Por: Mariano Schuster
En su libro «Si Auschwitz no es nada», la filósofa italiana Donatella Di Cesare examina las formas en que el negacionismo pretendió rechazar la existencia del Holocausto, invirtiendo la relación entre víctimas y verdugos y produciendo la tesis de la «conspiración judía mundial».
En esta entrevista examina las nuevas formas de negacionismo, ligadas a la emergencia ambiental y a la crisis migratoria, y explica cómo se relacionan con las nuevas teorías de la conspiración y con el ascenso de las extremas derechas.
¿Qué es y cómo opera el negacionismo? ¿Cómo se relaciona con las teorías conspirativas? ¿Por qué, para comprender las características de los negacionismos contemporáneos, es necesario repensar los procesos de negación de la Shoah y de los campos de concentración nazis? Muchas de las respuestas a estos interrogantes se encuentran en Si Auschwitz no es nada: contra el negacionismo, el libro de la filósofa italiana Donatella Di Cesare publicado recientemente en español por Katz Editores. Ensayo crítico y analítico, Si Auschwitz no es nada analiza las raíces profundas del negacionismo a través de una genealogía histórica en la que demuestra que los primeros en instalar la negación fueron los propios perpetradores de los crímenes cometidos en los campos de concentración. En su ensayo, Di Cesare explica las formas en que el negacionismo invierte los roles entre víctimas y verdugos, desarrolla una historia alternativa e instala dudas hiperbólicas e improductivas para producir confusiones políticas.
La publicación en español del libro de Di Cesare coincide con el auge de nuevos negacionismos (climáticos, pandémicos, de la crisis de los migrantes) y con el ascenso, en Italia y otros países de Europa, de extremas derechas que beben de fuentes del pasado. En tal sentido, su ensayo tiene una profunda actualidad. Profesora de Filosofía en la Universidad La Sapienza de Roma e integrante del Consejo de Doctorado de la misma Universidad, Di Cesare tiene, además, una participación relevante y permanente en el espacio público y colabora activamente con publicaciones como L’Espresso e Il Manifesto. Entre 2016 y 2022 integró el Consejo Científico del Centro Italiano de Refugiados y desde 2023 es miembro del jurado del Tribunal Permanente de los Pueblos. Además de Si Auschwitz no es nada, Di Cesare es autora de los libros Heidegger y los judíos (Gedisa, 2017), Tortura (Gedisa, 2018), Extranjeros residentes. Una filosofía de la migración (Amorrortu, 2020), ¿Virus soberano?: La asfixia capitalista (Siglo XXI, 2020) y El complot en el poder (Sexto Piso, 2023).
En esta entrevista, analiza los discursos negacionistas centrados en la Shoah y avanza también sobre los negacionismos actuales. Asimismo, explica los modos en que las extremas derechas instrumentalizan discursos de negación y complot, a la vez que hace una fuerte crítica de la pérdida de rumbo de las izquierdas contemporáneas.
Desde hace muchos años, usted trabaja, desde el campo de la filosofía, sobre diversas cuestiones que hacen a la construcción de una esfera pública democrática. Uno de sus libros fundamentales, Si Auschwitz no es nada, se dedica justamente a analizar un tipo de discurso que corroe esa esfera pública, amenazándola de diversas formas. Me refiero al negacionismo, y muy particularmente al negacionismo de la Shoah. ¿Por qué el negacionismo sigue siendo un problema hoy y en qué formas se expresa?
En primer lugar, debemos decir que las democracias, en la forma en que hoy las conocemos, sobre todo las democracias europeas, nacieron de las cenizas de Auschwitz. Me refiero, sobre todo, a Italia y Alemania, los dos países en los que se desarrollaron el fascismo y el nacionalsocialismo y sobre los que recae la responsabilidad principal por el exterminio de la Shoah. Desde hace ya muchos años abordo el tema del negacionismo y lo hago, tal como usted planteaba, centrándome en la Shoah, en tanto constituye un acontecimiento capital y fundamental de la historia. En mi trabajo pretendo exhibir la forma en que los negacionistas y los revisionistas pretenden alterar no solo la historia, sino la propia memoria democrática, así como los mecanismos sobre los que se asientan dudas que, siendo presentadas como búsquedas de conocimiento, no constituyen, en rigor, más que intervenciones políticas destinadas a desacreditar la existencia misma de la Shoah. Debemos recordar, en ese sentido, que los primeros en negar la Shoah fueron los propios nazis, por lo que los propios orígenes de ese negacionismo se cifran en los perpetradores del crimen. Mi propósito en Si Auschwitz no es nada ha sido analizar las distintas tesis negacionistas y la forma en que el negacionismo ha presentado la Shoah como una estafa y un invento de los judíos, que habrían usufructuado su propia mentira para crear el Estado de Israel al que, de ese modo, los negacionistas siempre han pretendido deslegitimar.
