Por: Santiago Álvarez Cantalapiedra
Estamos ante una civilización que no civiliza y que amenaza con arrastrar a la humanidad a la barbarie. Tras desatar en los dos últimos siglos poderosas fuerzas productivas que han provocado una mejora sin precedentes en las condiciones de vida de millones de personas, empezamos a comprobar el alto precio pagado por una prosperidad que en ningún momento ha sido patrimonio común de la humanidad. Se trata de una crisis de civilización porque es una crisis total que atañe a todo el sistema: a los intercambios que establecemos con la naturaleza, a las relaciones y normas con que organizamos la sociedad y a los valores y marcos de comprensión de la realidad. Se trata, pues, de una crisis ecológica, social y cultural que, lejos de ser tres crisis separadas, se presentan irremediablemente unidas, revelando que lo que entra en crisis es nuestra civilización, es decir, el modo de producir, consumir y vivir que el capitalismo industrialista ha configurado durante los últimos siglos.
Las crisis decivilización se expresan mediante una variedad de manifestaciones. Las más recientes –de esta que llamamos capitalista– están resultando especialmente perturbadoras: en el transcurso de apenas tres lustros, y con el trasfondo de una crisis climática de consecuencias impredecibles a la que no prestamos la debida atención, hemos asistido a una crisis financiera de una dimensión descomunal (La Gran Recesión del año 2008), a la primera pandemia global en sentido estricto (la COVID-19 del año 2020) y, ahora en 2022, a una guerra en Ucrania que acelera la tendencia armamentística que se venía incubando desde hace años y que aviva la pesadilla exterminista siempre asociada al gigantismo nuclear. Recesión, pandemia y guerra. En tiempos de crisis los límites de lo posible se ensanchan en todas direcciones, tanto reaccionarias como liberadoras, unas veces a favor de las élites y otras en beneficio de la mayoría.
Estas manifestaciones adoptan la forma de crisis concretas: climática, energética, alimentaria y del orden social. No son las únicas, pero sí tal vez las más apremiantes. Me referiré a ellas, empezando por las implicaciones de la primera.
La crisis climática
La desestabilización global del clima es seguramente el síntoma más evidente y grave de la enfermedad capitalista. Dicha enfermedad, que está provocando una imparable degradación ecológica situándonos en una grave situación de extralimitación, socava el bienestar de las sociedades con unos graves efectos sobre la seguridad y salud de las personas. En un manifiesto reciente, presentado como una advertencia abierta de la ciudadanía acerca de la extralimitación y del colapso[1], se señala que: «El cambio climático –un problema masivo de gestión de residuos– es tan solo uno de los muchos síntomas del problema subyacente de la extralimitación», coexistiendo con otros muchos síntomas (como la pérdida de biodiversidad y de la integralidad de los ecosistemas que favorecen pandemias como la que aún nos azota), de manera que «tenemos que tratar el cáncer que está causándolo junto con todos los demás co-síntomas».
En relación con el síntoma del cambio climático, el informe más reciente de la Organización Meteorológica Mundial señala que cuatro de los indicadores fundamentales que se emplean para evaluar la evolución del calentamiento global –las concentraciones de los gases de efectos invernadero (GEI), la subida del nivel del mar, el calor acumulado en los océanos y la acidificación de los mares– registraron durante el último año unos niveles récord, y recuerda también que, desde que se cuenta con registros, los últimos siete han sido los más cálidos[2]). Las consecuencias humanas de esta alteración antropogénica del clima global son, y serán cada vez más, catastróficas.
