El artículo que sigue es una traducción original de «Introduzione», por Palmiro Togliatti, en Karl Marx y Friedrich Engels, Manifesto del Partito Comunista (Roma: Editori Riuniti, 1980), pp. 7-29[1].

Si es verdad que los libros tienen su propio destino, ninguno obtuvo destino más singular que este folleto de ni siquiera cincuenta páginas, escrito hace cien años con la intención de poner orden en las ideas y en la actividad política de algunas docenas o centenas de demócratas avanzados y de militantes obreros, y convirtiéndose en el punto de partida de la más profunda revolución de pensamiento y del más grande movimiento social que la historia jamás haya conocido.

Cuando Antonio Labriola escribió sobre ello, en forma conmemorativa en 1895, ya era clara en él la conciencia de ese destino, que se refleja de la primera a la última palabra de su famoso escrito. Sin embargo, ello se manifiesta todavía allí en su mayoría, como osada y nueva experiencia intelectual y previsión de futuros desarrollos históricos, mientras que las metas a alcanzar son ciertas, pero lejanas. La celebración casi cincuentenaria de Labriola cierra con el cuadro de un mundo que pone en marcha su transformación revolucionaria, aunque este cuadro es todavía cualitativamente el mismo que Marx y Engels habían diseñado describiendo el advenimiento al poder de la clase burguesa y la función que ella cumple como fuerza motriz del progreso social:

Cuando el Manifiesto, hace ya cincuenta años, elevaba a los proletarios de miserables compadecidos a predestinados sepultureros de la burguesía, a la imaginación de los escritores de la misma, que disfrazaban mal el idealismo de su pasión intelectual en la seriedad de su estilo, bastante angosto debía aparecer el perímetro del cementerio de presagios. El probable perímetro, por la figura de la imaginación, no abrazaba entonces sino Francia e Inglaterra, y apenas habría acariciado los extremos límites de otros países, como por ejemplo, Alemania. Ahora este perímetro nos aparece inmenso, por la rápida y colosal extensión de la forma de producción burguesa, que alarga, generaliza y multiplica, por rebote, el movimiento del proletariado y hace vastísima la escena sobre la cual se extiende la expectativa del comunismo. El cementerio se engrandece hasta donde la mirada pueda ver. Más fuerzas de producción el mago va evocando y más fuerzas de rebelión contra sí mismo suscita y prepara[2].

Y algunas líneas después, indicando en Japón el último ejemplo concreto de la veracidad de la nueva doctrina histórica, concluye: «La adquisición de la Tierra al comunismo no es cosa del mañana»[3].

No queremos indagar ahora cuán evidente, en el pasaje citado, es aquel particular modo de entender el marxismo que fue propio de Labriola, en el cual la clara visión del proceder dialéctico de la historia no era siempre integrada por la visión igualmente completa de la realidad y de la necesidad del movimiento consciente de los trabajadores y, por tanto, toda la nueva concepción del mundo era velada por una sombra de fatalismo objetivo. Hoy, transcurridos otros cincuenta años desde la época de Labriola, es la realidad misma de la vida de los pueblos y de las clases, que se ha desarrollado en el curso de un siglo, la que otorga a nuestra celebración de este documento, diferente tono y contenido.

Si en 1848 el socialismo de la utopía pasó a la ciencia, en 1917 la previsión científica y la meta lejana de la conquista del poder por parte de la clase trabajadora se torna realidad concreta, y la construcción y la afirmación del nuevo poder obrero, y las transformaciones económicas iniciadas por ella y victoriosamente conducidas a término, y esta misma, finalmente, del Estado socialista a una gran y victoriosa potencia mundial, han disipado, incluso, el último residuo del pretendido mesianismo inconcluso, han sustituido a la confianza por la certeza, a la espera por la constatación; de cara a las miradas de todos y no solo de expertos e iniciados, han integrado la dialéctica del pensamiento en una mucho más convincente y completa de la realidad histórica de nuestros tiempos.

¿Es quizá por esto que cuando se habla hoy del Manifiesto, las máscaras de tanta objetividad se caen, mediante las cuales en el pasado, inclusive, un no socialista podía hablar de este libreto como obra clásica que debería haberse leído en las escuelas? Hoy el jesuita y el liberal están de acuerdo en hablar de un «documento desgastado y mohoso», falto de «originalidad» y que tampoco en su época ejerció eficacia alguna y si acaso tuvo un resultado, éste fue funesto; y a los dos hace eco, no muy lejano, el pedante y tránsfuga socialdemócrata, para el cual ninguna de las tesis marxistas de 1848 es más válida hoy y todo debe ser «revisado».

El más benévolo de los críticos hablará de mito político y social, contrastante con el realismo de la investigación histórica-científica[4]. ¿Pero por qué no osan considerar, todos estos señores, la realidad objetiva de un siglo de desarrollo del movimiento que en el Manifiesto tiene su nota de nacimiento y a él retorna continuamente para encontrar la confirmación de las afirmaciones y previsiones ideales, la constatación de los hechos, así como se desarrollaron hasta ahora y como sobre nuestros ojos maduran en el mundo entero?

