraternidad, de momento han sido sacados de escena. Más precisamente aún: las actuales son épocas de odio, de mucho odio contra la idea de cambio, contra cualquier cosa que se muestre como novedosa y alternativa. En vez de ir hacia el comunismo científico y una sociedad sin clases sociales, volvemos hacia las oscuridades medievales, a las hogueras de la Inquisición y hacia el esclavismo primitivo. Los látigos ahora son electrónicos, regidos por inteligencia artificial y difundidos -y aceptados alegremente- por las redes sociales.
Este discurso de la ultraderecha no tiene piedad; por el contrario, muestra abiertamente para qué está: para seguir beneficiando a una minúscula élite y evitar cualquier intento de cambio por parte de las grandes mayorías. Lo patético es que se ha metido tanto en la gente que muchas personas -sin más propiedad que su fuerza de trabajo- han sido tan hábilmente manejadas que vitorean alegres este corrimiento al neofascismo, sin saber bien qué está apoyando. Dirá Miguel Mazzeo:
“A diferencia de la lengua de la derecha tradicional, la lengua de la ultraderecha no busca construir una retórica que no se exhiba como tal. No quiere disimular nada aberrante, nada escabroso, nada absurdo. La lengua de la ultraderecha pone de manifiesto su perversa aspiración al “mal común” y a la disolución comunitaria, mientras celebra abiertamente la codicia, la injusticia y la crueldad en todas sus formas.” (Mazzeo: 2024).
Como fuerzas que buscamos la igualdad, como izquierdas, como campo popular, como seres humanos que seguimos creyendo que nadie vale más que nadie, debemos resistir este aluvión, y denunciar la infame injusticia en juego. Pero no solo resistir denunciando: debemos combatir por todos los medios esta avalancha. Hoy existe una terrible guerra ideológica en curso. Hay que darla entonces. Ese es uno de los frentes posibles. Los medios masivos de comunicación -con un mundo digital que no cesa de crecer inundando todo- contribuyen más que generosamente a esta avalancha. No hay dudas que hoy, ya entrado el siglo XXI y envueltos en un ámbito comunicacional del que no podemos prescindir (donde el internet juega un papel preponderante), el campo popular y las izquierdas tenemos mucho que trabajar allí.
Ante esta visión ultra individualista y avasalladora del otro, es necesario levantar otro ideario, otro sistema de valores que vuelva a poner en el centro de la escena el ser humano, sus glorias y sus desdichas. No hay nadie mejor que otro: todas y todos somos mortales igualmente importantes. Las estrofas de la Marcha Internacional Comunista son elocuentes al respecto: nadie vale más que nadie. Siguiendo a Jesús Javier Urueña podemos afirmar que:
“Frente a la desvalorización del humanismo y la destrucción de la Tierra, frente a la exaltación del odio y el nihilismo moral, podemos volver a la Ilustración. Podemos proponer que solamente un socialismo democrático, feminista y sinceramente ecologista es la base para espantar a los demonios del pasado.” (Jaén Urueña: 2023).
En cualquiera de sus variantes (el supuestamente democrático, o esto que vivimos ahora: neofascismos en el marco de elecciones democráticas), el sistema capitalismo sigue siendo siempre lo mismo: despiadado. Prefiere la guerra, que ve siempre como una salida para sus crisis, al compartir los beneficios del desarrollo con las mayorías. El capitalismo no ofrece soluciones a la humanidad; solo las da, a regañadientes, a un pequeño grupo acomodado, digamos 15% de la población mundial que consume sin mayores problemas -capas medias- y a un pequeñísimo grupo que constituye la élite dominante. Lo demás (el 85% restante) es sufrimiento, penas y sobrevivencia. Sin dudas hoy, con este auge de la extrema derecha supremacista, pareciera que no hay caminos para el cambio. Pero habrá que seguir buscándolos. Deberán inventarse nuevas rutas, la izquierda deberá reinventarse, porque, siguiendo a Rosa Luxemburgo:
“Friedrich Engels dijo una vez: ‘La sociedad capitalista se halla ante un dilema: avance al socialismo o regresión a la barbarie.’ … Hemos leído y citado estas palabras con ligereza, sin poder concebir su terrible significado. … Así nos encontramos hoy, tal como lo profetizó Engels hace una generación, ante la terrible opción: o triunfa el imperialismo y provoca la destrucción de toda cultura (…) o triunfa el socialismo, es decir, la lucha consciente del proletariado internacional contra el imperialismo, sus métodos, sus guerras”.
No caben dudas: “¡Socialismo o barbarie!”
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