Por: Raimundo Cuesta
1.-Unamuno: ascenso y declive del intelectual moderno
A punto de cumplirse los ochenta y cinco años de la célebre y polémica intervención de Miguel de Unamuno en el paraninfo de la Universidad de Salamanca con motivo del Día de la Raza (12 de octubre), estimo que, después de las innúmeras vueltas y revueltas que se han dispensado al tema de Unamuno y la guerra civil, es preciso arrancar a su persona, aunque sea por un instante, del estrecho reducto de la historia local, de la anécdota aleccionadora, de la voluntad moralizante, de la servil hagiografía, de la inclemente repulsa de su persona o incluso de la tentación arqueológica. Lo que me conduce a tratar de situar a tan singular personaje en un contexto explicativo de magnitudes más extensas, o sea, me inclino, frente al tratamiento convencional del asunto, a alzar el punto de mira y otear su trágica vivencia histórica desde una perspectiva de más alcance y sinóptica.
Por eso en mi intervención, siguiendo la idea de que el ser individual solo se puede comprender dentro del devenir social e histórico, va a procurar ubicar al personaje en unas coordenadas de problemas que, salvando la muy marcada especificidad de sus comportamientos y respuestas intransferibles, nos ponen ante la cuestión más palpitante y profunda, a saber, la construcción y declive del intelectual moderno como un agente de intervención en la formación de la opinión pública dentro de la esfera de la vida ciudadana en los sistemas políticos de raigambre liberal. En España el origen y la erosión de la figura y papel del intelectual moderno coinciden con la era de plata de la cultura española, que, por factores muy variados, desemboca en la guerra española del 36. En una palabra, su protagonismo coincide con una época conflictiva en Europa y en España, la llamada “época de las catástrofes”, un conjunto de alteraciones, revoluciones y enfrentamientos bélicos que, entre 1914 y 1945, arrastran a una fatal destrucción de buena parte de los regímenes liberal-parlamentarios. Esa corriente arrolla, arrastra y desarbola, cual barquichuela a la deriva, a la mayoría de los intelectuales que desde finales del siglo XIX habían conquistado un lugar sobresaliente en la arena pública enarbolando el liberalismo como ideal de convivencia política y como quintaesencia de los valores heredados de la Ilustración y la revolución francesa. Unamuno, como otros de sus más insignes colegas, es, por activa y por pasiva, testigo y protagonista de las turbulencias que abrasan el final de sus vidas en medio de un fiero temporal de sangre y fuego que en su país se viste de guerra civil.
Su respuesta, ante esa brutal y terrible conmoción, no deja de ser idiosincrásica. Hubo, sin embargo, otras muy distintas actitudes y comportamientos de otros señalados intelectuales. Por mi parte, en un libro que pienso acabar próximamente, estudio la trayectoria vital y pública de los que considero las “tres luciérnagas” del ruedo ibérico, a saber, de Unamuno, Azaña y Ortega. Los tres se dibujan sobre un fondo común: la crisis española del siglo XX y las graves encrucijadas padecidas por el intelectual público en el seno de una “guerra civil europea”. Su triple respuesta a las adversidades vividas, aun siendo muy diferentes, comparte un desenlace indeseable y trágico, un destino amargo.