La insuperable grandeza del Manifiesto está en la inseparable unidad de los hechos y del pensamiento, lo que resulta de ello y que un siglo de historia paso a paso ha confirmado. Por lo anterior, es realmente el primer documento de ese pensar que no solo entiende el mundo, sino lo transforma. Trazando por primera vez las leyes fundamentales del desarrollo de la sociedad humana, renueva la ciencia de esta sociedad. Indicando científicamente la función histórica del proletariado como fuerza llamada por el curso mismo de las cosas a renovar el mundo, abre un nuevo periodo en el desarrollo de la conciencia de clase del proletariado y de este modo templa el arma destinada a forjar la nueva historia de la humanidad. Mientras anuncia el ingreso a escena de una fuerza nueva, cuya lucha por la liberación de sí misma resuelve las contradicciones del mundo capitalista burgués, otorga a esta fuerza la conciencia de sí que le es necesaria para organizarse y triunfar.

Circula hoy en nuestro país una particular crítica del marxismo que consiste en encontrar o construir una contradicción interna entre la realidad objetiva de los análisis históricos de la sociedad y de sus leyes de desarrollo, y la aspiración de advenimiento de una sociedad nueva, ideal, perfecta. Se produciría aquí una híbrida contaminación de elementos contrastantes: de un lado, la rigurosa afirmación de un proceso dialéctico, objetivo, de otro lado, la aspiración utópica a la actuación consecuente de principios humanitarios deducidos no según la dialéctica de las cosas, sino como el razonar abstracto dieciochesco de las escuelas del derecho natural.

La más extraña de las posiciones es esa en que vienen a encontrarse aquellos que después de haber, siguiendo esta crítica, acusado a Karl Marx de haber construido sus doctrinas económicas con un «intento moralista», cambian de bando y se alinean con los jesuitas, haciéndolo culpable de haber dado prueba de «ceguera por los valores ideales», de haber rebajado y negado sustancialmente «todos los valores mentales, morales y estéticos»[5]. Esto prueba, una vez más, a cuán bizarras contradicciones puede poner a la cabeza una crítica que no brota de la búsqueda objetiva de la verdad, sino de la práctica necesaria de defender una posición política de clase. Será mejor quemarlos, como hicieron Hitler y Mussolini con los documentos de nuestra doctrina, en vez de considerar refutarlos con argumentos de esa naturaleza.

El utopismo social de fines del siglo XVIII e inicios del siglo XIX es el punto más alto donde podría arribar el pensamiento racionalista con el cual la burguesía se había esforzado de dar a su revolución el respiro y el impulso grandioso de una lucha librada en nombre de las «verdades eternas», no reveladas por Dios esta ocasión, sino deducidas según las leyes de la naturaleza y de la razón. No cabe duda que la burguesía, en la lucha contra la nobleza feudal, tenía un «cierto derecho» (Engels) de considerarse representante de todas las clases oprimidas de la sociedad. En esta lucha, sin embargo, la burguesía no podía liberar y no liberaba más que a sí misma, puesto que construía un orden social en el cual no desaparecía la diferencia de las clases y continuaba, de otras maneras, la explotación de la mayoría de los hombres por parte de una minoría.

La burguesía, no obstante los innegables progresos hechos de aquellos pensadores que ya habían llegado a reconocer el peso de los «intereses» como resorte del progreso humano y de la historia, no podía justificar su revolución históricamente. Tenía que detenerse en la justificación racionalista, y es ésta la que los utopistas llevaron a las consecuencias extremas, batiendo por lo demás un camino que había sido abierto por el jacobinismo idealmente más consecuente.

Las primeras tentativas revolucionarias de núcleos proletarios formados en la masa pequeñoburguesa y plebeya que habían apoyado la dictadura jacobina surgen de la insatisfacción por la falta de realizaciones sociales de esta dictadura y tienden, sin modificar la inspiración ideal, a continuar el movimiento revolucionario llevándolo hasta al extremo, hasta dar la felicidad a todo el pueblo y no solo al pequeño grupo de los nuevos privilegiados. Babeuf no hace más que sacar «las últimas conclusiones, en nombre de la igualdad, de las ideas democráticas del ‘93» (Engels). Ellos no cruzan, por tanto, las fronteras de una concepción racionalista; y aunque entre los utopistas sociales que cronológicamente los suceden, por cuanto es siempre en ellos más clara la noción de un desarrollo histórico de la sociedad y del contraste de las clases, ninguno logra superar estas fronteras.

Por una vía o por la otra, en mayor o menor medida, todos regresan a las «verdades eternas», al derecho natural, a la necesidad de eliminar las contradicciones de clase que laceran la sociedad haciendo apelo a la razón humana, incluso si fuera aquella de los más conservadores y reaccionarios entre los gobernados y los gobernantes de la burguesía, para poner fin a un orden «no racional». «Estaban limitados a apelar a la razón para establecer los rasgos básicos de su nueva construcción, porque no podían aún apelar a la historia contemporánea»[6] (Engels).

