Por: Esteban Magnani
Los Non-Fungible Tokens (NFT) son el más reciente juego especulativo estrella del capitalismo tecnofinanciero. Permiten vender desde tuits hasta jugadas de básquet, desde criptogatos a piezas de arte digitales. El sistema, basado en blockchain, parece otra muestra de cómo el capital especulativo se aleja a toda velocidad de la economía real en busca de ganancias rápidas sin vínculo con la inversión. Pagan miles o millones de dólares para registrarse como “propietarios” de lo que todos tienen.
A principios de marzo, Jack Dorsey, fundador de Twitter y CEO de la empresa, subastó su primer tuit, lanzado hace quince años. Allí decía: “simplemente instalando mi twttr”. De esta forma se sumó a la moda de ofrecer todo tipo de ¿bienes?, desde jugadas de básquet, a obras de arte, de criptogatos a discos. La oferta se monta sobre una nueva moda tecnofinanciera llamada NFT: Non-Fungible Tokens.
La palabra “token”, de uso habitual en castellano, simboliza a algo que está en lugar del original, que lo representa, como un vale o una ficha. Que no sean “fungibles”, en inglés (no es igual a “fungible” en castellano), quiere decir que no da lo mismo ese bien que otro como, por ejemplo, sí ocurre entre un billete de cien pesos y otro de la misma denominación.
La combinación de encandilamiento tecnológico, especulación e intangibilidad del fenómeno nubla la comprensión. Incluso las palabras conocidas deben resignificarse para dar cuenta de él (de allí el abuso de las comillas en este artículo). Por eso surgen preguntas a cada paso: ¿quién podría comprar un tuit que todo el mundo conoce y puede leer, reproducir, copiar?
Mucha gente, incluso alguien dispuesto a pagar 2,5 millones de dólares. ¿Qué obtiene? Un certificado y un registro en blockchain o cadena de bloques que funciona como “contrato inteligente” capaz de registrar de manera inviolable quién es el “dueño” de un “bien” apuntando a un link donde se “encuentra”. ¿Para qué le servirá? Puede verse como una inversión, en tanto consiga a alguien dispuesto a pagar aún más por él, o como una experiencia subjetiva muy difícil de transmitir y justificar ante ojos escépticos.
Blockchains
Hace algunos años se puso de moda una tecnología llamada blockchain o cadena de bloques cuyo ejemplo más difundido es el bitcoin. Se caracteriza por utilizar un sistema criptográfico distribuido para que distintas personas puedan llevar un registro de los intercambios que se realizan de ciertos bienes, digitales o no. De esa manera se puede saber quién es dueño de qué sin necesidad de una institución central.
El sistema permite que una comunidad registre transacciones de manera digital y descentralizada en una cadena de bloques inviolables. Si alguien intentara fraguar una transacción, el registro en la cadena de bloques lo pondría en evidencia. Así se puede impedir que muchos se atribuyan la propiedad sobre un determinado bien como un bitcoin o, en este caso, un tuit. Cabe aclarar que en términos tecnológicos blockchain es una idea, una combinación de distintos recursos de límites difusos, más que bitcoin, un desarrollo tecnológico claramente definido.
Una de las utilidades de blockchain es la creación de contratos inteligentes (smart contracts). Algunos imaginan, por ejemplo, un registro de la propiedad descentralizado y validado por la comunidad que indique a quién pertenece un auto o una casa determinada. De esa manera cualquier persona podría corroborar una propiedad sin necesidad de que haya una institución que lleve ese registro y, por lo tanto, tenga el control sobre él: la comunidad podría mantenerlo funcionando.
Más allá del potencial, lo cierto es que blockchain tuvo mucho de moda gracias a un discurso tecnofílico exagerado sobre cómo podría transformar el mundo. Poco a poco las promesas se desdibujaron, se encontraron problemas serios y una, hasta el momento, utilidad interesante pero limitada.
Propiedad
Aún así, como suele ocurrir cuando la lógica financiera llega con sus millones, las cosas se pueden forzar un poco más. Eso es lo que ocurre cuando se ofrece a la venta no solo el tuit de Dorsey, sino también el meme del gatito Nyan (vendido por 590.000 dólares), algunas jugadas del futbolista americano Rob Gronkowski durante el superbowl o jugadas de la NBA.
Para que quede claro: la compra de la “propiedad” no da ningún derecho sobre esas jugadas: se podrán seguir viendo en videos y el “dueño” no podrá cobrar regalías por eso. Solo tendrá una sutil y abstracta “propiedad” de algo que no se puede “poseer”, al menos no tal como se pensaba ese verbo hasta ahora.
Pero más allá de esta cualidad subjetiva intangible, estos “bienes” son una tentación enorme para el capital especulativo ya el que precio que se les de no tiene vínculo con los costos de su producción: alcanza con que alguien crea que registrar como propia una jugada de LeBron vale una cifra para que la valga. Además, el mercado no podrá producir otras similares, tentado por los márgenes que ofrece: es que se trata de piezas indivisibles, únicas (aunque puedan copiarse) y ahí residiría en buena medida su valor potencial.
