Por: Christine Poupin
Existe algo peor que una catástrofe climática: una catástrofe climática más fascismo.
El comienzo del siglo veintiuno nos coloca frente al crecimiento simultáneo de dos amenazas terribles.
Por un lado, la magnitud del cambio climático está provocando fenómenos extremos cada vez más intensos y frecuentes: megaincendios, inundaciones y deslizamientos de tierra, sequías y calores intensos. Corremos el riesgo de franquear, en un plazo más o menos corto, un punto de no retorno dejando inhabitables regiones enteras del planeta y forzando el exilio de cientos de millones de seres humanos.
Por otro lado, el crecimiento de la extrema derecha ha introducido en el debate público temas nauseabundos, racistas y sexistas, al tiempo que populariza teorías conspiratorias otrora marginales como la del «gran reemplazo». Los casos más conocidos son el de Trump en Estados Unidos y el de Bolsonaro en Brasil, pero estas corrientes están conquistando cada vez más poder en Europa, Turquía, Israel, India, Filipinas y Egipto.
Aunque operan en planos distintos —el primero remite a las condiciones físicas de nuestra existencia, el segundo a las condiciones ideológicas y políticas— los dos peligros no están desvinculados. Sin embargo, la relación entre las crisis ecológicas y el ascenso de la extrema derecha es múltiple y compleja. Son bidireccionales y conciernen a discursos y políticas concretos. Tienen sus raíces en el pasado pero pesan sobre el futuro.
Discursos de geometría variable
La extrema derecha es capaz de adoptar discursos diametralmente opuestos, alternando entre el culto a la tecnología y a la industria, por un lado, y un ecologismo aparentemente radical, por el otro.
En la cuestión del cambio climático, encontramos de todo: desde el negacionismo más desenfrenado, que hace de cuenta que el calentamiento global no existe y encubre su naturaleza antrópica y la responsabilidad de las energías fósiles; hasta el catastrofismo colapsista más cínico, que alimenta una lucha por la supervivencia imbuida de todos los códigos de guerra machistas y supremacistas.
En Francia, la Agrupación Nacional de Marine Le Pen ha adoptado ciertos cambios superficiales para tratar de ocupar el terreno ecológico. Hace veinte años, el Frente Nacional de Jean-Marie Le Pen (padre de Marine), abiertamente negacionista del cambio climático, pudo sostener que la ecología representaba «la religión de los bobos (contracción despectiva de bourgeois-bohème [burgués-bohemio])». Pero sucede que hoy, si uno tiene pretensiones de representar una alternativa de gobierno de turno, es imposible posicionarse contra la ecología. Todo discurso político tiene que tener ciertos tintes verdes.
La Agrupación Nacional no deja de ser un partido que defiende férreamente la energía nuclear y el sector automotriz. No tiene reservas en afirmar que, víctimas de «una fiscalidad punitiva y culpabilizante», las automotrices estarían siendo acusadas ilegítimamente de representar un peligro para la sociedad.
Pero, y al mismo tiempo, la organización de Le Pen combate la energía eólica en nombre de una vaga noción de «la defensa del paisaje». Propone aplicar impuestos sobre ciertos rubros vinculados a la alimentación con el fin de «alentar la agricultura familiar y los mercados locales», pero está preocupada y dice que vamos «demasiado rápido cuando exigimos que en 2030 el 25% de la superficie cultivada debería responder a los criterios de la bioagricultura». Se opone a la prohibición de las insecticidas tóxicas.
Marine Le Pen fustiga una tendencia a la que se refiere como «un fundamentalismo que pretende terminar con nuestras costumbres» y se presenta como «la candidata de la agricultura familiar y de la relocalización de la producción», que según ella hacen a «la verdadera ecología». Uno de sus representantes hasta declaró que «las fronteras son las mejores aliadas de la ecología». En resumen, el reciente giro verde de la Agrupación Nacional puede ser reducido a su tradicional «patriotismo económico» y su política antiinmigración.
«Su ecología o la nuestra» (André Gorz)
Estas apropiaciones cínicas no deben llevarnos a creer que la ecología sea inmune al fascismo. Existe una ecología fascista —varias en realidad— que encarnó en los (ex)nazis racistas, paganos y amantes de la naturaleza de los años 1970. Esta misma corriente ahora pulula entre quienes reivindican la identidad nacional, como aquella expresada por la candidatura de Éric Zemmour en las últimas elecciones presidenciales francesas.
