Por: Por Atilio A. Boron
La derecha nunca fue democrática, no lo es hoy y jamás lo será.
Pese a que el veredicto de la historia es irrefutable el saber convencional de las ciencias sociales y la opinión establecida difunden sin cesar la errada concepción de que la derecha latinoamericana se ha reconciliado con la democracia; que ya cortó amarras con su génesis oligárquica, racista, patriarcal y colonial; que puso fin a su historia como conspicua instigadora y frecuente ejecutora directa de innumerables golpes de Estado, atentados, sabotajes, masacres y toda clase de violaciones a los derechos humanos y las libertades políticas. Pese a ese origen perverso ahora, dicen algunos académicos y “opinólogos” despistados (o que juegan para la derecha), ésta se ha “aggiornado” y acepta a las reglas del juego democrático.
Trágico error, confirmado, como decíamos al principio, por la vida práctica: la derecha nunca fue democrática, no lo es hoy y jamás lo será en el futuro. Por su raigambre e intereses de clase está llamada a defender con uñas y dientes el orden social del capitalismo dependiente del cual es su exclusiva beneficiaria. Por eso apela a todos los inmensos recursos de que dispone (dinero, huelga de inversiones, fuga de capitales, evasión y elusión tributarias, ataques especulativos contra la moneda local, despidos de personal, cierre de establecimientos, terrorismo mediático, invocación al intervencionismo militar, el favor de jueces y fiscales, protección de “la embajada”, etcétera) ante cualquier amenaza, por moderada que sea.
En mi “Siete tesis sobre reformismo, revolución y contrarrevolución en América Latina” (incluido en el libro de descarga gratuita que compilara CLACSO bajo el título Atilio Boron. Bitácora de un Navegante ) aporto algunos antecedentes decisivos sobre el tema. Por eso sugiero a las personas interesadas en el tema que lean dicho artículo para acceder a una elaboración más completa sobre este argumento.
De momento, me conformo con este breve recordatorio sobre la conducta de la derecha latinoamericana para que los lectores extraigan sus propias conclusiones.
En la Argentina, en el año 2015, aquélla representada por Mauricio Macri triunfó en la segunda vuelta de la elección presidencial sobre Daniel Scioli. La diferencia fue de un 3 por ciento, y la coalición perdedora admitió la derrota esa misma noche. En 2017 el narcopolítico Juan O. Hernández se impuso en la elección presidencial hondureña gracias a un escandaloso fraude que fue tan descarado que postergó por varias semanas el reconocimiento de Washington, del cual aquél era su alfil. Pese a las protestas de la oposición ésta no tuvo más remedio que admitir su “derrota.” En las presidenciales brasileñas del 2018 triunfó Jair Bolsonaro, vocero de los golpistas que desalojaron, lawfare mediante, a Dilma Rousseff de la presidencia. Pese a las groseras y múltiples violaciones de la legislación electoral (entre las cuales la no comparecencia de Bolsonaro el debate presidencial); al siniestro papel jugado por el poder judicial -que ilegalmente impidió que Lula fuese candidato- y los medios de comunicación, férreamente controlados por la derecha, la derrotada alianza opositora respetó el veredicto de las urnas. Los políticos brasileños en el Congreso, la “justicia” de ese país y los grandes medios de comunicación de masas, a cuál más corrupto, están haciendo pagar un precio inmenso al pueblo de ese país por haber instalado en el Palacio del Planalto a un sociópata como Bolsonaro, que con su negacionismo de la pandemia envió a más de medio millón de sus compatriotas a la muerte.
En Uruguay, en 2019, el candidato de la derecha Luis Lacalle Pou derrotó a Daniel Martínez, del Frente Amplio por un 1.5 por ciento de los votos válidos, y el perdedor admitió su derrota sin chistar. A poco de asumir la presidencia Lacalle Pou hizo gala de un suicida negacionismo, proclamando con una actitud chauvinista que al Uruguay no le ocurriría lo mismo que a sus vecinos argentinos y brasileños. Tuvo que tragarse sus palabras y hoy Uruguay está pagando un precio muy elevado por la soberbia de su presidente.
