Por: Luciana Cadahia y Valeria Coronel
Desde hace más de dos décadas, el giro decolonial viene configurando los principales debates del campo intelectual latinoamericano. En su momento, dicho giro —que tomó cuerpo en abierta sintonía con los estudios subalternos indios— significó un saludable puñetazo sobre la mesa de la academia global, en una operación intelectual que atacó de raíz a la tradición moderna europea y, más específicamente, a uno de los núcleos fundantes de su relato: la vocación universalista. Echando mano de la tradición latinoamericana y caribeña, con autores como Frantz Fanon o José Carlos Mariátegui, la teoría decolonial sostuvo que el universalismo europeo no había sido otra cosa que el reverso de una expansión colonial y capitalista.
Al dividir el mundo en dos universos irreconciliables —el progreso y el atraso, la civilización y la barbarie—, el poder imperial europeo se puso a sí mismo en el centro focal desde donde irradiaban las formas universales que habrían de civilizar al planeta y conducirlo por la senda de la liberación humana. El giro decolonial, por tanto, creó las condiciones epistémicas para pensar las costuras opresoras que hacían posible esta trama narrativa de carácter universal. Y, en contrapartida, apostó radicalmente por la afirmación de la otredad, el particularismo y el carácter fragmentario del mundo. Solo desde allí, impugnando totalmente cualquier pretensión universal, podía llevarse a cabo tal empresa descolonizadora.
A estas alturas nadie puede poner en duda la verdad expresada en el diagnóstico, esto es, el carácter opresor del eurocentrismo. Pero sí es posible (y necesario, pasadas unas cuantas décadas) preguntarnos qué operaciones intelectuales impulsó el giro decolonial con esta verdad e indagar en los efectos de su apuesta en el marco del legado de pensamiento latinoamericano y caribeño.
En concreto, urge marcar algunas distancias con respecto a este giro y de paso explorar hasta qué punto sus presupuestos teóricos han dejado de ser útiles para pensar los desafíos actuales de la emancipación. En otras palabras, ¿qué nos hemos dejado por el camino cuando decidimos tirar por la borda el legado moderno, descartado por obra y gracia de la crítica decolonial como un simple apartado del imperialismo occidental?
Universidades (de)coloniales
Una de las primeras cosas que no podemos pasar por alto es que el éxito de este giro intelectual es indisociable del lugar que ocupa en los centros metropolitanos de conocimiento a escala global. Esta situación de la geopolítica epistémica no es motivo para descalificar ni ensalzar ninguna producción intelectual per se. Se puede pensar desde cualquier lugar. Pero sí debería obligarnos a tener una postura crítica que se haga cargo del rol que cumple la academia norteamericana en la producción de conocimiento sobre el Sur Global, puesto que, al ofrecerse como centro de conexión de las periferias epistémicas, se ubica, al mismo tiempo, como núcleo irradiador de estos saberes alternativos.
Y, por eso mismo, nos devuelve una imagen del mundo construida desde un lugar específico de la geografía global. Es decir, la propagación de la teoría decolonial no puede desconectarse del lugar que ocupa la universidad norteamericana, cuyo modelo predominantemente corporativo va en desmedro de la educación pública y a favor de espacios con un funcionamiento más próximo a la lógica del mercado «multicultural» que a la de centros educativos y, por ello mismo, accesibles solo para una pequeña élite mundial.
Recordemos: la educación impartida en las grandes universidades de Estados Unidos es, como ocurre también con la cobertura sanitaria en ese país, un privilegio al alcance de pocos. Cada quien tiene la educación que puede pagarse, a menos que demuestre su pertenencia a una minoría oprimida por cuestiones de raza, género, clase o discapacidad: el sistema de educación corporativa necesita mostrarse diverso, multicultural y tolerante para dar la impresión de que su elitismo es apenas un detalle y que no influye en el conocimiento producido en estos espacios.
De ahí que a la conocida pregunta de Gayatri Spivak —¿puede hablar el subalterno?— podemos darle un par de vueltas y centrarnos, más bien, en la cuestión de quién tiene acceso real a la educación universitaria y en qué condiciones se establecen las reglas de lo que se puede decir y lo que no se puede decir, quién determina las jerarquías culturales, los lugares de enunciación, las identidades y el reparto de privilegios (y su reverso, la admisión culposa de los privilegios). ¿Qué margen tienen los intelectuales de estos sistemas universitarios para cuestionar algo tan cotidiano y doméstico como sus propias condiciones materiales de producción de conocimiento? ¿Por qué abundan las teorías que denuncian la opresión en el mundo exterior pero escasean —o al menos no se visibilizan lo suficiente— aquellos trabajos acerca del campus como aparato de normalización del conocimiento y de producción de sujetos para el capital?
