Por: Kurt Hackbarth
Hace algunas semanas un tribunal federal estadounidense declaró culpable a un antiguo jefe de seguridad mexicano de connivencia con el cártel de Sinaloa. El juicio demostró que tanto el gobierno estadounidense como sus clientes mexicanos estaba implicados en la actividad criminal que supuestamente intentaban detener.
El martes 21 de febrero un jurado federal de Brooklyn, Nueva York, declaró culpable al ex secretario de Seguridad Pública de México, Genaro García Luna, de conspirar con el cártel de Sinaloa. Conocido como el «superpolicía» por el enorme poder que ejerció durante la administración del presidente conservador Felipe Calderón, García Luna fue declarado culpable de todos los cargos: conspiración para distribuir cocaína a nivel internacional, conspiración para distribuir y poseer cocaína, y conspiración para importar cocaína, además de participar en una empresa criminal continuada y hacer declaraciones falsas en su solicitud de naturalización como ciudadano estadounidense.
En un comunicado, el fiscal estadounidense Breon Peace declaró que García Luna había traicionado su deber al «aceptar millones de dólares en sobornos manchados con la sangre de las guerras de los cárteles y las batallas relacionadas con el narcotráfico» a cambio de «proteger a los asesinos y traficantes que había jurado solemnemente investigar». El veredicto del jurado, concluyó, fue «una luz brillante para el Estado de Derecho, el bien sobre el mal y la justicia sobre la injusticia».
La simbiosis criminal de Calderón
Pero tras la fachada perfecta de un tenaz equipo de fiscales estadounidenses que llevan ante la justicia a un ex funcionario mexicano corrupto, se esconde una red de complicidad y connivencia que arroja una dura luz sobre toda la narrativa de la «guerra contra las drogas».
Para empezar, el veredicto representa una brutal humillación para dos ex presidentes mexicanos: Vicente Fox (2000-6), que nombró a García Luna director de la Agencia Federal de Inteligencia (AFI), la versión mexicana del FBI, y Felipe Calderón (2006-2012), que lo elevó a la categoría de secretario de Seguridad Pública, confiriéndole poderes plenipotenciarios sobre la policía del país.
En marcado contraste con los intentos de los ex presidentes de presentar sus mandatos como cruzadas heroicas contra el crimen organizado, los testimonios pintan un retrato de un aparato de seguridad en sintonía con él. Según Jesús «El Rey» Zambada, hermano del ex líder del cártel de Sinaloa, Ismael, los miembros del cártel vestían uniformes de la AFI «para hacer arrestos y participar en peleas» mientras García Luna, como jefe de la agencia, cobraba 1,5 millones de dólares al mes.
En el aeropuerto de la Ciudad de México —también controlado durante casi una década por Zambada— se reclutaba a policías federales para descargar cargamentos de cocaína. De hecho, García Luna incluso permitía que el cártel «eligiera al personal» para las misiones de la policía federal. En un exclusivo restaurante de Ciudad de México, Zambada le pagaba directamente a García Luna sus propios sobornos. Según el testimonio del ex fiscal general del estado de Nayarit, la orden de proteger al cártel de Sinaloa vino del propio Carderón.
En el gobierno de Calderón «no se sabía a quién se le debía temer más, si a la delincuencia organizada o a los cuerpos de seguridad desorganizados», escribe el analista Jorge Rodríguez. Y agrega: «Más que una infiltración, debería hablarse de una simbiosis, que en buena medida es la causa de la violencia que hoy seguimos viviendo».
Esta simbiosis se extendió a las relaciones con la prensa. Mientras Calderón amenazaba a periodistas cineastas e incluso a un miembro de la Suprema Corte (en una entrevista reciente, el magistrado Arturo Zaldívar reveló que él y su familia fueron amenazados a punta de pistola por policías federales y que el entonces presidente no sólo estaba enterado, sino que «lo supo en tiempo real»), García Luna utilizaba su floreciente riqueza para endulzar la situación. En su turno en el estrado, el ex secretario de Finanzas del estado de Coahuila testificó que García Luna le pagaba al periódico El Universal unos 25 millones de pesos mexicanos al mes (131.725 dólares al cambio actual) a cambio de una cobertura mediática favorable. Al menos uno de los pagos se canalizó a través de las arcas del Estado mediante una factura falsa.