La nueva concepción del mundo y de la historia comienza precisamente con la superación definitiva del racionalismo y del derecho natural. La convulsión social a la cual tiende la clase obrera no está justificada ya con la necesidad de implementar los principios de la razón, sino con la necesidad del proceso objetivo de la historia. Cierto, no podían arribar a esto ni la vieja ciencia ni la vieja filosofía, aunque entre los más avanzados historiadores de principios del siglo XIX preludiaran en sus obras esta nueva conquista del pensamiento humano. Era necesaria una doctrina que, liquidado el contenido metafísico del racionalismo dieciochesco, superase al mismo tiempo la nueva metafísica del idealismo, instaurando una concepción del mundo rigurosamente realista (materialista) e historicista (dialéctica). Tal es la concepción que guía el análisis histórico del Manifiesto y de ella brotan directamente las tareas concretas revolucionarias del proletariado.

La producción económica y  la estructura social que se deriva necesariamente de ella en cada época de la historia constituyen el fundamento de la historia política e intelectual de esa época; que, en consecuencia (desde la disolución de la antiquísima propiedad común de la tierra), la historia entera ha sido una historia de luchas de clases, de luchas entre clases explotadoras y explotadas, dominadoras y dominadas, en diversos niveles del desarrollo social; pero que esta lucha ha alcanzado ahora una etapa en la cual la clase explotada y oprimida (el proletariado) ya no puede liberarse de la clase que la explota y oprime (la burguesía) sin liberar al mismo tiempo y para siempre a la sociedad entera de la explotación, la opresión y las luchas de clases[7].

¿Qué hay aquí que se asemeje al ideal abstracto de los racionalistas y de los utopistas sociales? El «ideal», si así se quiere decir, que tiende a la lucha de clases del proletariado es el fin mismo de la lucha de clases; mas es un «ideal» que surge necesariamente del curso objetivo de la historia. El Manifiesto otorga a la clase obrera, por primera vez, la conciencia de esta necesidad, la hace clase «en sí y para sí», le abre un camino que ella debe recorrer adecuando poco a poco los propios objetivos concretos y la propia acción, a la situación que está frente a ella, y de la que su lucha misma se vuelve el elemento principal. Esto une, de hecho, por vez primera, clase obrera y socialismo, destruyendo para siempre la posibilidad misma de un utopismo racionalista o del derecho natural, sustituyendo a la proclamación de los principios abstractos de la verdad, de la justicia y del bien, la búsqueda concreta y construcción de la vía por la que la revolución se desarrolla y celebra su triunfo.

La comparación entre la obra maestra de Marx y Engels y los documentos contemporáneos o sucesivos, consagrados por los seguidores de otras doctrinas sobre cuestiones sociales, es decisiva.

En este año, una vez más, se ha desempolvado regularmente el Manifiesto de la democracia de Victor Considerant, del cual los fundadores del socialismo científico tomarían prestada su doctrina. Es un texto que nadie en décadas y décadas leyó, que pocos años después de la publicación ya era ignorado por todos; pero que salió tan rápidamente de la historia precisamente por el banal y abstracto humanismo que lo inspira, por la concepción profundamente errada de la estructura social del capitalismo que es su fundamento. «¿Quién es V. Considerant? ¿Quién es Karl Marx? Considerant», escribía Stalin en 1906-1907, «discípulo del utopista Fourier (…) siguió siendo un utopista incorregible, que veía la “salvación de Francia” en la conciliación de las clases. Karl Marx, (…) materialista, enemigo de los utopistas, (…) veía la garantía de la emancipación de la humanidad en el desarrollo de las fuerzas productivas y en la lucha de clases. ¿Qué puede haber de común entre ellos?»[8].

¿Y qué decir de las Encíclicas sociales, que buscan contraponer al Manifiesto, como si éstas contuvieran una doctrina superior y hubieran ejercido más profundamente su eficacia en los últimos decenios de la historia contemporánea? Adolecen, antes que todo, de cualquier fuerza demostrativa, tanto por la ausencia de una visión exacta de los problemas y contrastes del mundo moderno, que no son ni aquellos del mundo hebreo ni del Cristianismo primitivo ni del Medioevo, ni, por decirlo en breve, de la caridad en general, tanto por la desmesurada forma jesuita de torcer y falsificar el pensamiento ajeno por facilitar la polémica.

De las dos partes en las que están construidas todas, la segunda, que reclama con gran cautela providencias a favor de los trabajadores en nombre de los principios de la moral católica, mal sirve a ocultar el mezquino contenido de clase de la primera, donde las opiniones más rencorosas sobre el movimiento ascendente de las organizaciones obreras y del socialismo, mal se esconden bajo un manto de catedrática altanería. La Rerum novarum llega, con gran esfuerzo, a acortar las distancias de triste memoria; juzga a la huelga una «grave indecencia», y detrás de las grandiosas organizaciones de los trabajadores de ese momento ve a los «líderes ocultos», que las rigen con criterios contrarios al bienestar público[9].

