Por: Jaime Ortega
Lenin es un referente fundamental y siempre vigente para la revolución latinoamericana. Pero no porque América Latina sea parecida a la Rusia de inicios de siglo o porque el pensamiento leninista sea infalible, sino debido a que su trayectoria nos muestra la potencia de pensar la política sin las garantías de la filosofía de la historia.
La figura de Lenin emerge, un siglo después de su muerte, como parte del reservorio de la acumulación teórica en el seno del marxismo. Atajar su importancia precisa de realizar lo que Bosteels denominó como un ejercicio de «contra-memoria», que permita distinguir el radical y productivo planteamiento del revolucionario ruso y la versión osificada y cristalizada en aparatos de poder asociada al «leninismo». Esta vertiente nació como una poderosa y férrea construcción ideológica en el seno de los debates sobre la sucesión del poder en el naciente Estado soviético. La configuración del «leninismo» como un dispositivo de sometimiento ideológico cruzó por igual las obras de León Trotsky, Nicolás Bujarin, Gyorgy Zinoviev y, por supuesto de quien pasaría como el gran artífice de su codificación: José Stalin.
El «leninismo» se convirtió en una fuente de legitimidad en la búsqueda por el poder: a pesar de sus notables discordancias, estas figuras asumieron que Lenin era el máximo exponente del «marxismo de nuestra época». El «leninismo» —a diferencia de la obra teórico-práctica de Lenin— edificó un conjunto de nociones cuya perseverancia ha limitado la capacidad de acción. Por ejemplo, que El capital de Marx expresaba la comprensión del capitalismo de la libre concurrencia, en tanto que la fase contemporánea sería la del «imperialismo», condenando al primero a ser un retrato de la época victoriana.
En sentido opuesto, en América Latina se desataron apropiaciones y usos de Lenin muy diversos a partir de la revolución cubana. Prueba de lo que Louis Althusser denominó como una incorregible imaginación, a partir de diversas estrategias se le dio seguimiento a la semilla plantada por el líder ruso. Así, el nacionalismo popular a partir de personajes tan diversos y muchas veces encontrados como lo fueron el peruano Haya de la Torre, el boliviano Fausto Reinaga, el mexicano Lázaro Cárdenas, el colombiano José Consuegra o el venezolano Rómulo Betancourt, dialogaron con algún rasgo específico del planteamiento de Lenin.
El despliegue de los conceptos asociados al antimperialismo y a la noción de autodeterminación fue particularmente importante en esta recuperación. Para buena parte de los líderes sociales de la región, Lenin, antes que un comunista o un marxista, era un gran político que condujo a un pueblo ubicado en la «periferia» a confrontarse con sus expoliadores; era también un instructor y pedagogo de las mayorías, un férreo y disciplinad organizador y, sobre todo, el adalid de la lucha contra el imperialismo y la civilización del despojo. Los segmentos más izquierdizantes del nacionalismo revolucionario evidencian este contacto permanente con Lenin.
En el campo marxista la cuestión se fue aplazando; la pesada loza de la figura heredada por Stalin y la nada despreciable —en términos tanto simbólicos como materiales— victoria soviética sobre el fascismo parecían haber alejado a Lenin de la primera línea durante las décadas de 1940 y 1950. Sin embargo, Lenin fue recuperado como un potente motivo de renovación teórica, esta vez para los latinoamericanos que adoptaban el socialismo como eje central de su acción. Cuando, en 1959, Fidel Castro y los guerrilleros cubanos iniciaron un nuevo ciclo de la revolución latinoamericana, el francés Régis Debray calificó a la experiencia caribeña como de un «leninismo impaciente». Después de la revolución cubana surgieron los esfuerzos de aventurar a un Lenin que permitiera trazar líneas de demarcación en el espacio teórico y político, más adecuadas para la coyuntura que se abría.
De la mano de autores como el filósofo venezolano J. R Núñez Tenorio en su Lenin y la revolución, el venezolano-alemán Heinz Rudolf Sontag en su Marx y Lenin acerca de la sociología de la revolución, del uruguayo Rodney Arismendi en su Lenin y la revolución en América Latina, nos acercamos a un instrumental teórico que buscaba captar las categorías más adecuadas para analizar la coyuntura y las relaciones de fuerza. Este esfuerzo tuvo un momento significativo en la obra de Carlos Cerda, que en El leninismo y la victoria popular analizó el triunfo de Salvador Allende desde las categorías entregadas por el dirigente revolucionario. Lenin fungió como un revulsivo frente a la esclerosis de quienes pensaban el marxismo como una filosofía de la historia, mostrando que a este le importó más —y ese fue su aporte— las dinámicas cambiantes de la coyuntura.
