Jean-Marie Le Pen ha muerto. Los partidos de derecha y la mayoría de los medios de comunicación «dominantes» están indignados de que tantos puedan alegrarse de la muerte de un líder fascista. Y los mismos continúan la labor de normalización de la extrema derecha.

Afirman que, aunque Le Pen hizo algunas declaraciones censurables y fue una figura «controvertida» que cometió algunos «deslices», ahora debe ser respetado como parte de la historia política del país. Otros de la constelación mediática de Bolloré van más lejos, describiéndole como un «lanzador de alertas» cuando no un «profeta», que hacía «buenas preguntas» o «preveía lo que iba a pasar», admirando la constancia de sus «convicciones» o su «inmensa cultura».

Sin duda se publicarán buenos obituarios. Sin duda se difundirán sus «ocurrencias» más violentamente racistas, masculinistas u homófobas. Pero sin duda se olvidarán ciertos aspectos menos solubles en la ideología dominante. Una ideología en la que Jean-Marie Le Pen ha desempeñado un papel crucial, ocultando las dimensiones más institucionales y estructurales del racismo, y ocultando la contribución de los partidos y medios de comunicación dominantes al auge del lepenismo.

¿El diablo de la República?

En la Francia de los años ochenta y noventa, muchos en la izquierda y en los movimientos antirracistas y antifascistas -incluidos satélites del PS como SOS Racisme- presentaban el racismo antiinmigración y la xenofobia como virus ideológicos inoculados desde fuera del juego político legítimo -cuando no de la sociedad francesa- por el Frente Nacional, y en particular por su líder Jean-Marie Le Pen: virus que permiten dividir a la clase obrera apelando a los prejuicios arcaicos de una parte del pueblo francés, y que proporcionan un chivo expiatorio fácil en un momento de desempleo masivo y de crisis social.

La figura de Jean-Marie Le Pen era conveniente en aquel momento, ya que permitía proyectar los rasgos de toda una sociedad (Fanon decía que «una sociedad o es racista o no lo es») en un solo individuo y un partido cuyos vínculos con el fascismo histórico seguían siendo evidentes, e insidiosamente confinar el racismo, el masculinismo o la homofobia a ese individuo y a su partido. Se podía decir, eventualmente, que otros –en particular Jacques Chirac en su momento, con su discurso sobre el «ruido y el olor» de negros y musulmanes en 1991– intentaban “imitar a Le Pen” para ganar votos. Sin embargo, esto no generaba ninguna reflexión o cuestionamiento sobre el racismo como una producción institucional ni sobre el papel fundamental que desempeñan los partidos dominantes en su perpetuación.

La demonización de Le Pen no detuvo la propagación del lepenismo, pero sirvió de válvula de escape. Ha permitido ocultar la amplitud y el carácter sistemático del racismo en la sociedad francesa, de modo que no es necesario cambiar nada fundamental en la estructura social o en el funcionamiento de las instituciones, salvo exorcizar el fantasma del fascismo con la mano en el corazón durante las noches electorales. Le Pen y el Frente Nacional han sido el instrumento de un gran encubrimiento de la cuestión de la dominación blanca en Francia, de una manera tanto más efectiva cuanto que había mil y una buenas razones para denunciar a Le Pen y temer el ascenso del FN. Esta estrategia de negación o evasión podía así revestirse de las comodidades conocidas del “nunca más”.

Pero el panorama es claramente muy diferente si consideramos el racismo -y el racismo colonial en particular- como una dimensión principal de la construcción del Estado francés (en el contexto de la República imperial y luego neocolonial), como un eje central de la hegemonía burguesa y como un operador fundamental de la división en el seno de la clase explotada. Lo mismo ocurre con las declaraciones de Le Pen, incuestionablemente antisemitas: es difícil entender por qué no impidieron que el FN reuniera hasta el 17% del electorado en 2002 sin tener en cuenta el antisemitismo tan duradero y arraigado en la sociedad francesa (y más ampliamente en las sociedades europeas).

Tomando prestada la metáfora médica, que obviamente tiene sus límites, Le Pen ya no es el nombre del virus, sino uno de los síntomas más visibles de una enfermedad que las sociedades europeas padecen desde hace mucho tiempo, y de forma particularmente virulenta en un viejo imperialismo en decadencia como Francia.

