Por: Juan Fransisco Vargas
De víctimas de nacionalismo en Europa a victimarios de colonialismo nacionalista en Palestina.
En febrero, el comentarista político estadounidense Tucker Carlson conversó durante más de dos horas con Vladimir Putin. En la entrevista, el presidente ruso justificó su invasión a Ucrania a partir de las llamadas «fronteras históricas», según las cuales dicho país perteneció antes, tanto cultural como administrativamente, a entidades como el Imperio Ruso o la URSS. Desde su lógica, ucranianos y rusos serían históricamente parte de una misma unidad étnico-nacional, lo que justificaría las reivindicaciones territoriales que hace Rusia a través de la actual guerra.
Ante tal argumento, el expresidente de Mongolia, Tsajiaguiin Elbegdorzh, tuiteó un mapa que representaba las antiguas dimensiones del Imperio Mongol con la leyenda «No se preocupen, somos una nación pacífica y libre» en alusión al extenso territorio que poseyeron sus ancestros siglos atrás y que incluía actuales territorios rusos.
Quizás uno de los entrampamientos más comunes cuando se discute sobre historia es la determinación de su «inicio». Es decir, a partir de qué momento comienza la línea cronológica que respalda determinada postura sobre la que se desea persuadir. ¿Desde cuándo empezamos a contar? O, dicho de otra manera, ¿desde cuándo nos favorece hacerlo? En su discusión sobre el carácter de lo nacional, esto es lo que Ernest Renan (1987) llamó el rastreo de «la arqueología de la nación» antes de cuestionar hasta qué punto resultaba legítimo realizarlo para asuntos reivindicatorios. La construcción retórica responde, entonces, al objetivo de la persuasión que se busca realizar y, ante ello, el punto de partida de la narrativa se ve subordinado a las subjetividades de quien la elabora.
En el caso anterior, bastó con mover el punto inicial propuesto por Putin un poco más atrás para que la historia contada resultara completamente distinta. En los reclamos reivindicativos o irredentistas se manifiesta muchas veces esta característica: se presentan los intereses de quien argumenta como si se tratara de algo objetivo e indiscutible, una única forma de leer la historia. Así, resulta cuestión de forzar un poco el aspecto cronológico para entrar en una espiral interminable de medias verdades. Y el problema se acrecienta cuando de por medio se tienen debates políticos (terreno de la arbitrariedad y la manipulación retórica por antonomasia) de cuya resolución discursiva dependen las vidas de millones de personas.
Naciones y nacionalismos
Los «países» tal y como los conocemos conceptualmente comenzaron a tomar forma a partir de la llamada Paz de Westfalia (1648), tras una serie de guerras en Europa cuyas raíces se rastrean mucho tiempo atrás. Una de las principales consecuencias de dicho tratado fue el tránsito de sociedades con características aún feudales a otras en las que aparecía la idea de soberanía nacional sobre la tierra donde se vivía. Es decir, tomó fuerza la noción de pertenencia al y propiedad del espacio físico que se habitaba; por ello, muchos consideran a este hito como el del nacimiento de los Estados-nación: la correspondencia de un grupo étnico-cultural («nación») a un territorio específico («Estado»).
Como sabemos, ello no garantizó la paz en un continente pequeño para el enorme mosaico cultural que albergaba, pero sí reforzó el valor de la identidad en los colectivos. Compartir un «nosotros» implicaba la construcción de una historia fundacional (mitos, héroes, gestas) que respaldara a la nación propia frente a la de «otros». Un Estado-nación necesita de eso para sustentarse política y simbólicamente: un conjunto de ideas e historias compartidas que sean transmitidas a sus nuevos miembros y que, además, los vincule a un espacio físico («la patria», la tierra de los antepasados). Esto es lo que Karen Sanders (1997) denomina «la liturgia de la nación», el dogma que se transmite a los fieles a través de la educación y los medios de comunicación. Y los dogmatismos, como las religiones o los fanatismos de fútbol, tienen pretensión de verdad absoluta y son sordos a posturas opuestas.
