Por: Francisco Louça
La relación entre liberalismo y democracia. De vuelta al debate sobre la “traición de los liberales”.
El debate sobre “La traición de los liberales” (Expresso, 23 de julio) se benefició en el calor del verano de una luminosa contribución de Maria de Fátima Bonifácio (MFB, “Nascer do Sol”, 15 de agosto), quien, para discutir las pruebas de que yo había señalado sobre el apoyo a las dictaduras por los más grandes heraldos liberales del siglo XX, presenta una tesis lapidaria: siempre ha sido así, el liberalismo es de naturaleza antidemocrática. Para demostrarlo, además del despliegue de su suprema erudición (me acusa de “no citar a ningún maître à pensar [decimonónico] de esta corriente política”, que, très chic, transcribe al francés, aunque traduce los demás del inglés), procede en tres pasos, todos ejemplarmente aclaratorios.
El primero es mostrar que el disgusto del liberalismo por la democracia siempre ha sido una evidencia común desde que se definieron las tres grandes corrientes de nuestro tiempo, el conservadurismo, el liberalismo y el “democratismo” (o “radicalismo”). Los demócratas bien lo decian (“João Chagas, para cortar las discusiones, lo pone todo negro sobre blanco: Precisamente porque soy demócrata no soy liberal’”) y, además, “para poner todo negro sobre blanco”, los liberales lo repitieron con la misma belicosidad. Citando a Herculano, autoridad en la materia, MFB explica que la democracia es inviable dado que está preñada de esas “mayorías ignorantes” que desdeñan los diseños superiores que solo la élite ve. Así, aclara, “desde una perspectiva liberal, la anunciada igualdad política no era más que una mistificación destinada a halagar al pueblo, encubriendo el hecho de que sólo podría existir ‘cuando haya igualdad de fuerzas, de acción social’ [Herculano de nuevo]”. Por tanto, concluye triunfalmente, “el liberalismo, en sus orígenes y en su desarrollo en el siglo XIX, nunca fue democrático”. Los demócratas, los igualitarios, eran la turba revolucionaria y los conspiradores sin pedigrí, mientras que los liberales “afirmaban (afirman) la primacía del individuo y el carácter trascendente del ser humano en relación a la sociedad”, cuyos humores colectivos despreciaban.
El segundo paso es explicar el carácter insuperable de este abismo entre el lunar humano y la flor fina. Esta distancia debe ser preservada por la devoción y la obediencia: “El liberalismo no apoyaba la hipótesis de una sociedad basada en fundamentos puramente seculares, en la que veía barreras demasiado frágiles para evitar que la libertad degenerara en libertinaje”, y, por tanto, el liberalismo quería preservar a Dios y al rey, las autoridades celestiales que imponen el orden, prohibiendo “la libertad para degenerar en libertinaje”, el peor de los temores. Así, “para los liberales, las sociedades eran organismos complejos que podían y debían evolucionar con orden y tranquilidad, sin choques ni violencias”, sentencia MFB.
Finalmente, en el tercer paso de su demostración del carácter antidemocrático del liberalismo, MFB desprecia a los liberales de los siglos XVIII o XIX a los que me referí, como Adam Smith y Léon Walras, y, donde me concentré en los fundadores de la teoría económica, ella evoca a filósofos y gobernantes. Es un planteamiento interesante, sobre todo porque confirma su tesis, que repite la mía, lo que observo con agrado: cuando llegaron al poder, los liberales demostraron cuánto aborrecían la democracia. Su elección de François Guizot como modelo de político liberal es previsora. Guizot, primer ministro del rey Luis Felipe, defendió sin concesiones el régimen basado en el voto censitario, gracias al cual solo el 0,6% de la población podía acceder a las urnas (si quieres votar, hazte rico, dijo), y, cuando lo consideró oportuno, prohibió las reuniones políticas de sus oponentes. Al frente de un gobierno basado en la corrupción (Víctor Hugo lo comparó con una señora en un burdel, en el sentido de que “el señor Guizot es personalmente incorruptible y gobierna con la corrupción”), el desastre político liderado por Guizot desencadenó la revolución de 1848 y la destitución del rey. Si este es el ejemplo del éxito de un maestro liberal, no es necesario agregar nada más.
MFB, a diferencia de otros liberales más tímidos de nuestro tiempo, no tiene reparos en reclamar esta virtud antidemocrática. Recientemente otra personalidad de la misma creencia quiso explicarme que el apoyo a Pinochet de los premios Nobel Hayek, Friedman y Buchanan, sus héroes, era simplemente una forma de aplicar brutalmente el programa liberal, porque de esta manera abrieron subrepticiamente la puerta de la democracia sobre las tumbas de los chilenos. MFB es más afirmativa: el liberalismo rechaza la democracia y con orgullo, ya que es un peligro, dado que los pueblos son “cada vez más difíciles de contentar” y, por tanto, “las democracias, y Portugal en particular, se enfrentan hoy a problemas que […] parecen insolubles” (11 de febrero, “Público”). Aquí está, la “mayoría ignorante”, clamando insidiosamente por la igualdad y perturbando la “evolución con orden y tranquilidad” de los “organismos complejos” que solo las mentes nobles pueden descifrar. Me imagino que es por eso, con mucho pesar, pero no menos determinación, que MFB, abanderada de este liberalismo antidemocrático, concluye que Portugal necesita “una sacudida de arriba abajo”, una energía que solo intuye en Chega . No podría haber un folleto liberal más esclarecedor que este texto de MFB, que agradezco con una devota reverencia.
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