UNA ENTREVISTA CON
J.N. Ducange
Karl Marx escribió célebremente que «los trabajadores no tienen patria», pero inmediatamente añadió que debían convertirse en «la clase dirigente de la nación». Durante más de un siglo, la izquierda ha luchado por conciliar ambas ideas.
Cuando la primera ministra francesa, Élisabeth Borne, se levantó en el Parlamento para impulsar su controvertida reforma de las pensiones, los diputados de la izquierdista France Insoumise reaccionaron de una forma que sus homólogos de muchos países europeos no harían: cantando el himno nacional. A diferencia del lúgubre Dios salve al Rey de Gran Bretaña, la atronadora Marsellesa es una canción enraizada en la revolución, o más exactamente, en la guerra revolucionaria. Pero su estridente patriotismo la hace poco apreciada por muchos izquierdistas, incluso en Francia.
La relación de la izquierda con el patriotismo y la identidad nacional no tiene una única «solución», sobre todo porque no significa lo mismo en todos los países. Los socialistas de las democracias liberales del núcleo imperial difícilmente pueden abordar el problema de la misma manera que los partidos que lideran la resistencia armada a la ocupación colonial. Sin embargo, la «cuestión nacional» ha inspirado sin duda una gran reflexión en la izquierda, dando lugar a diferentes escuelas de pensamiento que permiten comprender el problema en la actualidad.
Jean-Numa Ducange es historiador del movimiento socialista especializado en la historia francesa y de los países de habla alemana. Su más reciente libro, Quand la Gauche pensait la Nation [Cuando la izquierda pensó la nación], analiza el modo en que los socialistas de finales del siglo XX pensaban en la dimensión «nacional» de su política y cómo encajaba aquello con su proclamado internacionalismo. Adrian Thomas, de Lava Media, habló con él sobre las formas en que la izquierda se ha enfrentado a la cuestión nacional y por qué sigue siendo una cuestión importante hoy en día.
AT
En toda Europa, los nacionalistas vienen con viento en popa. Saturan los medios de comunicación con visiones fantasiosas de la identidad nacional, y lo hacen con bastante éxito. La izquierda parece no tener ni idea de esto. Para muchos en la extrema izquierda, cantar el himno nacional o agitar la bandera parece anticuado, incluso sospechoso de inclinación conservadora. Así que, empezando por sus orígenes, ¿qué es realmente la «nación» y de dónde procede este concepto?
JND
Es un concepto muy antiguo que ha pasado por muchos cambios importantes hasta llegar a nuestros días. En Francia, se suele decir que la «nación» fue un tema de izquierdas tras la Revolución de 1789 y que fue girando gradualmente hacia la derecha durante el siglo XIX con el auge del nacionalismo. Vive la nation fue el grito común de los revolucionarios de 1789, por encima de otros puntos que pudieran dividirles. Nacía así la idea de una nación política, teóricamente abierta a todas las nacionalidades, que se basaba sobre todo en un pacto político contra los monarcas y contra toda concepción étnica.
De hecho, muchos historiadores han demostrado que la «nación» francesa era menos abierta de lo que podría parecer. Algunos revolucionarios tenían una visión estrictamente francesa, ligada a la historia de un pueblo arraigado en un territorio circunscrito. Pero, para muchos actores —e importantes movimientos revolucionarios de todo el mundo en el siglo XIX— hablar de la nación significaba progreso humano y político.
Esto puede parecer una perspectiva excesivamente francocéntrica. Pero la idea nacional conservó durante mucho tiempo un carácter progresista para muchos pueblos sometidos a la opresión extranjera. Esto se aplica a gran parte de este periodo histórico. Sobre todo, la nación no es un concepto fijo definido de una vez por todas: desde un punto de vista socialista, es originalmente una construcción en gran medida «burguesa», pero que podría adoptar un carácter progresista, según las circunstancias.