La suma total de estas revelaciones fue suficiente para que las cabezas parlantes de México entraran en una espiral de defensas y ataques. Raymundo Riva-Palacio, ex director editorial de El Universal, insistió en que era imposible que García Luna hubiera recibido un soborno de un millón de dólares porque un millón de dólares en billetes pesaría una tonelada… literalmente.
María Amparo Casar, presidenta ejecutiva de la ONG Mexicanos contra la Corrupción y la Impunidad, financiada por la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), insistió en que, dado que el único cargo del que se probó la culpabilidad de García Luna fue la falsificación de su documento de naturalización, podría salir «caminando» del tribunal. Cuando eso no ocurrió, Carlos Marín, del periódico Milenio, dijo que el veredicto del jurado sólo podía entenderse en el contexto de que se permitiera formar parte de los jurados estadounidenses a personas de clase trabajadora con una educación deficiente. Igualmente desconsolado, el ex presentador de Televisa Joaquín López-Dóriga dedicó todo un hilo de Twiter a citas del abogado de García Luna, César de Castro, censurando el veredicto.
Economía de medios
Esto no quiere decir que todas las críticas al juicio sean infundadas. De hecho, tanto en la formulación de los cargos como en las pruebas presentadas, la acusación dirigida por el fiscal estadounidense Paz parecía perfectamente calibrada para lograr una condena divulgando la menor cantidad de información posible al público. Los primeros informes daban la imagen de una acusación abarrotada con más de un millón de documentos, miles de grabaciones y una lista de unos stenta testigos; con todo ello, se esperaba que el juicio, que comenzó con los alegatos iniciales el 23 de enero, se alargara hasta marzo. En lugar de ello, terminó a mediados de febrero, con una fracción de los documentos, menos de un tercio de los testigos y ninguna de las grabaciones.
En parte, esto puede atribuirse al procedimiento habitual de movilizar únicamente a los testigos y las pruebas que se consideran útiles para el desarrollo del caso. Pero otra parte crucial tiene que ver con el limitado conjunto de acusaciones hechas por el gobierno, lo que permitió al juez Brian Cogan descartar cualquier prueba de los negocios altamente incriminatorios que García Luna estableció en Miami después de dejar su rol gubernamental en 2012, negocios que son objeto de una demanda civil por 700 millones de dólares presentada por el Departamento de Justicia del presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador (AMLO).
Otras omisiones fueron aún más flagrantes. No se mencionó, por ejemplo, el chapucero programa de rastreo de armas «Rápido y Furioso» de la era Obama, que entregó armas estadounidenses a los cárteles mexicanos. (En enero, la Procuraduría General de la República emitió su propia orden de aprehnsión contra García Luna por su presunta participación en la operación).
Cuando la defensa trató de preguntar sobre las reuniones de García Luna con funcionarios de alto nivel en Washington, la fiscalia se movió para evitarlas. Y aunque los fiscales se esmeraron en vincular a García Luna con Iván Reyes Arzate, ex jefe de la Unidad de Investigación Sensible (UIS) de la Policía Federal, omitieron convenientemente que la unidad estaba directamente vinculada con la Agencia Antidrogas de Estados Unidos (DEA, por sus siglas en inglés), donde todos sus miembros —incluido Reyes Arzate— habían recibido entrenamiento especial.
Una de las cosas que sí se deslizó en el juicio fue el testimonio del agente de la DEA Miguel Madrigal, quien declaró que la agencia había sido informada de las conexiones de García Luna con el cártel de Sinaloa por Sergio Villarreal Barragán, «El Grande», en 2010, dos años antes de que dejara el cargo.
Esto concuerda con declaraciones del ex jefe de operaciones de inteligencia de la DEA, Anthony Plácido, quien un año antes de la delación de Barragán ya expresaba públicamente sus sospechas, y de la ex subsecretaria de Estado y luego embajadora Roberta Jacobson, quien en una entrevista en 2020 reveló que el Departamento de Estado sabía de los nexos de García Luna por lo menos desde el gobierno de Fox. Según Jacobson, la información provenía de miembros del gobierno mexicano, que sabía «tanto como nosotros, o más, y nunca tomó medidas». En cuanto a las razones por las que Estados Unidos tampoco actuó, Jacobson, con un encogimiento de hombros casi audible, racionalizó: «Teníamos que trabajar con él».