De fondo, la gran encrucijada del tríptico más egregio de la intelectualidad española se presenta con el advenimiento de la II República, ese momento matricial del intento de modernización de las viejas hipotecas heredadas de una historia llena de frustraciones, si bien el itinerario biográfico de los tres muestra el desarrollo de arquetipos de intelectual público muy diferenciados entre sí. Unamuno se perfila como una suerte de profeta bíblico o mistagogo griego, un intelectual inorgánico y carismático que, dentro de una acendrada tradición liberal, trata de llevar un menaje intransferible de verdades como puños. Miembros de una generación posterior (la de 1914), Azaña y Ortega son dos modernizadores al estilo europeo pero mientras el primero es un personaje que se labra una merecida fama como estratega de un proyecto de “revolución” democrática dentro de la República, Ortega, en cambio, como Unamuno, pronto abomina de las reformas republicanas y acaba marchándose de España a poco de empezar la guerra (30 de agosto de 1936). A Unamuno, en desahogo espontáneo propio de su carácter, le faltó tiempo para saludar el golpe militar de 18 de julio de 1936 aunque hasta su muerte, poco después (31 de diciembre de 1936) queda sumergido en un mar de dudas, consciente de su ingenua equivocación y totalmente desorientado. Por su parte, Ortega, el intelectual olímpico y elitista, que se exilia a Francia, se guarda sus opiniones sobre el golpe de Estado de Franco y sus secuaces y se enfunda la máscara de un calculado silencio público acerca de la guerra del 36 y la posguerra (aunque conocemos de sobra sus inclinaciones personales, que manifiesta en privado, a favor como mal menor de un dura cirugía militar y autoritaria contra los excesos del Frente Popular). Por su parte, Azaña es la encarnación de un arquetipo de intelectual político, máximo símbolo de la España republicana en guerra. Por más que sabe de la imposibilidad de llevar a término su proyecto reformista en mitad de las urgencias bélicas, se mantiene como presidente hasta que emigra a Francia en 1939 y muere en 1940 en Montauban, protegido por la embajada de México, pero bajo la vigilancia de la Gestapo y de franquistas españoles que buscan su captura. Si bien se fija uno, aunque parezca lo contrario, el naufragio de los tres equivale al naufragio de tres maneras de entender el liberalismo, una tradición política que adquiere morfologías y conductas diferenciadas ante el avance los autoritarismos en los años treinta.
En una palabra, la quiebra del intelectual moderno se verifica dentro de la crisis de la democracia liberal en Europa. Apuntaré algunas ideas sobre la génesis de ese típico intelectual que comparece en el foro como portaestandarte y encarnación de los valores universales de la humanidad
2.- La quiebra del intelectual moderno dentro de la crisis de la democracia liberal
Unamuno siempre estuvo muy atento a los sucesos acaecidos en Europa y siguió de cerca y con cierta “envidia” lo ocurrido en Francia con motivo del llamado affaire Dreyfus, que, por mor de la falsa inculpación del oficial judío de ese nombre, desde 1894 abrió una brecha de hostilidad ideológica entre la opinión pública, una suerte de “guerra de ideas” (algo que echaba en falta para España), que tuvo su momento culminante cuando el escritor Émile Zola en 1898 lanzó el célebre “Yo acuso” contra la justicia militar francesa y las complicidades habidas en todo el proceso dentro y fuera de los tribunales militares. A la requisitoria de Zola se sumaron en 1898 miles de personas pertenecientes al ámbito de las profesiones artísticas, docentes, científicas, periodísticas, etc., todas ellas firmaron el conocido como Manifiesto de los intelectuales[1].
En este contexto, fue en 1898, cuando el término <<intelectual>> entró en el vocabulario político de Francia y de casi todos los países de lenguas europeas. Incluso “Unamuno lo había utilizado ocasionalmente antes, y probablemente también se había empleado en Francia con anterioridad a 1898: pero la generalización de su uso como denominador común de una colectividad profesional, de un grupo de presión política y social, data exactamente de 1898”[2].
Fenómeno que, recordando aquí lo estudiado por Habermas, se remonta lejanamente al momento en el que surge la “esfera pública”, esto es, un espacio de libre deliberación que rompe con la ataduras y sevidumbres impuestas a artistas y pensadores por la cortes del absolutismo. Desde el momento en el que, dentro de las sociedades del Antiguo Régimen europeas, emerge una sociedad civil al margen de los poderes políticos y religiosos, se abre la posibilidad de la irrupción de los intelectuales en la vida política. Esto supuso una nueva era en la historia política de Europa.
Incluso en España en 1896 emerge una primera comparecencia y protesta intelectual a consecuencia del llamado proceso de Montjuich contra los anarquistas acusados de lanzar una mortífera bomba en la procesión del Corpus de Barcelona, que son condenados por un tribunal militar sin pruebas y mediante el recurso a brutales torturas. Ahora bien, salvando el precedente señalado, el 1898 de Francia se revive en España en 1909 con motivo del “asunto Ferrer”. Como es sabido, la Semana Trágica de Barcelona fue una violenta insurrección popular contra el intento de embarcar soldados reservistas para la guerra colonial de Marruecos. Procesado por instigador de los actos y condenado a muerte, el pedagogo anarquista Francisco Ferrer i Guardia concita a su favor una campaña por el indulto, que se convirtió en reclamación masiva de muchos intelectuales españoles y europeos. Las protestas contra el Gobierno del conservador Antonio Maura por la ejecución de Ferrer, al final, contribuyeron a soldar la primera gran comparecencia pública de los intelectuales españoles como grupo. Paradójicamente, Unamuno, el primer intelectual público moderno en la historia de España, en esta ocasión se negó a seguir la senda de sus colegas y mantuvo su pésima opinión acerca de la valía intelectual y moral de Ferrer, de modo que no firmó proclama alguna a favor de su perdón e inclusos más tarde, en 1919, aceptaba que el fallo fue una enormidad que convirtió en mártir a alguien que era un “fanático sin ciencia”[3].
