Introducción
“La crisis amenaza con socavar todos nuestros logros y avances. Los progresos que hemos hecho para erradicar la pobreza y la enfermedad. Los progresos por combatir el cambio climático y promover el desarrollo. Por asegurar que la gente tenga suficiente para comer… Podría ser el golpe final al que muchos de los más pobres entre los pobres del mundo sencillamente no podrían sobrevivir”, advertía el secretario general de las Naciones Unidas, Ban Ki Moon, a poco de desatarse la catástrofe financiera en los EEUU. Sus proféticas palabras se han transformado ya en una trágica realidad que aborda una triple perspectiva: económica, ambiental y alimenticia.
La crisis, como es sabido, comenzó en los EEUU y rápidamente se propagó por la gran mayoría de los países occidentales desarrollados, cuyos sistemas financieros estaban estrechamente vinculados al sistema financiero de los EEUU. Sin embargo, aun cuando nada tienen que ver con el origen de la misma, la extrema dependencia en la que viven las economías de los países en desarrollo respecto de estas economías financiero-especulativas de los países desarrollados, ha acabado por convertir a los países empobrecidos de la periferia en los países más afectados por esta crisis, sobre todo si abordamos el problema desde una perspectiva social y humanitaria, y no tanto desde una perspectiva meramente economicista.
Mientras en el primer mundo la crisis está siendo protagonizada principalmente por el mundo financiero y especulativo, con fuertes ramificaciones, eso sí, hacia la denominada “economía real”, generando serios problemas en la estabilidad laboral y la calidad de vida de millones de trabajadores y trabajadoras, el problema para los países del Tercer Mundo ha acabado por alcanzar tintes mucho más dramáticos, al punto de que diversos autores han alertado, como se ha dicho, acerca de la existencia de una triple crisis (económica, ambiental y alimenticia), cuyos efectos a medio plazo pueden ser absolutamente devastadores para las poblaciones de estos países, bastante más devastadores incluso de lo mucho que ya lo están siendo y lo han sido hasta ahora.
La caída de precios en los mercados de materias primas de los cuales dependen las exportaciones de los países empobrecidos, la retirada de las inversiones extranjeras provenientes de los países desarrollados, el estancamiento en el comercio internacional y el descenso en el ritmo de crecimiento de las exportaciones, la caída en la cantidad de dinero ingresado por estos países a través de las remesas de sus trabajadores en el extranjero (afectados a su vez por el aumento del desempleo en los países desarrollados), la devaluación de sus monedas, el descenso en la cuantía de las ayudas humanitarias, la disminución de los flujos de capital, los retiros de capital en los mercados de valores de estos países por los inversores de los países desarrollados, la dificultad para acceder a nuevos créditos en el extranjero, en fin, las múltiples formas de dependencia que estos países tienen respecto de las economías desarrolladas, han obrado la mayor parte del trabajo con toda precisión. El alto precio en el que han estado ubicados los alimentos y los combustibles durante los últimos años (una coyuntura que paradójicamente sirvió como fuente de importantes ingresos para un buen número de países en desarrollo) hicieron el resto.
El economista y politólogo Eric Toussaint escribía al poco de estallar la crisis “Como consecuencia de la crisis desencadenada en los países más industrializados, las condiciones de los préstamos para los PED se endurecerán. Las importantes reservas de cambio que han acumulado en estos últimos años amortiguarán los efectos de ese endurecimiento, pero sin duda no serán suficientes para protegerlos completamente. Algunos eslabones débiles de la cadena de endeudamiento en el Sur es probable que se vean afectados en un futuro próximo, en tanto que algunos de ellos ya están seriamente tocados por la crisis alimentaria mundial que estalló en 2008” (Toussaint, 2008).
Desgraciadamente los malos augurios pronosticados por este prestigioso economista crítico se han visto cumplidos con creces. Como decimos, además, desde una triple perspectiva: económica, ambiental y alimenticia.
Salvando bancos, hundiendo el mundo
Según algunos estudios recientes del FMI (FMI, 2009) se estima que, a consecuencia de la actual crisis económica internacional, el PIB mundial se contrajo un alarmante 6,25% (anualizado) en el cuarto trimestre de 2008, descendiendo casi al mismo ritmo en el primer trimestre de 2009. Las economías avanzadas registraron una reducción sin precedentes del 7,5% en el cuarto trimestre de 2008, y la mayoría de ellas ahora están o han estado atravesando recesiones profundas durante los últimos dos años. Las estimaciones más optimistas nos hablan de que el Producto Global se contrajo un mínimo de 2,6% durante 2009.
