Por: Noam Chomsky
El lingüista, filósofo, escritor y analista político, considerado un referente intelectual en todo el mundo, analiza la crisis desatada en el este europeo y, sobre todo, se pregunta, y responde, qué se puede y debe hacer para detenerla.
Noam Chomsky es profesor emérito del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), el lingüista vivo más importante del mundo y el intelectual comprometido con su tiempo más reconocido a nivel internacional. Hace muchos años el centro de sus preocupaciones sociales está concentrado en el papel que juega su país, Estados Unidos, en el tablero político internacional. Por eso era tan esperada su voz alrededor del conflicto entre Rusia y Ucrania.
Chomsky fue invitado a participar en el “Seminario Internacional sobre Resolución de Conflictos en el marco del Derecho Internacional ante la invasión de Ucrania”, organizado por la Universidad Carlos III de Madrid.
En su conferencia, realizada el 30 de marzo pasado, Chomsky explica los limitados alcances que tienen la condena a “la violencia criminal, la miseria y la catástrofe en potencia” o las sanciones internacionales y se concentra en dos preguntas fundamentales: “¿qué se puede hacer para acabar o al menos mitigar esos horrores? y ¿cómo surgió la situación, qué podemos aprender de ello?
Con ese punto de partida, analiza las “reglas” que caracterizan el derecho internacional, los antecedentes de Estados Unidos en el mundo en general y en Ucrania en particular y la necesidad de movilizarse para conseguir una salida diplomática al conflicto, la única posible si se tienen en cuenta los sufrimientos de los ucranianos y la posible escalada hacia un holocausto nuclear. Sus posiciones se reproducen completas a continuación:
Noam Chomsky sobre el papel de Estados Unidos en la guerra Rusia – Ucrania
La cuestión más importante a la que nos enfrentamos es, por mucho, qué deberíamos estar haciendo para aliviar la violencia criminal, la miseria y una catástrofe en potencia. Lo detallaré más adelante, pero antes pueden venir bien unas aclaraciones.
Un comentario que debería ser superfluo, pero que desafortunadamente no lo es, afecta a uno de los principios morales más elementales: habría que centrar la energía y la atención en lo que más sirve para el hacer bien. Con respecto a los asuntos internacionales, significaría fijarse en lo que hace tu propio Estado, sobre todo en sociedades más o menos democráticas en las que los ciudadanos tienen alguna posibilidad de influir en los resultados finales. Decir que lo que ocurre no responde a ese principio elemental sería quedarse muy corto.
Hay un comentario que se le atribuye a Gandhi cuando le preguntaron lo que pensaba sobre la civilización occidental. Su respuesta fue que creía que estaría bien. Lamentablemente, esa respuesta también vale para el derecho internacional. Estaría bien si le interesara a los estados.
El estado más importante es, irrefutablemente, Estados Unidos, que lleva dominando la sociedad mundial desde la Segunda guerra mundial, reemplazando al Reino Unido y Francia. Como cabe esperar, ha adoptado las políticas de sus antecesores: desdén absoluto por el derecho internacional, tanto de palabra como de hecho, combinado con alabanzas a su propia nobleza.
Estados Unidos tiene una Constitución que se supone que deberíamos venerar todos. El Artículo VI declara que todos los tratados válidos son la “ley suprema del país”. Aquí se incluye la Carta de Naciones Unidas, pilar del derecho internacional moderno. La Carta prohíbe la “amenaza o el uso de la fuerza”, excepto en condiciones que casi nunca se dan. Cada presidente de los EE.UU. vulnera alegremente la Constitución. Lo he mencionado alguna vez en facultades de derecho. A nadie le importa.
Moral, derecho y política internacional
A menudo escuchamos proclamas sobre la santidad del derecho internacional. Sin embargo, los que hacen las proclamas adoptan el principio creado por Atenas al enfrentarse a Melos, mucho más débil: ríndete o serás destruido. La moralidad y el derecho son irrelevantes: “El fuerte hace lo que puede y el débil sufre lo que debe”, como resumió Tucídides en el principio imperante. En la práctica, eso es el derecho internacional.
