Ariel Petruccelli, graduado en Historia por la Universidad Nacional del Comahue y autor de obras como Materialismo histórico. Interpretaciones y controversias y Ciencia y utopía en Marx y la tradición marxista, se destaca como un investigador riguroso de la teoría marxista. En un panorama cultural donde escasean las nuevas iniciativas editoriales e intelectuales, Petruccelli y un conjunto de colaboradores decidieron lanzar la revista web Kalewche en septiembre de 2022. Acompañada por la publicación trimestral Corsario Rojo, estas plataformas convocan a la reflexión desde diversas perspectivas sobre temas teóricos, históricos y contemporáneos. El manifiesto de Kalewche, que sienta los fundamentos ideológicos de este proyecto, expone con claridad las posturas compartidas, abordando tanto cuestiones teóricas complejas como controversias políticas vinculadas a la práctica de los movimientos sociales y políticos. No esquiva temas polémicos, a menudo a contracorriente, y aspira a influir en las conversaciones políticas y sociales contemporáneas.
En entrevista con Jacobin, Petruccelli desglosa las ideas esenciales presentadas en el manifiesto, ofreciendo su visión sobre cuestiones centrales en la teoría marxista actual y reflexionando sobre las polémicas políticas y estratégicas en el contexto del socialismo contemporáneo.
MM
Un aspecto que me gustaría abordar es la referencia a la convergencia entre marxistas y anarquistas que mencionan en el manifiesto de Kalewche. Si bien es cierto que en la acción política, en numerosas ocasiones, la colaboración entre estas corrientes ideológicas es necesaria y posible, su utilidad en el ámbito de un proyecto teórico puede resultar menos evidente. La duda aumenta cuando el manifiesto se opone a uno de los aspectos que unen al anarquismo con el marxismo tradicional: el rechazo de las instituciones de la democracia representativa del Estado capitalista, a favor de la promoción de estructuras como soviets, consejos y órganos de «democracia directa» (utilizo este término por economía, aunque no es completamente preciso). Dado este rechazo, surge la pregunta de qué queda entonces de la colaboración teórica entre anarquistas y marxistas. ¿Cómo interpretas este punto y cuál es tu perspectiva al respecto?
AP
Yo diría que tanto las previsiones estratégicas del marxismo y del anarquismo (en sus diferentes formas) se han visto frustradas: la prueba es que no vivimos en ninguna forma de comunismo; el capitalismo sigue vivito y coleando. Ideológicamente, cada tradición puede aferrarse a sus convicciones y ofrecer una «explicación» que deje conformes a sus integrantes sin necesidad de revisar mucho nada. Esta actitud defensiva es perfectamente comprensible, y su fuerza no puede ser menospreciada.
Las distintas tradiciones políticas suelen aferrarse a ciertas premisas, y ello explica muy bien por qué los revolucionarios casi nunca extraen de la historia las conclusiones que parecen obvias a los conservadores, y viceversa. Sin embargo, por mucho cariño y respeto que uno tenga por la tradición de la que abreva, intelectualmente —si asumimos en serio una postura crítica—, es necesario examinar las cosas con todo rigor, por duro que sea. Las querellas entre anarquistas y marxistas del pasado no pueden ser olvidadas, pero debemos ir más allá de ellas.
Para mí es evidente que hay aspectos que cada tradición debe revisar. La tradición marxista, con las excepciones del caso, tendió a ser poco crítica respecto al poder, la centralización y la burocracia. La tradición anarquista fue mucho más crítica, pero es innegable que el precio fue cierto irrealismo que le dificultó dejar de ser una fuerza minoritaria. Pero claro, el «realismo» marxista, a largo plazo, no lo parece tanto, mientras que algunos aspectos de la crítica anarquista merecen ser reevaluados.
El marxismo tendió a ser poco crítico en relación a las nuevas tecnologías, manteniendo en general la esperanza de cierta neutralidad de las mismas que habilitaría, eternamente, usos benéficos o negativos de cualquiera de ellas. Algunas corrientes anarquistas plantearon más reparos, algunos simplistas, otros muy agudos. La idea de que cualquier tecnología puede tener usos diversos, en sí, no es errada, pero hay grados y grados.
Hay tecnologías con mayores y menores potenciales liberadores u opresivos. La imprenta y la prensa escrita se asocian históricamente con movimientos revolucionarios: de la reforma protestante al bolchevismo, la impresión fue clave. El potencial revolucionario de la radio ya no es tan claro, y de hecho al parecer ha sido el nazismo el que hizo un uso más efectivo de la misma. Con la televisión ya pasamos a otro plano. Terry Eagleton apuntó que el problema con la TV no es el contenido ideológico que difunda, sino el tipo de prácticas que promueve. Mirar TV es casi por definición una actividad privada que demanda una atención exclusiva (a diferencia de la radio, que uno puede escuchar mientras hace otras cosas), en actitud pasiva y que demanda mucho tiempo, que se sustrae, por ejemplo, al dedicado a actividades colectivas. La televisión promueve una cultura privada y de consumo. Esto no cambia porque se esté viendo un documental sobre la revolución cubana.
Las nuevas tecnologías digitales —con su carácter deliberadamente adictivo y con su potencial de vigilancia— nos colocan ante otros desafíos, ante los cuales el anarquismo se ha mostrado, en general, más sensible. Hace unos tres lustros un colectivo de activistas libertarios que se dedicaba a ofrecer seguridad informática a grupos políticos y sindicales de izquierda escribió un breve texto: «Tenemos que hablar de Facebook». Allí planteaban, entre otras cosas, los riesgos de facilitar información a una escala que no hubieran podido ni soñar las viejas policías políticas. Nadie les hizo caso: la izquierda abrió masivamente muros de Facebook. Debemos preguntarnos cómo podríamos militar hoy en condiciones de clandestinidad. ¿O es que pensamos que ya no habrá embates autoritarios?
Hay mucho espacio también de colaboración intelectual entre marxistas y anarquistas en el campo de la militancia ecologista. Desde luego que hay excepciones, pero en líneas generales el anarquismo tuvo más recaudos que el marxismo ante muchas cuestiones que se llamaron «progreso» y de las que hoy vemos claramente sus costados negativos; como así también ante las intervenciones del Estado. Durante la pandemia las corrientes anarquistas tuvieron más reflejos críticos ante lo que en otros sitios he denominado «talibanismo sanitario». Es verdad que, en sus posicionamientos críticos, a la tradición anarquista muchas veces le faltó solidez científica, pero el mayor rigor científico de los intelectuales marxistas (no todos, desde luego) muchas veces ha ido de la mano de ciertas ilusiones.