El ecofascismo impulsa un «regionalismo de las raíces», el rechazo a la reproducción asistida en nombre del combate contra «la manipulación de los cuerpos» y una «ecología de la población» que predica «la gran separación» con el fin de conservar lo que denomina «bloques etnoculturales». Los orígenes de esta tendencia están en cierta ecología reaccionaria del siglo diecinueve que consideraba que la naturaleza era una realidad inmutable y que había que protegerla a toda costa, incluso si eso implicaba reducir la población humana (sobre todo la pobre). Se inspira, entre otros insumos históricos, en el movimiento finisecular völkisch de Alemania, que combinaba el ambientalismo con un nacionalismo xenófobo. De ahí se debe el lema nazi «Blut und Boden» (sangre y tierra) que buscaba definir una comunidad política racialmente homogénea sobre un territorio delimitado por fronteras naturales.
Hoy el neofascismo está a la ofensiva y está intentando sacar ventaja de la confusión que reina en nuestras corrientes ecologistas, específicamente en relación a la centralidad de la crítica del capitalismo mundializado y de la mercantilización de la naturaleza. Tomar en serio esta amenaza exige politizar nuestra crítica del desarrollo capitalista y precisar el contenido de clase de un decrecimiento justo, defender una ecología feminista que no cede sobre los derechos de las mujeres y de la comunidad LGTBIQ, que combate el virilismo y que pone en el centro de su agente el cuidado de los seres humanos, de la vida y de los ecosistemas.
Los pueblos del Sur, en particular los pueblos originarios pero también las poblaciones racializadas de los países del Norte, son las primeras víctimas del cambio climático y de la contaminación. Son ellos que viven en los lugares más expuestos y que carecen de medidas de protección y de seguridad. También son la vanguardia de las movilizaciones contra la destrucción de sus territorios y lugares de vida perpetrada por los grandes proyectos extractivistas.
Lejos de reducirse, el saqueo de materias primas que ha asolado al Sur global durante siglos se extiende ahora a nuevos recursos. Muchas veces este nuevo extractivismo usa el disfraz verde de los mecanismos de compensación, pero en el fondo no es otra cosa que una forma de neocolonialismo. Por eso, el antirracismo, el internacionalismo y el anticolonialismo deben marcar el rumbo de nuestra ecología. Son esos los rasgos que definen la diferencia fundamental que nos separa de todos los reaccionarios.
Criminales climáticos en el poder
Durante su campaña, Trump declaró que el calentamiento global era «un concepto creado por los chinos con el fin de hacer que la industria manufacturera estadounidense pierda competitividad». Cuando llegó al poder, denunció el Acuerdo de París y después se retiró del Fondo Verde. Sus cuatro años de mandato han servido para la aplicación sistemática de una política criminal al servicio del extractivismo fósil: destrucción de los instrumentos científicos de evaluación, supresión de las medidas de regulación y de control, abolición de las disposiciones en favor de la eficiencia energética de los motores de los automóviles, autorización de la exploración petrolífera en Alaska y del fracking y relanzamiento de la construcción de los oleoductos de Keystone XL y Dakota Access. La Universidad de Columbia (Nueva York) enumeró no menos de 163 acciones legislativas y reglamentarias del gobierno de Trump que apuntaban contra la lucha por el cambio climático y la contaminación.
En el caso de Bolsonaro en Brasil, Michael Löwy ha afirmado que «entre los gobiernos de derecha, es el que tiene más rasgos neofascistas». Bolsonaro está implementando una política radical de deforestación y destrucción de los pueblos del Amazonas, apoyada por los agronegocios y el sector minero. Adopta una línea racista contra los pueblos originarios: «Hay muchas reservas que son demasiado grandes. Las minorías deben plegarse a la mayoría. Las minorías tendrán que adaptarse o simplemente desaparecer». Y, haciendo gala de un maltusianismo explícito, dice que la solución al problema del cambio climático no es limitar las actividades humanas, sino regular los nacimientos: «El crecimiento demográfico explosivo conduce a la deforestación […]. Por eso necesitamos una política de planificación familiar. Yo creo que esa es la forma de reducir la presión que conduce al calentamiento del planeta».
Tampoco se trata de disminuir la inacción criminal de los gobiernos que participan del Acuerdo de París, de las Conferencias de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático y que están comprometidos supuestamente con alcanzar la eliminación completa del carbono en 2050. Esos gobiernos también son culpables y siguen anunciando intervenciones que llevan directamente a la catástrofe, deciden conscientemente aumentar las emisiones de gases de efecto invernadero y hacen recaer sobre el Sur global la carga de las compensaciones y de la devastación, de la que se niegan a asumir las pérdidas y los daños.