Eso no quiere decir que debamos ignorar la moralidad y el derecho como Atenas y sus imitadores contemporáneos. La moralidad y el derecho pueden ser útiles con fines educativos y como directrices para contribuir a un mundo mejor, un mundo bastante distinto de este mundo.
Fijémonos en este mundo. Lamentablemente es demasiado fácil hacer un inventario de historias horribles. En cada caso, la pregunta crucial es ¿qué se puede hacer para acabar o al menos mitigar esos horrores? Otra pregunta sería ¿cómo surgió la situación, qué podemos aprender de ello?
Los casos de Afganistán, Yemen y Gaza
Un ejemplo verdaderamente aterrador es Afganistán. Millones de personas literalmente se enfrentan a la inanición, una tragedia colosal. Hay comida en los mercados, pero con todos sus fondos bloqueados en los bancos internacionales, la gente con poco dinero tiene que ver cómo sus hijos mueren de hambre.
¿Qué podemos hacer? No es ningún secreto: Presionar al gobierno de los EE.UU. para que libere los fondos de Afganistán, custodiados en bancos de Nueva York para castigar a los pobres afganos por osar resistirse a los 20 años de guerra de Washington. La excusa oficial es aún más vergonzosa: los EE.UU. deben retener los fondos de los afganos hambrientos por si los estadounidenses quieren resarcirse por los crímenes del 11-S de los que los afganos no son responsables.
Recuerdo aquí que los talibanes ofrecieron su total rendición, lo que habría implicado entregar a los sospechosos de al-Qaeda, pero los EE.UU. respondieron rotundamente que “no negociamos rendiciones”. Fue el secretario de defensa, Donald Rumsfeld, principal artífice de la guerra, secundado por George W. Bush.
Podemos hacer muchas cosas y aprender muchas lecciones si logramos despojarnos de los poderosos sistemas de propaganda occidentales y mirar a los hechos como son.
Pasemos a otro caso. Lo que la ONU describe como la peor crisis humanitaria del mundo: Yemen. El número oficial de víctimas alcanzó el año pasado las 370.000 personas. El número real no se conoce. El país, destrozado, se enfrenta a la hambruna generalizada. Arabia Saudita, la principal culpable, ha ido intensificando el bloqueo al único puerto que se usa para la importación de alimentos y combustible. La ONU está emitiendo advertencias extremas de que cientos de miles de niños se enfrentan a una inanición inminente. Esto viene secundado por especialistas estadounidenses, entre los que destacan Bruce Riedel de la Brooklings Institution, antiguo analista principal de la CIA para Oriente Medio durante cuatro presidencias, quien sostiene que las ofensivas saudíes se deberían investigar como crímenes de guerra.
¿Podemos hacer algo? Sí. Todo. Las fuerzas aéreas saudíes y emiratíes no pueden funcionar sin aviones, formación, inteligencia o repuestos estadounidenses. Eso se puede acabar. Una orden de los EE.UU., salvaría cientos de miles de niños de una muerte de hambre inminente. El Reino Unido y otras potencias occidentales también participan del crimen, pero los EE.UU. están muy adelante.
Por tanto, podemos salvar a la población de un sufrimiento indescriptible y podemos aprender algo, sí así lo queremos. Pero en lugar de ello, preferimos declaraciones grandilocuentes sobre crímenes y enemigos, lo que resulta mucho más fácil y práctico. Nada nuevo. No lo ha inventado los EE.UU., pero como poder hegemónico mundial, EE.UU. está al frente de la desgracia.
No es difícil encontrar más ejemplos. Veamos la mayor prisión a cielo abierto del mundo, Gaza, donde dos millones de personas, la mitad de ellos niños, viven “a dieta”, como lo llaman sus carceleros: suficiente para sobrevivir, porque un genocidio en masa no quedaría bonito, pero poco más. Tienen poca agua potable. Se han destrozado el alcantarillado y las centrales eléctricas con repetidos ataques de los que no se libran hospitales, residencias, población civil en general y todo sin un pretexto creíble. El despliegue cotidiano de violencia sirve para advertir a los súbditos para que no se rebelen. Las autoridades internacionales predicen que pronto la prisión será literalmente inhabitable.
