Por: Dimitris Konstantakopoulos
Vista desde Grecia, lo único que la crisis griega tiene de “griega” es el nombre. Se trata de una situación en la que se encuentran en juego intereses estratégicos cuyo alcance va mucho más allá de los Balcanes y que actúa como una trampa en la que han caído los principales dirigentes de la Unión Europea. Ya que, si en efecto se trata de un rejuego geopolítico, las reacciones de Alemania y de sus aliados van a volverse contra ellos mismos y contra todos los europeos.
- De izquierda a derecha: Sentado, Wolfgang Schauble, actual ministro alemán de Finanzas, que anteriormente fue varias veces ministro del Interior. Son notorios su alineamiento con Washington, su oposición a las alianzas con Moscú, su apoyo a la guerra contra Irak y al campo de prisioneros de Guantánamo. Al centro, Angela Merkel, canciller alemana. Ex responsable de propaganda en la desaparecida RDA, de la noche a la mañana se unió al gobierno de Helmut Kohl y la CIA aún la mantiene bajo vigilancia. En tercer plano, Otmar Issing, profesor de Economía. Simultáneamente consejero del banco Goldman Sachs y administrador del Banco Central Europeo, publicó en 2012 un libro a favor de la expulsión de los «PIIGS» (Portugal, Italia, Irlanda, Grecia y España) de la Eurozona.
«No moriremos por Dantzig», decían los franceses hace 70 años. «No pagaremos por los griegos», dicen hoy los alemanes. Y si en 70 años la fuerza del dinero reemplazó, en Europa, la fuerza de las armas, el resultado no es menos mortal para los pueblos. Tampoco es, a fin de cuentas, menos autodestructiva.
El ataque contra Grecia iniciado por poderosas fuerzas «geoeconómicas», las del capital financiero totalmente liberado de toda forma de control, de un Imperio del Dinero en gestación, reviste a nivel mundial una importancia enorme, que sobrepasa ampliamente la dimensión de ese pequeño país. Es la primera de una serie de batallas que decidirán el futuro de los Estados y de los países europeos, el del ideal de una Europa unida, independiente, social, la de nuestra democracia y nuestra civilización. La interrogante a la que hoy se trata de responder, en Grecia, es saber quién va a pagar la deuda acumulada de la economía mundial, incluyendo la deuda vinculada al salvamento –en 2008– de los grandes bancos.
¿La pagarán los pueblos de los países desarrollados, aunque ello implique la supresión de los derechos sociales y democráticos conquistados a lo largo de 3 siglos de lucha, en otras palabras, sacrificando la civilización europea? ¿La pagarán otros países? ¿La pagaremos destruyendo el medio ambiente? ¿Prevalecerán los bancos ante los Estados o sucederá lo contrario? ¿Logrará Europa dominar nuevamente ese monstruo que es el capital financiero totalmente desregulado, reinstaurando una regulación de los flujos de capitales, en el marco de un proteccionismo razonable y de una política de crecimiento, contribuyendo a la construcción de un mundo multipolar, dando así un ejemplo de envergadura mundial? ¿O bien, sucumbirá Europa en medio de implacables conflictos internos, consolidando el papel dominante –aunque hoy vacilante– de Estados Unidos y quizás mañana el de otras potencias, o quizás incluso de totalitarismos, a nivel mundial o regional?
La crisis griega
Los gobiernos europeos y su Unión, que han dedicado sumas colosales al salvamento de los bancos, imponen a Grecia la adopción de medidas que implican la mayor regresión de toda la historia de ese país, exceptuando únicamente el paréntesis de la ocupación alemana, de 1941 a 1944, hundiéndola además en la mayor recesión que ese país haya conocido en varias décadas, privándola por tiempo indeterminado de toda perspectiva de crecimiento. Lo cual puede, además, hacer simplemente imposible el pago de su deuda, o sea corriendo el riesgo de convertir a Grecia en una especie de Lehman Brothers en la nueva fase de la crisis mundial iniciada en 2008.
Hemos llegado a un punto en que el Banco Central Europeo presta a los bancos a una tasa de interés de 1% para que estos le presten a Grecia a tasas de 6 o 7%. Al mismo tiempo, los gobiernos europeos se niegan a aceptar la emisión de las euro-obligaciones que podrían ayudar a normalizar las tasas que paga el Estado griego.
Alemania contra Europa
Hace 20 años, el primer acto de la Alemania recientemente reunificada, alcanzando su plena «mayoría estratégica», fue dar el tiro de gracia a la Yugoslavia multinacional y federal, imponiendo a sus socios el reconocimiento de las diferentes Repúblicas que la componían. El resultado fue, en primer lugar, una serie de guerras que sembraron la ruina y la muerte en los Balcanes, pero sin resolver ninguno de sus problemas. Otros resultados fueron la temprana muerte de la balbuceante política exterior y de defensa de la Unión Europea así como el solemne regreso de Estados Unidos a su papel de amo absoluto del sudeste europeo.