Nunca está demás recordar que muchas de estas apuestas decoloniales tienden a promover posiciones antiacadémicas, desdeñosas del papel de la universidad latinoamericana y proclives a configurar sujetos oprimidos como fetiches epistemológicos en una posición de exterioridad respecto de la modernidad. Ante el intento de los gobiernos progresistas de la región de democratizar el acceso a la educación superior de excelencia, fortalecer la planta docente y diversificar la ubicación de los proyectos en ciencias, artes y humanidades, algunas redes globales académicas ligadas a los estudios decoloniales pusieron el grito en el cielo en nombre de la oralidad de los subalternos, sus diferencias culturales y la importancia de resguardarlos en espacios autónomos y por fuera de la institucionalidad occidental a la que esos mismos académicos pertenecen y donde desarrollan sus carreras profesionales.
Quizá, en vez de celebrar posiciones antiacademicistas desde la élite universitaria, sería buena idea empezar a indagar qué tipo de academia queremos construir, qué luchas históricas se han dado desde las universidades del Sur Global y cuánto espacio real tenemos para promover hoy una verdadera democratización del conocimiento a escala mundial que tenga a la academia como uno de sus escenarios. Ya no basta con usar la academia de élite como plataforma de divulgación de los saberes alternativos, promocionados como lugares de la emancipación auténtica, mientras se desdeñan las tradiciones universitarias del Sur como remedos de la academia metropolitana.
Republicanismo, neoliberalismo, etcétera, etcétera
Toda esa desconfianza de los decoloniales hacia el saber universitario latinoamericano no se puede disociar de un rechazo más amplio y profundo hacia la experiencia general de nuestros experimentos republicanos. En lugar de asumir la dimensión contenciosa de las formaciones estatales, y en vez de analizar con el debido esmero el papel que han tenido allí los sujetos populares, el giro decolonial prefiere elaborar una mirada unilateral y abstracta del desarrollo de las repúblicas en la región. Tanto es así que Walter Mignolo, uno de los referentes más importantes del giro decolonial, pudo sentenciar lo siguiente:
Republicanismo, liberalismo, neoliberalismo pertenecen, a mi entender, al mismo «sintagma». Parafraseando a Levinas, diría que el republicanismo es más un problema en la historia de Europa y de Estados Unidos que en el resto del mundo; a no ser que se trate de demagogia imperial.
La identificación sin matices que plantea Mignolo entre el republicanismo y el neoliberalismo con la historia de Europa y Estados Unidos borra de un plumazo el acumulado histórico de luchas colectivas y su rol fundamental en la construcción de algunas de las experiencias emancipatorias más importantes, no solo de América Latina, sino de todas las regiones del mundo que han sufrido el colonialismo. Por otra parte, esta impugnación de las experiencias republicanas no toma en cuenta la tensión entre proyectos oligárquicos y proyectos plebeyos, es decir, entre aquellas aspiraciones elitistas que hacen de las instituciones formas de dominación —donde la academia del Norte Global sigue cumpliendo un rol clave— y aquellas apuestas populares que pujan por hacer del Estado y el derecho un mecanismo de emancipación. En otras palabras, convierte a los sujetos oprimidos en meros espectadores pasivos e impotentes de una realidad en la que no habrían podido intervenir de ninguna manera y que les habría sido impuesta desde fuera.
Y ahí, en esa pasividad a la hora de imaginar a sus subalternos, es donde aparece otra de las fisuras más preocupantes de la teoría decolonial, pues por la descripción de su papel pasivo en las repúblicas, parecería que los subalternos son reservorios abstractos y ahistóricos de una otredad ancestral. Esa impugnación de la matriz republicana debe ser rastreada como el último eslabón de aquel viejo proyecto (muy moderno, por cierto) que busca ir más allá de la modernidad, cosa que en la práctica latinoamericana se traduciría en la recuperación de una supuesta esencia ancestral afroamericana e indígena que ha permanecido siempre allí, depositada como una mina de diamantes, por fuera de la historia de las repúblicas y como custodia de la auténtica descolonización.
Vale decir que estas imágenes románticas de las que bebe la teoría decolonial son indisociables de los estereotipos conservadores que Occidente ha ido cultivando a lo largo del tiempo con el objetivo, justamente, de impedir a esos mismos sujetos oprimidos participar de los discursos políticos y de la vida pública de las repúblicas. Esto sin mencionar que en esta teoría encontramos grandes dificultades a la hora de asignar algún rol político al sujeto mestizo, es decir, esa subjetividad que, sin poder ser identificada plenamente como indígena, negra o europea, las expresa a todas a su vez como conflicto, como cosa irresuelta y como lugar problemático. La ontología decolonial, pese a sus esfuerzos por elaborar categorías para pensar la mezcla y la heterogeneidad, depende en últimas de la fabricación de identidades puras.
