Por: Enrique Castañón Ballivián
Al momento de clausurar la Cumbre Agropecuaria (CA), el vicepresidente Álvaro García Linera remarcó la necesidad de que el empresariado agroindustrial se comprometa seriamente con la agenda productiva del país. Es más, advirtió que la concesión que hizo el Pacto de Unidad (CSUTCB, CNMCIOB-BS, Conamaq, CIDOB y CSCIB) de ampliar el plazo de verificación de la Función Económica Social de la tierra (FES) de dos a cinco años, no se va a repetir si se confirma que no tuvo un efecto significativo en el aumento de la producción. O dicho en sus palabras: “…estamos a prueba, compañero Julio (Roda). Que las cifras justifiquen que valió la pena los cinco años… porque de aquí a cinco años nos vamos a volver a ver y si no hubo aumento de la producción, tenga la seguridad que el Pacto de Unidad no va a aceptar que se vuelva a ampliar”.
El compromiso reclamado por el Vicepresidente refleja la apuesta Estatal que sitúa al empresariado agroindustrial como el actor central del desarrollo agropecuario a futuro. En las siguientes líneas considero importante problematizar esta apuesta y comentar su acogida por parte del propio empresariado. Lo hago no como un mero ejercicio analítico, sino principalmente para sentar un precedente de esta decisión que nos permita evaluarla en el futuro.
Resulta evidente que la apuesta por el sector empresarial agroindustrial se desprende de los lineamientos de la Agenda Patriótica 2025. Después de los hidrocarburos, minerales y energía eléctrica, la exportación de commodities agrícolas debería constituirse en el cuarto pilar fundamental para la generación de ingresos y divisas. Comprensible desde la necesidad siempre imperante del Estado de asegurar crecimiento económico que le permita, entre otras cosas, financiar las políticas sociales sobre las que descansa parte de su legitimidad, la apuesta por el empresariado agroindustrial enfrenta al menos tres principales limitaciones.
Primero, la contribución del sector a las arcas del Estado es prácticamente nula. Sobre la base de estadísticas del año 2008, un estudio realizado por el economista del CIDES-UMSA, Ernesto Sheriff, estima que el aporte de la agroindustria como porcentaje de la renta del recurso fue de 0.01%, 10 veces menor al aporte de la minería. Evidentemente, la diferencia se explica en gran medida por la falta de mecanismos impositivos que permitan capturar la renta que genera este sector. En Argentina, por ejemplo, el impuesto que cobra el Estado a la exportación de soya le genera alrededor de 10.000 millones de dólares anuales. A juzgar por el debate en la CA, no existe aún la intención del Estado de promover una política similar hacia la agroindustria nacional que, dicho sea de paso, se beneficia con la subvención al diésel.
Segundo, existen razones suficientes para argumentar que una gran parte de las ganancias generadas por el sector no se quedan en el país. Estudios previos sobre la base de datos del propio gremio empresarial han constatado, por ejemplo, que al menos el 70% de la superficie cultivada de soya estaba en manos de extranjeros en el año 2007. La implicancia directa de este hecho es que una parte importante de la riqueza generada es potencialmente expatriada, lo que a su vez cuestiona el “efecto multiplicador” constantemente esgrimido en el discurso empresarial que, en todo caso, se parece más al “efecto goteo” neoliberal.
Tercero, el agronegocio empresarial es un modelo de producción que no vela por las necesidades alimentarias del país. En el agronegocio se produce aquello que demandan los mercados internacionales, siempre especulativos y volátiles. Es por esta razón que el grueso de la superficie empleada por la agroindustria en Santa Cruz se enfoca en el cultivo de la soya (más del 72%) y no así en otros cultivos de mayor importancia alimentaria para el país, como es el caso del trigo. Además, la evidencia muestra claramente que los estados que apuestan por el agronegocio terminan erosionando su agricultura tradicional, lo que a su vez los obliga a incrementar la importación de alimentos. Acá será útil revisar las experiencias cercanas de Argentina y Paraguay, por citar algunas.
Si aceptamos las limitaciones enunciadas, queda claro que buscar el desarrollo agropecuario del país vía empresariado no es lo más apropiado. No obstante, lo que sorprende aún más es la actitud del propio sector empresarial al respecto. Lejos de celebrar el rol central que se les asigna en la política de Estado, los empresarios del agronegocio se han mostrado reticentes a asumir cualquier compromiso serio de expandir la superficie de cultivo. De hecho, en la mesa sobre Producción y Productividad instalada en la CA, los empresarios se negaron a comprometer un número específico de hectáreas cultivadas para el año 2020.
¿Cómo se explica esta actitud reticente? Propongo dos principales hipótesis. La primera sostiene que el sector empresarial cruceño no posee el capital suficiente ni las condiciones tecnológicas para una expansión significativa, pues dependería de los flujos de capital transnacionales que a su vez no invertirán si no se flexibiliza completamente el sector agroindustrial siguiendo las premisas neoliberales. Probablemente sea por este motivo que Julio Roda no se cansa de abogar por el “modelo Paraguayo”. La segunda se desprende de investigaciones previas como el excelente trabajo de Ximena Soruco en el libro Los Barones del Oriente en el que nos muestra que la élite cruceña históricamente ha privilegiado como fuente de acumulación el extractivismo y la especulación desde una visión “comercial-financiera” antes que productiva.
Más allá de las conjeturas, al cabo de los próximos cinco años sabremos si el empresariado agroindustrial se comprometió con el desarrollo productivo del país o si más bien la ampliación que se les concedió respecto al plazo de verificación de la FES terminó siendo una maniobra dilatoria para evitar la reversión de tierras improductivas.
Comentario