Esto facilita la comprensión de uno de los puntos fuertes de la extrema derecha. Puede presentarse y aparecer como una fuerza de protesta, «antisistema» o «políticamente incorrecta», porque sus dirigentes fueron durante un tiempo los únicos en reivindicar explícitamente lo que seguía siendo implícito y eufemístico en la política dominante, y porque los partidos y los medios de comunicación dominantes los demonizaban de este modo (es cierto que ya no es así, como demuestra vivamente la complacencia mostrada estos últimos días hacia Jean-Marie Le Pen).

Pero, al mismo tiempo, esta fuerza se inscribe plenamente en la continuidad del orden socio-racial establecido: al instalarse cómodamente en el sentido común nacional-racial y propiamente colonial de la República francesa y de su élite política, el FN/RN logró imponerse, ya no como un partido paria, sino como la rama más decidida del nacionalismo francés. Se ha convertido en la expresión política de quienes desean hacer todo lo posible para “quedarse en su casa, en Francia”, y, desde el punto de vista de la burguesía, en una rueda de auxilio potencial frente a la actual situación de ingobernabilidad.

¿Le Pen contra Le Pen?

Cuando se trata de política, a los «grandes» medios de comunicación y a los periodistas de la corriente dominante no les gusta nada más que los conflictos personales, las «trifulcas» y las «ocurrencias»: todas las cosas que pueden traducirse fácilmente al lenguaje trivial de las ambiciones defraudadas o las complicidades traicionadas, que es la materia prima de la prensa rosa. La aversión del público al debate de ideas forma parte de la ideología profesional de los periodistas «políticos», que reducen constantemente las discusiones y diferencias políticas a tensiones interpersonales, o a una carrera entre caballos por tal o cual puesto.

Desde este punto de vista, la ruptura entre un padre y una hija a la cabeza de un partido controvertido sólo podía parecer una especie de bendición para estos medios, y habría que contar el número de entrevistas de los últimos diez años en las que se ha preguntado a Marine Le Pen o a su padre sobre cómo se «sentían» en el momento de la exclusión de esta última del partido que fundó hace más de 40 años, cómo «vivieron» este «drama» personal y familiar, etcétera. A esta lectura desconcertante se sumó una idea simple, pero errónea, que encajaba perfectamente con la estrategia de Marine Le Pen conocida como la “desdiabolización”: la existencia de una línea dura, intransigente y, en cierto modo, anticuada (por estar ligada a las viejas obsesiones de la extrema derecha de entreguerras o de la posguerra inmediata), encarnada por el padre, en contraste con una línea moderada, responsable y moderna, representada por la hija.

Del mismo modo que en 2022 la presencia de Zemmour -y su perfil político centrado casi por completo en el enfrentamiento racista, y en particular islamófobo- permitió a Marine Le Pen aparecer como una figura tranquilizadora para una parte del electorado de la derecha tradicional, a mediados de los años 2010 la ruptura con Jean-Marie Le Pen era la mejor manera de dar contenido a la idea de un «nuevo FN», que pronto pasaría a llamarse «Agrupación Nacional». Y es difícil decir que los comentaristas de los medios de comunicación hayan tenido mucho cuidado, o mucho interés, en confrontar a Marine Le Pen con cualquier contradicción, dado que ella dijo en el Congreso de Tours de 2011 (que la convirtió en la nueva presidenta del FN): «Acepto toda la historia de mi partido. Su historia es un todo, así que la acepto toda».

Si hubiéramos escarbado un poco más, habríamos podido medir hasta qué punto el relevo entre padre e hija reflejaba menos un cambio en la «naturaleza» del FN/RN o en su estrategia global, que una divergencia en las tácticas políticas. El verdadero cambio introducido por Marine Le Pen consistió esencialmente en abandonar tácticamente todo lo que ahora pudiera parecer un obstáculo para sus ambiciones presidenciales, en particular los aspectos más explícitamente antisemitas y negadores del Holocausto del discurso de extrema derecha -a pesar de haber encubierto las declaraciones de su padre durante casi tres décadas, como debemos recordar en cada oportunidad- para poner en primer plano el «problema del Islam». De este modo, no sólo radicalizó la retórica habitualmente xenófoba del FN con la islamofobia, sino que también refundió el discurso del Frente en términos «republicanos», permitiéndole encajar a la perfección en la islamofobia dominante.