Por otro lado, según informaba el prestigioso diario “The Telegraph” en su edición del 8 de agosto de 2009 (The Telegraph, 2009), el propio FMI calculaba ya entonces que el costo de la crisis ascendía a 11,9 billones de dólares, habiéndose multiplicado por más del doble en los apenas cuatro meses transcurridos desde las anteriores estimaciones presentadas por este mismo organismo en abril de 2009, las cuales situaban dicho coste en unos 4,1 billones de $ (FMI, 2009a). Los 11,9 Billones mencionados serían tan sólo el resultado de sumar todo el dinero que el mundo había gastado hasta ese momento para depurar los activos tóxicos del sistema financiero.
Para que se comprenda bien el volumen de la cifra, se podría decir que semejante cantidad de dinero equivaldría a un quinto de toda la producción económica mundial anual, o, caso de ser entregada equitativamente entre todos los seres humanos del plantea, vendría a suponer 1.830 US$ por cabeza. Si pensamos además que casi el 50 por ciento de la población mundial vive con menos de 2 dólares diarios, podemos ver la magnitud de lo acontecido, la insoportable cantidad de dinero que los Estados capitalistas han tenido que gastar para rescatar a sus propios sistemas financieros de las perturbaciones generadas por la aplicación sistemática de los postulados neoliberales durante casi tres décadas. Estos 11,9 billones de dólares, como decimos, incluyen solamente las aportaciones de capital a los bancos, inyectadas para evitar el derrumbe del sistema. Casi nada.
Estos datos resultan aún más elocuentes si, como informaba igualmente el diario “The Telegraph” en la noticia reseñada, se sabe que la mayor parte de este monto, equivalente al 86% de los recursos (10,2 billones de dólares), había sido entregada a los países desarrollados, mientras que los países en desarrollo han recibido un apoyo de apenas 1,7 billones de dólares (14%).
Gran Bretaña y Estados Unidos han sido los países que han recibido más apoyo con estas medidas de emergencia para socorrer su sistema financiero. En el caso del Reino Unido, su factura de socorro asciende al 80% del PIB nacional.
Curiosamente, aunque seguramente no por casualidad, tales países son los dos Estados que dieron origen a la época neoliberal a finales de los 70 y principios de los 80, aunque el Chile de Pinochet ya venía sirviendo como laboratorio de pruebas desde el golpe de Estado de 1973. Curiosamente también, Chile ya fue en su momento el país latinoamericano más afectado por la crisis económica de los 80.
Pero, por si quedaba alguna duda del origen de esta crisis global, ha sido la propia ONU quien no ha tenido más remedio que reconocer, a través de un informe de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre comercio y desarrollo (UNCTAD), el fracaso absoluto que la etapa neoliberal ha supuesto para el mundo: “el laissez-faire de los últimos 20 años, inspirado por un fundamentalismo de mercado, ha fracasado estrepitosamente” (UNCTAD, 2009).
Según este mismo informe, las razones de este fracaso debemos buscarlas, entre otros asuntos mencionados, en “la fe ciega en la eficiencia de los mercados financieros desregulados y la inexistencia de un sistema financiero y monetario basado en la cooperación que generó la ilusión de que las operaciones financieras especulativas en numerosos ámbitos podían rendir ganancias sin riesgo y otorgaban licencia para el derroche (…) La desregulación financiera, impulsada por una creencia ideológica en las virtudes del mercado, ha favorecido la aparición de instrumentos financieros “innovadores” sin vinculación alguna con actividades productivas en el sector real de la economía. Esos instrumentos propician actividades especulativas que se basan en información aparentemente convincente, pero que en realidad no representa sino una extrapolación al futuro de las tendencias actuales.” (UNCTAD, 2009).
El neoliberalismo fracasó estrepitosamente, dando paso con su fracaso a la peor crisis financiera internacional que se recuerda desde el crack bursátil de 1929.