Pero todo eso parecerá un simple delito en comparación con lo que puede pasar ahora por causa de la miopía de Berlín y de la manera dogmática, extremadamente egoísta, en que defiende las reglas de Maastricht, dispuesto –según parece– a sacrificar uno o varios de sus socios, incluso pertenecientes al «núcleo duro» de la Unión Europea, la Eurozona, hundiéndolos en el desastre económico y social.
Hoy en día, lo que está en juego con la crisis «griega», con la crisis «española», con la crisis «portuguesa» o con cualquier otra crisis que pueda aparecer mañana, no es solamente la política común europea, ni el destino de los Balcanes. Es el ideal mismo de la Europa unida lo que está al borde de la desaparición, y con ello su moneda común, como ya han señalado los políticos y analistas económicos más brillantes, tanto en Europa como a escala internacional.
Si bien en 1990-91, la política alemana sentó… el papel de Estados Unidos en el sudeste de Europa, la política alemana actual conduce a la consolidación de su papel hegemónico, hoy debilitado no sólo en la escena europea sino a nivel mundial. Y al mismo tiempo priva a Europa de la posibilidad de desempeñar, basándose en sus ideas y su civilización, un papel de vanguardia en la tan necesaria revisión del sistema mundial. Errores históricos de tan enorme envergadura no carecen de precedentes en la historia de Alemania. Berlín sobrestima hoy su poderío económico, exactamente de la misma manera como sobrestimó su poderío militar en los años 1910 y 1930, contribuyendo así a la destrucción de Europa –y a su propia destrucción– durante las dos Guerras Mundiales.
La instauración de la moneda única y el modo de funcionamiento de la Unión Europea han sido provechosos principalmente para Alemania, que sin embargo se niega a «abrir su cofre» para ayudar a sus socios en dificultades. Alemania no defiende a Europa, en el plano exterior, de los ataques bancos internacionales bajo control de los anglo-estadounidenses, ni de los ataques del capital financiero, designados eufemísticamente como «los mercados». Tampoco defiende a Europa en el plano interno, no sólo porque se niega a prestar ayuda a un supuesto socio, en este caso a Grecia, sino además porque incluso insulta a ese país, a través de una campaña sádica y racista de los medios de prensa alemanes, ¡precisamente cuando ese país enfrenta graves dificultades!
Alemania y Maastricht
Alemania tiene razón cuando sostiene que, al actuar así, está defendiendo las reglas de Maastricht, que prohíben todo tipo de solidaridad y de ayuda entre los miembros de la Unión Europea e imponen, para la eternidad, una política monetaria que no existe en ninguna otra parte del mundo.
Esas reglas son las que convienen a los intereses alemanes, al menos tal y como los conciben los medios dominantes de Berlín, y sobre todo a los intereses de los bancos y más generalmente de los grandes propietarios del capital financiero. Las reglas de Maastricht garantizan sus ganancias, como también lo hace el régimen de liberalización total de los intercambios de capitales y mercancías, reglas que prohíben explícita o implícitamente a los europeos la práctica de una política inflacionista, keynesiana, anticíclica, cuando pudiese resultar necesario, pero que también les prohíbe defenderse contra el antagonismo económico exterior, venga de Estados Unidos o de China.
Sin embargo, al afirmar, con toda razón, que su política actual se basa en el tratado de Maastricht, texto que hay que respetar como si fuese el Evangelio, Berlín revela, sin querer, el carácter monstruoso del actual edificio europeo. No hace falta ser economista, basta el simple sentido común, para entender que ninguna unión entre personas, pueblos, Estados, o lo que sea, puede durar mucho si se basa en… ¡prohibir la solidaridad entre sus componentes!
Si los pueblos de Europa aceptaron la idea de la unificación europea no fue para encaminarse a la ruina. La aceptaron para obtener más garantías de seguridad y de prosperidad. Al negar a sus socios la ayuda que necesitan, los dirigentes alemanes deslegitiman, en gran medida, tanto el ideal de la Europa unida como el de la moneda única, así como su propia ambición de encabezar esa Europa. ¿De qué sirve una Unión que moviliza todo sus medios para salvar a los bancos que provocaron la crisis de 2008 pero que se niega a salvar un pueblo europeo amenazado por esos mismos bancos, anteriormente salvados del naufragio gracias al dinero de los fondos públicos?