Las cosas no van mejor en la otra parte de los territorios ocupados, donde colonos y ejército no solo someten a los palestinos a un terror diario, sino que también les expulsan de sus aldeas destrozadas para hacer sitio a más asentamientos ilegales. Ya ni se habla de la anexión de los Altos del Golán o la gran ampliación de Jerusalén, que vulneran las estrictas órdenes del Consejo de Seguridad, pero fueron reconocidos oficialmente por la administración Trump, que también autorizó la ocupación del Sahara Occidental por Marruecos, quebrantando órdenes del Consejo de Seguridad y la Corte Internacional de Justicia. Así que es totalmente normal que, al día de hoy se festeje una reunión entre Israel, Marruecos y las dictaduras asesinas árabes como un maravilloso paso hacia la paz y la justicia gracias a la benevolencia estadounidense.
¿Podemos hacer algo? No hay más que decir. ¿Podemos aprender algo? No es difícil.
La invasión de Ucrania
Podríamos seguir tranquilamente, pero vamos a dejar la lista de historias de terror para concentrarnos en el tema actualmente candente, y con razón: la invasión rusa de Ucrania que, por su carácter, aunque no por su escala, se sitúa junto a otros grandes crímenes de guerra como la invasión de Irak por parte de EEUU y Reino Unido, la invasión de Polonia por Hitler y Stalin y otros sombríos episodios de la historia moderna.
La tarea inmediata es acabar con los crímenes que están devastando Ucrania. Si le preocupase en lo más mínimo el destino de las víctimas ucranianas, lo que EE.UU. debería hacer es acceder a participar en los esfuerzos diplomáticos para poner fin al ataque y plantear un programa constructivo para facilitar este resultado. Y se le debe presionar para que lo haga.
Es bien sabido cómo sería un programa constructivo. Su elemento principal es la neutralidad de Ucrania: sin adhesión a alianzas militares hostiles, ni albergar armas que apunten a Rusia, ni ejecutar maniobras con fuerzas militares hostiles. Un estatus bastante parecido al de México y, de hecho, de todo el hemisferio occidental que no puede entrar en una alianza militar dirigida por China, instalar armamento chino apuntado a los EE.UU. en la frontera ni ejecutar maniobras con el Ejército de Liberación Popular chino.
En resumen, un programa constructivo sería lo contrario a la política oficial actual de EE.UU. formalizada en una declaración conjunta sobre la alianza estratégica EE.UU.-Ucrania firmada en la Casa Blanca el 1 de septiembre de 2021. Este documento, críticamente importante, suprimido en EE.UU. y supongo que en todos lados, declaraba que Ucrania debía ser libre de adherirse a la OTAN. Para justificarlo, Washington utilizaba la teoría sobre la santidad de la soberanía que ruboriza a los círculos civilizados, particularmente del Sur Global, que saben bien por amarga experiencia que EE.UU. es el abanderado del desprecio a la soberanía.
Sigamos con la Declaración conjunta. La cito: “se ha construido un marco estratégico de defensa que sienta los cimientos para intensificar la cooperación estratégica de defensa y seguridad entre EE.UU. y Ucrania”, ofreciendo a Ucrania armas avanzadas antitanques, entre otras, junto con un “sólido programa de formación y entrenamiento para mantener el estatus de Ucrania como socio de la OTAN”. Esto es de septiembre pasado.
Este sorprendente documento, que no es público (sí es público, pero no está registrado), incrementa el desdeñoso desprecio de Washington por las preocupaciones rusas desde que Clinton quebrantara en 1998 la firme promesa de George H. W. Bush de no ampliar la OTAN hacia el Este, una decisión que desató las advertencias de diplomáticos de alto nivel como George Kennan, Henry Kissinger, el embajador Jack Matlock, el director de la CIA William Burns y muchos otros; e hizo que el secretario de defensa William Perry casi dimitiera como protesta. Esto se suma por supuesto a las medidas agresivas de Clinton y sus sucesores que afectaron directamente a intereses rusos (Serbia, Irak, Libia y otros crímenes menores), realizadas para que se maximizara la humillación.