Por supuesto, la cuestión del negacionismo excede la de un caso particular, y eso queda claro con una serie de fenómenos a los que asistimos hoy en día, cuando observamos la forma en que distintos actores, principalmente de la extrema derecha, favorecen nuevos procesos vinculados a tesis de negacionistas. Lejos de constituir un fenómeno en declive, lo que ha quedado en evidencia es que el negacionismo está en pleno ascenso. A tal punto esto es así, que las hipótesis planteadas hace algunos años según las cuales el negacionismo contemporáneo era limitado y reducido y formaba parte de un proceso de «regurgitación del pasado» se han evidenciado falsas. Hoy podemos hablar muy claramente de una serie de negacionismos, en plural, que incluyen diversas áreas. No se trata ya solamente del negacionismo de la Shoah, del cual me he ocupado en Si Auschwitz no es nada, sino de nuevas formas de negacionismo en el siglo XXI, entre las cuales se involucran el negacionismo respecto del cambio climático o, por ejemplo, el negacionismo de la pandemia. Estos temas se conectan muy claramente con la agenda y la filosofía de las nuevas derechas y, por lo tanto, están en el centro del debate público.
En Si Auschwitz no es nada no solo se dedica a analizar los fundamentos sobre los que se sostienen las tesis negacionistas de la Shoah, sino que traza una genealogía de cuatro momentos de ese negacionismo. El primero, que se produce inmediatamente después del fin de la guerra, consiste en acusar a los judíos de falsificar la historia. El segundo se produce durante la Guerra de los Seis Días, cuando se acusa a los judíos de haber inventado una historia con un propósito: el de fundar el Estado de Israel. El tercero está signado por el affaire Faurisson y el debate sobre el «revisionismo histórico». El último estaría marcado por un negacionismo que, a través de su diseminación en las redes sociales, comienza a colonizar nuevas esferas del espacio público. ¿Cuál es la conexión entre todas estas tesis? ¿Parten de un mismo fundamento y son solo secuencias de una misma argumentación o constituyen distintas formas de negación?
Debo decirle que me gusta que introduzca en esta conversación la palabra «genealogía», porque eso es efectivamente lo que yo pretendo hacer en mi libro: trazar una genealogía del negacionismo de la Shoah, que puede conectarse con una más amplia que incluye los fenómenos actuales. Hoy considero que a esas cuatro fases planteadas en el libro debería agregarse una más, vinculada a la forma en que la diseminación de tesis negacionistas favorece cada vez mayores teorías de la conspiración o del complot. Efectivamente, el hilo conductor del negacionismo –que constituye en sí mismo un fenómeno de propaganda política y, en tal sentido, concierne al espacio público– es el del rechazo de una verdad considerada «oficial» y el de la inversión de roles entre víctimas y verdugos. Según mi perspectiva, la primera fase, que comienza a desarrollarse entre 1944 y 1945, es de suma importancia, en tanto está destinada directamente a exonerar y a exculpar al nacionalsocialismo y al fascismo de los crímenes cometidos durante la Shoah. Ese proceso de exoneración se produce afirmando que las cámaras de gas y los hornos crematorios, que constituyen el rasgo particular del proceso de industrialización de la muerte propio del nacionalsocialismo, no han existido. Y si esos elementos se rechazan, se logra un primer propósito: igualar el totalitarismo nazi al totalitarismo soviético. La tesis de los «dos totalitarismos» asume que los campos de concentración son similares a los gulags, y al hacerlo, genera una condición de igualdad que rebaja la categoría de unos campos de concentración en los que lo que se producía era una forma particular y cruel de exterminio vinculada a un proceso de industrialización de la muerte. No es casual que la extrema derecha contemporánea se monte sobre esa tesis de los «dos totalitarismos» para afirmar que en Alemania ha habido un «totalitarismo como otros» y que, por tanto, es una cuestión del pasado, que no se diferencia en nada de otros totalitarismos. A la derecha post-totalitaria contemporánea la tesis de los dos totalitarismos le sienta como anillo al dedo.