En México, el candidato izquierdista Cuauhtémoc Cárdenas iba ganando la elección presidencial de 1988 hasta que una sospechosa “caída del sistema” de la Comisión Federal Electoral obró el milagro: al reiniciarse computadoras el candidato de Washington, Carlos Salinas de Gortari, aparecía disfrutando de una amplia ventaja sobre su oponente y fue proclamado ganador. De nada valieron las protestas populares ante un fraude tan descarado como ese. La derecha quería ganar “a como diera lugar” y, con el visto bueno de Washington y la OEA lo hizo.
También en México, en el 2016, la derecha produjo otro atraco electoral. Varios días después de finalizado el reñido comicio el Instituto Federal Electoral emitió un comunicado anunciando el fin del conteo de los votos y que el candidato conservador Felipe Calderón se imponía por una diferencia del 0,62 por ciento de los sufragios sobre Andrés M. López Obrador. Pese al generalizado repudio ante tan descarada estafa electoral –por ejemplo, en numerosas mesas de votación sufragó mucha más gente de la que estaba registrada- Calderón fue proclamado ganador de la contienda electoral.
En la elección presidencial de Nicaragua (25 febrero de 1990) triunfó la candidata de la Unión Nacional Opositora, Violeta Barrios de Chamorro. Obtuvo el 55 por ciento de los votos, doblegando a Daniel Ortega, a la sazón presidente de Nicaragua y candidato del Sandinismo, que fue apoyado por el 41por ciento del electorado. Dos días después de finalizado el comicio Ortega reconoció públicamente su derrota y felicitó a la candidata triunfante. Ortega recién volvería a ser electo como presidente en el año 2007.
En la Argentina de la década de los años treinta el fraude de la derecha adquirió un status cuasi institucional, bajo el nombre de “fraude patriótico”. El propósito: impedir a cualquier costo que la “chusma radical” y los socialistas y comunistas accedieran a cualquier cargo de elección popular. El fraude era exaltado como un servicio que una virtuosa oligarquía, con sus partidos, jueces y diarios rendían a la patria. Hasta el día de hoy persisten en esa actitud de pretender burlar la voluntad popular, claro que apelando a las nuevas tecnologías del neuromarketing político para manipular, mediante el odio y el temor, las actitudes y las conductas de las masas. La derecha no sólo apeló al fraude; además proscribió durante dieciocho años al peronismo, la principal fuerza política del país. Y cuando ni el uno ni el otro eran suficientes, la “carta militar” siempre estaba a mano: una interminable sucesión de “planteos militares” carcomían a los débiles e ilegítimos -a causa de la proscripción del peronismo- gobiernos civiles surgidos después del derrocamiento del peronismo en 1955. Dos brutales dictaduras jalonaron este proceso de descomposición política: primero, la encabezada por Juan C. Onganía en 1966 y, diez años después, la apoteosis del crimen y el genocidio con la dictadura cívico-militar instaurada con el golpe militar del 24 de marzo de 1976 que sumiría al país en un inolvidable e imperdonable baño de sangre. En ambos casos, la colaboración de la derecha argentina fue esencial proveyendo ideas, proyectos, funcionarios, diplomáticos y poniendo su aparato mediático al servicio de los dictadores.