Sin embargo, después de 1909, nada fue igual. Los hombres de la nueva generación intelectual, la de 1914, encabezada por José Ortega y Gasset, pugnarán, en tanto que brillantes pretendientes del nuevo “campo intelectual”, por ocupar un lugar al sol, gestando una vía política específica para el compromiso de las nuevas clases medias ilustrada y muy dotadas técnicamente[4]. Por el contrario, Unamuno era cada vez más un personaje más excéntrico, a pesar del mucho predicamento y del amplio respeto que entre buena parte de sus pares todavía gozó hasta la guerra civil.
Desde luego, desatendió esta oferta de Ortega:
“Tengo muchos proyectos para usted; creo que estamos en momentos precisos para resucitar el liberalismo y, ya que los del oficio no lo hacen, vamos a tener que echar nosotros, ideólogos (cursiva mía), a la calle. No hay más remedio: es un deber. Hay que formar el partido de la cultura. Dígame qué piensa…”[5].
Unamuno no se deja arrastrar. No era favorable a integrarse en un partido de los intelectuales (bastante partido tenía con él mismo). Tampoco se integra en 1913 en la Liga de Educación Política, impulsada por Ortega y Azaña, entre otros. Unamuno pasa olímpicamente, no en vano una y otra vez repitió a quien quisiera escucharle que él no era hombre de partido ni de programas. Era, se podría decir así, un intelectual profético llamado a sacudir el alma de sus lectores y escuchantes más que a proporcionarles una guía para la acción o el voto.
En su vida pública, durante la primera década del siglo XX (tras dejar la “militancia” socialista) se hace predicador de la buena nueva de un liberalismo regenerador de España. Después de su destitución como rector de Salamanca en el verano de 1914, se vuelve antimonárquico a machamartillo. Es condenado a cárcel e indultado por ofensas a la Corona. En 1923 se pone ferozmente a la dictadura de Primo de Rivera, es destituido y desterrado a Fuerteventura; huido a Francia, se convierte, durante seis años, en un símbolo de resistencia y regresa a España en 1930 en olor de multitudes y con la esperanza republicana en todo lo alto. Elegido diputado en junio de 1931 como independiente dentro de la conjunción socialista-republicana, pronto discrepa del rumbo de las reformas republicanas de impronta y cuño azañista. Ya en 1932 (conferencia en el Ateneo en noviembre) su ruptura con esa República de Azaña es total. En noviembre de 1933 se presenta a las elecciones dentro de las listas del centro-derecha republicano de Lerroux. No consigue acta de diputado y se retira de la política activa. Jubilado desde 1934, la victoria de Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936 le trae los peores temores de enfrentamiento civil y los más funestos presagios. El 18 de julio de 1936 saluda el golpe militar como un acto de rectificación republicana en defensa de la civilización occidental frente a la revolución popular.