Usted expresa muy claramente que el origen de aquello que llama «duda hiperbólica del negacionismo» consiste en la discusión de la cifra, del número de muertos en la Shoah. Esto es algo que podemos ver, además, en otros casos, como el de los desaparecidos en Argentina, donde las tesis negacionistas hacen eje en el número. ¿En qué consiste, fundamentalmente, el propósito de los negacionistas a la hora de discutir las cifras? ¿Expresa esa discusión una forma en que el negacionismo se viste con los ropajes del revisionismo histórico?
La cuestión de los desaparecidos en Argentina no solo tiene muchas semejanzas en lo que refiere a la posición de los negacionistas a la hora de discutir las cifras, sino que es, para mí, una cuestión también muy cercana, en tanto he conocido durante los años 70 a muchas argentinas y argentinos que venían a Europa como exiliados. Eran personas que ofrecían su testimonio, que contaban el horror provocado por la dictadura militar y las terribles situaciones de tortura a las que eran sometidos tantos ciudadanos. La discusión sobre las cifras es, claro, de una importancia capital y concierne a una operación política muy concreta. Veamos el caso de la Shoah. ¿Qué es lo que hacen los negacionistas? Piden el número concreto, el número preciso de las personas que han sido exterminadas. Y preguntan, como si fuese una interrogación inocente: «¿De verdad son seis millones?». Y contestan «Si no lo son, evidentemente, usted está mintiendo». Lo mismo sucede en relación con la situación en Argentina con los desaparecidos. Pueden decir: «¿Son 30.000? Porque si no lo son, usted miente». El problema es que es muy claro que no podemos saber el número exacto, aunque esto no cambia, por supuesto, la gravedad del crimen cometido. El punto fundamental es que este tipo de planteo instala una duda, pero no una duda constructiva, sino lo que llamo una «duda hiperbólica». Los negacionistas, que operan como «dobermans del pensamiento», no preguntan inocentemente por una cifra, no tienen una duda real y una vocación de conocer más y mejor un fenómeno. Lo que hacen, en rigor, es instalar una duda que contiene en sí el planteo negacionista. Es una duda directamente planteada para negar o aminorar los acontecimientos. Es una duda, en definitiva, que se instala para destruir la memoria y aspectos sustanciales de la comunidad democrática que se ha construido, fatigosamente, luego de la Shoah o luego de la dictadura argentina. Pero este tipo de pregunta por las cifras exactas no solo constituye una forma de negacionismo velada en el marco de la duda, sino que es la piedra sobre la que se construye posteriormente una historia alternativa. Y en la construcción de esa historia alternativa, son los familiares que han sufrido pérdidas los que son responsabilizados de mentir y engañar. Nuevamente vemos cómo el negacionismo invierte los roles y transforma a las víctimas en responsables de un engaño.
Suele ser muy tajante a la hora de plantear que, para discutir con tesis negacionistas, es necesario salir de la esfera del debate de los expertos. Según su perspectiva, el hecho de que los historiadores participen de la conversación pública impugnando tesis negacionistas no solo no cambiará esas tesis, sino que hasta podría contribuir, según plantea en su libro, a legitimarlas. ¿Por qué sucede esto?
Efectivamente, tal como señala, muchos historiadores, y sobre todo aquellos que son especialistas en la Shoah, han tendido a considerar que, en tanto las posiciones negacionistas y revisionistas ponen en duda datos y situaciones que conciernen a la historia, su menester y su obligación era responderles desde el conocimiento histórico. Este proceso de respuesta a las tesis negacionistas y revisionistas por parte de la comunidad historiográfica ha sido muy visible en países como Italia y Francia. Sin embargo, y a pesar de los deseos de los propios historiadores, sus respuestas no han servido para despejar ninguna duda. Muy por el contrario, estas respuestas expertas han producido una legitimación de las tesis revisionistas y negacionistas, porque les han otorgado validez a esas dudas, considerando que se circunscribían al ámbito de la historia. El problema es que, antes de responder a un determinado planteo, debemos preguntarnos, filosóficamente, por su carácter. Y esto es lo que los historiadores no han hecho. El punto clave aquí es que las dudas de los negacionistas y de los revisionistas no se dirigen a conocer más un fenómeno, a despejar incógnitas e interrogantes. No se trata de personas que dudan para conocer más y mejor un determinado proceso, sino de personas que niegan a través de la duda. Es una duda que se presenta como real, pero que no lo es. Las dudas de los negacionistas, en definitiva, no son dudas «productivas». De hecho, ni siquiera son dudas: son intervenciones políticas cuyo objeto es poner en tela de juicio el hecho histórico mismo a través de esa pretendida duda. Al responderles como si sus dudas tuvieran algún carácter productivo, los historiadores han legitimado esas tesis. Les contestaron como si fuesen tesis inocentes, planteadas por personas que quieren conocer mejor lo sucedido o por sujetos que carecen de información y que, si la tuvieran, tomarían en consideración la posición especializada. El problema es que esto no es así. El que niega no ignora. El que niega no es un ignorante. El que niega plantea la duda con un objetivo político y no con un deseo real de conocimiento. Esta cuestión, que es política y no meramente histórica, no puede tener, en consecuencia, solo la respuesta legitimada de los historiadores. En todo caso, debe concitar a una amplia gama de voces que pongan en tensión, también, el carácter de la duda planteada por los negacionistas y los revisionistas.