La nación no tiene el mismo significado cuando está estrechamente vinculada a un proceso revolucionario que cuando es el producto de fuerzas reaccionarias. Una de las grandes cuestiones es el lugar de la nación frente a los organismos supranacionales (ya sean imperios o estructuras más recientes, como la Unión Europea). ¿Quién defiende a la nación en estas circunstancias y en nombre de qué?
Estas grandes cuestiones no han perdido nada de su actualidad: incluso hoy no hay consenso sobre este punto entre las fuerzas de la izquierda radical, desde los comunistas a excomunistas que permanecen a la izquierda de la socialdemocracia…
AT
¿Qué lugar concedía Karl Marx a la nación? ¿No escribió en el Manifiesto Comunista que «los trabajadores no tienen patria»?
JND
Marx no dio ninguna definición clara de la nación ni estableció ningún plan estratégico que hubiera permitido a los socialistas y comunistas decir «Marx dijo que en tal y tal caso debemos apoyar las reivindicaciones nacionales», etc. Adoptó una especie de enfoque caso por caso —por ejemplo, apoyar las reivindicaciones de la Polonia oprimida— y concedió a la cuestión mayor o menor importancia dependiendo del periodo en que estaba escribiendo. Por ejemplo, en el caso de l’Algérie française [Argelia, conquistada por Francia a partir de 1830] estaba, como muchos socialistas de la época, inicialmente convencido de los beneficios de la colonización.
Pero fue evolucionando sobre esta cuestión y tomando cada vez más conciencia del destino específico de los pueblos no europeos. De Kevin Anderson a Marcello Musto, muchos investigadores recientes han demostrado que, en sus últimos anos de vida, Marx adoptó una lectura cada vez más multilineal de la historia, abandonando la idea de que el desarrollo de la historia humana tendría que lucharse y ganarse básicamente en Europa.
En cuanto a la famosa frase del Manifiesto de que «los obreros no tienen patria», observaría que lo que dice en este texto es bastante más matizado cuando consideramos el pasaje completo. Más concretamente, dice: «Los trabajadores no tienen patria. No podemos quitarles lo que no tienen. Puesto que el proletariado debe ante todo adquirir la supremacía política, debe elevarse a ser la clase dirigente de la nación, debe constituirse en nación, es hasta ahora, él mismo nacional, aunque no en el sentido burgués de la palabra».
Así, si citamos solo la primera parte, estamos enfatizando que la falta de patria de los trabajadores es la perspectiva principal, también para el futuro: hay que fomentar la abolición de las fronteras, y el desarrollo del capitalismo debe llevarnos allí. Pero si introducimos la segunda parte del mismo pasaje, que habla explícitamente de defender la nación pero de una manera diferente al sentido burgués, entonces la perspectiva cambia.
Leyendo la obra de Marx de forma más amplia, creo que en realidad nunca contempla la abolición de las naciones, a secas. Más bien quería poner fin a la hostilidad entre las naciones. Dejó a los marxistas muchas cuestiones por resolver. ¿Cuándo y en qué circunstancias pueden defender la nación? ¿Y hasta dónde deben llegar, en términos de sus alianzas políticas, para justificar un frente común dentro de un marco nacional?
Marx no se explayó sobre este punto, porque no consideraba que esta cuestión tuviera una importancia tan capital. Fueron los dirigentes de las generaciones posteriores los que retomaron esta cuestión: Stalin, León Trotsky, Karl Renner, Otto Bauer, Jean Jaurès, por citar solo algunos.
La idea de nación de la izquierda ha variado mucho. Fue un tema central durante la Belle Époque (1871-1914), tanto con Jaurès en Francia como en Europa Central. Los socialistas alemanes y austrohúngaros se preocuparon especialmente por esta cuestión. Para Jaurès en Francia, el amor patria estaba por encima de toda discusión: amaba profundamente a su país, su cultura y su lengua, que a menudo elogiaba en tono lujurioso. Pero nunca tuvo una concepción exclusivista o «racial» de la nación.