Por otra parte —nuevamente, con excepciones aquí y allá—, ambas tradiciones buscaron afianzarse en la clase trabajadora, fueron mucho más ilustradas que románticas, valoraban a la ciencia, tenían objetivos universalistas y los programas y objetivos políticos les interesaban más que la identidad. Hoy, en medio del auge posmoderno de los relativismos identitarios, con toda su carga romántica y particularista, ambas tradiciones deberían hacer un frente común. El objetivo de la liberación universal (no la liberación de una parte) es su patrimonio compartido y plenamente reivindicable.
MM
En el manifiesto cuestionan el ciclo progresista latinoamericano como una forma de «estatismo burgués». ¿Crees que esta definición aplica también a las experiencias más radicales de Venezuela y Bolivia, sobre todo en los momentos de mayor confrontación con las clases dominantes y de más aguda movilización social? ¿Se puede decir que Hugo Chávez fue, a la manera de Perón, un nacionalista burgués que quiso contener a las masas por medio de algunas concesiones sociales? Si no fuera el caso, ¿cómo caracterizar las experiencias más radicales del progresismo latinoamericano?
AP
Creo que sí. Pero con algunas precisiones. No simpatizo mucho con las ideas de «contener» o «desviar» a las masas. Eso parece presuponer que hay un curso y un destino prestablecido, y no es el caso. Ni Perón ni Chávez tuvieron que contener o desviar a un movimiento obrero socialista por la sencilla razón de que tal cosa no existía (al menos a gran escala) ni en la Argentina de 1945 ni en la Venezuela de 2000.
En la medida en que sus proyectos no modifican las relaciones capitalistas de producción, pueden ser considerados burgueses, aunque no es dato menor el hecho de que son proyectos burgueses que no cuentan con el apoyo de la mayor parte de la burguesía. Esto es fuente de grandes confrontaciones políticas, evidentemente.
El carácter socialista de Perón podemos descartarlo: nadie sostendría hoy una idea tan poco acorde con las evidencias. El caso de Chávez es distinto: empleó una retórica socialista en momentos en que la palabra socialismo estaba fuera de agenda. Pero más allá de la retórica, el supuesto socialismo de Chávez no pasó de un estatismo en los marcos de una economía bajo todo aspecto capitalista. Ni siquiera se establecieron ampliamente formas de control obrero de la producción, que no son necesariamente socialistas, pero pueden dar la idea de cierta búsqueda transicional. Hubo, es cierto, experiencias comunales y cooperativas, pero siempre como cosa subordinada y en sectores relativamente marginales de la economía. Por otra parte, los resultados sociales, políticos y económicos de la experiencia venezolana distan de ser entusiasmantes.
El caso boliviano es un poco distinto. Aquí hubo en los orígenes un peso mayor de los movimientos sociales, una mayor autonomía popular, por decirlo así, que en Venezuela. La retórica socialista fue menor —se hablaba de «capitalismo andino-amazónico»— y el peso de lo indígena y lo campesino, mucho mayor. Pero mirado descarnadamente, el proyecto del MAS boliviano fue una forma de desarrollismo capitalista con derechos y retórica indigenista. Sin embargo, luego de una década de «Estado plurinacional» nos encontramos con que la población que se reconocía como indígena había descendido del 62% en 2001 al 49% en 2012. Aunque se ofrecieron muchas explicaciones de este curioso y contraintuitivo fenómeno, yo estoy convencido que el proceso de urbanización capitalista que experimentó Bolivia en esos años es un aspecto clave del asunto.
En los últimos años se observa, recurrentemente, que ciertos procesos moleculares de larga data van en una dirección completamente diferente a la de los «relatos» políticos. Desde una perspectiva genuinamente marxista debemos prestar mucha más atención a estas corrientes subterráneas que a los juegos de artificio verbales, por mucho que esto parezca anticuado. Pero, si lo hacemos, al menos no nos sorprenderán ciertos acontecimientos que parecen descolocar a los analistas que se toman demasiado a pecho los relatos mediáticos, sean relatos progresistas o conservadores.
MM
El manifiesto aborda un punto particularmente interesante, que no se relaciona directamente con cuestiones políticas, al menos no de manera inmediata. Se refiere a la defensa del «realismo científico», la reivindicación de la herencia de la Ilustración y la valoración de tradiciones que en la cultura marxista latinoamericana a menudo se subestiman, como el marxismo analítico, lo que incluye una crítica a la influencia de la dialéctica hegeliana. ¿Cuál consideras que es la importancia política o teórica de estos asuntos para el marxismo contemporáneo?
AP
Yo creo que son muy importantes. Puede haber algo de «deformación profesional» en mi juicio. Me dedico sobre todo a cuestiones teóricas, y todos tendemos a valorar, a veces en demasía, lo que hacemos. Advertido de esto, creo que puedo ofrecer algunos buenos argumentos generales en favor de la necesidad del realismo científico. Pero me gustaría empezar indirectamente, apuntando un contraste y una paradoja. El contraste es el que se puede observar en la cultura política de hace unos pocos años atrás y la actualidad.
Hasta hace no mucho, cuando yo, que aún no soy viejo, era joven, la gente se preocupaba por la veracidad de ciertos datos y afirmaciones. Se suponía que apreciar correctamente una situación era un prerrequisito indispensable para actuar sobre ella. Uno quería saber, por ejemplo —y son ejemplos completamente al azar—, si el desempleo había aumentado o no (y cuánto) en tal lugar; o cuánta genta había asistido a tal movilización; o cómo había evolucionado en los últimos años la matrícula en las escuelas privadas. Nadie ignoraba que de todos y cada uno de esos datos se podía hacer un uso político y vincularlos a cierta «implicación ideológica». Si el desempleo había aumentado, nadie lo ignoraba, ello podía ser empleado contra un gobierno, en el supuesto (discutible, por lo demás) de que era culpa suya.
Pero, por decirlo de algún modo, se priorizaba la información veraz por sobre los empleos ideológicos que se pudiera hacer de la misma. Hoy ya no es así. Se da una prioridad casi absoluta a la «implicación ideológica». Ya no importa, o importa poco, si el desempleo aumentó o no. Lo que cuenta es el impacto que tendrá en el público afirmar o negar que el desempleo se incrementó. Esto ha llevado a situaciones absurdas, en las que se niega lo que es evidente, se afirma lo falso y se ha generado un contexto en el que la criticidad está acorralada.