En Si Auschwitz no es nada usted hace hincapié en el hecho de que la argumentación negacionista se basa en un proceso de inversión de roles. El negacionista, según su argumentación, solo acepta a la víctima convertida en cenizas como prueba de la existencia de la Shoah. Dice explícitamente que «el negacionista pide a los aniquilados que den cuenta de su propia aniquilación. Y le dice al sobreviviente: la aniquilación no tuvo lugar, de lo contrario tendrías que haber sido aniquilado». Ante una posición de este tipo, ¿con qué argumentos puede la filosofía discutir las tesis negacionistas, si en el hecho mismo de la negación se reclama la aniquilación del otro como una prueba de la verdad?
Permítame, para responderle, hacerle un comentario sobre el libro. Mi ensayo está dedicado a Shlomo Venezia, uno de los poquísimos sobrevivientes del Sonderkommando de Auschwitz. Es alguien a quien conocí personalmente y que fue muy importante para mí, a tal punto que la escritura de Si Auschwitz no es nada fue una suerte de homenaje a su persona. Su vida y su testimonio ejemplifican muy bien la actitud de los negacionistas, en tanto siempre lo consideraron un farsante. La razón es que los negacionistas consideran que no pueden existir los testigos y los sobrevivientes de la Shoah. Y el argumento utilizado es exactamente el que usted planteaba: «Si usted está aquí y dice que sobrevivió a una situación de este tipo, usted miente, porque no se puede sobrevivir a algo así. Si los hechos que usted narra fueran verdaderos, usted estaría muerto». En tal sentido, el negacionismo desacredita la existencia misma de los testigos que, como lo analizaron lúcidamente Lyotard y Agamben, son, en rigor, sobrevivientes. Se trata de una operación propagandística muy clara, que tiene como base cuestionar al testigo como figura esencial en la historia y en la esfera pública, en virtud de que el testigo no solo pertenece al pasado, sino que testimonia, en la esfera democrática, para las generaciones presentes y futuras. El caso de Shlomo Venezia es particularmente interesante en este sentido, en tanto él había sobrevivido al Sonderkommando de Auschwitz y podía dar testimonio de la existencia de las cámaras de gas. Esa fue la razón por la que, durante muchos años, y especialmente en los últimos años de su vida, estuvo en el punto de mira de los negacionistas, siendo sindicado como un «superfalsificador». Y este es un aspecto nodal. Solo si vemos el negacionismo en su genealogía histórica y deconstruimos sus principales rasgos, podemos responder a los desafíos que plantea. Y si lo hacemos, veremos claramente que su pretensión es hacer pasar a las víctimas por farsantes, a los testigos por mentirosos, a los sobrevivientes por falsificadores.
Usted afirma en su ensayo que una de las principales campañas de los negacionistas se dirige a atacar la existencia misma del Estado de Israel. Es completamente cierto y comprobable que, históricamente, muchas posiciones que se han presentado como antisionistas han tendido no solo a encerrar posiciones antisemitas, sino a cuestionar la posibilidad misma de la existencia de Israel. Hoy en día, sin embargo, muchas fuerzas políticas que expresan tradiciones que ayer mismo eran negacionistas, como el Frente Nacional Francés o Alternativa para Alemania, son defensoras férreas del Estado de Israel. La situación no acaba allí: es el propio gobierno israelí, dirigido por una coalición claramente derechista, el que coquetea con personajes como Víktor Orbán y Steve Bannon –dos paladines del frente «anti-Soros», contra el cual se esgrimen tropos antisemitas–. ¿Cómo explica este fenómeno?