La ilusión de una transformación profunda del FN ha sido posible gracias a la amplia difusión de la islamofobia, que tiende a hacer aceptable el odio a los musulmanes o la sospecha de que desean «infiltrarse en la República» para asegurar su dominación, pero también gracias al discurso público que desde los años 70 ha hecho de la inmigración y de los inmigrantes un «problema» a resolver. La instauración de un doble consenso xenófobo e islamófobo, unido a la afirmación de un «nuevo laicismo» que permite estigmatizar a los musulmanes en nombre de la defensa de la «República», tiende así a legitimar de antemano todos los arrebatos más abiertamente racistas del FN, al menos cuando se dirigen contra los inmigrantes y los descendientes de inmigrantes -y más ampliamente contra cualquier persona- musulmana o percibida como musulmana.

También hay que señalar que el antagonismo entre padre e hija no estalló cuando Jean-Marie Le Pen, refiriéndose al supuesto «riesgo de que Francia se vea inundada» por la inmigración, dijo en mayo de 2014, aludiendo a la epidemia que entonces asolaba África, que «Monseñor Ébola puede solucionarlo en tres meses». En aquel momento, esta declaración no suscitó ninguna condena por parte de la dirección del FN ni de su presidenta; al contrario, la apoyaron. Del mismo modo, la exclusión de Jean-Marie Le Pen no llevó en absoluto a Marine Le Pen ni a los actuales dirigentes del FN/RN [Front National/Rassemblement National, este último, el nuevo nombre del partido de Le Pen, NdT] a suavizar su retórica sobre la llamada invasión migratoria, la llamada ocupación de Francia por una población extranjera o la llamada «colonización inversa», que conduciría a la destrucción o desaparición de Francia.

Pero, ¿cómo podría este profetismo xenófobo e islamófobo contradecir la narrativa mediática de un RN convertido en respetable, cuando la gran mayoría del personal político y mediático dominante también comulga con la idea de un “separatismo musulmán”, de una “infiltración islamoizquierdista”, y cuando en las más altas esferas del Estado se expresa una retórica (tomada de la extrema derecha) sobre la «descivilización» y la «salvajización»?

Un militante del colonialismo francés

Uno de los aspectos de la trayectoria de Jean-Marie Le Pen -y de toda la extrema derecha francesa -que la narrativa mediática dominante descarta con demasiada rapidez, y que de hecho casi siempre pasa por alto en silencio, son sus raíces en el colonialismo francés y su participación activa en las guerras para mantener el dominio colonial francés en lo que entonces se llamaba «Indochina» y Argelia.

Generalmente se recuerdan las declaraciones antisemitas y negadoras del Holocausto de Jean-Marie Le Pen; más raramente, por otra parte, el hecho de que muchos de los fundadores originales del FN fueron antiguos petainistas, colaboracionistas y miembros de las Waffen SS, lo que parecería inoportuno en un momento en que toda la derecha -Macronie incluida- busca un acuerdo, más o menos tácito a estas alturas, con el FN/RN. Pero casi siempre se olvida destacar la fuerte presencia de antiguos militantes y simpatizantes de la Organisation Armée Secrète (OAS). Como señala el historiador Fabrice Riceputi, se trata de la organización terrorista que más atentados ha cometido con diferencia en la historia de Francia.

Además, en la trayectoria militante y política de Jean-Marie Le Pen, las guerras de Indochina y de Argelia desempeñaron sin duda un papel más estructurante que la colaboración con los ocupantes nazis, precisamente porque Le Pen nació demasiado tarde para colaborar. Es cierto que esto no le impidió en absoluto forjar amistades de por vida con colaboracionistas notorios, convertirse en portavoz de un partidario de Pétain -el abogado Jean-Louis Tixier- Vignancour- durante su campaña presidencial de 1965, o publicar canciones nazis para gloria de las SS y de Hitler en el marco de la editorial musical que creó y dirigió en los años sesenta durante sus años de vacas flacas.

Pero la defensa del colonialismo francés desempeñó un papel clave para Le Pen por tres razones: en primer lugar, como experiencia políticamente formativa, en la que tuvo su primer contacto (literal y figuradamente), y que le dio una especie de aura en los círculos de extrema derecha (ya que se alistó en el prestigioso regimiento de paracaidistas); En segundo lugar, porque fue su compromiso con la defensa del Imperio lo que permitió a la extrema derecha salir de la completa marginalidad a la que la había confinado la colaboración con las fuerzas de ocupación, aunque los resultados fueran desastrosos en su momento, con la victoria de los movimientos de liberación nacional en Indochina y Argelia; y en tercer lugar, porque Jean-Marie Le Pen supo trasladar hábilmente el racismo colonial, en particular el racismo antiárabe, al ámbito político francés. Este racismo estaba presente de mil maneras en la vida cotidiana de los inmigrantes argelinos, hasta el asesinato de cientos de ellos el 17 de octubre de 1961, pero fue Le Pen más que nadie quien lo convirtió en un arma política y electoral eficaz.