En general, se trata de documentos en los cuales, con bastante evidencia, la jerarquía dirigente de la Iglesia católica intenta la última defensa del orden económico, político y social al que está hoy vinculada. Lo revela el momento mismo en que salen a la luz, no cuando el capitalismo por abrirse camino y conquistar el mundo acumula miseria, infamias, estragos en adultos y menores de edad, sino cuando los proletarios, desadormecidos y organizados, se han convertido, por el orden burgués, en una amenaza inmanente.

Es claro, en cambio, por qué el Manifiesto aparece precisamente durante la gran crisis europea de 1848. Europa era entonces, en esencia, todo el mundo civil, y la Revolución de 1848, destruyendo aquel residuo teocrático y feudal que era la Santa Alianza, la marca definitiva para el éxito de los órdenes burgueses capitalistas en los centros decisivos de la vida económica y política europea. El capitalismo domina, después de 1848, a Europa; no obstante, porque llegó a este grado de su desarrollo, su antagonista, el proletariado, se afirma como fuerza autónoma.

El Manifiesto es su primer grito de batalla lanzado con plena conciencia de sí y seguridad sobre el porvenir. No por nada, es con la espléndida descripción del miedo universal al comunismo con que se abren las inmortales páginas. No por nada, en ese momento, este temor es el elemento determinante de la política de la clase burguesa incluso en aquellos países, como Italia, donde del seno de la pequeña burguesía y de los pueblos rurales y citadinos, un propio y verdadero proletariado no había emergido todavía.

Del enfoque radicalmente nuevo dado a la cuestión de la revolución social y del nuevo método seguido en la determinación de las funciones de la clase obrera, deriva el contenido mismo del gran documento. La polémica con las otras corrientes del pensamiento social de la época está reducida a las últimas diez páginas, y su excepcional vigor no desciende tanto de un detallado examen de las doctrinas criticadas cuanto del hecho de que cada una de ellas viene reconducida, en su conjunto, a una posición de clase determinada y a sus cruces de los motivos ideológicos con ella.

Aquellos que todavía repiten que la concepción marxista del mundo y de la historia excluye la comprensión de los movimientos del pensamiento, releyendo estas páginas, que para la comprensión, la calificación y el análisis agudo de las doctrinas sociales que en el siglo pasado y todavía en el actual se disputan el campo, son más valiosas que enteros tratados de nueva «sociología» o de doctrina política tradicional. Los actores de la moderna lucha social aquí son despojados de cada variada apariencia y mostrados en su verdadera personalidad: los aristócratas que ondean a modo de bandera la alforja de mendigos del proletariado; el cura que con su «socialismo cristiano» bendice el despecho de los aristócratas; el pequeño burgués que quiere por la fuerza aprisionar los modernos medios de producción en el marco de las viejas relaciones de propiedad; los predicadores de fantásticos planes sociales, hostiles, no obstante, a cada movimiento político de los obreros; los burgueses filantrópicos «en el interés de la clase obrera» y para conservar la sociedad capitalista; los «verdaderos socialistas» que nutren a la pequeña burguesía de frases rimbombantes. En este contexto la crítica sale del movimiento mismo de las cosas; el triunfo del socialismo científico brota de un contraste de fuerzas reales, que determina el derrumbe de las viejas ideologías.

El programa propiamente dicho se reduce a diez puntos, sin embargo, válidos en su conjunto para un periodo histórico íntegro, tanto que estos todavía se pueden reconducir, para juzgar su extensión y eficacia económica y social, a cada movimiento revolucionario de nuestros tiempos.

Mas por encima de la parte crítica y de los diez puntos programáticos, está la doctrina fundamental del Manifiesto, que es aquella de la lucha de clases, de su configuración en el periodo del capitalismo, de su inevitable desarrollo objetivo hasta la conquista del poder por parte del proletariado y en la instauración de la dictadura proletaria como instrumento para gobernar y transformar la sociedad sobre el interés de la gran mayoría de los hombres, a saber, como verdadera democracia, que suprime cada diferencia de clases y cada forma de explotación de los hombres. «Lo nuevo que aporté fue demostrar: 1) que la existencia de las clases está vinculada únicamente a fases particulares, históricas, del desarrollo de la producción; 2) que la lucha de clases conduce necesariamente a la dictadura del proletariado; 3) que esta misma dictadura solo constituye la transición de la abolición de todas las clases y a una sociedad sin clases»[10].

Con la conquista de estos principios decisivos, el movimiento obrero sale de la infancia del apoyo puro y simple a los movimientos progresivos de la burguesía, rompe los angostos límites del corporativismo sindical, adquiere una conciencia precisa de sus objetivos, se vuelve movimiento político revolucionario.