Ya que ha habido mucho encubrimiento y disimulo sobre las promesas de Bush y Baker a Gorbachov, tal vez convenga citar literalmente al Archivo de Seguridad Nacional:
«El secretario de estado, James Baker, concuerda con la declaración de Gorbachov en respuesta a la declaración de que “la expansión de la OTAN es inaceptable”. Barker aseguró a Gorbachov que “ni el Presidente ni yo tenemos la intención de sacar rédito unilateral de los acontecimientos” y que los estadounidenses han comprendido que “no solo es importante para la Unión Soviética, sino también para otros países europeos, que se garantice que si los EE.UU. mantienen su presencia en Alemania en el marco de la OTAN, la jurisdicción militar actual de la OTAN no se extenderá al este ni una pulgada más”.
Sin reservas, sin ambigüedades, directo y claro.
Volviendo a la Declaración conjunta de Septiembre de 2021 fue, por supuesto, muy incendiaria. Es muy posible que haya influido en la decisión de Putin de intensificar la movilización anual de fuerzas en la frontera ucraniana para atraer la atención sobre los intereses de seguridad rusos, llegando en este caso a una agresión criminal directa.
Por qué Estados Unidos no apoya la salida diplomática
Un elemento central en un programa constructivo es la neutralidad, que de hecho ya ofreció Zelensky y no respaldó EE.UU. Es sabido que no se puede saber si funcionará la diplomacia si no se la intenta. Por ahora los EE.UU., con el apoyo de sus aliados, se niegan a hacerlo condenando a los ucranianos condenándolos a un destino sombrío.
Solo se puede especular sobre los motivos para ello, pero es importante reconocer que Putin le ha dado a Washington un regalo maravilloso. Metió a Europa hasta el fondo del bolsillo de Washington. Y este ha sido un tema de primer orden en los asuntos globales desde la Segunda Guerra mundial.
A lo largo de la Guerra Fría, Europa tuvo una opción. ¿Debería estar subordinada a los EE.UU. en el marco OTAN-Atlantista? ¿O debería perseguir la visión de un “hogar común europeo” del Atlántico a los Urales o incluso de Lisboa a Vladivostok, sin alianzas militares, que se convertiría en una “tercera potencia”, un actor independiente en asuntos mundiales? Esta es la propuesta que hizo Charles de Gaulle, estaba implícita en la Ostpolitik de Willy Brandt y Gorbachov la dejó muy clara cuando se derrumbó la Unión Soviética.
Por supuesto, EE.UU. se opuso frontalmente, a menudo de forma muy esclarecedora. Se dio un caso hace 50 años cuando los EE.UU. preparaban el golpe militar que derrocaría la democracia parlamentaria en Chile e instauró el despiadado régimen de Pinochet. El artífice del crimen, Henry Kissinger, lo explicó así: el “virus” de la reforma social democrática de Allende podría “contagiarse” a otros sitios y llegar a España o Italia amenazadas por iniciativas reformistas de izquierdas. Dichas consideraciones han sido un principio rector para la política exterior estadounidense, igual que para la de sus predecesores imperialistas. De hecho, volviendo a Atenas, su ultimatum a Melos tenía motivaciones similares: que su “neutralidad” no se extendiera a otras islas griegas. Este es un principio fundamental en asuntos mundiales
Por ahora, las iniciativas de Putin sirvieron para descartar la perspectiva de una Europa independiente. Eso es un regalo inconmensurable para la política imperial de EE.UU. Puede que Washington esté muy satisfecho con cómo se están desarrollando los crímenes en Ucrania. Tal vez, como ha sugerido recientemente Hillary Clinton, se dé la posibilidad de apoyar una insurgencia como la de Afganistán, que devastó el país mientras bloqueaba los intentos rusos de retirarse (como intentaban hacer desde un principio según queda claro en los archivos rusos liberados), y que también contribuyó al hundimiento de la Unión Soviética.
Nunca se atribuyó el mérito por haber instigado a Rusia a invadir Afganistán, pero el asesor de Seguridad Nacional de Carter, Zbigniew Brzezinski, un célebre analista estratégico, explicó que el destino de millones de afganos apenas se puede comparar con la caída de la economía mundial o con el destino de millones de ucranianos.
