Al parecer la corporación había financiado a las Autodefensas Unidas de Colombia (grupo paramilitar colombiano de extrema derecha), para canjearse así su simpatía y protección en un estado que vive un perpetuo clima de violencia. La propia transnacional reconoció poco después, que desde 1997 y hasta 2004 había capitalizado a este grupo irregular con más de un millón de dólares.
Siguiendo la pauta, en los últimos años la transnacional ha sido demandada cuatro veces en su propio país por este mismo motivo. Han sido más de 600 familias que sufrieron el asesinato de alguno de sus miembros en manos de este grupo terrorista, quienes encabezaron los procesos judiciales para exigir a la compañía indemnizaciones que superarían los 11.000 millones de dólares, aunque según la misma fuente, algunos de estos casos pudieron ser sobreseídos por los tribunales estadounidenses.
No han sido los únicos ya que según organizaciones de derechos humanos, familias de cinco misioneros norteamericanos liquidados por las FARC, demandaron a Chiquita por el mismo motivo en un tribunal de Florida. Contrariamente a los casos de colombianos asesinados por grupos de extrema derecha, en febrero de 2010, sí que fue aceptado por el juez este caso en los que los exterminados eran religiosos norteamericanos y los verdugos supuestos guerrilleros, de izquierda, supuestamente también claro está.[1]
A Chiquita se le señala no sólo por haber financiado económicamente, sino también por transportar armas para dotar y suministrar a esta banda armada. En marzo de 2007, la revista colombiana “Semana” revelaba detalles del diario íntimo de uno de los cabecillas de las AUC. En él, aparte de reconocer el financiamiento directo por parte de la compañía, se desvelaba que sus barcos fueron usados para transportar armamento destinado a los “paras”.[2]
Los desembolsos a las AUC y otros grupos, fueron efectuados por BANADEX, su otrora filial en el país Sudamericano. Se localizaron fundamentalmente en dos regiones donde esta compañía compraba el banano cultivado industrialmente para la exportación: Urabá y Santa Marta.
Es curioso porque a 35 km. de Santa Marta se encuentra Ciénaga, un municipio que en diciembre de 1928 albergó un oscuro pasaje de la historia colombiana conocido como “la masacre de las bananeras”. Ese mes, del amarillo del banano se pasó al rojo de la sangre, cuando el ejército colombiano masacró a cientos de trabajadores bananeros colombianos que habían iniciado una huelga indefinida para exigir condiciones dignas de trabajo.
Este aciago capítulo encontró la eternidad gracias a la magistral pluma de García Márquez. En “Cien años de soledad”, el autor colombiano rememoró la tragedia y escribió:
“Una semana después seguía lloviendo. La versión oficial, mil veces repetida y machacada en todo el país por cuanto medio de divulgación encontró el gobierno a su alcance, terminó por imponerse: no hubo muertos, los trabajadores satisfechos habían vuelto con sus familias, y la compañía bananera suspendía actividades mientras pasaba la lluvia. La ley marcial continuaba, en previsión de que fuera necesario aplicar medidas de emergencia para la calamidad pública del aguacero interminable, pero la tropa estaba acuartelada. Durante el día los militares andaban por los torrentes de las calles, con los pantalones enrollados a media pierna, jugando a los naufragios con los niños. En la noche, después del toque de queda, derribaban puertas a culatazos, sacaban a los sospechosos de sus camas y se los llevaban a un viaje sin regreso. Era todavía la búsqueda y el exterminio de los malhechores, asesinos, incendiarios y revoltosos del Decreto Número Cuatro, pero los militares lo negaban a los propios parientes de sus víctimas, que desbordaban la oficina de los comandantes en busca de noticias. «Seguro que fue un sueño -insistían los oficiales-. En Macondo no ha pasado nada, ni está pasando ni pasará nunca. Este es un pueblo feliz.»
En aquellos años, la tierra en donde brotaban los bananos y en donde miles de campesinos eran explotados pertenecía a la United Fruit Company, la mítica bananera que durante décadas configuró Centroamérica a su libre antojo, orquestando golpes de estado, campañas de desestabilización y colocando a políticos cómplices para lograr sus fines comerciales que aspiraban al monopolio total del comercio, no sólo del banano sino de cualquier cultivo y producto. Sin duda alguna fue la empresa que exploró con más vigor y persistencia los insondables caminos del “republicanismo bananero”.
La United fue inmortalizada como “Mamita Yunai” por el escritor costarricense Carlos Luís Fallas. Y aparte de éste y García Márquez, otros novelistas plasmaron en el papel los peculiares métodos de enriquecimiento, subordinación y control de la gran bananera. A destacar entre muchos al Premio Nóbel, Miguel Ángel Asturias, con la “trilogía bananera”, al costarricense Joaquín Gutiérrez con “Puerto Limón” y “Murámonos Federico”, al hondureño Ramón Amaya y su obra “Prisión verde”, al nicaragüense Emilio Quintana con “Bananos” y finalmente el propio Neruda, que en su “Canto general” dedicó un poema al “trust de los plátanos”.
Y lo realmente curioso de todo esto, una vez recorridos algunos pequeños recovecos amarillos de la literatura y la historia en América Latina, es que con el transcurrir de los años, la United -O la “Mamita Yunai”, como prefiera- cambió de nombre y pasó a ser -redoblen clarines y timbales- Chiquita Brands.
Como se visualiza claramente, lo único que se alteró fue el nombre. Los métodos violentos siguen siendo los mismos. Sus prácticas agrícolas agreden al medio ambiente, devastan el territorio y focalizan la riqueza. Con este modelo productivo de alimentos pasan hambre los pueblos destinados a cultivar postres exóticos, mientras las multinacionales siguen imponiendo su agenda sí o sí. Antes lo hacían con golpes de estado y las balas de los ejércitos nacionales, y ahora con la ayuda de grupos armados irregulares.
La semana que viene: Dole Food y Shell.
[1] http://www.derechos.org/nizkor/colombia/doc/paz/chiquita.html
[2] http://www.semana.com/wf_InfoArticulo.aspx?IdArt=101630
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