Coronando el edificio están las primeras indicaciones de estrategia y táctica del partido del proletariado. Están condesadas en pocas proposiciones y estrictamente relacionadas con la situación de los países europeos en particular, de Francia a Alemania, de Suiza a Polonia; mas como un hilo conductor mantienen conjuntamente algunos principios esenciales, que al igual que un faro iluminarán el camino de todo el movimiento futuro: «[los comunistas] luchan por alcanzar los fines e intereses presentes inmediatos de la clase obrera, pero en el movimiento actual representan asimismo el futuro del movimiento»; «los comunistas apoyan por doquier todo movimiento revolucionario contra el estado social y político de cosas existente»; «los comunistas trabajan (…) en todas partes a favor de la vinculación y del entendimiento de los partidos democráticos de todos los países»[11].

La prueba concreta más convincente de la grandeza del Manifiesto, de la indiscutible veracidad de la nueva doctrina que proclama, está en la historia misma de los cien años que han transcurrido de 1848 al día de hoy. ¿Cuál es la doctrina política y social que, formulada al mismo tiempo, o precedentemente, o en la época sucesiva, había resistido a la prueba de los hechos? ¿Y cuál es la crítica apuntada contra la doctrina de Marx y Engels que de la prueba misma de los hechos no haya sido arrollada? ¿Quién se atrevería afirmar que la historia de todo el siglo XIX y de esta parte del siglo XX que hasta hoy transcurre ha sido otra cosa que una sucesión, expansión e imbricación de luchas de clases en diversos grados y momentos de su desarrollo?

Solo la doctrina marxista permite comprender la lógica interna de estos cien años de historia y tener una visión coherente: del triunfo del régimen capitalista sobre el feudal a la extensión del dominio por parte de la burguesía sobre el mundo entero; de la formación de los mercados nacionales a la de un mercado mundial; de la formación del proletariado a través del desarrollo de la producción burguesa hasta la maduración de la conciencia política de esta nueva clase en todos los países y el crecimiento de su organización; de las primeras tentativas desafortunadas de revuelta proletaria a los grandes movimientos revolucionarios de masas y a la conquista del poder; de la creación de los Estados nacionales como forma de gobierno de la burguesía, hasta la lucha de las distintas burguesías nacionales, impulsadas por las leyes mismas de la producción capitalista, por la expansión económica y por un predominio europeo y mundial; de las guerras nacionales de la primera mitad del siglo XIX a las guerras coloniales que prevalecieron en la segunda mitad y, por último, a los sucesivos y terribles dos conflictos mundiales; de la nueva evolución febril a saltos de las economías capitalistas en el periodo imperialista, evolución a pasos agigantados que no está determinada por otra cosa que por la ley objetiva de la formación de la ganancia, hasta el rompimiento de la cadena imperialista en uno y varios puntos y en el inicio, así, de un nuevo periodo de la historia de la humanidad.

En la visión y descripción de los historiadores y pensadores que critican y rechazan la concepción marxista, esta secuencia de hechos asume el aspecto de una desordenada y caótica mezcolanza, la contemplación de la cual inspira las modernísimas corrientes del irracionalismo, la negación de cada eficacia de nuestra razón y de nuestras acciones, la desesperación de quien ha perdido todo sentido de la coherencia de la realidad y de las acciones humanas. El oscurantismo clerical, naturalmente, es aquel que extrae ganancia de esta catastrófica liquidación de los heroicos y orgullosos arrebatos del racionalismo dieciochesco. De entre los más astutos pensadores de la burguesía decadente, intentan escapar a la catástrofe recortando en la historia de un siglo de luchas políticas y sociales, aquel retazo específicamente elegido para demostrar el triunfo de la “libertad” abstracta, allí donde, en cambio, se trata de agria contienda para bloquear el paso a la concreta libertad de una clase que lucha por ese dominio político que le permita dar a todas las libertades humanas un contenido concreto. En sus esquemas ideológicos, la realidad, tal como es, no logra encajar.

Ni siquiera el Manifiesto podía prever todo eso que habría de seguir a la llegada del capitalismo como fuerza hegemónica mundial y a la propagación y realce progresivo de la lucha de clases del proletariado. Ahora es un juego mal utilizado, de esos que en vano buscan falsificar y cubrir de descrédito nuestra doctrina, intentando reducirla a la ingenua profecía de la agitación inminente y del inmediato advenimiento del régimen ideal de la justicia y de la libertad. Nadie fue y nadie es más prudente que los marxistas al trazar previsiones del porvenir, y esto precisamente porque los marxistas, a diferencia de los ideólogos y profetas de poca monta, tienen una concepción dialéctica de la realidad, lo que significa que antes de todo, se esfuerzan por comprender la realidad en toda su extensión y en todos sus diversos aspectos, saben cómo actúan y reaccionan sus diferentes elementos uno sobre otro y, sobre todo, saben indagar a fondo el proceso objetivo de las cosas, de las cuales solo el materialismo dialéctico inaugura su comprensión.