Por consiguiente, defender el pensamiento crítico y el realismo científico es esencial para la izquierda. El fascismo puede prosperar muy bien en medio de la histeria y los gritos. La derecha reaccionaria puede apelar a los instintos más bajos, a las pasiones más primitivas, a las pulsiones más inconfesables. Ellas no son incompatibles con su proyecto social. Insisto: el fascismo se mueve como pez en el agua en un clima de miedo, histeria y vocinglería. Pero un proyecto genuino de emancipación requiere deliberación, decisiones meditadas y bien informadas, entraña cierta dosis importante de serenidad anímica, capacidad para poner las cosas en perspectiva, subordinar lo urgente a lo importante. No es casual que el fascismo fuera intelectualmente tan pobre y el marxismo tan rico (las derechas no fascistas, liberales o conservadoras, no son obviamente tan pobres intelectualmente como el fascismo).
Por otra parte, todo proyecto revolucionario implica ir más allá del sentido común, que está fuertemente modelado por la clase dominante. Entraña, pues, necesariamente, capacidad de revisión crítica. Esto significa que las polarizaciones acríticas, las creencias ciegas, las simplificaciones groseras, aunque puedan proporcionar «éxitos» a corto plazo, a largo plazo contribuyen a conformar un tipo de cultura en general, y de cultura política en particular, que cierra las puertas a la emancipación política y social. Para decirlo blanco sobre negro: el estalinismo podía medrar muy bien con los miedos y la fe ciega. Pero esa es la derecha de la izquierda, si se me permite la expresión. Y ha acabado como acabó.
Ahora bien, no se practica el realismo científico o el pensamiento crítico poniendo la palabra crítica en cada frase o proclamando que se está «siguiendo a la ciencia». Con esto llego a la paradoja de la que hablaba antes. Mientras socialmente los datos objetivos cuentan mucho menos que la «implicación ideológica», y mientras se observa un deterioro de la capacidad de intelección crítica, sugerentemente se imponen en nombre de la ciencia medidas y creencias con poco o nulo sustento. Se emplea a la ciencia como si fuera una religión. Y todo es tan grotesco que la expresión «seguir a la ciencia» se ha vuelto de lo más popular. El problema es que se sigue a una religión, no a la ciencia. A la ciencia se la practica, y quienes la practican seriamente saben lo difícil que es obtener científicamente conclusiones taxativas, y lo insostenible que es pretender extraer de tesis científicas recetas políticas.
La ciencia (o mejor dicho, ciertos estudios científicos) pueden brindar mejor o peor sustento a un objetivo político. Pero ninguna medida política (y de hecho ni siquiera ninguna medida sanitaria, pese a todo lo que se dijo en los últimos años) es la simple conclusión de un estudio científico, que es por definición acotado, parcial, tentativo y siempre sujeto a revisión.
Para mí lo que ha sucedido durante la pandemia fue muy revelador. Tanto, que tengo que reconocer que me ha dejado pasmado. Nunca tuve demasiadas expectativas en la fortaleza del pensamiento crítico: varias décadas de experiencia universitaria fueron más que suficientes para no tener muchas ilusiones. Y siempre estuve atento a la capacidad de manipulación de los medios masivos de comunicación. Pero lo que vivimos en esta crisis sobrepasó ampliamente mis previsiones más pesimistas.
La magnificación de un problema sanitario real, pero en verdad parcial y muy sesgado, hasta convertirlo en el problema, en la amenaza principal para el mundo entero (algo absolutamente falso), no tiene precedentes. La ciega fe, carente de todo respaldo científico, en la eficacia de las medidas físicas (aislamiento, mascarillas) para detener a un virus respiratorio raya en la irracionalidad. El autoritarismo con que se impusieron medidas insensatas, la negativa a ver los efectos adversos asociados a las mismas (los de los confinamientos y los de la vacunación universal con productos experimentales), la mirada a cortísimo plazo (quienes dijeron que no se podía afrontar una pandemia como si fuera un sprint, que había que pensarla como una maratón, fueron considerados poco menos que criminales), la censura y las presiones sobre los innumerables científicos que disentían total o parcialmente con los abordajes dominantes; todo esto me reveló lo mal que estamos.
El resultado ha sido que luego de tres años, al menos por lo que surge de los países sobre los que tenemos datos, el exceso de mortalidad no ha disminuido. Sé que digo esto y quien lo escucha se mostrará escéptico: la sensación ampliamente mayoritaria es que en 2020 vivimos una catástrofe (que casi todo el mundo cree, sin ninguna prueba, que hubiera sido peor sin los confinamientos), y que luego de 2021, con las vacunas, todo se arregló.
La realidad es que el exceso de mortalidad en Europa (lo pongo como ejemplo porque es el continente del que disponemos de datos más abundantes) ha sido casi idéntico en 2020, 2021 y 2022 si medimos las muertes excesivas respecto a las esperables, e incluso peor en los dos últimos si empleamos la variable sanitaria (que es preferible) de «años de vida potencial perdidos». Esto para no hablar de la duplicación de los ingresos de los diez hombres más ricos del mundo durante la crisis y el empobrecimiento de millones de personas. No hablemos ya de las consecuencias educativas: soy docente y padre de una estudiante.
MM
En el manifiesto reivindican el socialismo democrático y simultáneamente señalan la imposibilidad de descansar en la expectativa de que la democracia directa a escala de masas resuelva todos los problemas del poder y la política. A este respecto, ¿sigue siendo un objetivo la extinción del Estado (es decir, la desaparición de un poder público separado)? ¿Qué balance hacen del enfoque sovietista de la democracia presente en Lenin y Trotski? ¿Qué lugar deberían tener las instituciones democráticas ya existentes (sufragio universal, asambleas representativas, multipartidismo, estado de derecho, etc.) en una futura democracia socialista, si es que para ustedes deben tener alguno?
AP
Partamos de una evidencia triste pero incuestionable. Los ensayos socialistas o comunistas del siglo XX tuvieron un oprobioso déficit democrático. La tradición de izquierdas, y sus teóricos clásicos, eran inequívocamente demócratas radicales. Por eso el divorcio entre socialismo y democracia ha sido una sorpresa histórica. Las razones de esta separación deben ser analizadas y sopesadas cuidadosamente. Evidentemente, había trampas intelectuales en las que convendría no volver a caer. Pero en mi opinión la explicación se halla más en las condiciones sociales en las que los intentos socialistas tuvieron lugar, antes que en alguna falencia intelectual originaria. En todo caso, visto lo visto, el compromiso intelectual y político con la democracia debe ser mucho más firme de lo que lo fuera en el pasado.