Desde cierto punto de vista, la diferencia entre una encestada magistral en básquet, un bitcoin o el dinero no es tan grande: lo que confiere valor a algo es el consenso de que lo tiene. La diferencia es que la construcción de ese consenso para estos últimos llevó siglos y hay instituciones centenarias que lo respaldan, mientras que los NFT no cuentan siquiera con eso.
Criptogatos
Si bien los NFT se pusieron de moda recientemente, el concepto tuvo su origen hace unos años cuando la empresa AxiomZen lanzó en 2017 CryptoKitties, un juego que utiliza la plataforma Ethereum para vender gatos virtuales cuya “autenticidad” estaba garantizada por criptografía.
Ethereum es la más utilizada para gestionar blockchains y cuenta con una criptomoneda (ETH) que sirve, por ejemplo, para comprar uno de esos criptogatos como quien compra figuritas. Estos ETH también pueden cambiarse por dinero de uso corriente.
El juego permite la venta de estas mascotas virtuales y su precio varía según oferta y demanda. Además se pueden cruzar para que tengan crías, entonces “nacen” nuevas generaciones de criptogatos que heredan algunas características de sus progenitores basadas en un “genoma” de 256 bits donde se registran sus rasgos, desde su color hasta el tiempo que les lleva estar en condiciones de parir nuevamente luego de tener cría.
Para darse una idea de las cifras que se manejan, los de la primera generación se pueden vender por más de 100 mil dólares: una de sus virtudes, al parecer, es que se reproducen más rápidamente que los nuevos. Los más baratos pueden costar una decena de dólares. Por supuesto todos ellos se pueden subastar.
Subastas
Más recientemente los artistas se han interesado por los NFT porque ven en ellos la posibilidad de vender la propiedad de piezas digitales que circulan libremente por internet. Hace pocos días un artista llamado Mike Winkelmann, conocido como Beeple, vendió en 69 millones de dólares, en una subasta en Christie’s, su “Everydays-The first 5000 days”, una combinación de fotos tomadas diariamente durante los últimos 13 años. La obra, por supuesto, puede ser impresa, copiada o mirada libremente por cualquier persona.
Las obras de arte carecen de un valor intrínseco determinado, por ejemplo, por el tiempo de trabajo necesario para producirlos. Es, en el mejor de los casos, su calidad artística lo que determina la demanda y el precio de la misma.
Es por eso que muchos artistas abrazan los NFT como forma de vender algo que en realidad todos y nadie posee: algunos de ellos pueden vender obras por unos pocos dólares a amigos, familiares o fans dispuestos a invertir para apoyarlos.
Esta alternativa para el arte se utiliza con frecuencia para defender el potencial de los NFT, pero cabe preguntarse cuánta gente preferirá sumarse a una plataforma y cambiar su dinero por ETH para apoyar a un artista en lugar de, como ya se podía hacer, transferir dinero como donación o a cambio de un póster, un libro o una copia, virtual o no, de la obra en cuestión.
Especulación
Cuando se pone la lupa en las cifras millonarias que atrajeron la atención sobre los NFT en estos últimos meses, resulta difícil comprender qué es lo que está en juego. Al ver un cuadro original de Da Vinci en una pared cabe preguntarse si alcanza saber que lo pintó el artista para justificar los millones gastados. Pero la obra de, por ejemplo, Beeple, carece incluso de un original por lo que este concepto mismo pierde su sentido.
De alguna manera hay quienes quieren (y, sobre todo pueden) pagar miles o millones de dólares para registrarse como “propietarios” de lo que todos tienen, aún si eso no le da ninguna prerrogativa más que poder, justamente, ser (tautológicamente) propietarios en el sentido más abstracto de la palabra.
Más difícil de justificar resulta el fenómeno si se tiene en cuenta que la tecnología de Ethereum requiere enormes cantidades de energía y, por lo tanto, contamina sin producir ninguna riqueza nueva. Bitcoin, que utiliza un sistema similar, ya requiere tanta energía como la Argentina para funcionar y sirve como ejemplo de los efectos de esta tecnología cuando se expande.
El concepto de las NFT resulta extraño e invita al escepticismo. Es difícil determinar si el que paga lo hace por pura especulación o como un exhibicionista de mal gusto. Los NFT evidentemente no son únicos en ese sentido, pero representan una variante nueva de la obscenidad que permite el dinero.
Sin duda existe el atractivo de la especulación, una suerte de juego del avión donde la clave es saltar a tiempo antes de que se estrelle. Al final, alguien se quedará con una propiedad que ya nadie quiere (¿o no?).
Este tipo de bienes pueden permitir ganancias desproporcionadas, sin vínculo con la economía real y sin producir riqueza, situación a lo que está acostumbrado el capitalismo financiero en los últimos tiempos y que da señales de una volatilidad preocupante, como demuestran los recientes casos de GameStop o Bitcoin.
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