En el libro me interesaba trazar el proceso que se inicia en la inmediata posguerra y que se extiende hasta la década de 1970, pasando por la Guerra de los Seis Días, a través del cual los discursos revisionistas propios del negacionismo planteaban una inversión de roles. Esa inversión consistía en afirmar que Alemania había sido una víctima de los Aliados, que no habrían comprendido su rol en una supuesta salvación de Occidente, mientras que los verdaderos ganadores y triunfadores habrían sido los judíos que, mediante un proceso de falsificación de un supuesto genocidio, habrían conseguido crear su Estado. Es en este sentido en el que el negacionismo siempre ha apuntado contra la existencia del Estado de Israel, insertando la creación de Ese estado en el mito de la «conspiración judía mundial». Ahora bien, es completamente cierto que muchas tendencias del judaísmo diaspórico, del judaísmo que podríamos considerar como «de vanguardia popular» y del judaísmo filosófico representado por personas como Hannah Arendt o Walter Benjamin, vivieron un proceso de retroceso. Y eso es algo que se evidencia en la progresiva pérdida de influencia de los sectores más progresistas dentro del propio Estado de Israel. El fuerte crecimiento de la derecha israelí, que ha ido acompañado de una serie de políticas discriminatorias, ha servido como pretexto para que la extrema derecha europea tome una posición favorable hacia un Estado con el cual era fuertemente crítica. Esto es algo que, como usted planteaba, es muy nítido en el caso de Marine Le Pen y el Frente Nacional (hoy Agrupación Nacional) en Francia, así como en el de Alternativa para Alemania, pero también involucra a partidos como Vox en España y a la propia derecha italiana representada por Giorgia Meloni. Al sostener una posición de defensa férrea de Israel, como si se tratara de un bloque monolítico –negando la existencia de voces de oposición como las que recientemente han salido a manifestarse en diferentes plazas del país para defender la democracia–, la extrema derecha europea logra dos cometidos: afianzar sus propias posiciones y despegarse del pasado negacionista.
Al mismo tiempo, y en el sentido que usted planteaba, considero necesario mirar los fenómenos que se producen dentro de la propia comunidad judía en los países europeos. En Italia, sin ir más lejos, no son pocos los miembros de la comunidad que han apoyado y avalado al gobierno de Meloni, que pertenece a una extrema derecha posfascista. Ese proceso de derechización obedece, sin embargo, a una crisis general de la izquierda. En tanto yo observo a Israel como parte de Europa, porque filosófica y geopolíticamente esa ha sido históricamente su ubicación (sabemos que las ubicaciones políticas exceden a las geográficas), considero que el viraje a la derecha es parte de un proceso general de la crisis de la izquierda. Esa crisis no es solo política, sino que concierne también a la tradición intelectual sobre la que reposan las ideas de izquierda. En tal sentido, debemos recordar que buena parte de la tradición intelectual de la izquierda europea proviene del gran pensamiento judío, que va desde Marx hasta Trotski y Benjamin, y desde Arendt a la Escuela de Fráncfort, y que son justamente esas valiosas tradiciones las que hoy viven una crisis profunda. En Israel este proceso se expresa políticamente en la hegemonía de una derecha extrema que es capaz de abrazar posiciones hiperreaccionarias como la de Bannon o la de Orban.
¿Cómo se conectan los planteos negacionistas con las teorías conspirativas? ¿Existe un vínculo claro entre ambos fenómenos?
Sí, existe un vínculo claro. De hecho, es posible afirmar que el negacionismo es, en sí mismo, una forma de complotismo y conspirativismo, en tanto nunca se limita meramente a negar, sino que introduce aquello que niega dentro de una teoría del complot. En este esquema de pensamiento, las víctimas son transformadas en culpables y en la supuesta vía de instrumentalización de fuerzas ocultas. La idea de «la mentira de Auschwitz», planteada históricamente por los negacionistas, es un buen botón de muestra de ello. En esa argumentación, Auschwitz no sería solo una estafa y un invento, sino que se ha ideado para el lucro de determinados poderes ocultos. La tesis de la «conspiración judía mundial» va unida al negacionismo y es, en tal sentido, una demostración palpable del vínculo entre negacionismo y conspiración.