La única razón que hace que los miembros de la eurozona afectados por la crisis se mantengan aún en ella es su temor por las consecuencias que podría tener su salida (y ciertos intereses de sus clases dirigentes). Pero, ¿por cuánto tiempo bastará esa razón, sobre todo ante una posible agravación de la crisis económica que transformará amplias zonas de Europa en una especie de Latinoamérica? Al igual que en el siglo XX, Alemania pagará de nuevo, ella también, el precio de su egoísmo. Políticamente, porque su propio papel se verá socavado. Económicamente, porque su actitud ahogará a los compradores de sus productos. Pero es muy posible que sólo se dé cuenta de ello cuando ya sea demasiado tarde.
La crisis griega como crisis de la eurozona
Es casi evidente que la crisis griega no está relacionada únicamente, ni siquiera fundamentalmente, con los problemas internos bastante importantes del país, con la debilidad de su Estado y de su sistema político, fuente de una extensa corrupción. Esos problemas, así como el hecho que Grecia invierte sumas colosales para defenderse de una Turquía negacionista, son sin embargo factores que determinan la forma, el momento de aparición de esta crisis y la capacidad del país para enfrentarla. Pero no son la causa, como lo prueba la crisis en España, en Portugal y también en otros países.
En Grecia puede tomar el aspecto de una crisis de la deuda pública y en España el de una crisis del endeudamiento privado. El hecho es que la crisis está en todas partes. Lo que refleja es la incapacidad a largo plazo de los países más débiles de la Unión para enfrentar, por un lado, una política monetaria diseñada en función de los intereses de Alemania y de los bancos internacionales, así como la supresión de toda barrera de protección externa de la eurozona.
El funcionamiento «interno» de la moneda única conduce, a falta de mecanismos compensatorios, a una transferencia permanente de la plusvalía del sur de Europa hacia el norte. El funcionamiento «externo» de la eurozona, que voluntariamente se prohíbe a sí misma todo tipo de protección contra la competencia estadounidense y china, y toda política industrial y social, toda armonización, conduce a la degradación de la capacidad europea de producción en el conjunto de la Unión, comenzando por los países más débiles. La industria griega, por ejemplo, se traslada del norte de Grecia hacia los Balcanes y los turistas abandonan el país donde impera una moneda cara –el euro– para irse al litoral turco.
El problema va a empeorar con el fin, dentro de poco, de las políticas de cohesión. Es evidente que el problema estructural griego ha acentuado la situación y puesto a Grecia en medio de la crisis europea, pero ese problema no creó la crisis de la Unión. El sur de Europa no es la única región que enfrenta esos problemas. Francia, país central y metropolitano, corazón político de Europa, si se considera que Alemania es el corazón industrial, también los ha detectado y tiene que enfrentarlos. Esos problemas dieron origen al rechazo del pueblo francés a la Constitución europea propuesta en 2005. Desde entonces, importantes intelectuales franceses han resaltado el callejón sin salida al que se encamina la eurozona. Por ejemplo, Emmanuel Todd, Jacques Sapir, Bernard Cassen y ATTAC, así como Maurice Allais, por citar sólo algunos, subrayan que es imposible que una Europa productiva y social logre sobrevivir sin adoptar algún tipo de proteccionismo.
La obstinación en las reglas de la eurozona, bajo su forma actual, conduce al totalitarismo, estima Emmanuel Todd. Europa va derecho a la catástrofe con el sistema ultraliberal de intercambio y la supresión, por las autoridades de Bruselas, de la preferencia comunitaria. Hasta ahora, las ideas de reforma de la eurozona no se podían aplicar, por falta de voluntad política. Sería una tragedia para el pueblo griego que, debido, entre otras cosas, a la manera como el sistema político griego y una élite política en plena degeneración administran el país, ese pueblo tuviese que vivir una catástrofe como precio de la energía necesaria para una reforma del euro, que –si finalmente tuviese lugar–llegaría demasiado tarde para Grecia.
Economía y geopolítica
En cuanto a la dimensión geopolítica del problema, los dirigentes alemanes no parecen haber sacado ninguna enseñanza de su propia historia, o sea recordar que durante las décadas anteriores a la Primera Guerra Mundial fueron incapaces de obtener las ganancias esperadas de sus progresos científicos y tecnológicos. El capitalismo de casino engendrado por la desregulación de estas últimas décadas, y que ellos mismos aceptaron de manera interesada y caracterizada por una total ausencia de perspicacia estratégica, es un engendro anglo-estadounidense. ¡Ningún jugador, por muy bueno que sea, puede ganarle al dueño del casino! Tenemos derecho a preguntarnos si existe algún plan estratégico tras la crisis actualmente desatada, no sólo en relación con la deuda griega sino también contra el euro, precisamente cuando esta moneda estaba a punto de convertirse en una divisa mundial.
