El reciente artículo del Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa en La Nación (“La caída de Brasil, espejo de un país en apuros”, 15-07-2014), es una fiel expresión de los prejuicios y los límites con que los exponentes de la derecha liberal-conservadora analizan los procesos políticos de nuestra región. Incluso contradiciendo su propia mirada de años anteriores, donde señalaba la existencia de una izquierda herbívora (Brasil, Uruguay y Chile), frente una izquierda carnívora (Venezuela, Bolivia y Ecuador), interpretación por lo menos simplista y desestimada por varios investigadores serios, esta vez Vargas Llosa arremete por igual contra el proceso político brasileño.
Aclaremos que no se trata esta de una respuesta al gran escritor peruano en tanto tal, terreno en el cual no sería prudente contraponer mis argumentos a los suyos, sino a sus reflexiones en tanto intelectual público y analista político.
Vargas Llosa traza una analogía entre la situación futbolística de Brasil, con las derrotas acumuladas, y la situación política de aquel país, señalando que estos reveses serían una “manifestación en el ámbito deportivo de un fenómeno que, desde hace algún tiempo, representa a todo Brasil: vivir una ficción que es brutalmente desmentida por una realidad profunda”. La analogía entre futbol y política es aquí forzada y modelada de acuerdo a sus pretensiones, pero no se corresponde, considerando el éxito a nivel internacional que resultó finalmente la organización de la Copa del Mundo, con un 83% de los visitantes aprobando la organización de la Copa según un estudio de Datafolha (de lo cual, por supuesto, no aparece ninguna alusión).
Señala al gobierno de Lula como el gobierno que “sembró, con sus políticas mercantilistas y corruptas, las semillas de la catástrofe”. Cierto es que Brasil no experimenta su mejor momento económico, pero tampoco el mundo, sacudido por los efectos de la crisis internacional. Y mientras en otros países latinoamericanos los vaivenes económicos han significado una alta inflación, en Brasil esto se ha mantenido en niveles mínimos, entre el 6% anual.
Vargas Llosa marca que “El endeudamiento que financiaba los costosos programas sociales era, a menudo, una cortina de humo para tráficos delictuosos”. Más allá de que durante el gobierno de Lula hayan estallado acusaciones de corrupción -expresivas por otra parte de la naturaleza del sistema político brasileño- eso no debería impedirnos de apreciar programas como el Bolsa Familia, que cambiaron seguramente la vida de millones de personas, generando como prueban numerosos estudios, una mayor autonomía para las amas de casa, una reactivación del consumo y el mercado interno en un ciclo virtuoso, así como asegurando una mínima alimentación en ámbitos del nordeste donde la miseria extrema era una fatalidad cotidiana.
Entendiendo al gobierno de Lula como “una peligrosa alianza de populismo con mercantilismo”, el autor prosigue señalando que Brasil “ha vivido una mentira que irán pagando sus hijos y sus nietos, cuando tengan que empezar a reedificar desde las raíces una sociedad a la que aquellas políticas hundieron todavía más en el subdesarrollo”. En una sociedad históricamente muy desigual, gobernada por una élite de príncipes ilustrados, Lula encarnó la pretensión de ascenso de los de abajo, que se sintieron identificados con su figura como pocas veces antes, no solo porque lo sentían “uno más de ellos”, sino porque esa identificación iba acompañada de un cambio en sus condiciones de vida, mayores posibilidades de consumo y de derechos sociales. Así, Vargas Llosa, despreciando los programas sociales y sus efectos -no es para nada inocente esta asociación entre políticas sociales y corrupción que el autor postula como natural-, termina siendo funcional a aquellos sectores acomodados de la sociedad brasileña que creen que los aeropuertos allí han perdido su glamour, porque ahora sectores anteriormente desprovistos pueden acceder a viajes en avión.
Finalmente, el novelista peruano critica la política externa brasileña por haber sostenido una orientación de alineamiento con otros gobiernos latinoamericanos. Evidentemente, a Vargas Llosa y otros exponentes de esta línea de pensamiento, les incomoda que Brasil haya decidido no preocuparse únicamente por el lucro comercial de sus empresas, sino también por proyectarse en el mundo de forma conjunta con el resto de nuestra región.
Por lo visto, para los exponentes de la derecha liberal-conservadora, los prejuicios muchas veces suelen ser un buen atajo para proporcionar explicaciones respecto de aquello que incomoda y se prefiere no comprender.
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