Ahora bien, «democracia» puede significar muchas cosas. Nosotros, en el colectivo Kalewche, abogamos por una democracia que no se detenga a las puertas de las fábricas o de los lugares de trabajo: estamos a favor de la socialización de los medios de producción, la abolición del derecho de herencia (limitada a bienes personales, excluyendo grandes medios de producción o de renta) y el establecimiento de un ingreso mínimo garantizado a toda la ciudadanía y un ingreso máximo, con diferencias entre uno y otro de, como mucho, uno a cinco.
La realidad de las sociedades capitalistas no tiene nada que ver con esto. Es completamente distinta y se funda en diferencias de poder y riqueza abismales: ello socava los principios democráticos tales como igualdad, libertad, soberanía popular, derechos y garantías individuales, libertad de asociación y pluralismo político. No hay ninguna igualdad sustantiva entre quien apenas tiene para comer y quine dispone de cientos de millones de dólares; no hay libertad de expresión genuina si los medios de comunicación son propiedad privada de grandes corporaciones; no hay soberanía si los estados están atados a la extorsión de los inversionistas (que amenazan con irse o no venir) y atenazados por la deuda; no hay soberanía popular si el marco de lo políticamente admisible es fijado por los dueños del capital y los comportamientos incentivados día y noche son los del consumidor, no los del ciudadano; el pluralismo político es una parodia si en las elecciones se vota pero no se elige.
La defensa de los principios y de las instituciones democráticas, en los marcos del capitalismo, se nos presenta como un ingente esfuerzo de Sísifo: querer hacer democrático e igualitario a un sistema socioeconómico basado en la desigualdad material y dominado por una aristocracia hereditaria del dinero. Ahora bien, si estableciéramos una igualdad real y sustantiva y aboliéramos a la aristocracia capitalista: ¿una auténtica democracia sería compatible con las instituciones políticas democráticas existentes, o deberíamos pensar en otras instituciones? La respuesta revolucionaria clásica es clara: a la democracia liberal se oponía la democracia sovietista; contra la democracia indirecta, la democracia directa.
Mi posición es más matizada. Los problemas de la democracia liberal los veo fuertemente determinados por el suelo capitalista en el que germinó antes que por problemas intrínsecos de diseños. Pero una democracia puramente representativa, en la que el grueso de la ciudadanía se limita a votar cada tantos años, no me parece satisfactoria. Abogo por una combinación de mecanismos directos e indirectos, pero no creo que el tipo de organización soviética conocida en el siglo XX sea una respuesta adecuada. Los soviets tuvieron una vida efímera, es verdad (luego quedaría solo el nombre, como taparrabo de una dictadura que no era del proletariado). Pero no creo que esa forma de organización pudiera funcionar adecuadamente en una sociedad a gran escala. Aunque a otra escala sí podría funcionar.
Una respuesta adecuada a todo esto requeriría estudios cuidadosos, ensayos y error. Lejos de mí toda tentación de hallar una receta: pero sí se puede indicar un rumbo, el de la combinación de formas directas e indirectas, apostando a una vida política que sea «de todos los días» para la inmensa mayoría. El tema es amplio y complejo, y un tratamiento adecuado requeriría de uno o varios libros, y de muchos debates. En el «Manifiesto» —que para el colectivo Kalewche es un punto de partida, no de llegada— simplemente nos limitamos a indicar un rumbo, que expusimos con estas palabras:
insistir en la construcción permanente de una organización política lo más democrática u horizontal posible, lo menos delegativa y burocrática que se pueda. Un organismo de gestión pública imperfecto, pero perfectible en su diseño institucional. Una democracia que —dejando aquí de lado toda discusión semántica bizantina— tienda más hacia el horizonte futuro de la comuna (la ciudadanía autónoma y activa del republicanismo rousseauniano) que hacia el horizonte conservador del estado (la ciudadanía tutelada y pasiva del liberalismo a lo Constant).
Solo quisiera señalar una cosa más: el respeto irrestricto que propugnamos por los principios y las instituciones democráticas no supone ningún compromiso de respetar el corsé de un marco legal preexistente diseñado para proteger a la propiedad privada y al capital. Tiene que haber una ruptura revolucionaria que, en tanto que tal, no respetará la legalidad vigente aunque debería gozar como condición ineludible de una amplia legitimidad popular: sin ruptura revolucionaria estamos en una trampa, es como luchar con las manos atadas. En esto hay que ser muy claros.
MM
Enfatizan la centralidad de la clase trabajadora en la lucha anticapitalista. ¿Cómo piensan la relación de la explotación de clase con la cuestiones de género, raciales y con otras opresiones sociales? En el manifiesto parecen poner en relación el estatus hegemónico que alcanzaron estas últimas opresiones y el olvido de la centralidad de la clase. También afirman que «Las causas del feminismo, del antirracismo, del anticolonialismo y del movimiento LGBT+ están plenamente justificadas y merecen apoyo. Lo cual no significa que todos los enfoques teóricos sobre estas cuestiones sean igual de consistentes, ni todas sus propuestas políticas parejamente reivindicables», ¿en qué están pensando? Más allá de la crítica al punitivismo, a la cultura de la cancelación y a la euforia identitaria, pareciera faltar precisiones en este punto. ¿Podés ampliar?
AP
Permitime que insista en este punto: si el objetivo es abolir el capitalismo, pocas dudas puede haber de la centralidad de la clase trabajadora. El capitalismo es ante todo un sistema económico basado en la explotación de los trabajadores: si ellos no son los actores principales el socialismo no es posible, o adoptará formas indeseables.
Lo que sucede es que, ahora, pocas personas se toman en serio la posibilidad de una sociedad más allá del capitalismo: y si tu objetivo no es acabar con el capitalismo, entonces no tiene demasiado sentido reclamar ninguna centralidad proletaria. Por otra parte, en sentido amplio, el proletariado en su conjunto (trabajadores ocupados, desempleados y semiocupados) son hoy en día la inmensa mayoría de la población. Como sistema social total, desde luego, la sociedad capitalista no es solamente un sistema económico, y en tanto que sistema económico, no se reduce a la polaridad simple capitalistas/asalariados. Aquí intervienen otros sectores, segmentos y clases.