Qué se puede hacer
Volviendo a las preguntas principales ¿Podemos hacer algo para evitar la masacre? ¿Podemos aprender algo? Parece obvio que la respuesta a ambas preguntas es un “sí” rotundo.
Aparte de los horrores que se muestran cada día en las portadas y que se visibilizan bien cuando el enemigo es el responsable, hay sucesos en camino mucho más macabros. Algunos ya están ocurriendo, otros están demasiado cerca para que estemos tranquilos.
Ya se siente el agudo retroceso en los intentos de reducir el uso de combustibles fósiles, lo que constituye prácticamente una sentencia de muerte. La euforia en las sedes de las petroleras es incluso mayor que la alegría desatada en las oficinas de los fabricantes de armas. Las petroleras exigen que se les reconozca como salvadores de la civilización mientras se los autoriza a dedicar cada vez más esfuerzos en destruir el futuro de la vida humana en la Tierra. Por no hablar de la ingente cantidad de especies que estamos destrozando desenfrenadamente.
Esto está ocurriendo mientras nos llega el análisis más acuciante hasta ahora del IPCC, la agencia internacional que vifila la evolución del clima. En su presentación de agosto, advierte que tenemos que reducir de inmediato el uso de combustible fósil, y luego avanzar sustancialmente cada año, si queremos evitar puntos de no retorno que ya no quedan muy lejos. Ni un demonio perverso habría elucubrado una situación como la actual: por un lado, intentos enormes de aumentar el uso de combustibles fósiles “para salvar la civilización” y por el otro el reconocimiento de que hay que reducirlo sin demora para evitar una catástrofe inimaginable.
El fantasma de la guerra nuclear
Esa es la situación actual. Y eso no es todo. La crisis de Ucrania amenaza con una guerra nuclear; lo que significa una guerra terminal. No se escapa nada. El país que lance el primer ataque quedará destrozado hasta tal punto que los afortunados serán los que mueran rápido. Y eso no es una perspectiva remota. Putin ya eimitió una alerta nuclear, probablemente simbólica, pero no sabemos dónde podría acabar.
Rusia tiene un sistema de alerta muy débil. Depende del radar, que solo llega al horizonte, a diferencia de EE.UU. que usa detección por satélite y advierte a la primera señal de ataque inminente. Rusia apenas tiene alertas de ataque y, por lo tanto, podría hacer un ataque devastador incluso en caso de accidente, como los que han ocurrido muchas veces y en los que la intervención humana ha evitado la destrucción total.
La amenaza empeoró mucho cuando Trump desmanteló el Tratado INF entre Reagan y Gorbachov, dejando a Moscú a pocos minutos de misiles nucleares colocados cerca de sus fronteras. Tras la expansión de la OTAN realizada por Clinton y sus sucesores, el desmantelamiento del tratado ABM que hizo George W. Bush tuvo consecuencias similares.
Según las encuestas, más de un tercio de los estadounidenses están a favor de “tomar medidas militares (en Ucrania) aunque esté en juego la guerra nuclear con Rusia”. Eso significa que más de un tercio de los estadounidenses obviamente no tienen la menor idea de lo que significa un conflicto nuclear y escuchan proclamas heroicas en el Congreso y los medios sobre crear una zona de exclusión aérea, algo que hasta ahora está evitando el Pentágono porque entiende que eso requeriría destruir instalaciones antiaéreas en Rusia y, probablemente, pasar a una guerra nuclear.
Dejando de lado esta locura, resulta obvio para cualquiera que tenga un cerebro funcionando que, nos guste o no, habrá que ofrecer a Putin algún tipo de salida, al menos si nos preocupa algo el destino de los ucranianos y del mundo. Desafortunadamente, parece que los atrevidos y descerebrados imitadores de Winston Churchill son más atractivos que preocuparse por las víctimas de Ucrania y más allá.
¿Qué podemos hacer? La única opción es trabajar con fuerzo educando, organizando y realizando acciones que consigan comunicar las amenazas que enfrentamos y movilizar al conjunto. No es una tarea sencilla. Pero es necesaria para sobrevivir.
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