En su obra de 1911 El nuevo ejército, vinculaba estrechamente nación e internacionalismo: «Un poco de internacionalismo nos aleja de la patria; mucho internacionalismo nos acerca a ella». La lealtad a la propia patria se combinaba con la defensa del internacionalismo. Para Jaurès, Francia significaba la patria de la Revolución y de la República. Historiador de los años 1789-94, se identificaba con los «patriotas» de este periodo que se oponían a los «aristócratas».
En cuanto a los países de habla alemana, el panorama era bastante diferente. El año 1871 fue el momento en que se logró finalmente la unificación alemana. Pero aparte del hecho de que Alemania era ahora una realidad tanto política como geográfica, quedaba la cuestión de los pueblos minoritarios cuyos derechos no habían sido reconocidos.
Lo mismo ocurre con los países totalmente dominados por algún otro pueblo. En su caso, existía una fuerte voluntad de hacer valer sus derechos nacionales, que a menudo adquirían mayor relevancia que las cuestiones sociales, planteando así poderosos desafíos a los socialistas. Podemos tomar como ejemplo a los checos. Hoy están reunidos en un solo país independiente. En la época del imperio austrohúngaro, los checos estaban adscritos a su parte austriaca y no tenían un reconocimiento específico de su condición de nación. Sin embargo, los checos constituían un gran número de trabajadores, presentes en varias ciudades industriales. Al principio, el alemán era la lengua franca; el checo también se aprendía, pero se planteaba relativamente poco como cuestión política. Pero las reivindicaciones lingüísticas y nacionales fueron ganando fuerza hasta el punto de desencadenar conflictos con los trabajadores germanófonos.
Esta fue una de las razones por las que los austriacos (los llamados «austromarxistas») escribieron mucho sobre cuestiones de nacionalidad: esencialmente, no tenían más remedio que hacerlo y debían ofrecer algunas perspectivas a estos diversos pueblos. Pero esto también definió una corriente de pensamiento y política más amplia, que dio lugar a un sorprendente número de estudios y análisis marxistas que se extendieron hasta principios de los años treinta.
Ciñéndonos a la cuestión de las nacionalidades —y simplificando mucho las cosas—, su visión era la siguiente: frente a la realidad multinacional del Imperio de los Habsburgo, proponían una «autonomía personal», es decir, la posibilidad de que el Estado reconociera los derechos «nacionales» de cada uno, sin que el Estado fuera sinónimo de ninguna nación. En el contexto de Austria-Hungría, esto significaba en particular un reconocimiento de los derechos de los checos, pero sin su secesión colectiva.
Los socialistas pretendían así evitar la creación de muchos pequeños Estados-nación, que consideraban inviables. Estos principios inspiraron algunos compromisos en su momento, especialmente en Moravia (parte de la actual República Checa). La Primera Guerra Mundial echó por tierra todos estos esfuerzos, pero hubo iniciativas interesantes cercanas a estas ideas, como la «Federación Balcánica»: una especie de organismo supranacional que permitiría evitar la «balcanización» (palabra que entró en el lenguaje cotidiano para referirse a las guerras y la fragmentación). Algunos sistemas políticos más concretos y duraderos se inspiraron en estas ideas, como Yugoslavia.
A veces leemos que el sistema actual de Bélgica (que reconoce las especificidades tanto de los francófonos como de los neerlandófonos) se inspira en estas ideas. Para mí, efectivamente, hay algunos parecidos de familia, pero no debemos olvidar nunca que los austromarxistas eran… ¡marxistas! La lucha por los derechos de las nacionalidades debía vincularse a la lucha social y de clases. Pensaban que, debido a las contradicciones que genera el capitalismo, éste sería incapaz de resolver el problema.
AT
¿No es esto idealizar la centralización? ¿A la clase obrera le interesa más vivir en grandes unidades (pluri)nacionales, como la socialdemocracia alemana (SPD) imaginó en su día al hablar de la Gran Alemania (es decir, incluyendo a todos los germanoparlantes), o bien en pequeños Estados más coherentes, como sugiere el principio de autodeterminación nacional?