En términos económicos estrictos, puede haber formas de división del trabajo según el género o la raza, e incluso formas de explotación asociadas a las mismas. Pero como la economía no agota la realidad, hay también dimensiones no económicas o no principalmente económicas: culturales, ideológicas, etc. Evidentemente, un movimiento socialista no puede reducir sus demandas a demandas económicas, ni puede limitarse únicamente a la opresión de clase. Sin embargo, así como hay que tomar partido entre diferentes opciones políticas de clase (¿reforma o revolución?, ¿construir partidos o no construirlos?, ¿organización por rama de industria o por oficio?, ¿sindicatos por empresa o por sector?, ¿afiliación sindical voluntaria o compulsiva?, etc.), es necesario calibrar políticamente qué demandas asociadas al género, la raza, la etnia o lo que sea hay que apoyar, ser indiferentes o directamente combatir. No siempre las respuestas son claras, no son pocas las incertidumbres, y las opciones pueden cambiar conforme cambian las circunstancias.
Uno de los problemas de nuestros tiempos es que, con el declive del ideario socialista y el eclipse a nivel popular de la expectativa en un cambio revolucionario, todas estas demandas no solo se han dispersado, sino que en la inmensa mayoría de los casos han adoptado formas no solo compatibles con la dinámica actual del capital global, sino en algunos casos directamente incentivadas por el mismo. Lo que Nancy Fraser denomina «neoliberalismo progresista» es una muestra cabal de este proceso. Y esto está teniendo consecuencias a escala mundial. No deja de ser sintomático de la hegemonía ideológica del capital el hecho de que se hable poco y nada de las clases y de la desigualdad de clase. Y, sin embargo, se trata con muchísima deferencia de la forma principal de desigualdad.
El punitivismo, la cultura de la cancelación y la euforia identitaria son formas perfectamente neoliberales o, como mínimo, perfectamente compatibles con el neoliberalismo y, hoy en día, aplaudidas e incentivadas por sectores hegemónicos del gran capital. No me parece poco defender que la izquierda debe estar consecuentemente en contra de estas prácticas reaccionarias, aunque se escuden en causas legítimas (a las que en muchas ocasiones desprestigian y deslegitiman, dicho sea de paso). Y no me parece poco porque casi todo el progresismo y parte de la izquierda roja ha sucumbido a las mismas o es reticente a condenarlas: cuando hay cancelación mucha gente del palo mira para otro lado. Por lo demás, una izquierda que ha renunciado al universalismo: ¿sigue siendo izquierda?
El identitarismo particularista y las subjetividades dominadas por lo emocional pueden ser simpáticos en sociedades ricas y estables: cuando el hambre aprieta y la crisis se hace presente aparece la cara tenebrosa del identitarismo y de las políticas emocionales. Y, como va la situación mundial en términos ecológicos y energéticos, yo tengo pocas dudas de que el escenario estará preparado en breve para el «sálvese quien pueda» y «cada quien defienda lo suyo». Cuando las papas quemen de verdad: ¿cómo se comportarán quienes hoy practican la cultura de la cancelación, avalan el punitivismo y basan su política en un subjetivismo emocional identitario?
Ante los desafíos tan grandes que afrontamos como humanidad necesitamos mucho conocimiento profundo; pero tenemos simplezas a troche y moche. El debate es más necesario que nunca; prolifera la cancelación. Es fundamental la serenidad para pensar; sobra la polarización emocional. Hoy en día parece casi imposible discutir si en Occidente vivimos realmente bajo un patriarcado o si es sensato que los menores de edad sean sometidos a operaciones de cambio de sexo: quien se haga estas preguntas, ni hablemos si su respuesta es negativa, se expone al escarnio público por parte de personas que se consideran a sí mismas, sin sombra de duda, «progresistas» e incluso de izquierdas.
Y sin embargo, formular estas preguntas es tan importante y tan poco contrario al feminismo o a los grupos oprimidos como en el pasado era importante y nada antisocialista preguntarse si la URSS podía ser considerada un Estado obrero o (incluso en el presente) si debe abolirse el trabajo infantil (en Bolivia existen sindicatos infantiles que reclaman la abolición de la explotación, pero no la erradicación del trabajo infantil). Son problemas complejos, contradictorios incluso, que ameritan debates informados y serenos.
Si afirmamos que la Argentina del siglo XXI es un patriarcado, ¿qué título le daríamos a la sociedad de Arabia Saudita o de Irán, para no hablar de la de los Baruya de Nueva Guinea? ¿Se trata únicamente de diferencias de grado dentro de lo mismo: el patriarcado? ¿O la intelección adecuada de la opresión de las mujeres en la Argentina actual requeriría otro marco conceptual? Va de suyo, por lo demás, que luchar por la igualdad de varones y mujeres no requiere necesariamente aceptar que vivimos en un patriarcado, como luchar por la emancipación de los trabajadores no implica de manera necesaria que se esté de acuerdo con el análisis marxista del capitalismo. Con algún matiz aquí o allá, yo suscribiría el grueso de los análisis y de la perspectiva política expuestos por Cinzia Arruzza, Tithi Bhattacharya y Nancy Fraser en el «Manifiesto por un feminismo para el 99%».
MM
En el manifiesto constatan que todos los triunfos revolucionarios del siglo XX se dieron en contextos estatales y sociales muy diferentes a los actuales. Defienden entonces la necesidad estratégica de una larga lucha por la hegemonía, entendida como una «paciente batalla cultural a largo plazo» en reemplazo del blitzkrieg bolchevique. Aunque adoptemos la concepción más amplia posible de «cultura», ¿no es una consecuencia estratégica insuficiente? ¿Cuáles son las hipótesis estratégicas razonables para resolver la cuestión del poder en las sociedades occidentales actuales; entendiendo que América Latina y buena parte de la periferia capitalista es actualmente «occidental» según la tradicional distinción marxista entre oriente y occidente (como la plantearon Engels, Kautsky y Gramsci)?
Ademas, ustedes reivindican en el manifiesto, y me parece correcto, la diferenciación entre reformistas y revolucionarios. ¿Pero no habría que repensar cómo se traza esa delimitación en un marco estratégico contemporáneo? Para poner una referencia tradicional, ¿no sería relevante explorar cuestiones relacionadas con el «frente único» y el «gobierno obrero» como se discutieron en el III y IV Congreso de la Internacional Comunista (a diferencia de un enfoque centrado en la delimitación y el combate de corto plazo con el reformismo)? Me da la sensación que en el terreno de las «hipótesis estratégicas» el texto se queda corto. ¿Podés ampliar lo que pensás sobre esta cuestión?
AP
Bueno, son muchas preguntas dentro de una. Y todas remiten a temas complejos. Voy a tratar de ser ordenado y, en lo posible, breve. Pero sospecho que fracasaré. ¿Es la lucha cultural estratégicamente insuficiente? Sin dudas. Podemos incluso ser taxativos: es completamente insuficiente.