Sobre todo teniendo en cuenta, como ahora sabemos, que Goldman Sachs estaba detrás del ataque contra Grecia y contra el euro. Escudándose tras el tratado de Maastricht, en una Europa-«dictadura de los bancos» los alemanes se aprovecharon ciertamente de su supremacía económica, pero a la vez permitieron la instalación de una enorme trampa potencial, que acaba de ser activada, contra la Europa unida. Era de esperar, además, que las cosas evolucionaran en ese sentido cuando vemos, por ejemplo, que el arquitecto de la política monetaria no es otro que… el hombre de Goldman Sachs, Otmar Issing, otro más –es justo señalarlo– entre los tantos miembros de la vasta red de influencias de ese banco en Europa. Es posible, por consiguiente, que hoy estemos siendo testigos del desarrollo del plan estratégico que integra la geopolítica y la geoeconomía en la arquitectura del tratado de Maastricht.
La crisis estaba inscrita en el tratado mismo con dos posibles resultados: la transformación de Europa en estructura totalitaria y sometida o su disolución en componentes, con la variante de mantenerla, en todo caso, en un estado de desgarramiento provocado por sus problemas internos que le impida obtener su autonomía en relación con Estados Unidos e imponer reglas al capital financiero mundial. La política de Berlín parece basarse en la esperanza de sacar de la globalización más provecho que si reclamase, en nombre de una Europa reformada, un estatus de igualdad con Estados Unidos en el marco de un mundo multipolar con flujos reglamentados de mercancías y capitales. Y es así precisamente porque Berlín tiene todavía en mente las derrotas sufridas cuando corrió tras la hegemonía europea y mundial. Pero, al mismo tiempo, parece olvidar que la globalización se halla bajo el dominio del sector financiero y del crédito, y no de la industria, que constituye el punto fuerte de Alemania, país que a fin de cuentas corre el riesgo de encontrarse nuevamente en la misma situación que conoció hacia el final del «gran» siglo liberal, justo antes de la Primera Guerra Mundial.
Los dirigentes alemanes quizás piensan que una «expulsión» o una salida forzosa de Grecia de la eurozona sería una solución que, por un lado, «serviría de escarmiento» a los demás miembros de la Unión y reforzaría, por otro lado, la homogeneidad de un núcleo duro europeo que parece haberse «ablandado». La idea de una «Europa desigual» y en círculos homocéntricos, como la que había formulado Karl Lammers, sigue siendo muy popular en Alemania. El problema es que los círculos finalmente podrían resultar heterocéntricos.
Es evidente que para Grecia, pero también para otros miembros de la eurozona, el problema se planteará por sí solo y todo indica que eso ocurrirá más pronto que lo previsto. Para Grecia y otros países, mantenerse en la eurozona sólo tendría sentido si dicha zona se reformara muy rápida y profundamente. Pero no es nada seguro que la retirada de uno o de varios países reporte a Alemania las ventajas que esta espera.
Al perseverar en esa política, Berlín corre el riesgo de provocar una crisis muy grave, tanto en la eurozona como en la Unión Europea. Y provocará, al mismo tiempo, una importante derrota estratégica de Europa en el este del Mediterráneo, contribuyendo así a concretar el objetivo estratégico central de Estados Unidos en la región, o sea la constitución de una zona de influencia estadounidense y turca que se extendería desde el Mar Adriático hasta el Cáucaso y Chipre.
Esa zona, siguiendo la visión de la «ocupación del centro» del «tablero estratégico» planteada por [el ex consejero estadounidense de Seguridad Nacional] Brzezinski, se interpondría entre Europa y los hidrocarburos del Medio Oriente y también entre Rusia y los «mares cálidos». Sería además parte de la Unión Europea. En otras palabras, sería uno de los centros de una Eurasia dominada por Estados Unidos, una herramienta al servicio de la «parálisis estratégica» de Europa y una base de «contención» contra Rusia.
En Europa deberíamos saber –pero dudo que alguien quiera saberlo–, desde los famosos informes de Wolfowitz y de Jeremia que cristalizaron la estrategia post-guerra fría de Estados Unidos, que el objetivo estratégico de Washington es impedir el surgimiento de fuerzas que pueden hacerle frente y para evitarlo aplica políticas destinadas a impedirlo desde ahora, programando cuando es posible la aparición de crisis o creando obstáculos que impiden colaboraciones o alianzas entre diversos polos del sistema internacional.
Hay un caso en el que Alemania entendió esto perfectamente. Fue cuando ella misma decidió construir el gasoducto North Stream para conectarse directamente con Rusia. Pero, en general, Alemania sigue siendo estratégicamente ciega.
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