JND
Mucho más allá del SPD, la idea de que los proletarios tienen más interés en vivir en espacios imperiales o nacionales más grandes estaba muy extendida todavía a principios del siglo XX. La lógica era la siguiente: no hay nada que ganar con un número cada vez mayor de pequeños Estados, que equivalen a tantas divisiones en la clase obrera.
De ahí el apego de muchos militantes a la idea de la Gran Alemania, un proyecto que evidentemente puede chocarnos hoy, dado que esta Gran Alemania está relacionada con el proyecto nazi de Anschluss [anexión de Austria a Alemania por Adolf Hitler en 1938]. Pero existía un antiguo proyecto de Gran Alemania, surgido de la revolución de 1848, que pretendía, en esencia, crear un vasto territorio germanófono, que algunos imaginaban según el modelo de la República Francesa.
Por su parte, Rosa Luxemburg consideraba ilusoria la reivindicación de independencia de Polonia, entonces dividida entre Rusia, Alemania y Austria. ¿Por qué, se preguntaba, debían los socialistas hacer perder el tiempo a los proletarios construyendo nuevas fronteras? Pensaba que apoyar la independencia de Polonia obligaría a los partidos obreros polacos a aliarse con otras fuerzas «burguesas», o incluso reaccionarias, en esta cuestión. De ahí su rechazo a esta exigencia.
Esta prioridad concedida a las unidades más amplias también estaba muy extendida entre las perspectivas austromarxistas, y los franceses tampoco se distanciaron necesariamente de tal enfoque, aunque en general mostraron poco interés por los planteamientos plurinacionales, más bien ajenos a su propia situación.
AT
Pero tras la Primera Guerra Mundial, el rechazo del «socialchovinismo» —como se denominó el giro nacionalista de los socialdemócratas— estuvo en la base de la creación de los Partidos Comunistas. La noción de patrie parece haber caído en desgracia tras el gran baño de sangre de 1914-18.
JND
Sí, en efecto; una de las explicaciones del gran éxito del bolchevismo a partir de 1917 fue su rechazo del chovinismo. Había un fuerte rechazo al «lavado de cerebro» y a la propaganda de guerra, y los socialdemócratas estaban asociados a este horror porque casi todos habían respaldado los esfuerzos bélicos de sus propios estados en el verano de 1914. Así pues, no es de extrañar que en los jóvenes Partidos Comunistas hubiera un repudio visceral de todo patriotismo y de cualquier punto de referencia nacional. La nación, bueno… fue en su nombre que los hombres fueron llamados a masacrar a sus vecinos.
Recientemente he estado trabajando sobre la fundación y el desarrollo de los Partidos Comunistas de Alemania y Austria en 1918-20. Estas jóvenes organizaciones —especialmente en Austria— aglutinaban al principio a un ala minoritaria del movimiento obrero y estaban impulsadas por un internacionalismo radical que les llevaba a pensar que una «Mitteleuropa Roja», una especie de URSS a escala de Europa central y oriental, estaba al alcance de la mano.
Conocemos las posiciones fuertemente antinacionalistas de Luxemburg, pero en esta época, algunos fueron incluso más lejos que ella, abogando por un movimiento obrero «antinacional» tanto en principio como en la práctica. Incluso si ignoramos esta ala extrema, está claro que el internacionalismo comunista en el origen de estos partidos tendía a rechazar la nación, excepto en el caso de los pueblos oprimidos que aún tenían que pasar por la etapa nacional (la aplicación del «derecho nacional a la autodeterminación») para librarse de las potencias ocupantes.
Incluso el movimiento comunista francés de los primeros años —aunque dio sus primeros pasos en un país que había salido victorioso de la Primera Guerra Mundial y donde existía un fuerte sentimiento de pertenencia nacional dado el orden republicano— tenía una visión crítica del patriotismo. Los miembros del joven Partido Comunista Francés (PCF) no querían cantar la Marsellesa y se negaban a conmemorar la Revolución Francesa, una revolución «burguesa» que nada tenía que ver con el proletariado: había que dejar sitio a 1917; el futuro pertenecía al sovietismo, que, incluso en la medida en que respetaba las culturas nacionales, ya no pretendía hacer referencia a las naciones de antaño.