Sin embargo, estoy convencido de que es cierto suelo cultural el que hace posible o imposibles, pensables o impensables, ciertas formas de organización política, ciertos objetivos estratégicos, determinados horizontes programáticos. Una cultura socialista (todo lo robusta que se quiera), no ofrece, en sí y de por sí, soluciones en términos políticos y estratégicos. Pero las hace posibles. O, por el contrario: una cultura socialista devastada (que es la que tenemos) hace no solo difícil pensar estratégicamente, sino, ante todo, inviable cualquier tentativa estratégica. Si reivindicamos la importancia de la lucha cultural no es por ninguna veleidad culturalista. Es por algo mucho más prosaico: una casa se erige a partir de los cimientos, y la cultura política es la base de la organización y las estrategias políticas.
Coincido plenamente en que hay que repensar la alternativa o la dicotomía entre reforma y revolución para el mundo contemporáneo. Si partimos de la base (empíricamente indesmentible, por doloroso que sea) de que el ideario socialista carece hoy de gran alcance, que el movimiento obrero no existe como fuerza política de gran magnitud casi en ningún sitio, que las tasas de sindicalización disminuyen década tras década (a pesar de que el número de asalariados no deja de crecer), que la derecha ha logrado éxitos electorales en sectores importantes de la clase trabajadora, que la izquierda revolucionaria es minoritaria en los mejores escenarios y marginal en la mayoría, es obvio que una tentativa revolucionaria seria no se halla a la orden del día en ningún sitio.
Esta es la situación en la que nos hallamos, y sería de necios negarlo. En esta situación, como es comprensible, proliferan las tentativas para «hacer lo posible». El posibilismo, sin embargo, no ha hecho más que agravar la situación, colaborando en la mercantilización de la vida y desmoralizando a la izquierda.
En los últimos lustros los intentos reformistas, como mucho, han logrado introducir pequeñas reformas simbólicas o culturales mientras aumentaba la concentración de capitales, crecía la desigualdad social, recrudecía la explotación, se agravaba la situación ecológica y el trabajo y la vida misma se hacían más precarios. De hecho, yo no veo ninguna crisis de la hegemonía neoliberal: la vida política actual en occidente está dominada por un extremo-centro neoliberal que no cuestiona en la práctica (y rara vez en teoría), no digamos la estructura capitalista, sino tan siquiera la hipertrofia del capital financiero, la mercantilización de todo (incluida la salud y la educación), la dinámica de la globalización, el pago de la deuda, etc. Dentro de este extremo-centro hay una puja discursivamente visceral entre su ala conservadora y su vertiente progresista. Pero se trata ante todo de diferencias culturales que se erigen sobre un modelo de sociedad básicamente idéntico.
Hoy en día no solo se han eclipsado las alternativas sociales al capitalismo liberal que en su tiempo representaron los «socialismos reales», por un lado, y los modelos corporativos asociados a la tradición fascista, por el otro; también han quedado fuera de juego las políticas keynesianas. Ya no se habla ni siquiera de nacionalizaciones: a lo sumo sociedades por acciones con mayoría estatal. ¿Qué es esto sino el triunfo del neoliberalismo? Los empleos formales y protegidos son cada día más una rareza: a nuestros jóvenes se les ofrece masivamente trabajo precario. La salud y la educación se privatizan cada día más, e incluso sus instituciones formalmente públicas se ven cada vez más fagocitadas por lógicas mercantiles. Las formas de capitalismo bajo algún grado de comando estatal que imperan (aunque con significativas diferencias) en Rusia y China son mucho menos igualitarias que el viejo «socialismo real», y no parecen significativamente menos autoritarias.
El mundo actual está crecientemente configurado y reconfigurado por el gran capital: las clases populares se adaptan como pueden, y los gobernantes, en las pocas ocasiones en que no son agentes directos y entusiastas de los capitales hegemónicos, no saben qué hacer. El resultado es que el capitalismo, eliminados los contrapesos sociales, estatales y políticos de antaño, no solo prosigue su marcha depredadora, sino que incluso en Occidente va perdiendo sus características liberales. La censura ejercida durante la pandemia y, actualmente, en torno a la guerra de Ucrania, recuerda más al macartismo de los cincuenta que a los últimos años del siglo XX.
Entretanto, la democracia se convierte cada día más en una combinación insustancial de elecciones periódicas (en las que las clases populares no participan o participan sin ningún entusiasmo) y entretenimiento público. Hay un proceso de degradación democrática en el que los sectores progresistas colaboran con la derecha, aunque no lo reconozcan.
En fin, la situación es terrible, pero no saldremos de ella con ilusiones ni con engaños. Mejor miremos de frente al abismo y pensemos qué podemos hacer. La perspectiva que defendemos en Kalewche no apunta a eventuales éxitos para las elecciones de mañana: apuntamos a colaborar en la creación de posibilidades que solo se harán presentes, si es que lo hacen, a mediano o largo plazo. Pero estamos convencidos de que la política a corto plazo es ilusoria como política revolucionaria, e incluso como política de transformación.
En nuestro punto de arranque, pues, somos muy clásicos: hay que volver a pensar en términos de ruptura revolucionaria, ondear la bandera del socialismo, considerar inherentemente injusto e inviable a largo plazo al sistema capitalista, colocar a la explotación en primer lugar analítico y considerar criminales y bandoleras a las clases explotadoras. Hay que atacar la raíz de los problemas. Pero el siglo XX no ha pasado en vano: ninguna ingenuidad revolucionaria es hoy aceptable. Por eso, una vez asentados los principios recién mencionados, cabe la tarea de meditar concienzudamente cómo sería hoy posible un proceso revolucionario.
En la situación descrita anteriormente es comprensible que las energías políticas de izquierda tiendan a escindirse entre un posibilismo castrado de antemano y que tiende a conformarse cada vez con menos (o se consuela con pequeños beneficios para minorías a falta de significativos avances para las mayorías), y un maximalismo que planta las banderas revolucionarias de manera puramente testimonial, casi folclórico. Es muy difícil salir de esta disyuntiva en una situación tan adversa. Para hallar una salida es imperioso pensar en plazos medios y largos. Pero en la situación ecológicamente catastrófica en que nos hallamos hay quienes dudan de que tengamos tiempo suficiente. Yo no hago una lectura tan catastrofista, aunque me pregunto cada día cuánto tiempo tenemos. Pero, en todo caso, el posibilismo intracapitalista no nos librará del desastre ecosocial. Así las cosas, me parece más sensato optar por una transformación radical que no está a la orden del día (pero que podría estarlo en el futuro si muchos militamos por ella), que intentar domesticar a contrarreloj a esa bestia caníbal que llamamos capitalismo.