De invitados a socios comerciales
No se trata sólo de lo que oyeron los funcionarios estadounidenses, sino también de lo que vieron. En un informe de investigación de ProPublica, un ex funcionario de la embajada de EE.UU. relata que fue invitado a una fiesta en casa de García Luna, sólo para que el anfitrión mostrara su colección de automóviles antiguos restaurados a sus invitados estadounidenses. «Estaba delante de nosotros», dice el funcionario, que calcula que el valor de la colección ascendía a cientos de miles de dólares. Sin embargo, el asombro pronto dio paso a la excusa de Jacobson: «Pero en realidad no teníamos opción en cuanto a trabajar con él».
El hecho de que la comunidad de inteligencia tuviera una idea bastante clara de quién era García Luna no impidió que sus bases «trabajaran con él» o incluso, como sucedió, que hicieran negocios con él. Según Reporte Indigo, que revisó los sitios web de GL & Associates Consulting y su organización hermana ICIT Security antes de que fueran retirados, entre los «socios estratégicos» de García Luna había ex miembros de la DEA, el FBI y la CIA. De la DEA, Larry Holifield, que había sido director regional para México y Centroamérica en la época en que García Luna dirigía la AFI. Carlos Villar, del FBI, había sido agregado legal de la oficina en la embajada de EE.UU. en México por la misma época. Pero el nombre que realmente llama la atención es el de José Rodriguez, que dirigió el programa de tortura de la CIA bajo el mandato de George W. Bush y destruyó unos noventa y dos vídeos con pruebas de tortura antes de convertirse en el rostro público —y autor de best-sellers— que defiende el programa.
Todo esto —incluyendo una serie de escándalos recientes en la DEA, como la destitución del jefe en México Nicholas Palmieri en 2022 por «socializar y pasar las vacaciones con abogados del narcotráfico de Miami»— debería ser suficiente para justificar una investigación sobre los contactos de la comunidad de inteligencia con García Luna en particular y con el crimen organizado en general. Pero debido a la absorción casi total del Partido Demócrata en el organismo de seguridad nacional, la tarea de hacer estas preguntas recayó, por defecto, en los republicanos. El 22 de febrero, al día siguiente del veredicto, el senador Charles Grassley escribió a la DEA y al FBI solicitando todas las grabaciones de García Luna, junto con los informes, notas y documentos relacionados con él, los procedimientos de investigación utilizados y una explicación de «lo que cada una de sus agencias sabía sobre la corrupción y la actividad criminal de García Luna, cuándo sus agencias conocieron la información y cómo sus agencias conocieron la información».
Negación y desviación
Desde su autoexilio en España, Felipe Calderón emitió un comunicado tras la sentencia, negándolo todo y haciéndose la víctima. Era de esperar. Aún más cínico fue el comportamiento de la prensa estadounidense en las últimas semanas: en lugar de asumir las lecciones del juicio y exigir respuestas a los funcionarios que jugaron a la pelota con García Luna durante años, incluyendo el tratamiento de alfombra roja, sesiones fotográficas y perfiles en el New York Times, los principales medios de comunicación se unieron a una clase de políticos fanfarrones en un conveniente intento de argumentar que el narcoestado es ahora, no entonces.
En un extraño artículo de opinión del Wall Street Journal en el que pedía una intervención militar en México, el ex fiscal general William Barr argumentaba que «los cárteles mexicanos han florecido porque las administraciones mexicanas no han estado dispuestas a enfrentarse a ellos. La excepción fue Felipe Calderón». Era como si el juicio a García Luna no acabara de ocurrir. O más bien, tal vez fue precisamente porque el juicio a García Luna acababa de ocurrir.
Este intento de darle la vuelta a la historia tiene dos funciones principales: evita preguntas incómodas sobre la complicidad de EE.UU. en la guerra contra las drogas al tiempo que desvía la atención del lado mexicano desde Calderón (que era un cliente de EE.UU.) hacia AMLO (que no lo es). Pero esa estrategia podría toparse con un muro si García Luna decide convertirse en testigo colaborador contra sus antiguos jefes a cambio de una sentencia reducida, algo que su abogado reconoció que estä considerado.
Mientras tanto, todo el ruido patriotero de sables puede estar chocando con la ley de las consecuencias imprevistas. El sábado 18 de marzo, unas quinientas mil personas acudieron a una manifestaciön en Ciudad de Mëxico para conmemorar el aniversario de la expropiación de la industria petrolera y también para oponerse a intervencionismo estadounidense. «Ya no es el tiempo de Calderón ni de García Luna», declaró el presidente desde la tribuna. «Ya no es el tiempo de los vínculos turbios entre el gobierno mexicano y las agencias estadounidenses».
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