Es cierto que podría haber en Marx y Engels, a finales de 1848 y en 1849, la espera de que una inmediata crisis económica reabriese a corto plazo una crisis revolucionaria; pero pocos meses después, guiados por su espíritu científico y por el conocimiento exacto de los hechos, dejaban a los facilones aquella apresurada previsión. En el Manifiesto mismo, y particularmente en los sucesivos trabajos históricos de Marx y Engels, en su profuso epistolario, en los documentos políticos escritos por ellos, lo que sobresale no es la simplificación excesiva, sino la búsqueda continua y el conocimiento de los múltiples cruces de las vías del desarrollo del capitalismo y de la lucha de clases, de los Estados capitalistas y del contraste entre ellos.

Cuando el Manifiesto fue escrito y lanzado al mundo, el capitalismo no había, sin embargo, alcanzado todavía la culminación de su desarrollo. Ello hace mucho más valiosa la conclusión general a la que llega, cuando fija como objetivo de la lucha proletaria «la elevación del proletariado a clase dominante, la conquista de la democracia», la conquista, o sea, de aquella supremacía política de que el proletariado se servirá «para ir arrancando gradualmente a la burguesía todo el capital, para centralizar todos los instrumentos de producción en manos del Estado, es decir, del proletariado organizado como clase dominante, y para incrementar con la mayor rapidez posible la masa de las fuerzas productivas»[12]. Bellísimas son las otras indicaciones aquí y allá contenidas en las obras de los Maestros, sobre los problemas que serían puestos al proletariado hecho clase dominante y la manera como serían resueltos, como la previsión de Engels, por ejemplo, acerca de las «privaciones» del periodo de transición del capitalismo al socialismo y su valor moral[13].

No obstante, al desarrollarse el régimen capitalista era necesario que a este desarrollo se adecuaran nuestra doctrina, la conciencia de clase del proletariado y su acción política. Podemos decir hoy con seguridad que las tres cosas han sucedido, mediante dificultades y contrastes, de luchas ideales y prácticas de importancia decisiva, pero en modo tal que han proporcionado, una vez más, la prueba de que la doctrina marxista, cual fue anunciada en 1848, es la única que puede dar al pensamiento y a la acción de los hombres, la posibilidad de comprender y de transformar el mundo moderno.

Con la masacre de junio de 1848 y con el epílogo reaccionario de todas las transformaciones de esa década, la burguesía creía haber liquidado sobre el Continente al movimiento político de los obreros. Pocos años después, al demostrar cómo la vitalidad de este movimiento se desprende del robustecimiento mismo del capitalismo, surge la Asociación Internacional de los Trabajadores, dentro de la cual la nueva doctrina marxista supera los residuos de las viejas predicaciones sociales no marxistas. «Toda doctrina de un socialismo que no sea de clase y de una política que no sea de clase se acredita como un vano absurdo» (Lenin)[14].

En 1871, habiendo el bonapartismo conducido a uno de los países dirigentes del capitalismo europeo a la catástrofe, el proletariado, colocado frente al problema del poder, lo resuelve siguiendo la vía indicada por el Manifiesto. La Comuna es la clase obrera que por vez primera se torna clase dominante, es el modelo de la democracia proletaria, es la dictadura del proletariado que actúa en el primer experimento de gobierno de la nueva clase. «Cualesquiera sean los resultados inmediatos, se ha conquistado un nuevo punto de partida de importancia histórica universal» (Marx)[15]. Una nueva onda de pánico blanco invade a la burguesía europea; París sufre un nuevo baño de sangre. Desaparece la Asociación Internacional de los Trabajadores, pero el marxismo vence definitivamente: los grandes partidos obreros de masas que se formaron en los siguientes veinte años, se ubican todos sobre el terreno indicado por el Manifiesto y se inicia la lucha política y el trabajo de organización para mantener en las fuerzas organizadas del proletariado la conciencia de sus tareas revolucionarias y rechazar las influencias de las clases adversarias que, sobre todo en los países donde el capitalismo atraviesa un periodo de prosperidad, germinaban al interior de las organizaciones de los trabajadores.

Por más de veinte años, primero Marx y Engels —después solo Engels— dirigieron esta lucha y este trabajo, en uno de los periodos de su existencia que figura entre los menos estudiados, pero en el cual están contenidos, desarrollados o en gestación, todos los momentos principales de la lucha teórica y política que harán grandes Lenin, Stalin, el partido de los bolcheviques rusos, la Tercera Internacional. Cierto, no gustan de recordar este periodo los desertores y los traidores de la clase obrera que, después de haber hecho frente al Manifiesto una reverencia retórica, rechazan todo su contenido con el pretexto de que una nueva realidad histórica exigiría la «revisión».