Ahora bien, aunque nos inclinemos por un proyecto a largo plazo, la política es también el día a día. Tiene que haber cierta concordancia o articulación entre los objetivos a largo plazo y la acción cotidiana. La clásica distinción entre un programa mínimo y un programa máximo dejaba sin resolver cuándo y cómo se pasa de uno a otro. El programa de transición de la tradición trotskista también tenía sus problemas. Pero lo más grave es que todos los proyectos estratégicos se idearon en el marco de una realidad que ya no es exactamente la nuestra. Algunos se pensaron en contextos en los que el ideario socialista era fuerte y el movimiento obrero poderoso. Hoy no tenemos ni lo uno ni lo otro. En otros escenarios el movimiento obrero era débil, pero había unas reservas campesinas potencialmente revolucionarias hoy inexistentes. Y así podríamos seguir.
Esto significa que tenemos que construir las bases culturales y sociales que harían posible una lucha estratégicamente revolucionaria. No se trata solamente de ganar la dirección de un movimiento: hay que crear el movimiento mismo. Y hay que hacerlo en un contexto en que muchas premisas socialistas, antaño ampliamente instaladas en el imaginario social, han desaparecido o se ven muy mermadas. Así de difícil está el partido. Así de inclinada tenemos la cancha. Muchos podrían pensar que, en tal escenario, lo mejor es abandonar los objetivos revolucionarios. Quienes han seguido esta senda son tropel en los últimos lustros. Sin embargo, ha habido una relación intrínseca entre reforma y revolución en el capitalismo histórico, y las mismas condiciones que hacen inviable un proceso revolucionario, tornan desdentado al reformismo.
Hay que insistir en esto: en las últimas décadas el dominio del capital sobre las vidas de las personas no ha dejado de crecer; no somos más autónomos que cuatro décadas atrás, sino menos; las desigualdades han aumentado, tanto entre países como a su interior; la pobreza persiste; a pesar de la mitología sobre la «sociedad del conocimiento», en la actualidad es la herencia y la clase en la que se ha tenido la suerte de nacer el mejor predictor estadístico de los destinos individuales; se han rebasado límites biofísicos que hacen insostenible el presente modelo de desarrollo; la industria capitalista ha contaminado los ríos y los océanos, agotado recursos naturales y montado un festival de despilfarro, sin poder asegurar empleo o una vida digna a las grandes mayorías. La civilización del plástico, la basura y los combustibles fósiles no es sustentable, evidentemente.
Pero no deberíamos creer ni una sola palabra a los políticos que administran los Estados, a los funcionarios de organismos internacionales, a los magnates tecnológicos, a los accionistas de fondos de inversión cuando lanzan palabras tan bonitas como «transición justa», «justicia climática» o «nuevo pacto verde». ¿Por qué digo que no deberíamos creerles ni una línea? Porque más allá de los discursos descaradamente hipócritas o ingenuamente bien intencionados, no es sensato creer que los beneficiarios de un sistema basado en injusticias estructurales y en la explotación sistemática de los trabajadores y de la naturaleza se hayan iluminado de repente y hayan comprendido que ha llegado la hora de la justicia. Esto es menos verosímil que creer en las hadas. Lo sensato es el viejo saber, hoy olvidado: a esta gente hay que derrocarla y quitarles los fundamentos económicos de su poder.
No es un hecho menor que fuera el temor a la revolución una de las condiciones de posibilidad de los intentos reformistas más sólidos en el siglo XX: aquellos que consiguieron un crecimiento económico muy grande mientras disminuían las desigualdades sociales. Pero la integración de los trabajadores a la sociedad de consumo, aunque pudo ahuyentar a los fantasmas de la revolución de los países capitalistas centrales, tuvo dos altos precios: un crecimiento de la desigualdad entre países y, sobre todo, una devastación de la naturaleza y una contaminación desmesurada del único planeta que tenemos. Además, las conquistas sociales de las clases trabajadoras (que implicaron beneficios materiales tan indudables como la pérdida de autonomía que los acompañaba) se mostrarían reversibles (el neoliberalismo es la prueba) e insostenibles en medio de la crisis fiscal de los Estados y del desmadre ecológico.
Sin el temor a una revolución proletaria, y aprovechando las ventajas de la «deslocalización» que ofrecían las nuevas tecnologías, el capital regresó a los impulsos vampíricos que le son consustanciales. ¿Es posible domesticarlo? ¿Es siquiera pensable hacerlo en las presentes circunstancias de precariedad ecológica, concentración mayor que nunca y desigualdad de poder, ingresos y riquezas sin precedentes? Pues no lo parece. Más sensato se me presenta acabar con las relaciones capitalistas de producción. Que son las que explican tanto la dinámica social a largo plazo de esta sociedad como los comportamientos de los agentes capitalistas, prisioneros del propio sistema del que son beneficiarios. Si el capitalismo nos lleva al desastre ecosocial —y pocas dudas puede haber de ello—, afirmar la necesidad de una revolución es un acto de sensatez elemental, por inviable que hoy nos parezca y por inciertos que puedan ser sus senderos.
Dicho esto, desde luego, hay que plantearse que, por horrorosos que resulten los males del capitalismo, no es sencillo construir una alternativa. Pero hay que plantearse esta posibilidad. Y a quienes se escuden en los peligros inherentes a cualquier proyecto de «ingeniería social», simplemente les digo que no hay proyecto mayor de ingeniería social que el que está desplegando el capitalismo contemporáneo con sus ideologías transhumanista y poshumanista, su ingeniería genética, sus proyectos de geoingeniería, el control algorítmico de las personas, el capitalismo de vigilancia, la inteligencia artificial y los sueños de inmortalidad.
Sean cuales sean sus posibilidades teóricas y sus potencialidades prácticas, todas las nuevas tecnologías, colocadas al servicio de la acumulación de capitales y controladas por una pequeña élite de superricos, son en lo esencial, y solo pueden ser en tales circunstancias, una fuente de alienación, dominación, explotación y opresión. Quienes practican masivamente una ingeniería social completamente inconsulta, a la que las personas se van adaptando como mejor pueden, pero cuyas consecuencias visibles son trastornos sociales y psicológicos masivos, no tienen ningún derecho a impugnar ninguna forma de ingeniería social desarrollada con otros fines e impulsada por la clase trabajadora.
