Cuando Emmanuel Macron confundió en plena campaña electoral la Guayana francesa con una isla quizá sólo se trataba de un síntoma de la relación asimétrica y vergonzosa entre la única colonia que le queda a Europa en Suramérica y la metrópoli. Ya sabemos que en el siglo XXI el colonialismo está lleno de eufemismos. Si Naciones Unidas denomina como Territorios No Autónomos a las colonias o dependencias especiales a territorios como donde persiste la infame base militar estadounidense de Guantánamo, la Unión Europea se inventó un curioso nombre para algunos de sus pagos ‘dudosos’: Regiones Ultraperiféricas (RUP), que incluyen Guadalupe, la Guayana Francesa, la Reunión, Martinica, Mayotte y San Martín (Francia), las Azores y Madeira (Portugal) y las islas Canarias (España).

El caso de Guayana, la ‘isla’ que Macron visitó en un ambiente de protesta social masiva a finales de octubre, es especial. Colonia penitenciaría hasta hace unas décadas, ahora es, básicamente, una base aeroespacial desde la que lanzar cohetes rusos o satélites espía marroquíes, y, potencialmente, la mayor mina de Francia. De hecho, Macron apoyó -en la misma campaña en la que confundió tierra firme con ínsula- el megaproyecto de minería Montagne d’Or, 8 kilómetros cuadrados de selva que pretenden excavar dos multinacionales (Norda Gold de Rusia y Colombus Gold de Canadá) para mayor gloria del extractivismo colonial y mayor desgracia de la selva amazónica.

La población nativa, la que acorraló a Hollande en abril de este año y la que recibió a Macron con marchas multitudinarias y estallidos de violencia, no existe. Es una colonia. Los casi 300.000 habitantes de Guayana viven esperando ayudas porque no hay trabajo (un 35% de desempleo), el que hay es ilegal (en la minería de oro) y los buenos empleos existentes están reservados para los neo colonos blancos franceses que llegan a ganar buen dinero a la base espacial de Korou. No tienen trabajo y tampoco pueden estudiar, en una región de ultramar europea sin universidad, tienen un acceso a la salud más que precario y –puedo atestiguarlo- no conocen el concepto de transporte público.

“Francia aplica acá una política sistemática desde la abolición de la esclavitud (1848) que se apoya en tres pilares: asimilación, asistencialismo y división”, me explicaba hace unos años Maurice Pindard, fundador del Movimiento para la Descolonización y la Emancipación Social (MDES) de Guayana francesa. Entonces corría 2011 y el MDES se sentía muy solo. Ahora, el MDES se articula con decenas de organizaciones étnicas, sociales y políticas en Pou Lagwiyan Dékolé, la tupida red que moviliza a la población colonizada para exigir, de momento, la inversión de unos 3.000 millones de euros por parte de Francia para recuperar a Guayana de la situación de abandono. La última vez que se intentó un referéndum para lograr la autonomía fue en 2010 y ganó el no porque París le apostó a una política de subsidios agresiva que logró contener cualquier aspiración de independencia. La política hace el resto y, de hecho, Guayana francesa no está en la lista de “territorios no autónomos” de la ONU, como sí lo están otros lugares ‘administrados’ por la metrópoli gala, como Polinesia Francesa o Nueva Caledonia.

Además de la vergüenza que supone la existencia de colonias europeas (después de siglos de explotación y desangre), hiere a los sentidos y a la inteligencia que las izquierdas europeas no tengan la autodeterminación de territorios como Guayana francesa (o como Anguila o Guam o Monserrat o Puerto Rico o Walmapu…) en sus agendas políticas. Las izquierdas europeas siguen siendo ‘blancas’ política y culturalmente; la francesa, la española, la holandesa o la británica lo son y los movimientos de emancipación del sur colonizado no encuentran lazos ni apoyos en ellas. Francia seguirá reprimiendo los estallidos sociales en Guayana porque, además, son invisibles para la opinión pública europea; aunque nadie nos asegura que de ser vistos, generaran algún tipo de reacción.

Mientras intelectuales y opinólogos europeos se autocalifican de humanistas y reclaman una supuesta herencia europea preñada de racionalidad y derechos humanos, la realidad da la razón a los descargos hechos por Aimè Cesáire en 1950 cuando, después de analizar la hipocresía europea ante el nazismo, concluía: “Y este es el gran reproche que yo le hago al pseudohumanismo [de Europa]: haber socavado demasiado tiempo los derechos del hombre; haber tenido de ellos, y tener todavía, una concepción estrecha y parcelaria, incompleta y parcial; y, a fin de cuentas, sórdidamente racista”. Los derechos que proclama Europa, incluía la Europa de las izquierdas, suelen ser los derechos del hombre (varón) blanco europeo). Lo demás es periferia, población superflua, restos de una historia vergonzosa que no aparece ni en los libros de texto ni en los supuestos programas políticos de emancipación.