La desestabilización global del clima es seguramente el síntoma más evidente y grave de la enfermedad capitalista
Los efectos del cambio climático que se están registrando a nivel global son cada vez más visibles. Una de las áreas más vulnerables es la mediterránea, que se está calentando un 20% más que la media global. Según datos de la Agencia Española de Meteorología (AEMET), en lo que llevamos de siglo el cambio climático ha triplicado los episodios de olas de calor, ampliando su extensión territorial, así como su duración. El verano se come a la primavera y se extiende por el otoño, y son cada vez más frecuentes los episodios de calor en estaciones diferentes a la estival. Como consecuencia, y aunque se haya conseguido reducir el número de incendios, los que ocurren ahora son más devastadores, calcinando el doble de superficie que los incendios de hace 30 años[3]. Por otra parte, sumado a los problemas de gestión del agua que tenemos y que provocan una escasez hídrica en la mayor parte de nuestro territorio, se estima una pérdida de alrededor del 30% de media en las precipitaciones, sobre todo en verano, con lo que las sequías y los periodos sin lluvias serán cada vez más largos, con todo lo que ello conlleva para el campo y la agricultura. A la alteración en los patrones de precipitaciones hay que añadir el incremento en el número de fenómenos meteorológicos extremos asociados a tormentas explosivas (vientos, inundaciones, rayos, aludes, etc.). El calentamiento y el deshielo están produciendo también un aumento del nivel del mar, que en el caso del Mediterráneo se está traduciendo en un incremento de 16 cm desde que existen registros, la mitad en los últimos 30 años[4]. Con todo, es la población más pobre del planeta la que está padeciendo las consecuencias en una proporción infinitamente mayor, con la paradoja de que son ellos quienes menos contribuyen a la magnitud del problema.
La crisis energética
La crisis energética representa la otra cara de la crisis climática al ser la acumulación de GEI la causante del efecto invernadero. La civilización industrial capitalista, construida sobre la base energética de los recursos fósiles, ha mostrado la existencia de límites en la disponibilidad de los recursos (debido al agotamiento de unos stocks que se extraen de la corteza terrestre a un ritmo que no se corresponde con los largos periodos geológicos que los forman) y la presencia, aún más apremiante, de límites en la capacidad de asimilación de los residuos gaseosos que genera. Una vez más nos encontramos ante un nuevo síntoma de la extralimitación y desmesura a las que nos aboca el modo de vida actual. Una mayor consciencia de esta situación nos exigiría renunciar a un modo de acumulación basado en requerimientos crecientes de materiales y energía y a perfilar horizontes con nuevos fines (sociales, económicos y políticos) y medios que hagan un uso menos intensivo de los recursos.
La crisis energética difícilmente se abordará con seriedad si no nos pone frente al espejo de la situación de extralimitación en la que nos encontramos
Este debería ser el insoslayable punto de arranque de cualquier discusión seria sobre el sistema energético. El asunto no es tan simple como acelerar el desarrollo tecnológico y la sustitución de unas fuentes energéticas insostenibles por otras renovables. La cuestión tiene mayor enjundia, y la interiorización de la existencia de los límites naturales (cuando se cumple el quincuagésimo aniversario de la publicación del informe al Club de Roma de los esposos Meadows) debería situar en el centro del debate el cuestionamiento del modo de vida que hemos construido (cómo nos alimentamos, movemos y habitamos el territorio).
Además, aunque nuestras sociedades fueran más conscientes de lo que muestran en relación con la existencia de los límites naturales, el problema de la transición energética no se resuelve sin la introducción de otros planos en el debate. El primero tiene que ver con el propósito de descarbonizar electrificando todos los procesos que hasta ahora se encuentran alimentados con recursos fósiles y que en adelante obtendrían los suministros de un sistema eléctrico basado en flujos renovables. Esta vía de «descarbonizar electrificando» sin cambios profundos en el modo de vida hegemónico, además de los consabidos límites ya aludidos, no está exenta de su propia problemática, particularmente derivada de la singularidad que presenta la electricidad como producto. Otro plano ineludible que añade complejidad a la transición es la presencia en el sector energético de instituciones, actores y relaciones de poder que, de no tomarse en consideración, marcarán las posibilidades de que aquella pueda llegar a ser justa además de sostenible.
En resumen, que la crisis energética difícilmente se abordará con seriedad si no nos pone frente al espejo de la situación de extralimitación en la que nos encontramos y no se encaran las dificultades específicas que presenta un sistema energético que, además de gobernado por estructuras oligopólicas que condicionan el funcionamiento de los mercados y la fijación de los precios, rezuma fuertes tensiones geopolíticas[5].
