Es necesario que más intelectuales escriban libros como el pequeño y maravilloso «Left is not woke» (La izquierda no es woke), de Susan Neiman. La prosa de Neiman es viva y refrescante. No recurre a frases complicadas ni a la voz pasiva para glosar la controversia. Adopta una postura y la mantiene. Tampoco padece el complejo de víctima a la inversa, común a tantos escritores «antiwoke». Este es un libro que se puede recomendar a amigos y familiares, incluso a aquellos que no están de acuerdo con su premisa inicial.

Para Neiman, el «wokeness» [entendido como un exceso de corrección política o activismo superficial, NdT] no es un proyecto que pueda inspirarse en la tradición política progresista. Y aunque se habló mucho de las responsabilidades políticas de la retórica woke, pocos críticos del wokeness desde la izquierda han ofrecido un argumento sostenido de lo que define a la izquierda y por qué «mantenerse despierto» [staying woke] podría ser contradictorio con ello.

El argumento de Neiman, sostenido a lo largo de cuatro grandes capítulos, es que el wokeness no sólo es ajena a los principios de la izquierda, sino que es antitética a ellos. Es un argumento que, como era de esperar, le granjeó enemigos: un crítico calificó su libro por «inducir al cringe” Pero, lejos de ello, la obra de Neiman es convincente y sensible. El wokeness, tal y como ella la define, es una ideología que reduce todos los grupos al «prisma de su marginación». Al hacerlo, realiza una afirmación implícita sobre la sociedad como un conjunto de conflictos arraigados en dinámicas de poder entre grupos rivales (negros contra blancos; cis contra trans; heterosexuales contra homosexuales; y así sucesivamente). Neiman plantea una pregunta provocadora al principio de su libro: «¿Qué creen que es más esencial: los accidentes con los que nacemos o los principios que consideramos y defendemos? Tradicionalmente, era la derecha la que se centraba en lo primero y la izquierda la que enfatizaba lo segundo».

Tribalismo, poder y perdición

El libro se divide en capítulos como «Universalismo frente a tribalismo», «Justicia frente a poder» y «Progreso frente a perdición». En cada caso, demuestra cómo la lógica de el wokeness cae en el lado derecho de la díada.

Para Neiman, ser woke es tener una visión tribal del mundo, según la cual el grupo al que se pertenece (definido por el color de la piel, el género, la nacionalidad o incluso una identificación como «progresista») es «bueno» y el grupo exterior es «malo». Esto, argumenta, se acerca a la visión del mundo del jurista alemán Carl Schmitt, que ve «la esencia de la política como una lucha permanente entre amigo y enemigo». Ese tipo de polaridad puede parecer natural en todas las formas de política democrática —después de todo, los llamamientos populistas y socialistas se basan en una narrativa que divide el mundo entre el pueblo o los trabajadores y la élite o los ricos—, pero hay algo muy diferente en la «teología política» schmittiana.

Por un lado, sucede que las ideas de Schmitt fueron una inspiración para el nazismo y el propio Schmitt nunca renunció a su apoyo al Tercer Reich. Su cosmovisión «amigo-enemigo» se construye en torno a la noción de conflictos horizontales, irresolubles, entre grupos irreconciliables (en oposición a una dialéctica trabajo-capital que podría superarse mediante la abolición del trabajo asalariado). Para él, todos los conceptos de la política son reducibles a las agrupaciones amigo-enemigo. Desde este punto de vista, es imposible apelar a algún objetivo superior o juicio moral fuera de la dinámica de estos grupos. Schmitt «rechazó el universalismo, cualquier concepción de la justicia que trascienda una noción de poder» y la noción misma de progreso. Abrazó una visión de la política en la que la colectivización de la enemistad es el objetivo. No es de extrañar que considerara superflua la deliberación democrática.

Ser woke es ser igualmente alérgico a las pretensiones de universalismo y a cualquier apelación a definiciones objetivas de bondad. De hecho, la falsedad del universalismo se revela como una estrecha perspectiva de «tipos blancos muertos». Neiman muestra lo endeble que es esta lógica. Rescata a los pensadores de la Ilustración, especialmente a Immanuel Kant, de sus posibles agresores demostrando que fue la búsqueda de una teoría sistemática de la justicia —basada en la creencia en la universal capacidad humana para la razón— lo que permitió a estos blancos muertos imaginar una sociedad más allá del oscuro y arcaico tribalismo de la Europa medieval. De estos mismos llamamientos surgieron los movimientos contra la esclavitud y a favor de la democracia. El rechazo woke de la Ilustración, por lo tanto, representa un abrazo inconsciente de una especie de lucha de poder nietzscheana. Una reafirmación de «mi tribu contra la tuya».