Por ello, Eric Hobsbawm (2000), historiador judío y británico, es muy cuidadoso al referirse a cómo la exaltación de lo nacional es muy susceptible de mutar en nacionalismos, potencial fuente de conflictos dialécticos sobre la anterioridad, legalidad y hasta superioridad entre naciones que, si se sale de control, puede ocasionar choques concretos entre ellas. Porque dotar de carácter de verdad a la génesis e historia propias implica, con seguridad, poner en duda las ajenas. ¿Cómo creer en las historias de otras naciones si me han enseñado que la mía es la historia verdadera? ¿Qué ocurre si encuentro contrastes entre la realidad y lo que me han contado? ¿Dónde termina la exaltación de mi nación e inicia la de otra?
A fines del siglo XIX, la fuerza que tomaban los nacionalismos comenzaba a despertar conflictos palpables entre los diferentes colectivos que habitaban las mismas entidades territoriales. Variables como la etnia, el idioma, la religión y otros elementos culturales marcaban líneas entre un grupo y otro y eran exaltadas, lo que condujo a diversos choques. El fondo del asunto era el mismo: se pretendía homogeneidad dentro de los territorios, y lo que la amenazara tanto fáctica como hipotéticamente debía ser suprimido o, cuando menos, señalado para evitar que «contaminara» lo «verdaderamente nacional».
Sumémosle a este escenario la caída de grandes y antiguos imperios aún vigentes en la época, como el austrohúngaro y el otomano. Algo que caracteriza a los imperios son los mecanismos de control y orden para la convivencia pacífica de las regiones o colonias que los conforman. En otras palabras, los posibles nacionalismos estaban considerablemente atenuados dentro de ellos y las naciones se veían forzadas a coexistir. No resulta extraño, pues, que las áreas liberadas del control imperial tras la caída de ambas entidades hayan sido dos de las más conflictivas del mundo desde entonces: Europa del Este y los Balcanes, por un lado, y la región árabe, por el otro. El resultado fue el de muchas naciones enfrentadas por limitado territorio para sus Estados, cada una con su propia versión del pasado y sus intereses a futuro.
Sionismo y paradojas
Es en este contexto que un deseo de mucha data comienza a tomar forma entre algunos representantes del pueblo judío repartido alrededor del mundo. Es a Theodor Herzl, judío austro-húngaro, a quien se suele adjudicar la concretización del sionismo como un proyecto que buscaba la construcción de un Estado propio para el pueblo judío, y por ello es considerado el «padre de Israel». La pretensión era clara y seguía la misma lógica: un espacio territorial («Estado») para un grupo de personas («nación»). Pero el problema era igual —si no más— claro que aquel: en el espacio territorial deseado, Palestina, habitaba hacía ya siglos otro grupo de personas.
Muchas voces consideraron lógico el pedido del Estado propio por las circunstancias antisemitas que vivían los judíos en Europa por ese entonces, las cuales solo empeorarían con los años. Era un hecho que los judíos eran víctimas de violentos nacionalismos. Pero el análisis de la legitimidad del pedido y su practicidad en aras de la paz judía y europea ignoraba la otra parte de la ecuación: qué pasaría en Palestina si ahí se materializaba el Estado judío, si se les imponía una nación dentro/en vez de la suya.
Y es que —adelantándonos un poco— aludir a una suerte de derecho de soberanía sobre el territorio palestino a modo de compensación histórica por la coyuntura sociopolítica que vivieron los judíos en Europa, así como por una herencia religiosa representan argumentos muy debatibles. Pensemos si tales criterios fueran válidos para solicitar similares reivindicaciones étnico-nacionales sobre los territorios. Sería de nunca acabar.
Ahora bien, había que construir una retórica que persuadiera de la causa. Una forma de ganar apoyo consistió en deslegitimar a los palestinos como habitantes de esta tierra al catalogarla como un lugar estéril, despoblado y atrasado o «Una tierra sin pueblo para un pueblo [el judío] sin tierra», lema muy popular por ese entonces. Así, cuando a los palestinos no se los invisibilizaba, se los caracterizaba de modo condescendiente o desde la irrelevancia. Esa forma de retratarlos era en sí misma una estrategia discursiva hacia el mundo occidental, al que además se le decía que el naciente Estado sionista formaría «para Europa (…) un baluarte contra el Asia; estaríamos al servicio de los puestos de avanzada de la cultura contra la barbarie», como explica el propio Herzl en El Estado judío.