Pero lo que se había aplicado en 1918-20 cambió muy pronto. En Alemania, 1923 fue el último año en que un movimiento revolucionario a gran escala sacudió el país. A principios de ese año, tropas francesas y belgas marcharon a la región industrial del Ruhr para exigir el pago de las reparaciones de guerra. Ahora, Alemania estaba parcialmente ocupada por un ejército extranjero. ¿Era Berlín la capital de un país oprimido? Fue un debate que recorrió la Internacional Comunista.
Algunos comunistas defendían la resistencia nacional contra el ocupante, mientras que otros cuestionaban esta línea. Pero esto demostró una cosa: el movimiento comunista no podía eludir el imperativo de adoptar una postura sobre la cuestión nacional, que se planteaba constantemente. Diez años más tarde, en 1935, cuando la Internacional Comunista impulsó el giro hacia los Frentes Populares, los Partidos Comunistas cambiaron radicalmente de perspectiva: ahora, el PCF cantaba la Marsellesa y se reapropiaba del legado de 1789, contradiciendo sus argumentos de los años veinte. Las minorías de izquierda se sintieron profundamente heridas por este cambio de actitud.
Este giro se intensificó incluso durante la Segunda Guerra Mundial, con la resistencia contra el ocupante nazi: Francia se encontraba, a su vez, en cierto modo en la posición de un país oprimido. Inmediatamente después de la guerra, el PCF se presentó sobre todo como el gran partido nacional que defendía la independencia y la soberanía del país; algunos socialistas y militantes de extrema izquierda lo acusaron de chovinismo, especialmente en las cuestiones coloniales.
Era una forma excesiva de enmarcar las cosas, si comparamos todo esto con el conjunto de la población francesa: las partes de la sociedad influidas por el PCF eran más internacionalistas y menos chovinistas que la norma, sobre todo en comparación con las fuerzas conservadoras que —no lo olvidemos— seguían influyendo estructuralmente en la vida política.
AT
¿No se desvió una parte del movimiento socialista hacia el apoyo a la guerra y al colonialismo, precisamente a causa de un giro imperialista en su idea de la nación? En Bélgica, por ejemplo, podríamos citar el caso de Émile Vandervelde.
JND
Entre los grupos dirigentes de los diversos partidos de la Internacional Socialista anterior a 1914 había en efecto una orientación claramente favorable a la empresa colonial. Había minorías de izquierdas, especialmente en torno a [Vladimir] Lenin y [Rosa] Luxemburg que desafiaban esto, pero sin duda estaban aisladas.
La idea de que era necesario reformar los imperios coloniales en un sentido más humanista, pero sin cuestionar realmente sus fundamentos, estaba muy extendida: Vandervelde condenaba el «tipo equivocado» de colonización. Tenía una cierta dimensión humanista: bien podía condenar los crímenes coloniales pero no, más fundamentalmente, el sistema estructural de dominación colonial.
Esto estaba en el centro de las contradicciones del Parti Ouvrier (Partido Obrero) belga: la cuestión del Congo era entonces uno de los grandes temas de debate en el seno del partido. Esto estaba muy extendido en la época: Eduard Bernstein en Alemania y, durante mucho tiempo, alguien como Jaurès en Francia, estaban convencidos de que existía una cierta jerarquía de los pueblos, y desarrollaron una especie de «socialismo colonial» que no imaginaba que los pueblos colonizados se independizaran.
Creo que ésta es también una de las razones del éxito internacional del comunismo a partir de 1919; Lenin había comprendido bien que el siglo XX sería el siglo de las luchas anticoloniales y que los comunistas tenían que luchar por la independencia de los países oprimidos, aunque ello exigiera a veces amplias alianzas plagadas de peligros. ¿Era necesario aliarse con ciertos partidos burgueses o nacionalistas contra el colonizador? Por su parte, los socialdemócratas, o al menos muchos de sus dirigentes, no habían visto venir en absoluto esta evolución.