Cabe preguntarse, ¿no es el mestizaje uno de los mayores terrores del supremacismo blanco, siempre tan interesado en asignarle a cada sujeto su identidad específica, su propio baño, su zona en el autobús y evitar así la contaminación de razas? Cada vez parece más claro que las alianzas asimétricas entre los intelectuales de universidades de élites y los sujetos elegidos por esos intelectuales como representantes de la otredad expresan, por encima de todo, las viejas ansiedades de las oligarquías en una nueva fase del gamonalismo —expresión local del proyecto supremacista del capital— y, sin duda, están lejos de ser una apuesta realmente igualitaria y descolonizadora.
La élite progresista, otra vez, con su mala conciencia se ubica en el lugar cómodo de la historia, desdeña las contradicciones que suponen los traumáticos procesos de mestizajes, las alianzas interétnicas y la dimensión contenciosa de las experiencias republicanas para designar, desde su posición de poder, al verdadero sujeto de la emancipación.
Heideggers del sur
Un breve repaso por la historia del continente ayuda a descubrir no solo las grandes limitaciones que proyectan estas imágenes estáticas del mundo, sino los tintes conservadores que se desprenden de esta defensa antimoderna de la otredad. Posiblemente una de las mayores limitaciones de nuestra época sea esta apuesta identitaria y estática por lo Otro y la renuncia a cualquier planteamiento con vocación universalista. En última instancia, ¿qué tipo de radicalidad intelectual puede haber en propuestas teóricas que terminan por desconectar la vocación internacionalista que se expresa en las luchas de los de abajo? ¿Cómo vamos a unirnos si la teoría dominante no hace más que separarnos?
En ese sentido, la división tajante entre un Occidente supuestamente blanco y unas otredades auténticas no nos ayuda a entender las complejidades actuales de las relaciones entre el trauma colonial y el capitalismo, que ha aprendido a incorporar hábilmente muchas pieles negras entre las máscaras blancas. Y esa división tampoco sirve para articular a unos sujetos políticos populares que, con independencia del lugar geográfico donde les tocara nacer, hoy sufren las múltiples violencias del neoliberalismo. En todo caso, así como es necesario seguir criticando el eurocentrismo y detectando sus simulaciones, también es importante aprender a asumir críticamente los legados europeos como una herramienta más en la lucha por la emancipación.
Al fin y al cabo, la exaltación de la particularidad está en el corazón de cierto giro ontológico de la filosofía europea del siglo XX y sigue presa de una metafísica de la dominación que Frantz Fanon no se cansó de denunciar. Precisamente, fue la crítica de Fanon al universalismo del opresor lo que condujo, no a una defensa o exaltación de las particularidades, sino a pensar las condiciones materiales de un universalismo plebeyo, es decir, a imaginar una vocación universalista donde la emancipación de toda la humanidad pudiera ser elaborada. Así sentó las bases para imaginar una lucha contra la opresión que no debía darse a costa de aislar a cada cual en su parcela y segmentar los procesos de descolonización en nombre de un respeto hipócrita a la especificidad de cada cultura. Entre otras cosas porque, como nos recuerda el propio Fanon, es esta metafísica conservadora la que ha dividido el mundo entre un universal abstracto y una otredad particular.
Más que al universalismo per se, las críticas de Fanon apuntaban a la forma dominante del universalismo que encierra a cada sujeto en su identidad, de modo que el blanco queda preso de su blanquitud (que no se menciona y es por eso mismo universal) y el negro de su negritud (que siempre lo acompaña como un epíteto: un hombre negro no es un hombre a secas, sino siempre un hombre negro). Si no problematizamos esta misma partición subjetiva, como proponía Fanon, seguiremos perpetuando el esquema de unos sujetos universales con la capacidad y el poder de decidir los destinos de la humanidad y unos sujetos particularizados (extensivo a las mujeres, las diversidades sexuales, los migrantes, etc.) cuya única posibilidad ontológica radica en exigir el reconocimiento de su identidad particularizada en medio del entramado global del capitalismo: obtener un puesto, aunque sea pequeño, en el mercado.
Denunciar el universalismo colonial no supone renunciar al universalismo, ni mucho menos restringir el legado de pensamiento latinoamericano a planteamientos fragmentarios y particularistas. Este es el atolladero en el que nos encontramos hoy ante la transformación del giro decolonial en una suma de verdades de Perogrullo y automatismos discursivos. ¿Hemos radicalizado en algo la emancipación con nuestra renuncia al universal? Quienes seguimos creyendo en la importancia de descolonizar el mundo nos hemos topado con un límite epocal y teórico.
Quizá sea momento de abandonar estas imágenes particularistas y fragmentarias y volver a tirar de los hilos con los que pensamos la modernidad, sus actores y sus posibilidades emancipadoras. De traer nuevamente al centro de la escena la universalización y la igualdad, haciéndonos cargo de la necesidad de desmontar el compendio imperial-universal que nos legó la teoría decolonial.
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