En relación con esto, ser woke es tener una visión nihilista de la historia. Quizás el capítulo más fuerte de Neiman, y el más ácido, es aquel en el que defiende la noción misma de progreso humano. «Progresista —escribe— sería el nombre adecuado para los que hoy se inclinan a la izquierda si no abrazaran filosofías que socavan la esperanza de progreso». En cambio, los cruzados woke de hoy presentan la historia como nada más que un desfile de horrores. Una marcha sin fin hacia Gomorra. ¿Y todo lo que crees que es bueno? Las ideas del progreso humano, de la razón y del avance científico (incluyendo a las matemáticas) serían racistas en realidad. Es una visión paranoica del mundo que hace que la gente vea incluso las cosas más inocuas como demostraciones del mal. ¿Una estrella blanca de la música country versiona una balada pop de los 90 escrita por una lesbiana negra? He aquí por qué deberías sentirte mal por ello.

Parte de este nihilismo, según Neiman, fue introducido de contrabando en la izquierda por Michel Foucault. Las obras teóricas de Foucault fueron ampliamente acogidas por quienes confundieron su estilo subversivo con una sustancia radical. Como señala Neiman: «Todo en su actuación gritaba rebeldía. Escribió libros que glorificaban a los marginados de la sociedad: el forajido, el loco».

Sin embargo, lo que le faltaba a Foucault era una base moral clara. Se oponía totalmente a los juicios normativos y, por tanto, evitaba creer que la sociedad debería ser mejor. Noam Chomsky afirmó que Foucault era la persona más amoral que había conocido. Hay aquí una lección sobre cómo la transgresión sustituye al compromiso político. Para Neiman, el genio de Foucault fue casar un estilo radical con un mensaje que «era tan reaccionario como cualquier cosa que Edmund Burke o Joseph de Maistre hubieran escrito jamás».

¿Hacia dónde o hacia dónde?

Aunque Neiman ofrece un gran argumento para rescatar la tradición progresista de las garras del estancamiento woke, no explica cómo tanta gente de izquierda llegó a caer en esta ideología. La metáfora de Georg Wilhelm Friedrich Hegel sobre el búho de Minerva volando al atardecer sugiere que la comprensión y la sabiduría sólo llegan después de que los acontecimientos se hayan desarrollado. Dada la cantidad de libros publicados en los dos últimos años que intentan dar sentido al wokeness, podríamos sentirnos tentados a pensar que el crepúsculo del woke está cerca. Y, sin embargo, la falta de una explicación de las raíces de woke —de dónde vino esta ideología, por qué se encendió, a quién sirve, y hacia dónde podría ir— sugiere que tal vez la cosa aún no alcanzó su madurez. Quizá aún no hayamos llegado al «pico woke».

Parece obvio que, al menos durante un breve periodo, el wokeness fue la reina suprema. También parece que ese periodo pasó o está pasando. La sección de opinión del New York Times del 17 de mayo de 2024 declaraba: «El wokeness está muriendo, podríamos echarla de menos». ¿Es así? ¿La echaremos de menos? Si entendemos el wokeness como una especie de manía pública que se apoderó de la opinión democrática liberal durante un tiempo, es fácil imaginar que se está aflojando. Pero esto solo empuja la pregunta a un nivel más de abstracción. Naturalmente, deberíamos preguntar, ¿por qué se apoderó tal histeria en primer lugar?

Una de las razones por las que es tan difícil entenderlo es que los defensores del wokeness casi nunca se enfrentan sustancialmente a críticos como Neiman. De hecho, muchos de los simpatizantes woke actuales niegan que el wokeness sea, o haya sido alguna vez, un conjunto identificable de ideas influyentes. El wokeness toma su autoconcepción como algo natural. Sus defensores no argumentan a favor de su posición, simplemente se burlan del resto.

Considere que, cada vez que un crítico de alguna suposición woke expone el caso de, digamos, por qué la desfinanciación o incluso la abolición de la policía es una mala idea (como hace Neiman), los antiguos defensores de dicha idea responderán con una carcajada que nunca nadie realmente se preocupó por eso, o que nunca fue realmente parte de la agenda woke, incluso si esas mismas personas estaban defendiendo explícitamente esa causa tan sólo unos meses antes. ¿Mala fe o amnesia post-histeria? Cada vez es más imposible saberlo.

Esto refuerza el argumento de Neiman sobre la peligrosa aversión de los woke a la razón y al argumento, su reflejo visceral contra la persuasión. Pero, preocupantemente, esto hace que sea difícil socavar estas ideas. Porque, si se presentan como naturales, y si mucha gente invoca argumentos woke de una forma orgánica e irreflexiva, entonces hemos abandonado el reino de la razón y hemos entrado —como diría Slavoj Žižek— en el dominio de la pura ideología.