Así pues, en lugar de hablar de «giro» (lo que implicaría que en un principio había existido una posición claramente antiimperialista) es necesario distinguir entre las líneas opuestas dentro del movimiento socialista desde sus orígenes, que no necesariamente se solapan con otras líneas divisorias. Con ello quiero decir que no todos los reformistas eran procolonialistas ni todos los revolucionarios anticolonialistas…
El ejemplo francés es elocuente en este sentido. Conocemos la famosa expresión «Argelia francesa», que nos recuerda el eslogan de la extrema derecha nacionalista que quería mantener Argelia como territorio francés. Cuando hablamos de los partisanos de la «Argelia francesa» de los años cincuenta, está claro que nos referimos a ellos. Pensamos en la Organisation armée secrète (OAS), una organización de extrema derecha que organizaba atentados terroristas, especialmente contra dirigentes de la izquierda anticolonialista. Pero la expresión ya existía en las décadas de 1830 y 1840, y fue adoptada y utilizada abiertamente por muchos «socialistas utópicos» (por ejemplo, Charles Fourier y los fouriéristes). Hoy en día, mucha gente tiene debilidad por estos «utopistas» y canta sus alabanzas en contra del «socialismo científico» marxista, ¡pero olvidan por completo este elemento de su visión del mundo!
En efecto, el horizonte utópico de estos primeros socialistas era a menudo colonial: los proyectos que elaboraban para sociedades alternativas iban a menudo acompañados de un orientalismo abierto, que veía en estos «nuevos territorios» africanos El Dorado donde ensayar sus experimentos sociales. Ochenta años después, los socialistas franceses se dividieron en torno a la cuestión colonial: en 1912, un tal Lucien Deslinières presentó en el Parlamento, en nombre del grupo de diputados socialistas, un proyecto de ley sobre el «Marruecos socialista». La idea consistía en enviar colonos franceses «buenos» y socialistas para explicar a los nativos cómo debían buscar el desarrollo. Era el típico planteamiento colonialista «de izquierdas».
Pero este proyecto de ley fue finalmente retirado gracias a la intervención de Jaurès, que lo consideraba indignante. Su posición sobre esta cuestión había evolucionado desde la década de 1880: ahora se había convertido en un feroz crítico del orden colonial. Este proyecto, sin embargo, fue apoyado durante mucho tiempo por Jules Guesde, aunque fue él quien más hizo por introducir el marxismo en Francia. Ciertamente, algunos de los primeros marxistas franceses, como Édouard Vaillant, ya eran brillantes críticos del orden colonial. Pero en este punto, Jaurès fue mucho más crítico con el colonialismo que otros, aunque exteriormente fueran más de izquierdas en otros temas.
Habría que esperar a la creación de la Internacional Comunista en 1919 para que hubiera una posición claramente anticolonialista. Después, a partir de los años 30, volvió a plantearse el mismo problema. El giro hacia el Frente Popular y las amplias alianzas que implicaba, obligaron al PCF a silenciar su anticolonialismo.
AT
Chaim Zhitlowsky, socialista judío ruso exiliado en Suiza, parece haber intentado definir una posición intermedia. En 1899, escribió en una revista alemana que usted cita que «[m]ientras que el cosmopolitismo encuentra su ideal en la desaparición de las diferencias nacionales y entiende la humanidad como un conglomerado de individuos individuales, el internacionalismo se basa en la idea de la fraternización entre los pueblos, lo que no significa que un hermano deba ser idéntico a otro como guisantes en una vaina». ¿Es esta una línea defendible en la cuestión nacional?
JND
No estoy necesariamente de acuerdo palabra por palabra, pero la idea básica me parece correcta. El internacionalismo no significa negar la existencia de naciones y culturas nacionales. Por supuesto, estas son siempre construcciones históricas, pero su longevidad y continuidad significan que influyen estructuralmente en la vida cotidiana de los individuos. Intentar pasarlas por alto, en favor de declaraciones que —aunque de espíritu generoso y fraternal— están totalmente desconectadas de las realidades de sectores enteros de las clases trabajadoras, no nos permite avanzar y, por tanto, deja el campo abierto a otros.