Si saltamos al presente, se puede considerar que esta visión incluso evoluciona a una aún más problemática, pues hoy en día a las autoridades del gobierno de Israel directamente animalizan al «otro» palestino. Ahí está el ministro de Defensa, Yoav Gallant, quien los cataloga como «bestias humanas»; el presidente Isaac Herzog, quien considera falso que no hay civiles palestinos involucrados en las acciones de Hamás; los miembros del Knéset (el parlamento israelí) Merav Ben-Ari y Yitzhak Kroizer, quienes afirman, respectivamente, que los niños de Gaza se han buscado lo que les ocurre y que no hay inocentes en la Franja de Gaza; o el propio Benjamín Netanyahu y su síntesis de que se trata de una guerra entre los hijos de la luz y los hijos de la oscuridad.
Esta deshumanización generalizada del «otro» para justificar las acciones del «nosotros» israelí —un «nosotros» en el que se busca incluir a Occidente— gatilla alertas sobre las tragedias vividas por el propio pueblo judío en Europa justamente cuando sus pedidos por un Estado propio cobraban fuerza. Esta es una de las maneras en que se otorga y renueva la carta blanca de la que se goza a pesar de las acciones cometidas desde inicios del siglo XX en el territorio, la mayoría de ellas silenciadas masivamente en los medios de comunicación occidental como parte de la misma estrategia retórica.
Por otro lado, el enfoque religioso del tema ha otorgado un cariz ciertamente edulcorado de lo que era una clara empresa de colonización ocupacional: trasladar y reemplazar población para, en algunos años, tener dominio cultural y político en Palestina. Exactamente lo que ocurrió.
Recordemos que, entre otras instituciones creadas en Palestina durante las primeras décadas del siglo XX, aun cuando Israel no existía oficialmente, estaba la Asociación de Colonización Judía, que luego se llamaría Asociación de Colonización Judía de Palestina. Como cuenta Rashid Khalidi (2020), esta entidad proporcionó apoyo financiero para la masiva compra de tierras en el lugar. Theodor Herzl vislumbraba a esta institución, ya desde antes de su existencia, «concebida, en parte, según el modelo de las grandes compañías colonizadoras», como «la que dirige la colonización», la que «se alza como la gran persona jurídica que dirige la emigración», además de otorgarle funciones de organización cuasi estatal.
En las siguientes décadas se sumarían a esto la Ley de Propietario ausente y la Ley del Retorno (1950) o la Ley de Adquisición de tierras (1953), que apuntaban a legalizar la compra y expropiación de territorio. Incluso podemos recordar que entre muchos sionistas la idea del Gran Israel seguía siendo la dominante, un territorio delimitado por fronteras bíblicas que incluye partes de muchos de los actuales países de Medio Oriente. En tal sentido, como menciona Nur Masalha citado por José de Jesús López, «las fronteras del Estado judío debían ser flexibles y nunca fijas, ya que eso dependería de la naturaleza y las necesidades del momento histórico y de cómo se dieran las condiciones nacionales e internacionales».
Por tal motivo, el sionismo de Herzl se topó con críticas de muchos judíos y judíos ortodoxos que veían en la iniciativa una voluntad territorial antes que una religiosa, una evidente instrumentalización del credo para camuflar fines coloniales de ocupación. Incluso judíos que ya habitaban en Palestina se mostraban contrarios al presentir los problemas futuros. Era tan explícito el proyecto sionista que, como explica Bregman, «los israelíes aseguraron al mundo que, poseyendo una experiencia única y atroz de lo que significa ser perseguido, el estado judío establecería una auténtica “ocupación ilustrada”» en Palestina. Un colonialismo con rostro humano.