El documento de 1848 hay que completarlo desarrollándolo, no hay que «revisarlo». Después de la experiencia de los años 1850 a 1870, sus autores, especificando frente al avance de los obreros la resistencia campesina, habían definido mejor el método de alianza de las masas campesinas contra el gran capital. La experiencia de la Comuna había exigido una mayor elaboración de la doctrina de la naturaleza del Estado de la burguesía y de la tarea que tiene el proletariado de destruirlo para construir su propio Estado plenamente democrático. La experiencia de la actividad legal, parlamentaria y sindical, de la socialdemocracia alemana, de los laboristas ingleses y de los socialistas franceses, había impuesto, después del definitivo rompimiento con el anarquismo pequeño-burgués bakunista, abrir fuego contra el oportunismo, su principal peligro para el movimiento socialista en el periodo en que maduraron las condiciones objetivas y subjetivas de la revolución. Los primeros documentos de esta lucha en las nuevas condiciones de los últimos decenios del siglo XIX, se deben a las mismas mentes que concibieron y escribieron el Manifiesto. Los traidores socialdemócratas fueron forzados, para justificar sus pretensiones revisionistas, a falsificar el famoso prefacio[16] de Engels de 1895 a las Luchas de clases en Francia; a robarle al público las vigorosas protestas de los dos viejos Maestros contra «los trabajos de remiendo de la sociedad capitalista» a los que ya se dedicaban los futuros social-traidores alemanes. La denuncia de la socialdemocracia como partido de la burguesía al interior de la clase obrera y principal soporte del capitalismo, hecha por Lenin a los bolcheviques, se encuentra ya en preparación en estas posiciones.

El decisivo e indispensable paso hacia adelante del pensamiento marxista para adecuarse enteramente a la realidad del capitalismo en su desarrollo, fue dado por Lenin al formular la doctrina del imperialismo como fase superior del capitalismo. Una vez más, el marxismo comprende y explica como necesidad objetiva de una evolución económica no dependiente de la voluntad de los individuos, lo que para todos los demás se mantiene como una aberración poco comprensible. Y, nuevamente, el marxismo unifica en su conjunto el pensamiento, la directiva de la acción y la actividad concreta.

A la doctrina del imperialismo está ligada inseparablemente aquella de la revolución proletaria en el periodo imperialista, y de la función dirigente del partido de la clase obrera en esta revolución. En la doctrina leninista del imperialismo existe el mismo elemento de previsión general que había en el Manifiesto, y las dos previsiones se realizan a plenitud, cuando la clase obrera, aprovechando la profundísima crisis del mundo burgués y del contraste mismo que divide el uno al otro en dos campos guerreros, rompe la cadena del dominio mundial de la burguesía e inicia la nueva era del final de este dominio y de la construcción de una sociedad socialista.

Así como se enriqueció de la doctrina del imperialismo, el arsenal del marxismo también lo ha hecho de muchas otras armas. Lenin y Stalin, a la cabeza del partido de los bolcheviques, mediante tres revoluciones y la grandiosa obra de la edificación socialista, desarrollaron toda nuestra doctrina en todos los campos. De la misma manera como se configuraron las relaciones entre los Estados imperialistas, requirió precisar la posibilidad de construcción del socialismo en un solo país. Las relaciones entre el proletariado y el campesinado antes y después de la revolución; las vías a seguir para dirigir la construcción socialista y preparar la transición al comunismo; el carácter del nuevo Estado socialista y las condiciones de su extinción: estos y otros problemas de capital importancia fueron afrontados, resueltos. La imagen misma de las fuerzas motrices de la revolución mundial fue ampliada, estando incluidos en ello, como aliados indispensables, los pueblos coloniales en rebelión contra su opresión y explotación.

Cada una de estas nuevas conquistas, sin embargo, no contradice al Manifiesto ni lo repasa, pero figuran de tal manera que en el documento se encuentra su génesis. La revisión comienza cuando, en vez de seguir el desarrollo de la lucha de clases en las nuevas condiciones del mundo, se renuncia a la lucha de clases para inaugurar una política de capitulación frente a la clase adversaria, con la cual se colabora para permitirle tener de pie al régimen capitalista y repeler la marcha hacia adelante del proletariado.

La Primera Guerra Mundial había proporcionado ya una gran enseñanza. La socialdemocracia oportunista había incumplido completamente su tarea; se había alineado con los partidos burgueses belicistas; había servido a la causa del imperialismo. Tras las dos guerras, el abismo entre los traidores y las fuerzas que permanecieron fieles a la enseñanza marxista se había hecho cada vez más profundo, cayendo los partidos de la Socialdemocracia Internacional más y más bajo, hasta hacerse cómplices de todo tipo de regímenes reaccionarios e incluso del fascismo.

La Segunda Guerra Mundial vio en la cadena del imperialismo sufrir nuevas fracturas y las fuerzas del proletariado, después de haber sabido reconocer y cumplir con la tarea, en primera fila, de tomar partido en la lucha para destruir los aspectos más reaccionarios del régimen burgués imperialista, tuvieron que moverse contra los viejos enemigos en nuevas condiciones. Quien ha sabido guiar, dentro de estas nuevas condiciones, a la clase obrera y a todos los trabajadores de vanguardia, han sido los partidos que permanecen fieles a las enseñanzas de Marx y Engels en el modo más escrupuloso, ha sido el País de la dictadura proletaria. Después de la Segunda Guerra Mundial, se abrieron a las clases obreras de algunos países, por la ayuda dada del País del socialismo triunfante, nuevas vías de acceso al poder, mas no se ha contradicho la enseñanza política fundamental del marxismo, según la cual, la conquista de la democracia por todos los trabajadores y el pasaje del capitalismo al socialismo, exige que la clase obrera se convierta en la clase dominante y como tal ejerza el poder.