La crisis del orden social y la guerra[6]
Esas tensiones geopolíticas se están azuzando en la actualidad. La guerra en Ucrania es el principal síntoma. Estamos ante un momento crucial en la reconfiguración del orden internacional. Cabe interpretar esta guerra como un pulso entre imperios nucleares con Ucrania como víctima. Asistimos a un choque entre imperios en decadencia (el ruso y el occidental conformado en torno a la Alianza del Atlántico Norte) en un momento dominado por el ascenso imparable de China como nueva potencia económica.
Rusia, el país agresor, puede que no represente gran cosa en el ámbito económico, pero dispone de un enorme poder nuclear y de grandes reservas de gas y petróleo. Además, su relevancia no se limita a eso. El papel de Rusia como suministrador de materias primas al resto del mundo no solo atañe al sector de la energía, se extiende también a ciertos metales críticos y al campo alimentario. Rusia es un gigante en cuanto a materias primas: según los datos la agencia Bloomberg, las exportaciones rusas en relación con la extracción mundial de petróleo y gas representan, respectivamente, el 8,4 y el 6,2%; lidera las exportaciones de paladio (45,6%); posee algunos de los principales yacimientos de níquel-cobre-paladio del mundo y tiene un peso destacadísimo en lo que se refiere al platino. Los analistas internacionales han advertido de los problemas de escasez de paladio, platino y gas neón en la producción de microchips. A su vez, la industria del automóvil europea muestra su preocupación ante la falta de níquel para baterías de iones de litio y de paladio para los convertidores catalíticos. En el ámbito alimentario, Rusia produce el 13% de los abonos más utilizados en el planeta (los basados en potasio, fosfato y nitrógeno), y estos fertilizantes son para un gigante agrario como Brasil tan relevantes como lo es el gas para los estados miembros de la UE.
La crisis alimentaria
Rusia y Ucrania se encuentran entre los principales países exportadores de trigo del mundo (el primero y el quinto, respectivamente, en el año 2020). Ucrania va a tener enormes dificultades para seguir siéndolo mientras dure la guerra. A su vez, Rusia ha interrumpido gran parte de sus exportaciones de grano para intentar controlar la subida de los precios en el país. Por si fuera poco, Kazajistán, el mayor exportador de productos agrícolas de la zona, ha seguido su ejemplo. Además, no se trata solo de que Rusia y Ucrania sean grandes exportadores agrícolas, su papel también es crucial en cuanto productores de fertilizantes. Antes de la guerra Rusia era el principal exportador del mundo. China –otro de los principales productores de fertilizantes– también ha reducido buena parte de sus ventas al exterior buscando igualmente evitar el alza de los precios en el interior del país. Sin embargo, la consecuencia de todo ello es que se están incrementando los precios internacionales de estos productos, afectando en mayor medida a los países que más dependen de las importaciones de alimentos y de abonos.
Las crisis alimentarias resultan críticas para la paz, la seguridad y la estabilidad en muchos lugares del mundo
Estas tensiones en los mercados internacionales debidas al alza de los precios (de insumos y productos) y a los problemas de suministro que está ocasionando la guerra muestran, una vez más, la alta vulnerabilidad que representa para la humanidad el actual modelo agroalimentario industrial globalizado dominado por un número reducido de corporaciones trasnacionales y de exportadores de materias primas. Un modelo que no solo resulta insostenible ambientalmente por su alta dependencia de las energías fósiles y de los abonos minerales, sino que también lo es socialmente al desbaratar las economías campesinas de la mayoría de los países.
Se avecina, según los expertos, una grave crisis alimentaria. Especialmente en determinados países de África y Asia. La subida de los precios de los alimentos básicos provocada por la guerra en Ucrania, unida a los conflictos internos y a la crisis climática, amenazan especialmente al Sahel y a la región oriental del continente africano. Oxfam Intermón y Save the Children denunciaban en mayo el comienzo de una hambruna que asolaba de nuevo al Cuerno de África. Egipto, principal importador del trigo ruso y ucraniano, puede verse abocado
–si no consigue asegurar otras importaciones y mantener el precio del pan– a protestas y revueltas sociales que desestabilicen toda la cuenca mediterránea. Las crisis alimentarias resultan críticas para la paz, la seguridad y la estabilidad en muchos lugares del mundo. No se debe olvidar que el incremento de los precios de los alimentos provocó desde finales del 2007 hasta mediados del año 2008 violentos motines y revueltas en más de treinta países, acontecimientos que volvieron a reaparecer en el verano del 2010 en algunos países del norte de África.