Difícilmente podríamos adoptar el ataque de Zhitlowsky de principios del siglo XX contra el «cosmopolitismo», una línea que hoy tiene connotaciones fuertemente derechistas e incluso antisemitas. Pero cualquier intento de adoptar automáticamente la posición contraria a los nacionalistas —lo que a primera vista puede parecer un planteamiento loable— acaba defendiendo ideas con una circulación solo limitada y que no son compatibles con la práctica efectiva de la soberanía en general, o de la soberanía popular más particularmente.
Existe una abundante literatura sobre la soberanía popular y/o nacional, y en este contexto podemos discutir teóricamente lo que pueden y deben significar hoy las fronteras nacionales. Pero creo que, en términos de prácticas concretas, el cambio social y político requiere una serie de acciones situadas e identificables que implican de facto movilidades relativamente restringidas y el arraigo en un lugar de trabajo, una ciudad, etcétera.
Por ejemplo, en el mundo anglosajón —y en menor medida en otros países, incluida Francia—, existe un renovado interés por los consejos obreros y por cómo se desarrollaron después de 1918 (los soviets en Rusia, por supuesto, el Biennio Rosso en Italia, la Rätebewegung en los países germanoparlantes, etc.). En algunos casos, estos consejos plantearon la cuestión concreta del poder obrero, del control obrero de las herramientas de producción, y demás. Todo ello implicaba una movilización colectiva y una militancia geográficamente situada que implicaba reuniones regulares en el mismo lugar.
Dicho así, parece un argumento bastante banal. Pero me sorprende ver hasta qué punto algunos se empeñan en dejar de lado esta dimensión territorial (que, por tanto, plantea interrogantes sobre el lugar en el que pueden ejercerse el poder y la soberanía concreta, «nacional», «popular», basada en el arraigo local).
En la era de la revolución digital, se puede argumentar que un número creciente de empleos se están desterritorializando por completo. Pero aparte de que los empleos manuales y fabriles siguen siendo una realidad, aunque una parte de la izquierda parece olvidarlo en su mayor parte, muchos empleos que dependen en gran medida de las tecnologías de la información están a menudo vinculados a un trabajo situado y colectivo (oficinas con presencia obligatoria de empleados durante al menos una parte de la semana, etc.). Así pues, la celebración de la movilidad permanente por parte de cierto tipo de izquierda contradice ciertas realidades básicas, y esto incluso aparte del hecho de que me parece una reivindicación ilusoria con respecto a una gran parte de la mano de obra, dados los múltiples imperativos del capitalismo.
Esto contribuye a alejar a importantes capas de la población de lo que dice esta izquierda, y a que estas últimas encuentren mayor relevancia en un discurso nostálgico-reaccionario que celebra a la llamada gente común arraigada. Estas personas encuentran estas últimas reivindicaciones más cercanas a sus preocupaciones y a su sentimiento de desposesión.
Así que, sí, creo que necesitamos una posición «intermedia»: una que mantenga una perspectiva internacionalista de la unión de los pueblos y que piense tanto como sea posible en nuestro destino común y universal, pero que también afirme que la práctica política concreta (especialmente la socialista) tiene que llevarse a cabo a un nivel que corresponda a los horizontes reales de las poblaciones. Para una parte muy importante de las capas populares, este horizonte sigue siendo seguramente nacional.
AT
¿Cómo trazaría hoy la senda del marxismo a través de los dilemas del nacionalismo y el internacionalismo, las fronteras y la libre circulación, la soberanía nacional y la globalización (o europeización), la integración (o incluso la asimilación) y el multiculturalismo?