Tal vez habría menos dudas sobre la naturaleza fascista de Le Pen y su corriente política si dejáramos de disociar el fascismo de la cuestión colonial, si nos tomáramos más en serio la violencia de la empresa colonial francesa (sobre todo en Argelia) y el racismo asociado a ella, sobre todo en la forma en que ha impregnado el cuerpo social francés. Tal vez esto habría dado menos crédito a la grotesca tesis «inmune» de que Francia ha permanecido «alérgica al fascismo», principalmente debido a sus valores republicanos, una tesis aproximadamente equivalente a la idea de que la nube de Chernóbil tuvo la decencia de no cruzar las fronteras francesas.

También podríamos habernos dado cuenta de que la ruptura verbal y táctica del FN/RN de Marine Le Pen con el antisemitismo coexistió con un enfoque en la islamofobia, que funciona en Francia como un «racismo respetable», legítimo porque está legitimado por décadas de laicismo falsificado y un discurso que presenta al islam y a los musulmanes como una amenaza para Francia y/o la República.

Más allá del antilepenismo

La gran mayoría de los que celebraron la muerte de Le Pen probablemente no se hacen ilusiones sobre los efectos de su desaparición. Su muerte era esperada y deseada, porque había algo exasperante en ver sobrevivir durante tanto tiempo a un torturador de argelinos, a un promotor tan asiduo del racismo, el masculinismo y la homofobia, y al hombre que consiguió dar al proyecto fascista una audiencia de masas en la sociedad francesa. Le ayudaron a ello las políticas neoliberales, que intensificaron todas las formas de competencia en la sociedad francesa a partir de los años 80, pero también la deriva de la derecha, que radicalizó a su electorado, y las traiciones de la izquierda, que desmovilizó al suyo.

Le Pen supo aprovechar la oportunidad que abrió la crisis de representación política iniciada en los años 1980, no solo porque existía un vacío, sino porque logró encontrar los caminos para desarrollar una política de masas basada en la visión del mundo propia de la extrema derecha. Y es precisamente este último aspecto el que más debería importarnos: no las despreciables declaraciones realizadas por Jean-Marie Le Pen a lo largo de su dilatada carrera, destinadas a provocar y permitirle volver una y otra vez al centro del juego político, sino la forma en que consiguió transformar la obsesión nacionalista, el resentimiento racista y la nostalgia colonial en una fuerza política y electoral.

Esto es lo que permanece vivo en la política del FN/RN, independientemente de lo que se explicite en el programa electoral del partido, que sus dirigentes habrán olvidado rápidamente en cuanto lleguen al poder.

Esto señala el principal reto de la izquierda, en Francia y fuera de ella: encontrar (o redescubrir) la vía hacia la política de masas. Desde este punto de vista, el antilepenismo en sentido estricto es un callejón sin salida. En esta fase de su evolución, no se puede hacer frente a la extrema derecha únicamente bajo esta forma estrictamente reactiva y defensiva, ya se trate de un antifascismo «republicano» (que aspira a defender las instituciones contra los fascistas y pretende que las instituciones nos defiendan contra los fascistas) o de un antifascismo más radical cuyo principal objetivo es impedir que los fascistas aparezcan públicamente y constituyan una fuerza militante.

Por supuesto, cuando los fascistas intentan arraigarse localmente (en un barrio, un pueblo, una ciudad, una universidad, una empresa o una asociación), es crucial impedir su avance mediante la movilización más amplia y decidida posible. Pero cuando la extrema derecha está a las puertas del poder, cuando aparece para una parte importante de la población como la principal fuerza política capaz de poner fin a la gran empresa de brutalización macronista, no se puede hacer retroceder sin disputarle ese rol, sin ofrecer una solución a la crisis política, sin, en definitiva, aspirar al poder con una orientación de ruptura con el orden socio-racial establecido. Este es el desafío que debemos asumir en los próximos meses y años.