¡Mejor terminar con el mundo que con el capitalismo!
En La finance autoritaire — vers la fin du néolibéralisme, Marlène Benquet y Théo Beourgeron consideran que el Brexit, la elección de Orban en Hungría, la de Duda en Polonia, la de Trump en Estados Unidos y la de Bolsonaro en Brasil son signos de una nueva fase del capitalismo. Ese momento sería caracterizado por un libertarianismo autoritario promovido, además de por los sectores de los combustibles fósiles, por lo que denominan «la segunda financierización»: el uso de fondos de capital, de inversión, de cobertura y de otros instrumentos financieros para sacar provecho del desastre ecológico en curso.
El negacionismo de estos sectores no apunta tanto a ocultar la realidad del cambio climático, lo cual consideran podría brindar nuevas «oportunidades económicas», sino a combatir las medidas de limitación y de regulación del capital indispensables para frenar la catástrofe.
Por supuesto, las «oportunidades económicas» pasan por privatizar y financierizar el mundo viviente y el clima. Retomando la tesis de la «tragedia de los comunes» de Garrett Hardin, que sostiene la incompatibilidad entre la gestión colectiva de un bien natural y su conservación, el mundo de las finanzas pretende proteger la naturaleza privatizándola por completo, abriendo así nuevos horizontes de acumulación de capital. Esa nueva fase de apropiación conlleva una negación radical de los derechos de los pueblos, especialmente los del Sur global y los originarios, y es indisociable del racismo y del supremacismo blanco.
«En ese claroscuro surgen los monstruos»
Daniel Tanuro, en Le moment Trump, analiza la novedad del fenómeno Trump y su alcance mundial. Nos pone en guardia contra la enorme amenaza que representa la hegemonía reaccionaria en tanto «posible vehículo para reforzar el poder ejecutivo, que es una condición necesaria para profundizar el neoliberalismo». También advierte que la situación crea un ambiente propicio para «el desarrollo de una extrema derecha aún más peligrosa e incluso de un auténtico movimiento fascista».
En efecto, es a través de la crisis que el fascismo puede imponerse. Tiene que quedar claro que si dejamos actuar a esos vampiros, si los pobres no hacen pagar a los capitalistas el decrecimiento, este terminará imponiéndose mediante una catástrofe humana porque la física no está sujeta a negociaciones de ningún tipo. La expresión política de esta «solución» es el fascismo.
Según Andreas Malm y el Colectivo Zetkin, es probable que, cuando la crisis empiece a agravarse, la extrema derecha se manifieste como una fuerza política que defiende de manera autoritaria los combustibles fósiles y los privilegios que generan, hasta el punto de promover una especie de apartheid climático.
En otros términos, si no revertimos las políticas actuales, si no tomamos medidas radicales para limitar las emisiones de gases de efecto invernadero en el corto plazo, la humanidad enfrentará un cataclismo sin precedente. Esas circunstancias podrían fomentar el surgimiento de formas de fascismo que impongan respuestas totalitarias, maltusianas y segregacionistas.
Ecosocialismo o barbarie
Hoy el antifascismo es indisociable del combate contra el cambio climático. La destrucción que conlleva el desastre medioambiental es capaz de generar las condiciones para que la amenaza fascista se convierta en una realidad mortífera.
Pero es imposible solucionar una situación de emergencia absoluta surgida de décadas de inacción con medidas tímidas. La alternativa es continuar la marcha a la barbarie o terminar con el capitalismo. Sí, la revolución está objetivamente en la agenda en el sentido de que es objetivamente necesaria y en el sentido de que la única salida humanamente aceptable a esta situación es la construcción de un poderoso movimiento de transformación revolucionaria capaz de imponer una ruptura con el capitalismo y con su lógica productivista. Pero esa perspectiva está lejos de constituir el objetivo común de todos los explotados y oprimidos del mundo. Por eso la revolución parece distante.
Si no queremos contentarnos con repetir la consigna «una sola solución, la revolución», ni perder el rumbo adaptándonos a un capitalismo verde imposible, tenemos que asumir la tarea de rellenar el abismo que separa lo que es objetivamente necesario de lo que es subjetivamente posible. Esto requiere un programa ecosocialista que contenga un conjunto de propuestas que esboce una respuesta anticapitalista global a la situación objetiva y formas de acción fundadas en la autoorganización democrática de todas las personas explotadas y oprimidas.
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