De hecho, en la misma línea del colonialismo ocupacional, es clave recordar que en un inicio el sionismo poseía una fuerte carga socialista y de ahí la conformación de los primeros kibutz, espacios comunales de corte agrícola, donde la noción del trabajo colectivo y los beneficios compartidos estaba bastante asentada. Los kibutz fueron fundamentales en la colonización territorial de Israel, pues por definición la agricultura requería instalación en un espacio físico, cosa que en muchos casos les había sido esquiva a los judíos al ser mal vistos y expulsados de diferentes lugares.
Y si hablamos de socialismo, recordemos que este no era precisamente amigo de los credos religiosos al ser el ateísmo uno de sus pilares ideológicos. En tal sentido, argüir que el sionismo fue desde sus inicios una empresa religiosa representa una tergiversación gigantesca. Además, recordemos que estamos a inicios del siglo XX, un momento en que no es que el colonialismo fuese bien visto, pero sí en que estaba más normalizado tanto en la práctica como en el discurso. Es decir, no resultaba necesario camuflarlo como intención última del proyecto sionista.
Pero volvamos al tema nacional. ¿A toda nación le corresponde un Estado? ¿Cada pueblo debe tener su propio territorio? ¿O es posible que haya más de una nación conviviendo en el mismo Estado o una nación repartida en más de un Estado? ¿El pueblo aymara, repartido sobre todo entre Perú y Bolivia, debería tener su Estado independiente? ¿Qué hay de los kurdos en Medio Oriente? ¿Y los catalanes, los vascos? ¿Cómo funcionaría esto en el ámbito religioso? ¿Si quienes profesan la religión X argumentan que un territorio Y les corresponde según su libro sagrado Z, debería este serles entregado?
El concepto de un Estado entero para un pueblo específico, con requisitos genealógicos o culturales, es problemático, pues implica un purismo que marca una contradicción explícita con las ideas contemporáneas de un mundo globalizado y sus principios universalistas. Y muestra catastróficas consecuencias. Pertenece al campo de lo teórico-idealista y no al de lo pragmático-funcional.
La situación de apartheid (discriminación estructural de parte de la población a través de la ley, como a través de las «leyes duales» israelíes), la segregación en guetos, el bloqueo y encierro de Gaza, la constante expropiación de los colonos judíos en Cisjordania, las llamadas «detenciones administrativas» o la directa matanza de palestinos a lo largo de décadas atentan contra cualquier concepción posible de un Estado moderno, inclusivo y viable. De hecho, implican un nacionalismo exacerbado. ¿Eliminar al «otro» no representa un camino que puntualmente los judíos, por su trágica historia, deberían condenar?
Si se desean encender unas cuantas alarmas más, no se debería pasar por alto el carácter mesiánico que existe tras una idea reivindicatoria como la del «pueblo elegido» volviendo a su «tierra prometida». Aquella legitimidad religiosa puede ser válida para quienes la profesan, pero carece de cualquier coherencia y legalidad ante el derecho internacional y ante la historia como se entiende en la modernidad. Se asume como verdadera una mitología religiosa y se le otorga un carácter histórico que no posee. Y sobre esa base se pretenden derechos.
Además, en la idea de pueblo elegido existe una autoproclamada superioridad muy explícita, que nuevamente otorga licencia para acciones que en cualquier circunstancia racional serían condenadas. Ya en 1896 también Herzl advertía que «las teorías de la creación divina del Estado, de la supremacía (…) no se adaptan al punto de vista moderno». Hay, pues, un claro uso político de la religión que, si bien dista de acercarse a lo que se entendería como una teocracia, sí articula al Estado judío, por definición, alrededor de la pertenencia a una confesión cultural-religiosa desde su misma esencia. De hecho, Herzl se siente interpelado a aclarar el potencial cuestionamiento sobre este aspecto y dedica parte de su propuesta en El Estado judío a negar su nación imaginada como una teocrática.