En nuestros días podemos ver muy claramente estas cuestiones, por ejemplo, en relación con temáticas como la del cambio climático. Las posiciones negacionistas rechazan que estemos ante una situación crítica en términos ambientales. Luego del rechazo lo que sigue es una posición que responsabiliza a ambientalistas y a ecologistas de estar pretendiendo imponer una agenda que responde a algún tipo de poder. No es casual que en contextos críticos como los que viven nuestras actuales democracias, personajes como Donald Trump o Jair Bolsonaro conciten tanta atención. Se trata de líderes políticos que, dirigiéndose directamente al pueblo, afirman que este está siendo estafado por poderes ocultos y que ellos los defenderán de esos poderes. Pensemos en el discurso de Trump. Consiste, en términos muy fundamentales, en afirmar lo siguiente: «Yo defenderé nuestra identidad y nuestra pureza, que está siendo atacada por ellos. Ellos son los inmigrantes, las feministas, los homosexuales. Tienen un plan para destruir América, pero yo defenderé nuestra identidad, nuestra pureza, nuestra identidad homogénea. Soy el salvador de Estados Unidos, del cuerpo místico de Estados Unidos. Soy quien defiende a esta nación de sus enemigos». Este tipo de discurso no solo está presente en el suprematismo estadounidense, sino también en las teorías del «gran reemplazo» en Europa.
Dicho esto, creo que es importante remarcar que la conspiración, en este tiempo, surge sobre todo ante la imposibilidad ciudadana de identificar el poder. Vivimos en una época en que, cuando nos referimos al poder, no sabemos exactamente a qué nos referimos ni dónde está. El poder ya no es claramente identificable, no tiene un nombre y una dirección postal. Y esto, evidentemente, favorece el complotismo. «Si los gobiernos cambian pero las políticas se mantienen y ya no podemos diferenciar a unos de otros, debe ser porque estos políticos son agentes del Nuevo Orden Mundial que viene desde fuera», afirma un conspirativo. Porque la conspiración siempre tiene un carácter externo, quien gobierna lo hace «para otro», hay alguien «de fuera» que mueve los hilos. Lo que constituye un evidente problema de orden político –el hecho de que los gobiernos cambien y todo se mantenga igual– se transforma, en las teorías conspirativas, en la demostración de que hay algún tipo de poder oculto que está dominando todo. Ese pensamiento parte de una sospecha legítima, pero se encadena de una forma que suspende la política y se articula en la forma de un complot. La teoría conspirativa llena un vacío ante una situación de impotencia.
Bajo una consideración de este tipo, ya no se trata, como han creído algunos, de desenmascarar la conspiración como un producto de la ignorancia o de un pensamiento mágico y supersticioso. Ese tipo de condena moralista es improductiva e incorrecta, porque la cuestión de la conspiración es eminentemente política.
Muchos de estos temas se vinculan directamente con la agenda de las extremas derechas. En su país, Giorgia Meloni, del partido Fratelli d’Italia, es ahora primera ministra. ¿Cómo caracteriza el ascenso de Meloni?
El de Giorgia Meloni es, ante todo, el primer gobierno posfascista de Europa. Y tiene lugar, justamente, en el país que dio origen al fascismo. Si utilizo, en este caso, la categoría de posfascismo es porque existen diferencias claras y nítidas con lo que podríamos denominar como la tradición «neofascista». Mientras que el neofascismo se reduce hoy a pequeños grupos que reivindican abiertamente el programa de Mussolini y se refieren de modo concreto a la experiencia del fascismo histórico, el posfascismo manifiesta algunos rasgos comunes con las tesis tradicionales del fascismo, pero constituyéndose como un fenómeno nuevo que no expresa de modo directo el ideario fascista ni manifiesta públicamente una idolatría mussoliniana. El posfascismo se inserta, en este sentido, en una nueva dinámica de las extremas derechas.
Una de las características más salientes del gobierno de Meloni es la construcción de enemigos muy claros, entre los que se encuentran los migrantes, los ambientalistas y los colectivos asociados a las diversidades, a los que se acusa de pervertir la comunidad nacional. Presentándose como una líder política nueva e incluso como una mujer popular nacida de la base del pueblo italiano, Meloni construye la autoimagen de la líder que llega para combatir un «globalismo» que, según su concepción, «destruye la identidad italiana». Como sucede en otros casos asociados a la extrema derecha, Meloni apela a una concepción homogeneizante de la identidad nacional, constituyéndose a sí misma como quien es capaz de resguardar ese cuerpo místico. Su discurso consiste, en términos muy fundamentales, en afirmar: «Soy una de ustedes y los dirijo, y en tanto los conozco y se cuáles son nuestras características como pueblo, soy la persona indicada para proteger a la nación italiana de aquellos que quieren destruirla». El de Meloni es un discurso que se inserta, en definitiva, en la tradición de la derecha neonacionalista identitaria, aunque se combina, sin embargo, con un exacerbado atlantismo en política internacional, que le permite concitar una cierta aceptación extranjera. La posición neonacionalista de Meloni puede confirmarse muy claramente en términos del rechazo a los migrantes y refugiados, pero también en un uso más extenso y abarcativo de la idea de «extranjeridad», que se correspondería también con las diversidades sexuales o las mujeres que integran movimientos feministas. ¿Por qué extranjeridad? Porque esas opciones no se corresponderían, en los términos en que esta extrema derecha piensa a la comunidad nacional, con los valores y la identidad italianos. Por supuesto, se trata de planteos que constituyen desafíos muy claros a la democracia y a la ciudadanía, y nos muestran una deriva de tipo «orbanista» [en referencia al líder húngaro Víktor Orbán] de estos espacios políticos. Esto queda muy claro en la criminalización de las organizaciones humanitarias que colaboran y ayudan a los migrantes y refugiados, a las que se les aplica una suerte de xenofobia de Estado. Lo que siempre debemos tener en cuenta y no perder de vista es que en la base y el fundamento político de la extrema derecha representada por Meloni se encuentra siempre la idea de una defensa de la nación frente a lo que le es ajeno, frente a una extranjeridad, ya sea propiamente migrante o de valores que esta derecha no considera como parte del «cuerpo de la nación».