Sin embargo, si consideramos el wokeness como un proyecto ideológico, en lugar de como un episodio pasajero de psicosis social, Karl Marx podría sernos de ayuda. Su afirmación de que «las ideas de la clase dominante son, en cada época, las ideas dominantes» puede ayudarnos a entender en qué consiste realmente este fenómeno. Las ideas dominantes, y sus propagandistas, en cada época, presentan sus nociones como parte del orden natural de las cosas, cuando en realidad esas ideas sirven a los intereses de clase de los propios propagandistas. En ese sentido, el wokeness debe cumplir una función muy útil en la sociedad capitalista contemporánea, lo que significa que será mucho más difícil de dejar atrás de lo que parece.

La historia de cómo cumple exactamente esa función aún no se ha escrito adecuadamente. Probablemente tenga algo que ver con el inmenso (e inmensamente rico) sector «sin ánimo de lucro» y con la puerta giratoria entre las grandes e influyentes fundaciones corporativas, el Partido Demócrata, los medios de comunicación y el Gobierno. Un circuito que se refuerza a sí mismo y que seguramente funciona de forma similar al complejo militar-industrial. O, como argumentó Tom Holland, puede ser una extraña mutación cristiana para una élite cada vez más descreída que necesita desesperadamente una forma de saciar un impulso religioso por medio de sus compromisos retóricos para empoderar a los desvalidos. Aun así, el hecho de que la afinidad entre wokeness y capitalismo haya sido más a menudo señalada por la derecha política debería ser motivo de vergüenza para la izquierda.

¿Puede empeorar?

Quizá la parte más poderosa del libro de Neiman sea también la más preocupante. Neiman demuestra brillantemente la afinidad entre el wokeness y el pensamiento de Schmitt, Friedrich Nietzsche y Foucault. Estos son los pensadores que nos ofrecen una visión real de la cosmovisión profundamente cínica del wokeness. Y muestra cómo estos teóricos —directores de la «sinfonía de la sospecha que forma la música de fondo de la cultura occidental contemporánea»— carecen de cualquier argumento coherente sobre cómo debería organizarse la sociedad. Aunque son críticos dotados de la hipocresía liberal y la modernidad, su incapacidad para ofrecer una alternativa convincente, o incluso una orientación, los marca como despreciativos de cualquier búsqueda del bien común. Si Foucault, Nietzsche y Schmitt son realmente la inspiración no tan secreta de los creadores de opinión e ideólogos de nuestra era, estamos en problemas.

Tan malo como es el wokeness, lo que viene podría ser siempre peor. Si lo foucaultiano-schmittiano causó estragos en la izquierda, es probable que este «virus mental» cause aún más problemas si sus principios resultaran ampliamente adoptados por la derecha. Consideremos que el principal impulso del wokeness era una especie de piedad reflexiva por las víctimas. A menudo, esta compasión estaba fuera de lugar, y las víctimas económicas reales (como los hombres blancos pobres) eran los chivos expiatorios de los privilegiados activistas adinerados.

Sin embargo, la mentalidad «victimológica» puede ir en ambos sentidos. Si los woke insistieron en que características como el color de la piel de una persona o su género, o cualquier otra cosa, los marca como fundamentalmente diferentes de una manera metafísica grandiosa e hicieron de ese punto el centro de sus apelaciones políticas, entonces ¿qué pasaría si la derecha asumiera la acusación simplemente invirtiendo la polaridad amigo-enemigo? Dirán a los hombres jóvenes que su soledad no es una consecuencia de la «masculinidad tóxica» sino el resultado de las reivindicaciones de igualdad de las mujeres. Y a los blancos pobres, a la deriva y frustrados, les dirán que no necesitan «abolir la “blancura”» sino abrazarla. Y ya vemos que esto está empezando a suceder con una inversión de la victoria de la izquierda en la era de los derechos civiles.

Lo que es común en estos llamamientos es que ni la orden de destruir la propia blancura o masculinidad, ni la orden de abrazar esas características, apela a ningún bien común de orden superior. El juego es horizontal. El cambio woke ya estableció que la democracia, la igualdad y el progreso son sólo conceptos utilizados para enmascarar el poder. Ya prescindieron de la persuasión en favor de mandatos hiperbólicos. La derecha podría muy bien hacer lo mismo.

Debería preocuparnos el hecho de que los woke hayan allanado el camino a una derecha dura en más de un sentido. No sólo ha ofrecido a los derechistas una retórica woke particularmente extravagante, sino que su rechazo burlón de la persuasión democrática paciente les ofrece un libro de jugadas sobre cómo combatir políticamente en una era de nihilismo ideológico.

Puede que aún nos aguarde un invierno de tribalismo aún más frío.