Por: AMADOR FERNÁNDEZ-SAVATER
En 2002 John Holloway publicó un libro de referencia: Cambiar el mundo sin tomar el poder. Inspirado en el “¡Ya basta!” zapatista, en el movimiento que surgió en Argentina en 2001-2002 y por el movimiento antiglobalización, plantea en él una hipótesis: no es la idea de revolución o transformación del mundo la que ha quedado impugnada en el desastre del comunismo autoritario, sino más bien la idea de la revolución como toma del poder y la del partido como herramienta política por excelencia. Otra noción de cambio social se insinúa en esos movimientos, y en general en todas las prácticas más o menos visibles donde se sigue una lógica distinta a la del beneficio, la de agrietar el capitalismo, o sea crear, dentro de la misma sociedad que se rechaza, espacios, momentos o áreas de actividad donde se prefigura ya un mundo distinto. Rebeldías en movimiento. Vistas así las cosas, la cuestión de la organización ya no coincide con la del partido, sino que pasa por la pregunta de cómo se reconocen y conectan las distintas grietas que van descosiendo el tejido capitalista. Pero después del “que se vayan todos” argentino vino el gobierno de Kirchner, y después del “no nos representan” en España apareció Podemos. Nos encontramos con John Holloway en la ciudad de Puebla (México) para preguntarle si, después de una década y todo lo que ha acontecido en ella, desde los gobiernos progresistas en América Latina hasta Podemos y Syriza en Europa, pasando por los problemas de las prácticas autoorganizadas para existir y multiplicarse, sigue pensando que es posible cambiar el mundo sin tomar el poder.
—Lo primero, John, sería preguntarte de dónde viene, dónde se sostiene, la idea hegemónica de revolución en el siglo xx, es decir, la del cambio social mediante la toma del poder.
—Creo que el elemento central es el trabajo, el trabajo entendido como trabajo asalariado, es decir, trabajo enajenado o abstracto. El trabajo asalariado ha sido y es la base del movimiento sindical, de los partidos socialdemócratas que eran su ala política, y también de los movimientos comunistas. Ese concepto conformaba la teoría revolucionaria del movimiento obrero: la lucha del trabajo asalariado contra el capital. Pero su lucha era limitada, porque el trabajo asalariado es el complemento del capital y no su negación.
—No entiendo la relación entre esa idea del trabajo y la de revolución a través de la toma del poder del Estado.
—Una manera de entender la conexión sería la siguiente: si partes de la definición del trabajo como trabajo asalariado o enajenado, partes de la idea de los trabajadores como “víctimas” y “objetos” del sistema de dominación. Y un movimiento que lucha por mejorar las condiciones de vida de los trabajadores (considerados como víctimas y objetos) se remite inmediatamente al Estado. ¿Por qué? Porque el Estado, por su separación misma con respecto a la sociedad, es la institución ideal si se busca conseguir beneficios para la gente. Así piensa la tradición del movimiento obrero y la tradición de los gobiernos de izquierda que hay actualmente en Latinoamérica.
—Pero no es la única tradición para pensar la política de emancipación.
—Desde luego que no. En los últimos veinte o treinta años encontramos muchísimos movimientos que afirman otra cosa: la posibilidad de emancipar la actividad humana del trabajo enajenado, abriendo grietas donde poder hacer de otra manera, hacer algo que nos parece útil, necesario y que merezca la pena, una actividad no subordinada a la lógica del beneficio. Esas grietas pueden ser espaciales (lugares donde se generan otras relaciones sociales), temporales (“aquí en este evento, mientras estemos juntos, vamos a hacer las cosas de otra manera, vamos a abrir ventanas hacia otro mundo”) o relacionadas con actividades o recursos particulares (cooperativas, por ejemplo, o actividades que siguen una lógica no mercantil con respecto al agua, al software, a la educación). El rechazo al trabajo enajenado y enajenante implica al mismo tiempo una crítica de las estructuras institucionales, organizativas y de pensamiento que surgen de él. Así se puede explicar el rechazo a los sindicatos, a los partidos y al Estado que podemos observar en tantos movimientos contemporáneos, desde los zapatistas hasta los indignados griegos o españoles.
—Pero no se trata de la oposición entre vieja y nueva política, me parece, porque lo que vemos en los movimientos de la crisis es que surgen las dos cosas al mismo tiempo: grietas como las plazas y también nuevos partidos, como Syriza o Podemos.
—Creo que es un reflejo de que nuestra experiencia en el capitalismo es contradictoria. Somos víctimas y a la vez no lo somos. Buscamos mejorar nuestras condiciones de vida como trabajadores y también ir más allá, vivir de otra manera. Por un lado, somos efectivamente personas que tienen que vender su fuerza de trabajo para sobrevivir. Pero, por otro, tenemos sueños, comportamientos y proyectos que no caben en la definición capitalista de trabajo. Lo difícil, ayer como hoy, es pensar la relación entre los dos tipos de movimientos. Cómo esa relación puede evitar la reproducción del sectarismo de siempre, cómo puede ser una relación fructífera sin negar las diferencias fundamentales entre las dos perspectivas.