3.-Abrasado en las ascuas de 1936
Los postreros meses de Unamuno en su Salamanca, entre el 18 de julio y el 31 de diciembre de 1936, son un continuo sinvivir, un penoso caminar sobre ascuas que le llevan a cabalgar sus contradicciones con dolor y desconcierto, quizá como nunca antes, dentro de un errático abanico de opiniones y pensamientos contrapuestos acerca de la tragedia ocasionada por la sublevación militar del 18 de julio y sus nefastas consecuencias. En este gris y otoñal tiempo de su existencia la llama profética del viejo intelectual carismático sigue lanzando destellos pero se apaga paulatinamente y simultáneamente se va fraguando la trágica experiencia de un Unamuno íntimo y secreto, desconcertado, desesperado y con una acuciante demanda de ser comprendido. Quizá movido por el resorte de encontrar justificación ante sí mismo y los demás, en vísperas de su muerte deja unas cuartillas que constituyen una especie de lúcido testamento político:
“Cómo y por qué me adherí al movimiento. Salvar la civilización occidental cristiana. Ya antes había yo atacado al Frente Popular. Pero pronto me di cuenta que los métodos no eran ni civilizados sino militarizados -ay, la terrible específica dementalidad castrense española-no occidentales sino africanos-África, espiritualmente, no es Occidente- ni menos cristianos, sino del bárbaro y grosero paganismo católico tradicionalista español. Ni el movimiento iba contra el marxismo; era el desquite de la dictadura primo-riverana (…) El odio a la inteligencia, la envidia, el resentimiento, el complejo de inferioridad. ¿Qué yo podía haber evitado persecuciones? Sí, renunciando a exigir responsabilidades por los hechos; ¿borrón y cuenta nueva? No, no y no”.
(…) Esta guerra civil, no es civil. Es un ejército de mercenarios-pretorianos-la legión y los regulares; no el pueblo”[6].
Ciertamente, Unamuno muestra muy pocos días antes de su fallecimiento una suerte de impulso hacia el autoanálisis de su conducta política durante la guerra. Se trata de una especie de excusatio non petita en la que pone de relieve la conciencia de haber errado de principio a fin. En una palabra, de no haberse enterado de qué iba el Movimiento Nacional. De algún modo, un hombre de setenta y dos años, rodeado de silencio, tristeza y acerba decepción, comprende su equivocación y regresa añorante a las fuentes nutricias de ese abolengo liberal y antimilitarista del que antaño hizo gala. Percibe que sus inveteradas convicciones orilladas y perseguidas por el bando militar sublevado. No comprende, en cambio, que hasta cierto punto lo poco quedaba de liberalismo en la España de entonces, a pesar de los pesares, lo encarna el presidente Manuel Azaña, su cordial enemigo e inevitable contraparte.
La clave interpretativa unamunesca de la guerra española consiste durante algún tiempo en la consideración reincidente de que el conflicto responde solo a un despliegue de barbarie monda y lironda, que no guarda vínculo alguno con la lucha entre democracia y fascismo. Claro que, si se sigue el curso de sus posteriores declaraciones y de algunas de sus cartas, con el tiempo esta unilateral valoración de la barbarie, se extiende también al bando nacional, e incluso tal paralelismo le lleva a una fuerte decepción de sí mismo y a un dolorido arrepentimiento de sus estimaciones originarias. El monumento literario y político más valioso, tremendo y desencajado de esta doliente exploración de sí mismo es El resentimiento trágico de la vida. Notas sobre la revolución y la guerra civil españolas. Un manuscrito inédito, del género confesional y al margen de los juegos estratégicos del poder que, según parece, inicia en los primeros días de septiembre y concluye en noviembre[7].
Se trata de nerviosos apuntes a lapicero divididos en XXI “notas”, que hace a modo de capítulos. Nada hay de sistemático en este valioso y asombroso documento; por el contrario, el lector de hoy afronta un texto espasmódico, fuera de cualquier canon literario, que, dentro de una indudable redundancia argumentativa, salta a borbotones de unos asuntos a otros. Plagado de metáforas deslumbrantes, de exabruptos ofensivos, de usos y retorcimientos nada académicos de un lenguaje nada ortodoxo, se explaya en un estilo directo, irrepetible y muy cercano a la oralidad. Como testimonio, en fondo y forma, no tiene parangón posible para comprender su subjetividad y el errabundo proceder de Unamuno desde el golpe del 18 de julio y su progresiva realineación crítica respecto a sus dirigentes. El título es una clara reformulación de su ensayo El sentimiento trágico de la vida (1912), posiblemente comprendiendo el “resentimiento” y la envidia como la trágica pulsión que habita en el trasfondo de la guerra española y que actúa de manera permanente en toda la accidentada