Por: Owen Jones
No hay nada de radical en no pronunciarse contra un demagogo racista de extrema derecha que se acerca al poder en el país más poderoso del mundo.
“Juntos hemos empezado una revolución política”, proclamó un triunfante Bernie Sanders en la Convención Nacional Demócrata. Tiene motivos para mostrarse victorioso. Según los criterios tradicionales para medir el éxito político, Sanders es un fracaso: perdió su batalla para convertirse en el candidato presidencial demócrata. Sin embargo, el excandidato –y, lo que es más importante, el movimiento que hay detrás de él– representa un triunfo político extraordinario.
Se esperaba que este septuagenario relativamente desconocido y que se define como socialista atrajera un apoyo irrisorio, pero acabó acercándose incómodamente al liderazgo de la maquinaria política más formidable de Estados Unidos. ¿Quién podría haber imaginado que, en 2016, un candidato socialista en EEUU tendría el 46% de los delegados electos en una Convención Nacional Demócrata?
Su movimiento no solo ha forzado la entrada de ciertos temas en la agenda política, en particular la injusticia de un país con tanto potencial manipulado de forma tan monstruosa en favor de una pequeña élite. Ha desplazado a la izquierda el programa de los demócratas, desde el salario mínimo hasta la guerra contra las drogas.
Como ha dicho su director político Warren Gunnels, “si lees ahora mismo el programa, entenderás que la revolución política está viva y coleando”. Merece la pena fijarse en la derecha política en busca de precedentes. El conservador republicano Barry Goldwater sufrió una derrota aplastante en las elecciones presidenciales de 1964, pero buena parte de sus políticas pasaron a dominar el partido. “Los que le votamos en 1964 creemos que ganó”, escribió el periodista estadounidense George Will, “solo hicieron falta 16 años para contar los votos”.
Sin duda, la gran mayoría de los seguidores de Sanders votarán a Hillary Clinton, a pesar del foco mediático que se ha puesto en los que prometen hacer lo contrario. Sí, sus partidarios más fervientes se niegan a distinguir entre Clinton y Donald Trump. No hay nada de radical en no pronunciarse contra un demagogo racista de extrema derecha que se está acercando al poder en el que sigue siendo el país más poderoso del mundo.
La tarea que queda por delante es garantizar una derrota de Trump lo más contundente posible y el control demócrata de las dos cámaras parlamentarias, y después hacer presión desde abajo para aprobar leyes progresistas.
La elección de Trump representaría una de las mayores desgracias que podrían ocurrirle a Occidente desde el final de la Segunda Guerra Mundial. La tarea que queda por delante es garantizar una derrota de Trump lo más contundente posible y el control demócrata de las dos cámaras parlamentarias, y después hacer presión desde abajo para aprobar leyes progresistas.
No faltan males sociales por abordar: que, como determina un estudio académico de Princeton, Estados Unidos parece más una oligarquía que una democracia; que los salarios llevan estancados o bajando muchos años, lo que alimenta el resentimiento del que se alimenta Trump; un sistema judicial racista; un sistema sanitario privado ineficiente; tasas universitarias abusivas; una generación joven que se enfrenta a un futuro de inseguridad; la probabilidad de más intervenciones militares catastróficas en los próximos años; y muchas otras cosas. El movimiento de Sanders es ahora una fuerza en la política estadounidense y sin duda debe ponerse objetivos ambiciosos para los años que están por venir.
El cambio político no depende de personas individuales, por mucho que motiven a sus seguidores más apasionados. Depender de un líder es una debilidad, no una fortaleza, en especial cuando se convierte en sustituto de una visión clara o unas políticas concretas. No es el caso en este movimiento. Para aquellos que creen en la justicia social, el fenómeno Sanders es un ejemplo, y la prueba de que el cambio político se puede lograr, por muy extenuante y difícil que resulte a veces.
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