El problema es que, para enfrentar fenómenos como el del posfascismo y el de las nuevas extremas derechas, se precisa una izquierda activa y vigorosa, pero lo que encontramos hoy es, en cambio, una izquierda en crisis. En un país como Italia, que tuvo un Partido Comunista que llegó a ser en 1976 la segunda fuerza política, tenemos ahora a una izquierda sin ningún rumbo y dirección que ha infravalorado el fenómeno político del posfascismo. Durante los últimos años, ha sido evidente que la izquierda italiana ha restado importancia a numerosas características de esta nueva extrema derecha, tendiendo a considerarla como un fenómeno de regurgitación del pasado. Para ser muy clara: la izquierda ha creído que el apoyo a las posiciones xenófobas, homofóbicas y antifeministas de la extrema derecha era producto de la ignorancia. La idea de que la historia, finalmente, está del lado de la izquierda y del progreso ha contribuido a ese daño y a esa perspectiva equivocada. Haber considerado todos los fenómenos del negacionismo y del revisionismo como regurgitaciones del pasado y como expresiones de ignorancia ha impedido que la izquierda se tome en serio la tarea de analizar qué son y qué significan estas derechas.
Usted ha sido muy crítica con el Partido Democrático, al que se ha referido como un «partido de centro». En un país como Italia, que, como mencionaba recién, tuvo al Partido Comunista más grande de Occidente, ¿qué es lo que pasó con la izquierda?
Mi opinión es que la crisis de la izquierda italiana nace, en realidad, en la década de 1970. En esos años se produjo en Italia un gran movimiento estudiantil y obrero que se manifestó en las calles, en las plazas, pero también en periódicos y revistas, y llegó a constituirse como el movimiento de protesta más importante de Occidente durante ese periodo. Se trataba, sin dudas, de un movimiento muy diverso, pero en el que primaba una idea fundamental: producir una izquierda no dogmática y heterodoxa que asumiera dentro de sus perspectivas políticas las luchas por los derechos civiles y los derechos humanos. Desde aquellos años me he sentido parte de esa tendencia política, reconociéndome en una posición que se sitúa a la izquierda del antiguo Partido Comunista Italiano. Fue en esos años en los que, participando de aquel movimiento de protesta y revuelta, conocí a militantes argentinos y uruguayos que se encontraban en el exilio político y que participaban también de nuestras manifestaciones y de nuestras luchas que se extendían por distintos países de Europa. En esa época, y sigo hablando de los años 70, quedó muy claro que el Partido Comunista condenaba y desacreditaba políticamente las manifestaciones sociales de esa nueva izquierda política y cultural. En última instancia, el Partido Comunista consideraba que todo el movimiento podía reducirse a la categoría de «terrorismo», homologando las distintas protestas al accionar de las Brigadas Rojas. Ese proceso de descrédito y de represión de las tendencias más vivas del movimiento obrero y estudiantil que buscaban una izquierda renovada no acabó con la caída del Muro de Berlín y la posterior desaparición y reconversión del Partido Comunista Italiano. Aun sin Partido Comunista, los representantes hegemónicos de la izquierda, es decir, los del Partido Democrático, tendieron a seguir rechazando posiciones ideológicas libertarias y de izquierda, aun con más vigor. La caída del Muro de Berlín y la instalación en todo el mundo de un ideario capitalista que se presentaba como incontestable reafirmaron esa tendencia, en la que la lógica de la administración reemplazó a la de la política y la ideología. La situación de hoy es la de una izquierda representada por un partido que ya no puede ser considerado como de izquierda. El Partido Democrático es apenas un partido de centro que juega un papel muy negativo, en tanto inhabilita la reconstitución de una izquierda novedosa y dinámica. Frente a la derecha de Meloni en el poder, el Partido Democrático no ofrece alternativa alguna y funciona como un freno y como un elemento de detención en la posibilidad de desarrollar una izquierda política que dé respuestas a los desafíos que supone un tiempo tan crítico como el presente.