historia hispana. El monotema unamuniano, forjado en las raíces de su propio pensamiento acerca de las esenciales nacionales intrahistóricas, es la agonía imparable de las dos Españas en un enfrentamiento trágico, desesperado y sin remisión, tal cual se cumpliera una ley inherente del “carácter” del pueblo español[8]. España y el pueblo español en sus notas ya no son portadores de valores supremos, sino de vicios repulsivos. Así al molde interpretativo de la guerra cainita entre hermanos se superpone una especie de fuerza telúrica e irracional que lleva a España a la ruina de sus hijos. Siguiendo este hilo de razonamiento, se asimila la contienda a un suicidio colectivo (“El pueblo español se entrega al suicidio”, I, p. 29), que se asienta sobre un lecho de pasiones insuperables (“España no sabe sino envidiar”, XVI, p. 59) y un racimo odios eternos entre hunos y hotros) (“Entre los hunos y los hotros están descuartizando a España”, III, p. 33). Esa incontenible inclinación fratricida, cree Unamuno, que posee un trasfondo de desesperación religiosa, de agonía de fe: “Dos mitades de España, una queriendo creer y la otra desesperada de no poder creer”, VI, p. 39). La interpretación dicotómica de creencias y pasiones contrapuestas (que él mismo ha sufrido y sufre) empapa toda su hermenéutica del conflicto civil, manufacturada desde un ser que habla en carne viva y que ignora cualquier consideración histórica o sociológica cuando intenta buscar alguna explicación plausible de la guerra. De España se habría apoderado una locura colectiva que, a diferencia de lo que decía meses antes, no es propiedad de uno de los bandos en pugna, es un salvajismo compartido por ambos[9]. En fin, la historia de España y la guerra como patología, como mal irremediable aposentado en las entretelas del ser del pueblo español. En suma, se trata de un quejido agudo y descompuesto que descubre una España y un pueblo aquejados de una especie de demencia colectiva.
En fin, este inclasificable texto rezuma el sentimiento más verdadero y auténtico de un anciano perplejo, atormentado y desorientado, que no tiene reparos en plasmar lo que siente, que no tiene empacho en poner en solfa el acervo conceptual vertebrador de su obra anterior rompiendo con su concepto de “España” como realidad metafísica y de “pueblo” como suma de todas las virtudes[10]. España y el pueblo español pasan a ser un amasijo de vicios, envidias y resentimientos que han alimentado la guerra de los hunos contra los hotros.
Ahora bien, lo cierto y verdad es que la coyuntura de la guerra española plasma una porción muy sustancial de la llamada “guerra civil europea” que sacude intensamente los cimientos de las democracias de tipo liberal. Ante el ascenso del fascismo, tiembla toda Europa y las opciones políticas democráticas y republicanas tienden a congregarse en muchos países en torno al antifascismo. Por añadidura el campo de los intelectuales se transforma y cada vez más se polariza en torno al eje fascismo/antifascismo. El mundo de la inteligencia deja de estar solo al servicio de lo universal y ahora comparece el nuevo intelectual comprometido y vinculado orgánicamente a las emergentes fuerzas políticas (principalmente comunistas y fascistas), que persiguen el cambio revolucionario o contrarrevolucionario. Unamuno se comporta como si se mantuviera ajeno a esta realidad bipolar y su adhesión al golpe militar, en nombre de la civilización occidental, se me antoja más el deseo de un hombre de contextura conservadora y trasnochada que el de un pensador, como era él, de larga fermentación liberal republicana. Finalmente, su experiencia en el torbellino de la Salamanca de la guerra enciende todas sus contradicciones y le abrasa en un fuego interior que a veces aflora hacia el exterior bajo maneras destempladas, muy irregulares, inconexas y paradójicas. Sufre, en suma, colapso cognitivo y afectivo que deja al desnudo su impotencia personal e intelectual para dar cuenta del mundo que le rodea.
Su muerte el 31 de diciembre de 1936 en su casa de la calle Bordadores termina con su infierno vital dentro de lo que fue la “salvaje pesadilla” de Salamanca en los primeros meses de la guerra. Desde París, otra de las grandes luminarias intelectuales, Ortega y Gasset, a los pocos días en el obituario que escribe para la prensa argentina, teme que con su desaparición “padezca nuestro país un atroz silencio”:
“Ignoro todavía cuáles sean los datos médicos de su acabamiento, pero sean los que fueren, estoy seguro de que ha muerto del mal de España.
(…) Porque Unamuno era un hombre de coraje sin límites. No había pelea nacional, lugar y escena de peligro, al medio del cual no llevara el ornitorrinco de su yo, obligando a unos y a otros a oírle y disparando golpes líricos contra unos y contra otros.