Cerremos precisamente con que Israel se precia de ser la única democracia en Medio Oriente, una región donde, ciertamente, es difícil hallar concepciones liberales en cuanto a estructuras sociales y políticas. No obstante, el mero hecho de establecerse como un Estado-nación exclusivo para el pueblo judío, reservar a tal colectivo el derecho a la autodeterminación, generar leyes que establecen diferencias entre judíos y no judíos, establecer únicamente al hebreo como lengua oficial y sus acciones militares represivas contra los palestinos generan una contradicción enorme con la etiqueta democrática. Como dice en una entrevista el historiador israelí Ilan Pappé (2017), básicamente se le ponen condiciones demográficas a la democracia. Y ello, por definición, es otra contradicción, ya que se excluye de manera sistemática y estructural a una parte de la gente que habita el territorio.
Por todo lo explicado, resulta también paradójico hablar de legítima defensa en este contexto. ¿Legítima defensa de quién? ¿De Israel ante los ataques de Hamás? ¿De Palestina frente a los ataques de Israel? No vamos a relativizar los actos cometidos por un grupo terrorista ni a contradecir que todo Estado tiene derecho a defenderse en situaciones así. ¿Pero solo los Estados y no las naciones deberían tener derecho a esto? No es un tema menor.
Repetir que Palestina no es un Estado pues no aceptó el plan de partición de la ONU en 1948, cuando Israel sí lo hizo, es parte de otra estrategia discursivo-legalista para enajenarles la toma de acción e impedirles el paso a las herramientas de defensa que podrían emplear desde su no habida condición estatal. No a Hamás, sino a Palestina como unidad estatal que aún hoy no existe desde la política internacional. ¿Qué impediría a los palestinos decir que, en tanto Israel existe desde hace tres cuartos de siglo en el territorio que durante los últimos siglos fue suyo, la legítima defensa los respalda a ellos como constructo colectivo para defender su territorio nacional? ¿Y cómo se podría responder en legítima defensa desde la no existencia de un organismo estatal y sin el consecuente aparato militar?
¿Por qué se pasa por alto esto? ¿Qué es primero, el Estado o la nación? Otra vez: ¿desde cuándo y con qué intenciones comenzamos a contar la historia? Citando a Herzl nuevamente, en dos argumentos que se refieren a la lucha judía pero que son perfectamente invertibles: «No son las extensiones de tierra las que constituyen el Estado, sino los hombres reunidos por una soberanía. El pueblo constituye el fundamento humano del Estado; el territorio, el fundamento material» y «el Estado nace como resultado de la lucha de un pueblo por su existencia». De un pueblo. De cualquier pueblo. De todo pueblo.
Finalmente, existe legislación internacional que Israel está obligado a cumplir para salvaguardar la referida democracia, incluido el Derecho Internacional Humanitario. Y también hay instancias supranacionales a obedecer, como la Corte Internacional de Justicia de las Naciones Unidas, donde Sudáfrica (país bastante entendido en estos temas) los acusö de cometer genocidio contra los palestinos. Una institución en la que, por cierto, se respaldó a los judíos tras el Holocausto, en las cual se acogió con unánime condena lo que padecieron y en donde incluso se le dio luz verde a la compensación histórica que implicó la mutilación de la soberanía territorial palestina. ¿Solo se obedece a estas instancias a conveniencia?
A partir de cierto punto, llamar a esto «paradojas» queda muy corto.
Referencias
-Bregman, A. (2014). La ocupación: Israel y los territorios palestinos ocupados. Crítica.
-Herzl, T. (2004). El Estado judío. Organización Sionista Argentina, Departamento de Hagshamá y Deparatmento de Actividades Sionistas de la Organización Sionista Mundial.
-Hobsbawm, E. (2000). Naciones y nacionalismo desde 1780. Planeta.
-Khalidi, R. (2020). Palestina: cien años de colonialismo y resistencia. Capitán Swing Libros.
-López, J (2018). El conflicto palestino-israelí a la luz de la teoría constructivista. De la narrativa sionista a la política de hechos consumados. Universidad Autónoma de Baja California y Universidad Autónoma de Nuevo León.
-Renan, E. (1987). ¿Qué es una nación? Cartas a Strauss. Alianza Editorial.
-Sanders, K. (1997). Nación y tradición. Instituto Riva-Agüero.
-The Real News Network. (2017, 30 de marzo). Ilan Pappé: the myth of Israel [Video]. YouTube.
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