Por contraposición, el 20 de octubre del 2019 Evo Morales ganó las elecciones presidenciales de Bolivia al obtener el 47.08 por ciento de los sufragios contra el 36.51 del candidato de la oposición Carlos Mesa. La legislación electoral de ese país establece que si ningún candidato alcanza el 50 por ciento de los votos válidos debería llamarse a una segunda vuelta electoral, salvo cuando se superase el 40 por ciento y hubiese una diferencia de diez por ciento o más en relación al segundo, cosa que efectivamente se verificó por aproximadamente el 0.60 por ciento del caudal electoral. No obstante ello, sendos informes de la OEA, uno anterior y otro posterior a la votación, señalando supuestas irregularidades en el recuento de los votos instalaron un clima de fraude y sospecha que potenció hasta el infinito las denuncias de una derecha que ya antes del comicio había afirmado que no reconocería otra victoria que no fuera la del candidato de la oposición. Luego de una serie de violentas manifestaciones y ante la incomprensible indefensión oficial, los altos mandos del Ejército y la Policía apoyaron las denuncias de la derecha racista y exigieron la dimisión del presidente Morales. Pocas semanas más tarde diversos informes de organismos académicos estadounidenses, especializados en la temática electoral, confirmaban la transparencia y honestidad de las elecciones bolivianas, pero ya era tarde y Bolivia se desangraba ante la violencia del nuevo régimen. Un año después, el MAS boliviano recuperaba la presidencia aplastando electoralmente a la derecha golpista.
El más reciente capítulo de esta fraudulenta saga de la derecha latinoamericana se está escenificando en estos días, en junio del 2021, en el Perú, donde el candidato presidencial de la izquierda, Pedro Castillo, se impone ante la corrupta representante de los poderes fácticos en ese país, Keiko Fujimori. Pese a los virulentos reclamos de la oposición el conteo definitivo le otorga una ventaja clara, aunque pequeña, al candidato de Perú Libre. Complejos procedimientos de chequeo de actas con irregularidades realizadas por organizaciones especializadas concluyen que en ningún caso éstas alteran el resultado electoral. Pese a ello la coalición derechista ha apelado a toda clase de recursos, incluyendo el subrepticio llamado a un golpe militar hecho por Mario Vargas Llosa para impedir que Perú “caiga en las garras del totalitarismo chavista.” Hubo inclusive un pronunciamiento de militares retirados en ese sentido, enérgicamente repudiado por el presidente Francisco Sagasti. De todos modos no se descarta que pueda producirse un golpe parlamentario encaminado a anular las elecciones o a descalificar a su ganador, Pedro Castillo.
Desgraciadamente, el Congreso de la República del Perú, compuesto por 130 miembros, cuenta con atribuciones para destituir al presidente por múltiples causas, entre ellas la muy enigmática “incapacidad moral”. La presidenta de esa institución, Mirtha Vásquez -frenteamplista de extensa experiencia en defensa de los derechos humanos en su país- ha llamado a la reflexión a sus colegas para evitar convertirse en cómplices de la maniobra destituyente o golpista de la derecha. Para que tal cosa suceda ésta debe controlar los dos tercios de los votos en el Congreso, o sea 87 congresistas. Que por ahora no tiene pero, como se rumorea en Lima, “no los tiene pero los puede alquilar.” El éxito o no de esta maniobra dependerá, como siempre, de la capacidad de movilización y organización de las fuerzas de izquierda que se opongan a la misma. El desenlace de esta elección lo conoceremos en los próximos días.
Conclusión de este breve repaso: cuando gana la derecha, la izquierda admite el veredicto adverso de las urnas; cuando gana la izquierda, la derecha apela al chantaje, al fraude o al golpe militar o institucional, ratificando por enésima vez que la derecha no es ni será democrática. No olvidemos esta lección. A la derecha no se le puede confiar ni un tantito así, ¡nada!, como decía el Che Guevara en relación al imperialismo. Y la misma actitud conviene seguir con los hijos putativos del imperio, esparcidos por toda América Latina y el Caribe.
Atilio Jesus Alberto Borón (Buenos Aires, 1 de julio de 1943) es un sociólogo, politólogo, catedrático y escritor argentino. Doctorado en Ciencia Política por la Universidad de Harvard (Cambridge, Massachusetts).
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