Se ha ampliado, organizado mejor, el frente de las fuerzas aliadas en la lucha por el progreso social, pero esta verdad histórica y política no ha sido refutada. Una y mil veces más sólida, no obstante, se ha vuelto la confianza de los proletarios y de los pueblos oprimidos del mundo entero, en aquella convulsión liberadora radical que el Manifiesto anunció.

El imperialismo perdió parte de su fuerza y gran parte de su prestigio. Sus esfuerzos por recomponer a un sistema de su dominio mundial han sido vanos hasta ahora y así seguirán siendo. La historia marcha inexorablemente sobre la vía trazada hace cien años por el pensamiento titánico de Karl Marx y Friedrich Engels. Nuestra conciencia y nuestra acción de vanguardia de la nueva clase dirigente van de la mano con ella. La incomprensión, el odio, la rabia a veces desenfrenada de los adversarios y de los enemigos, no pueden prevalecer. Cien años de pensamiento, de acción, de sacrificios, de luchas y de victorias son muestra suficiente de un triunfo inevitable.

 

Notas

[1] Nota del traductor: la primera versión del trabajo, redactada en 1948, se publicó en Rinascita. Rassegna di Politica e di Cultura Italiana, no. 1, pp. 7-14, revista cuyo director era Palmiro Togliatti. Este facsímil se ha revisado también para la presente traducción. Todas las referencias disponibles en español han sido utilizadas en el presente trabajo. Las notas al pie pertenecen a Palmiro Togliatti, salvo que se indique lo contrario. Agradezco la colaboración de Erica Mendoza.

[2] Antonio Labriola, “In memoria del Manifesto dei Comunisti” [En memoria del Manifiesto de los Comunistas], en Saggi sul materialismo storico [Ensayos sobre el materialismo histórico] (Roma: Editori Riuniti, 1968), p. 62.

[3] Ibíd. p. 63

[4] Véase: Quaderni della “Critica” [Cuadernos de la “Crítica”], La civilità cattolica [La civilización católica], La critica sociale e Belfagor [La crítica social y Belfagor].

[5] Cfr. Quaderni della “Critica” [Cuadernos de la “Crítica”], no. 8, pp. 6 y 7, y no. 9, p. 16.

[6] Friedrich Engels, Anti-Düring (Ciudad de México: Grijalbo, 1968, tr. Manuel Sacristán), p. 262.

[7] Friedrich Engels, “Prólogo a la edición alemana de 1883” del Manifiesto del Partido Comunista, en Marx. Antología de textos de economía y filosofía (Madrid: Gredos, 2012, tr. Jacobo Muñoz), p. 631.

[8] Iosif Stalin (José Stalin), “¿Anarquismo o socialismo?”, en Obras. Tomo I (Moscú: Ediciones en Lenguas Extranjeras, 1953), s. p.

[9] Igino Giordani, Le encicliche sociali dei papi [Las encíclicas sociales de los papas] (Roma: Studium, 1944), p. 132 y ss.

[10] “Carta de Marx a Weydemeyer”, 5 de marzo de 1852, en Correspondencia (Buenos Aires: Editorial Cartago, 1973), p. 55. Cfr. Karl Marx y Friedrich Engels, Obras escogidas. Tomo I (Moscú: Editorial Progreso, 1980), p. 542.

[11] Karl Marx y Friedrich Engels, “Manifiesto del Partido Comunista”, en Marx. Antología de textos de economía y filosofía (Madrid: Gredos, 2012, tr. Jacobo Muñoz), pp. 619-620.

[12] Karl Marx y Friedrich Engels, “Manifiesto del Partido Comunista”, en Marx. Antología de textos de economía y filosofía (Madrid: Gredos, 2012, tr. Jacobo Muñoz), p. 602.

[13] Friedrich Engels, “Introducción a la edición de 1891” de Trabajo asalariado y capital, en Obras escogidas. Tomo I (Moscú: Editorial Progreso, 1980), p. 151.

[14] Vladimir Ilich Lenin, “Vicisitudes históricas de la doctrina de Karl Marx”, en Obras completas. Tomo 23 (Moscú: Editorial Progreso, 1984, ed. Ángel Pozo Sandoval) p. 2.

[15] “Carta de Marx a Kugelmann”, 17 de abril de 1871, en Correspondencia (Buenos Aires: Editorial Cartago, 1973), p. 257. Cfr. Karl Marx y Friedrich Engels, Obras escogidas. Tomo II (Moscú: Editorial Progreso, 1981), p. 445.

[16] Friedrich Engels, “Introducción de F. Engels a la edición de 1895”, en Karl Marx, Las luchas de clases en Francia (Moscú: Editorial Progreso, 1979), pp. 5-27. [N. T].