Prestando atención, desde luego, sin ingenuidad alguna, a los riesgos de la «ingeniería social», me parece indispensable establecer un horizonte utópico basado en la libre deliberación pública y democráticamente elegido por la mayoría. Como insumo a este indispensable debate colectivo en el que el horizonte anhelado debe articularse con perspectivas estratégicas y medios tácticos para alcanzarlo, en otro sitio he argumentado someramente en favor de lo que podemos llamar «reformismo revolucionario intransigente». ¿De qué se trata?
La cosa no es ocupar ministerios de gobiernos «progresistas» para promover mejoras redistributivas o legales desde arriba: a eso lo llamo «mero reformismo», y no tiene nada que ver con el reformismo revolucionario intransigente. Se trata, más bien, de impulsar reformas que den al pueblo el poder (más que a los ministros). Construir fuera del Estado espacios asamblearios y forzar al Estado a financiar organizaciones que funcionen con autonomía, como sucede, por ejemplo, con las universidades en la Argentina. El ejemplo es pertinente porque demuestra su factibilidad, al tiempo que nos muestra sus límites: dentro del capitalismo, toda propuesta de autonomía está siempre amenazada. Conviene no olvidarlo.
El desafío, con todo, reside en la posibilidad que la izquierda radical logre instalar demandas que socaven la lógica de la acumulación del capital y del poder político burgués, al tiempo que consolidan una cultura socialista quizá minoritaria pero ya no marginal. ¿Qué demandas y propuestas podrían cumplir esta función? Por ejemplo, se podría promover la creación de comisiones de diverso tipo (de género, de medio ambiente, de pueblos originarios, etc.) financiadas con fondos públicos pero cuyas autoridades no son nombradas por el poder de turno sino elegidas por la «comunidad pertinente». O, mucho más importante, se podría proponer la eliminación de la publicidad como mecanismo de financiamiento de la prensa (sobre todo la dedicada a cuestiones políticas) y a los medios de comunicación. Una prensa democrática debería financiarse con fondos públicos, por ejemplo por medio de un impuesto especial para recaudarlos y con la asignación de cupones virtuales a cada ciudadano/a, que podrá elegir libremente a qué medios de comunicación concederá sus cupones.
Acabar con las instituciones educativas y médicas dedicadas al lucro en favor de un único sistema público controlado por los trabajadores y los usuarios podría ser otra medida compatible con el reformismo revolucionario intransigente (una demanda, por lo demás, que debería ser completamente aceptable por quienes se tomen en serio aquello de la igualdad de oportunidades). Propuestas como la «renta básica» también deberían ser seriamente discutidas y analizadas. La propuesta de combinar una «renta mínima» para toda la ciudadanía con una «renta máxima» más allá de la cual los impuestos se quedan con todo ingreso que la supere me parece sumamente potente. Creo personalmente que, en nuestro medio, la misma es inviable sin la abolición de las relaciones capitalistas; pero ello mismo le concede un claro carácter transicional.
Pero más allá de las propuestas específicas que se puedan diseñar y defender, hay que tener muy en claro que ninguna propuesta tiene por sí sola un claro carácter anticapitalista o procapitalista. Es la combinación y la articulación de cada propuesta con otras en el marco de un proyecto lo que le da ese carácter. Un sistema de reciclado de basura o una campaña en favor de cuidar el consumo de agua y energía puede ser tanto un punto de partida para la conciencia ecológica como una loza que impide pensar el auténtico origen de estos problemas, apuntando los cañones hacia las conductas individuales y quitando la mirada (y por extensión las responsabilidades), de las empresas y de la organización del sistema. ¿Debemos reciclar la basura? Por supuesto, pero si no articulamos estas conductas individuales con un proyecto social, no es más que un ineficiente lavado de conciencia no solo compatible con el capital, sino incentivado por él.
Una renta mínima garantizada puede ser tanto un piso de garantías para la ciudadanía en la construcción de una sociedad no capitalista como el alfiler de seguridad que consolida una infraclase de consumidores pasivos y desempleados en los marcos de un capitalismo que no está en condiciones de ofrecer empleos bien remunerados a todo el mundo. Una renta mínima asociada con una renta máxima puede ser una buena combinación para la transición al socialismo, pero mucho dependerá de cómo se articulen con otras medidas, y de la diferencia ente el mínimo y el máximo. Una diferencia de 1:100 representaría sin dudas un avance en la mayor parte de las sociedades capitalistas, pero ¿es razonable pensar que esta es una diferencia de ingresos justa o socialista?
Es curioso cómo hemos naturalizado desigualdades sociales fabulosas. Individualmente, las personas somos muy parecidas en inteligencia, fuerza, habilidades. Si te doy a elegir libremente seis jugadores de futbol entre las ligas más poderosas del mundo, que deberán jugar contra un combinado de 11 jugadores de cualquier liga regional, ¿quién crees que ganará? Los atletas más veloces alcanzan velocidades que son un 5% o un 10% mayores que el promedio. Las personas más inteligentes no son miles de veces más inteligentes que la mayoría, e incluso los genios en algún campo pueden ser curiosamente tontos o ingenuos en otros. Cuando hablamos de diferencias de miles o de cientos a uno, no se trata de ningún resultado derivado de la inteligencia, la habilidad, la fuerza o la velocidad de los individuos. Se trata completamente de condiciones sociales. Esta es la verdad más obvia y más invisibilizada de la historia.
Pero bueno, regresemos al punto. El reformismo revolucionario intransigente es reformista porque impulsa reformas concretas que pueden (al menos teóricamente) establecerse antes de la llegada del socialismo al poder y de la transformación radical de las relaciones de propiedad. Es revolucionario porque tales demandas apuntan a socavar el poder de clase capitalista y la estructura vertical del estado burgués. Y es intransigente porque no se compromete con ningún gobierno meramente reformista, anunciando que, de llegar al poder, iniciará un proceso de transformación sustancial de las relaciones de propiedad de los medios de producción, en beneficio de la propiedad estatal y social de las grandes empresas, en desmedro de la propiedad privada a gran escala, y en favor de la democratización de las relaciones laborales.
El reformismo revolucionario intransigente busca instalar en la agenda pública demandas y propuestas sociales que sean atractivas o legítimas para potenciales mayorías, pero claramente atentatorias contra los intereses materiales, si no del capital en su conjunto, sí de porciones del mismo. Justo lo contrario a lo que ha hecho el «mero reformismo», que se ha centrado en demandas legales o simbólicas que no atentan materialmente contra ningún sector capitalista, y que son perfectamente aceptables para el capital corporativo.
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