En 2020 usted escribió El tiempo de la revuelta, un libro en el que reivindicaba el fenómeno de las protestas y las luchas sociales frente a un capitalismo que parece haber ocupado todo el espacio de la imaginación política. ¿Dónde están las revueltas hoy? ¿En qué medida esas revueltas expresan algún tipo de imaginación de izquierda?
El tema de la revuelta es, para mí, políticamente muy trascendente, en tanto siempre se han producido dos fenómenos en torno de ella. Por un lado, ha sido subestimada. Por el otro, se la ha visto solo como el antecedente de una posible revolución. En los últimos años hemos asistido, sin embargo, a fenómenos de revuelta social en diferentes países –no hay más que mirar las protestas francesas de estos días– que representan, sobre todo, procesos de desobediencia civil, de manifestación crítica hacia las posiciones del poder político y económico. Este tipo de protestas y revueltas, como las que generan también las organizaciones humanitarias que salvan a los migrantes y los refugiados, no tratan simplemente de decir «no», sino que se sustentan en una política afirmativa que intenta responder a la crisis de la democracia actual. Lo que me interesa, en particular, son esas formas de revuelta que llamo «anarquistas», no porque estén animadas por sujetos que se reconocen a sí mismos como anarquistas, sino porque cuestionan el arché, el modo en el que se jerarquiza y se gobierna el espacio público. Afortunadamente, en Italia y a raíz de la guerra, se ha producido un fenómeno de involucramiento y de protesta por parte de ciudadanas y ciudadanos que se sienten de izquierda y que, lejos de los corsés del Partido Democrático, han salido a manifestarse contra la guerra desde posiciones pacifistas.
Usted se refiere a la revuelta y a la crisis de la izquierda. Hace algunos meses, en un debate en la televisión italiana, revalorizó algunos aspectos de la tradición comunista a partir de procesos que no se vincularon al totalitarismo, sino que fueron, muy por el contrario, de un carácter nítidamente libertario. ¿Sobre la base de qué ideas cree que puede pensarse hoy una nueva izquierda?
Ciertamente, como dije en aquel debate televisivo que usted menciona, la historia del comunismo no fue solo una historia de opresión, sino también de emancipación de los más débiles, al mismo tiempo que un proyecto de filosofía de la historia. Pertenezco a quienes consideran que la tradición comunista no puede reducirse al estalinismo ni al totalitarismo de tipo soviético. Bajo esa misma palabra, comunismo, lucharon muchos hombres y mujeres que no querían establecer ningún totalitarismo, sino que, por el contrario, aspiraban a un proyecto de liberación de las personas. Se trata de personas que, en diversos continentes, intentaron encontrar una alternativa al capitalismo y que, ciertamente, no tuvieron nada que ver con ningún régimen de opresión y dictadura. Como comprenderá, creo que el elemento libertario es fundamental y debe ser siempre tenido en cuenta, incluso a la hora de repensar la tradición comunista, pero también otras tradiciones de izquierda. Mi interés y mi intención es, en ese sentido, el desarrollo de una nueva izquierda que pueda articularse con ideas provenientes de la cultura anarquista. Una izquierda, en definitiva, que sea capaz de discutir el Estado y el poder. Yo puedo pensar esta cuestión, por supuesto, en términos más bien filosóficos, y en tal sentido creo que la incorporación del pensamiento de Walter Benjamin, de la Escuela de Fráncfort, de Claude Lefort y de las posiciones que nacieron del grupo Socialismo o Barbarie en Francia, resultarían altamente provechosas. Pero, al mismo tiempo que se asumen esas posiciones, se debe pensar hoy en dar respuestas a una serie de fenómenos contemporáneos que exigen ideas claras y reflexiones muy concretas. La crisis de la izquierda se debe a su confusión conceptual, a su falta de reflexión sobre toda una serie de fenómenos que requieren una atención muy rigurosa. Espero que esto cambie. En cualquier caso, es necesario que así sea.
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