—Argentina en 2001 y 2002, los indignados en Grecia y España más recientemente… En cierto momento los movimientos por abajo se detienen, entran en crisis o impasses, se desvanecen… ¿Dirías que la política de las grietas tiene límites intrínsecos para durar y expandirse?
—No hablaría de límites, sino de problemas. Hace diez años, cuando publiqué Cambiar el mundo sin tomar el poder, se veían más los logros y las potencias de los movimientos de abajo, mientras que ahora somos más conscientes de los problemas. Los movimientos que citas son faros de esperanza de una importancia enorme, pero el capital sigue existiendo y es cada vez peor, implica cada vez más miseria y destrucción. No podemos limitarnos a cantar las glorias de los movimientos, no es suficiente.
—¿Una respuesta podría pasar, entonces, por la opción que enfoca hacia el Estado?
—Se entiende por qué la gente quiere ir para allá, se entiende muy bien. Han sido años de luchas feroces, pero la agresión del capitalismo sigue igual. Espero sinceramente que Podemos y Syriza ganen las elecciones, porque eso cambiaría el caleidoscopio actual de las luchas sociales. Pero mantengo todas mis objeciones con respecto a la opción estatal. Cualquier gobierno de este tipo implica una canalización de las aspiraciones y de las luchas dentro de conductos institucionales que necesariamente tienen que buscar la conciliación entre la rabia que estos movimientos expresan y la reproducción del capital. Porque la existencia de cualquier gobierno pasa por fomentar la reproducción del capital (atrayendo inversión extranjera o de otra forma), no hay otra. Esto implica inevitablemente participar en la agresión que es el capital. Es lo que ya ha pasado en Bolivia y Venezuela y será también el problema en Grecia y España.
—¿Se trataría tal vez de complementar los movimientos por abajo con un movimiento orientado hacia las instituciones de gobierno?
—Es la respuesta obvia que se repite. Pero el problema de las respuestas evidentes es que suprimen las contradicciones. Las cosas no se pueden conciliar tan fácilmente. Desde arriba se puede tal vez mejorar las condiciones de vida de la gente, pero no me parece que se pueda romper con el capitalismo y generar otra realidad. Y sinceramente creo que estamos en una situación donde no hay soluciones a largo plazo para la humanidad entera dentro del capitalismo.
No descalifico la opción estatal porque yo tampoco tengo ninguna respuesta que ofrecer, pero no me parece que sea la solución.
—¿Por dónde estás buscando esa respuesta?
—Sin considerar a los partidos de izquierda como enemigos, que para mí desde luego no es el caso, yo diría que la respuesta hay que pensarla en términos de profundización de las grietas. Si no vamos a aceptar la aniquilación de la humanidad, que es algo que me parece que está en la agenda del capitalismo como posibilidad real, la única alternativa es pensar que nuestros movimientos son el nacimiento de otro mundo. Hay que ir construyendo grietas y buscando formas de reconocerlas, potenciarlas, extenderlas, comunicarlas. Buscar la confluencia o, mejor, la comunización de las grietas.
Si pensamos en términos de Estado y elecciones nos estamos desviando de eso, porque Podemos o Syriza pueden mejorar las cosas pero no crear otro mundo por fuera de la lógica del capital. Y creo que de eso se trata.
—¿Cómo piensas la relación entre las dos perspectivas de que venimos hablando?
—Es necesario mantener un debate constante y respetuoso y que a la vez no suprima las diferencias y las contradicciones. Una base del diálogo podría ser la siguiente: nadie tiene la solución. Nosotros por el momento debemos reconocer que no tenemos la fuerza suficiente para abolir el capitalismo. Y por fuerza me refiero aquí a construir maneras de vivir que no dependan del trabajo asalariado. Poder decir: “realmente no me importa si tengo empleo o no, porque si no lo tengo puedo dedicar mi vida a otras cosas que me interesan y que me dan el sustento suficiente para vivir dignamente”. Ahora mismo no es el caso. Quizá tengamos que construir eso antes de decir: “váyase al carajo, capital”.
En ese sentido, pensemos que una precondición de la revolución francesa fue que en cierto momento la red social de relaciones burguesas ya no necesitaba a la aristocracia para existir. De igual modo, debemos trabajar para alcanzar el punto en que podamos decir: “no nos importa que el capital global no invierta en España, porque hemos construido una red de apoyo mutuo suficiente para vivir con dignidad”.
Hoy la rabia contra los bancos se extiende por todo el mundo, pero me parece que el problema no son los bancos, sino la existencia del dinero como relación social. ¿Cómo pensar la rabia contra el dinero? Creo que ésta pasa necesariamente por construir relaciones sociales no monetizadas, no mercantilizadas. Y hay muchísima gente dedicándose a eso, por deseo, convicción o necesidad, aunque no salga en los periódicos. Construyendo otras formas de comunidad, de socialidad, de pensar la tecnología y las habilidades humanas para crear otra vida.
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