Por: Gustavo Duch
Nuestra especie no solo ha industrializado la agricultura y la ganadería, sino que también ha industrializado la administración de la muerte. ¿Por qué nos descomponemos en nichos cual enjambres donde no somos provecho para la tierra?
Desde su mirada libertaria, Murray Bookchin decía que la humanidad no solo debía naturalizarse, sino que teníamos el derecho a “retornar al seno de la evolución natural”. Si exploran su pensamiento en libros como Ecología de la libertad, observarán que una primera premisa para este proceso pasa por reconocer los atributos culturales y también biológicos de nuestra especie animal: amor, cooperación, apoyo mutuo, solidaridad… ¿Qué ocurre si escrutamos cuestiones de nuestro modo de vida tan importantes como la agricultura y la alimentación desde este punto de vista? ¿Se corresponden biológicamente con nuestras funciones dentro de la naturaleza? ¿La especie animal humana ejerce correctamente su nicho ecológico? Y si es que no, ¿cómo las renaturalizamos?
A poco que retrocedamos a las primeras lecciones escolares recordaremos que, de una forma bien sencilla, se pueden clasificar a los seres vivos en tres grandes grupos: productores, donde estarían los vegetales, capaces de producir su propio alimento; los descomponedores, que se alimentan de los restos de otros seres vivos; y los consumidores, entre los que se encuentra el animal humano, que alimentándose de los primeros o de otros consumidores, acaban siendo pasto de los segundos. Precisemos un poco más.
Los consumidores herbívoros como una cabra o una gacela, se llevan a sus bocas muchos tipos de hierbas y frutas donde perecerán, pero a cambio estas bestias colaboran con ellas al dispersar sus semillas mediante la defecación. Un mutualismo por el que podemos decir, por ejemplo y sin miedo a equivocarnos, que los árboles caminan. La manera de ramonear el pasto en el caso de los rumiantes o de la delicada perturbación que provoca su caminar por el monte también son funciones importantes para el ecosistema que habitan. En el caso del animal humano omnívoro moderno y urbanizado, cuando comemos vegetales, no ayudamos directamente a la distribución de semillas. Pero es cierto que los sistemas agrícolas tradicionales, donde se guardan las semillas de una cosecha para la siguiente temporada, podría considerarse una muy buena forma “natural” de colaborar con ellas en su perpetuación. Muy diferente es cuando en los sistemas industriales se trabaja con semillas híbridas o transgénicas que no se pueden volver a sembrar. También en la agricultura campesina el ser humano cumple con otra función fundamental: aumentar la biodiversidad, todo lo contrario a la extensión de los monocultivos propios de una agricultura industrial donde el mutualismo se ha trastocado en una suerte de parasitismo.
Los consumidores carnívoros, como un hurón o un lobo, también contribuyen al buen equilibrio de los sistemas naturales. Su alimentación basada en animales, muchos de ellos herbívoros, es el mecanismo que controla que éstos, en un crecimiento exponencial, no acaben con todos los vegetales que tienen a su alcance hasta provocar una desertificación total. Más aún, persiguiendo a los animales consiguen que los rebaños estén siempre en movimiento, fundamental tanto para que no agoten esas tierras como para que sus excrementos se convierta en abono para muchos lugares y se cuente con el tiempo necesario para que las semillas, mezcladas entre las heces, germinen. En el caso del ser humano omnívoro moderno, cuando comemos animales, ¿cumplimos con nuestro papel? Lo cierto es que en los sistemas ganaderos de pastoreo, el ser humano sí hace lo que es natural hacer. Comer y mover animales para evitar una sobrecarga ganadera que sería fatal para el territorio. En el extremo contrario, no hace falta entrar en detalles de sobra conocidos, tenemos los modelos de ganadería intensiva donde el parasitismo tiene tintes macabros.
Aún más, decíamos que todos los animales consumidores cumplen con otra función vital para el planeta: alimentar a los descomponedores, que equivaldría a alimentar a la tierra de la que vivirán los productores y así cerrar este círculo virtuoso. Todos los animales consumidores, menos una especie que, no solo ha industrializado la agricultura y la ganadería, sino que también ha industrializado la administración de la muerte. Me gustaría conocer voces de expertos en el tema: ¿por qué nos descomponemos en nichos cual enjambres donde no somos provecho para la tierra? O peor, ¿por qué emitir más gases a la atmósfera con los hornos crematorios cuando podríamos contribuir a la fertilidad de la tierra? [Mi familia lo sabe, me he declarado objetor tanto de la incineración como del cementerio de hormigón, y a quien le corresponda le pido un acto de desobediencia, porque yo, consumidor que como vegetales y proteína animal quiero ser consumido por la tierra].
Ya no estamos a tiempo de frenar el colapso de esta civilización industrializada –lo cual no es una mala noticia– pero en cualquier caso todo lo que hagamos ahora por desindustrializar será una buena práctica para una futura civilización natural.
Gustavo Duch. Licenciado en veterinaria. Coordinador de ‘Soberanía alimentaria, biodiversidad y culturas’. Colabora con movimientos campesinos.
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