JND
Estas preguntas deben responderse partiendo de la situación concreta para llegar a un equilibrio adecuado. Puede que me diga que estoy esquivando la pregunta. En absoluto. Volvamos brevemente a lo que decía Lenin sobre la nación: apoyar el esfuerzo nacional en un país imperialista (Francia, Gran Bretaña, Alemania, etc.) era reaccionario e implicaba un alineamiento de facto del movimiento obrero con la burguesía, especialmente en caso de guerra. Por otra parte, Lenin apoyaba las reivindicaciones nacionales de los países oprimidos, especialmente de los pueblos colonizados.
En cuestiones de soberanía, es necesaria una posición sutil. Pero a un nivel más general, creo que estamos llegando al final de un ciclo con respecto a la libre circulación, que la izquierda radical ha percibido durante mucho tiempo como un ideal en sí mismo.
Para reivindicar la política y defender los derechos sociales, me parece necesario «territorializar» la política. El impresionante desarrollo de las diferentes formas de movilidad en el último medio siglo había llevado durante mucho tiempo a la creencia contraria. Nunca volveremos a las posiciones anteriores, lo que sería una idea reaccionaria, en el sentido original de la palabra. Pero la lucha por la emancipación no puede prescindir de un marco concreto, de una ubicación concreta.
Me gustaría ilustrar estas diferencias entre situaciones nacionales comparando brevemente Europa Occidental y China. Durante diez años he desarrollado intercambios académicos con investigadores chinos sobre la historia del socialismo y sus diversas trayectorias en la historia. Estos estudiosos me preguntaban a menudo sobre la relación de los comunistas franceses (y europeos) con el mercado, la integración en la UE y la nación. Para muchos de ellos, las reticencias hacia el proyecto europeo parecían bastante difíciles de entender: nos ven (a los países europeos) con fuertes especificidades nacionales, pero ahora formando inevitablemente un bloque continental, que debe posicionarse a favor del multilateralismo a escala internacional.
Del mismo modo, la globalización no tiene el mismo significado, ya que China jugó la carta del mercado y la globalización para su desarrollo, aunque de forma muy controlada y bajo la autoridad del Estado. En Francia, la globalización ha supuesto un desafío para muchos aspectos de su modelo nacional. En China se ha defendido ferozmente la soberanía nacional, incluso cuando su comercio mundial se desarrollaba a una velocidad increíble.
Todo esto exigiría, por supuesto, un debate más preciso de cada una de las cuestiones en juego; pero demuestra que no podemos definir a priori un conjunto de respuestas simples y uniformes. Razón de más para recuperar el internacionalismo original, que implicaba sobre todo intercambios entre las distintas experiencias nacionales.
Un último punto, sobre la cuestión del «multiculturalismo». Si nos quedamos en un nivel muy general, podemos pensar que el «multiculturalismo» es algo positivo en sí mismo: el reconocimiento de los derechos, de la diversidad de las culturas, etcétera. Algunos ven incluso un parecido de familia con el austromarxismo.
A un cierto nivel de generalidad, nadie negará la diferencia de culturas y la necesidad de preservarlas. Pero en la práctica, hay que tener en cuenta las realidades nacionales, las dinámicas de asimilación y las dinámicas de integración, que no han sido todas negativas, ni mucho menos. En el siglo XX, los sindicatos y los partidos de izquierda desempeñaron un papel asimilador para muchos inmigrantes a través de sus luchas y sus actividades en el lugar de trabajo, por ejemplo en Francia. Esto fue unido a la estructuración de una conciencia de clase.
Es totalmente ingenuo creer, como dicen algunos multiculturalistas, que la realidad ha cambiado y que cualquier tipo de «asimilación» se ha vuelto reaccionaria, etc. Para tener una perspectiva socialista, es necesario crear algo en común, «hacer pueblo». Una vez más, el equilibrio es difícil de encontrar. Pero la exaltación de todas las especificidades, de todas las diferencias —aparte del hecho de que a veces son ambivalentes y que los conservadores pueden igualmente defenderlo, en el sentido de «a cada cual su religión, sus particularidades, etc.» —se oponen a una verdadera perspectiva de liberación.
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