En otro registro, el economista mexicano Alonso Aguilar en su Teoría leninista del imperialismo y el venezolano Vladimir Acosta en su La teoría del desarrollo del capitalismo en Lenin revitalizaron el análisis económico. El primero aun bajo la lógica de la teoría del capital monopolista de Estado y el segundo sobre la base de los esquemas de reproducción de capital. Todos ellos, además, acompañados de sugerentes lecturas realizadas en Cuba llevadas adelante por Carlos Rafael Rodríguez, Roberto Fernández Retamar, Thalía Fung y el equipo de Pensamiento crítico, destacando Fernando Martínez Heredia y el entonces escritor revolucionario Jesús Díaz.
El Lenin que fue leído en La Habana mantuvo su filo antimperialista pero también anticolonial, mostrando que de la obra de José Martí a la del pensador ruso había un hilo de conexión. Este ciclo de la década de 1970 cerró con Adolfo Sánchez Vázquez cuando lo incluyó en su obra más importante como un «teórico de la praxis», apuntalando los principales entramados problemáticos.
La década de 1980 ve un decrecimiento del interés de su obra y esto se puede asociar, en cierto sentido, a la separación que hicieron gran parte de los lectores de Antonio Gramsci, en la que el italiano era más que un momento de corrección o redireccionamiento: era un teórico que sustituía a Lenin. Más allá de eso, algunas producciones significativas se dieron de la mano de Tomas Maulian en Chile, que en plena dictadura produjo Cuestiones de teoría política marxista: una crítica de Lenin, opúsculo en que se atrevió a preguntar sobre el sentido de la lectura Lenin. En tanto que Marta Harnecker, en diálogo con las guerrillas centroamericanas, produjo Lenin y la revolución social en América Latina, obra que volvió a insistir sobre las categorías fundamentales para la estrategia política y el análisis de la coyuntura. El ciclo se cerró con el texto clandestino, poco conocido y en urgencia de ser reeditado Condiciones de la revolución socialista en Bolivia: (a propósito obreros, Aymaras y Lenin) firmado por Qnanchiri, es decir, Alvaro Garcia Linera.
Lenin fue parte de los sectores más avanzados de los Partidos Comunistas, fue apropiado por la izquierda heterodoxa, por personalidades que dialogaban con el cristianismo de izquierda o que sostenían la apertura con el mundo indígena. A pesar de sus múltiples divergencias, todas coincidían en que Lenin era el revulsivo que posibilitaba al marxismo latinoamericano poder enfrentar las novedosas condiciones de una coyuntura revolucionaria. En mayor o menor medida, en todos estos textos Lenin no es ya un cúmulo de citas convertidas en manuales, sino un ejemplo de cómo pensar ante situaciones concretas, con fuerzas sociales específicas y con posibilidades de intervenir en la coyuntura. En todos se respiraba el aire de la relación entre totalidad y política, en todos aparecía la relación de fuerzas/debilidades como eje de la construcción política; en todos, finalmente, se hacia hincapié en la renuncia a las certezas, los apriorismos o la confianza en las «necesidades» de la historia.
De manera instintiva, como respuesta a una necesidad apremiante, la de la nueva coyuntura de la revolución latinoamericana, se abría la urgencia de fortalecer el cerebro de la pasión: una teoría política que pudiera servir como instrumento y brújula para las y los revolucionarios de la región. Las lecciones que Lenin aportaba servían, no porque América Latina fuera parecida a la Rusia de inicios de siglo, no porque Lenin fuese infalible, sino porque a lo largo de sus intervenciones mostraba la potencia de pensar la política sin las garantías de la filosofía de la historia.
Si no existía garantía, ni última instancia ni providencialismo, era necesario tomarse enserio a Lenin en su emplazamiento metodológico: «análisis concreto de la situación concreta». ¿Cómo podemos evaluar hoy, tan lejos de aquellos intentos, los aportes que Lenin brindó al marxismo latinoamericano? Parecerían ser dos los más importantes. El primero, que la política es ante todo una cuestión de temporalidad y que la táctica y los métodos de lucha se encuentran subordinados a esa temporalidad de la política. Antes que principios abstractos, el «análisis concreto» demanda evaluar el tiempo de la política, sus ritmos, sus pausas, sus momentos de aceleración.
El segundo es que esas temporalidades demandaban que la política se pensara como una aritmética de fuerzas y debilidades y que en ella los números no siempre contaban igual. Es decir, que no se trataba de acumulación numérica sin más. La pura aglomeración de adhesiones, sin dirección ni organización, era inútil. La acumulación sin un momento para la intervención era un desperdicio.
Lenin brindó elementos sustanciales para abandonar el providencialismo de la secta de iluminados, la filosofía de la historia que versaba sobre necesidades, la idea de clases con misiones colocadas por los teóricos. Su teoría política era, por principio, de mayorías participantes y, por tanto, sumaba al caudal que fortalecía la relación entre democracia y socialismo. El Lenin leído en América Latina durante la segunda mitad del siglo XX respondió a las necesidades de un tiempo del que aún podemos aprender algunas cuestiones.
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