En las respuestas también se trasluce la crisis
La crisis ecológica ha puesto de manifiesto que gran parte de la actividad económica esconde –tras la fachada de la creación de valores monetarios– unos procesos que son básicamente de mera apropiación y destrucción de la riqueza natural preexistente. A la lógica productivista/ consumista de las mercancías, que ha dinamizado secularmente los derroteros del capitalismo, le corresponde una lógica extractivista/ despilfarradora que acaba con la ilusión de un funcionamiento autónomo de la economía con respecto a las realidades físicas y naturales. La acumulación de capital no entiende de restricciones naturales y su desmesura nos ha conducido a extralimitarnos hasta el punto de que ya se empiezan a percibir las consecuencias. En el plano social, los comportamientos competitivos e individualistas orientados exclusivamente por el rendimiento dejan a la gente exhausta y están socavando las bases comunitarias. La soledad, la ansiedad, el estrés o la fatiga crónica son rasgos omnipresentes de una sociedad alejada de la posibilidad de realizar una vida buena o de calidad.
Este cruce de crisis no puede ser ignorado y si, como parece, desde las instancias de poder no se ofrece más respuesta a este panorama de problemas fuertemente interrelacionados que la voluntad de control y apropiación de los recursos y bienes comunes para beneficio propio y exclusivo de unos pocos mediante la militarización y el ejercicio de la violencia, habrá que concluir que, efectivamente, la crisis de la civilización capitalista en la que andamos metidos es un asunto muy serio para la mayoría de la población mundial.
El modo de vida hegemónico no es una buena vida. La insostenibilidad ecológica que arruina el futuro, las desigualdades (de clase, de género, entre países y etnias) que atraviesan a la sociedad, la pobreza sangrante que soporta una parte importante de la humanidad, la precarización vital y laboral a la que se ven abocadas generaciones enteras, los desequilibrios territoriales que condenan al mundo rural y hacen emerger nuevas periferias, las pulsiones autoritarias que devalúan las actuales democracias o la polarización social e ideológica que fracturan, crispan y extienden un manto de posverdad son un precio demasiado elevado a pagar por preservar las pocas ventajas y los muchos privilegios de un modo de vida que no se puede generalizar al conjunto de la humanidad sin empeorar la existencia de todos al socavar la verdadera riqueza social y natural que permitirían vivirla como una experiencia gozosa plena de sentido.
Sobra malestar social y falta encontrar las respuestas adecuadas para afrontar tamaño desafío, porque esta crisis es también una crisis cultural y de valores, y esto también trasluce la hondura civilizatoria de la crisis que vivimos.
Notas
↑1 Megan K. Seibert: «Citizens’ Warning on Overshoot and Collapse» (se puede consultar en castellano en: https://ultimallamadamanifiesto.files.wordpress.com/2021/12/citizens-warning-on-overshoot-and-collapse-es.pdf
↑2 World Meteorological Organization (WMO), State of the Global Climate 2021, WMO-No. 1290 (publicado el miércoles 18 de mayo de 2022
↑3 MITECO. Estadísticas de incendios forestales en España. Área de defensa contra incendios forestales, 2022. https://www.miteco.gob.es/es/biodiversidad/estadisticas/Incendios_default.aspx
↑4 Marcos, M, et al, «Historical tide gauge sea-level observations in Alicante and Santander (Spain) since the 19th century», Geosci. Data J. 8, 144–153 (2021).
↑5 Aspectos que hemos abordado con mayor profundidad en el número 156 de nuestra revista Papeles de relaciones ecosociales y cambio global, titulado: «Crisis energética (y de materiales)».
↑6 Véase «Crisis, modos de vida y militarismo. Una lectura a propósito de la guerra de Ucrania», Dosieres Ecosociales, FUHEM Ecosocial, Madrid, abril 2022. [Se puede descargar en https://www.fuhem.es/dosieres-ecosociales/]
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