(…) La voz de Unamuno sonaba sin parar en los ámbitos de España desde hace un cuarto de siglo. Al cesar para siempre, temo que padezca nuestro país un atroz silencio”[11].
Fino diagnóstico. Aunque, si bien se mira, tampoco Ortega colaboró en demasía (o lo hizo more orteguiano) en hacer saltar los grilletes de ese tiempo de silencio.
Salamanca, 7 de octubre de 2021
[1] Véase Michel Winock. El siglo de los intelectuales. Barcelona, Edhasa, 2010, pp. 25-37. El célebre texto acusatorio de Zola fue publicado en el periódico L´Aurore (en la órbita de Clemenceau) y fue el pistoletazo de salida a la arena pública de un conjunto de profesionales de las artes, las letras y las ciencias, que pugnan por hacerse visibles y que comienzan a darse a conocer como “intelectuales”. Bajo el nombre se alberga una especie de nobleza de la inteligencia que reclama su cualificación como carta de presentación para emprender la tarea de formar la conciencia pública de la ciudadanía. Ahora bien, a partir de ese momento, surgirá también una reacción anti-intelectualis.rios de sacrificar a Dreyfus en el altar de los intereses de la patria) protagonizada por los intelectuales de derechas (como Barrès o Maurras) que niegan se les otorgue tal calificativo y que, en cambio, acusan a los intelectuales de “casta oligárquica” ajena a los verdaderos intereses de la nación y del pueblo francés. Música anti-intelectualista que desde entonces no ha cesado de sonar.
[2] Juan Marichal afirma que “quizás el primero en emplear la palabra intelectual en España, incluso antes de 1898, fuera Ramiro de Maeztu. Mas desde principios de 1898 abundó el uso del vocablo en relación con el affaire Dreyfus”. Véase el capítulo 11 (“La generación de los intelectuales y la política”) de su libro El secreto de España. Madrid, Taurus, 1995, p. 138.
[3] J. Marichal (2002, p. 165).
[4] “La generación más importante de la historia intelectual de la historia moderna”, al decir de J. Marichal (1995, p. 178).
[5] Epistolario completo Ortega-Unamuno. Edición de Laureano Robles, Madrid, El Arquero, 1987, p. 77. A a pesar de las desavenencias entre ambos intelectuales, las relaciones no se quebrarán del todo, incluso en los años finales de la vida de Unamuno la cercanía fue manifiesta.
[6] Este manifiesto o testamento final es citado por los investigadores a partir del manuscrito que se halla en el archivo salmantino de la Casa Miguel de Unamuno. Véase F. Blanco Prieto. Unamuno. Profesor y rector de la Universidad de Salamanca. Salamanca, Hergar, Ediciones Antema., p 546.
[7] Véase M. Unamuno. El resentimiento trágico de la vida. Notas sobre la revolución y la guerra civil españolas. Valencia, Pre-Textos, 2019. Se editó por primera vez en 1991, prologada por su nieto Miguel Quiroga Unamuno, el niño que le había hecho compañía en sus últimos días.
[8] “No son unos españoles contra otros-no hay Anti-España-, sino toda España, una, contra sí misma. Suicidio colectivo” (Unamuno, 2019, VI, p. 39)
[9] No se para en denunciar ante sí mismo la barbarie que han sufrido seres muy cercanos a él, aunque a veces en su texto sus opiniones y exabruptos se salpican con denuestos de este tenor: “En Granada han fusilado, los falangistas, al pobre Salvador Vila. ¡Esos degenerados andaluces, con pasiones de invertidos sifilíticos y de eunucos masturbadores” (Unamuno, 2019, XX, p. 67). Una guinda unamuniana que explica la desorientación, desolación y prejuicios de un hombre todavía brillante pero cada vez más caduco y ajeno a la realidad.
[10] Esta es la brillante exégesis de Luciano Gonzáles Egido (2006). Unamuno en guerra”. En R. Robledo (ed.). Esa salvaje peadilla. Salamanca en la guerra civil española. Barcelona, Crítica, pp. 233-261..
[11] J. Ortega y Gasset (OC, V, pp. 264, 265 y 266). “En la muerte de Unamuno”. La Nación, 4 de enero de 1937. En OC, V, pp. 264-266.
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