El privilegio de los bancos: ellos siempre ganan
Ante esta crisis en los mercados financieros internacionales, las instituciones públicas están, como se ha visto, inyectando enormes sumas de dinero público (procedentes, lógicamente, de los impuestos de los ciudadanos) para mantener viva la liquidez en los mismos. Pero estas inyecciones económicas están siendo acaparadas casi exclusivamente por los bancos y no parecen estar fluyendo hacia la economía real, ya que las condiciones bancarias para el acceso de la ciudadanía a los créditos no han hecho sino endurecerse sobremanera. Los bancos reciben dinero de los gobiernos para solventar sus problemas financieros, pero tal dinero no acaba de fluir, como debiera ser lo aconsejable, hacia el desarrollo de la economía real, vía créditos a particulares y empresas con los que poder fomentar tanto la inversión como el consumo.
En España, por ejemplo, “el gobierno ha puesto directamente a disposición de los bancos más de 230.000 millones de euros, una cantidad que representa el 20% del PIB y más del doble de lo que el Estado se gasta en pensiones cada año. Gracias a ello, los beneficios de los bancos siguen siendo multimillonarios: 23.936 millones de euros en 2008, que fue un año de crisis, y que sumados a los obtenidos desde 2004 dan un total de 112.923 millones de euros. Una cantidad fabulosa que se conjuga, sin embargo, con la pérdida de empleo en el sector, con los problemas de solvencia y, sobre todo, con la falta de liquidez y de financiación que padece la economía. Sin embargo, un estudio reciente del Banco Central Europeo (Euro area bank lending survey Abril 2009) pone de relieve que el 40% de las entidades bancarias españolas han restringido el crédito a sociedades, el 30% el hipotecario y el 40% el destinado al consumo” (Torres López, Garzón Espinosa, 2009).
Los bancos siguen, pues, a pesar de todo, saqueando a la ciudadanía, esta vez mediante la apropiación para su propio beneficio de fondos provenientes del erario público, convirtiéndose en auténticas aspiradoras que absorben cuanto pueden del dinero público para sus fines privados, una práctica, por otro lado, absolutamente en consonancia con los postulados neoliberales, y que podríamos asimilar perfectamente con una privatización encubierta del dinero público a gran escala. Si además tenemos en cuenta que la tasa de ahorro se ha disparado desde el comienzo de la crisis, los bancos vuelven a ser, una vez más, los grandes beneficiados de una crisis que ellos mismo generaron, mientras el peso de carga de la misma vuelve a recaer sobre los hombros de los trabajadores y trabajadoras. Sea como sea, pase lo que pase, los bancos siempre salen ganando.
Avanzando hacia la triple crisis internacional
Pero no basta con centrar nuestra atención en la debacle financiera. Detrás de la crisis financiera se manifiesta también, como no podía ser de otro modo, una crisis de la economía real, pues la propia deriva financiera irremediablemente acaba por ahogar el desarrollo de la base productiva, así como ataca con más fuerza a quienes menos capacidad de respuesta tienen ante los desafíos de la economía internacional: los pobres del mundo.
El desmoronamiento del sistema financiero internacional, la mencionada caída del modelo neoliberal aplicado a los mercados financieros internacionales durante las tres últimas décadas, trajo consigo también otra serie de consecuencias que han afectado brutalmente a la estabilidad económica y el desarrollo de los países empobrecidos.
Entre otros efectos, los grandes inversores internacionales, al darse cuenta que la burbuja financiera estaba en plena decadencia y sus capitales comprometidos, que las ganancias allí eran ya prácticamente imposibles, movieron sus inversiones hacia aquellos otros mercados que pudieran satisfacer sus avariciosas pretensiones. Concretamente hacia aquellos mercados que en el momento de explotar la burbuja financiera presentaban una tendencia al alza de los precios, requisito imprescindible para dar rienda suelta a la especulación en busca de ganancias rápidas y cuantiosas, tal cual es la lógica de extremada avaricia y desenfrenada codicia que domina los mercados financieros en el marco de una esfera neoliberal. Estos mercados, para desgracia de la humanidad, no eran otros que el mercado energético y el mercado de alimentos, dos mercados que afectan de manera fundamental en el desarrollo y la calidad de vida de los países empobrecidos, especialmente en aquellos países que no cuentan con intereses públicos en estos mercados.
El economista Juan Torres López nos explica este fenómeno de la siguiente manera: “La lógica especulativa que mueve las finanzas de nuestra época consiste en tratar de obtener los máximos rendimientos económicos en el menor espacio de tiempo posible. Los grandes capitales que existen en los mercados se mueven siempre hacia los espacios financieros donde se ofrecen mejores rentabilidades. Esta es lo que provocó el traslado de los grandes capitales desde el mercado bursátil, que se desplomó en el año 2000, hacia el mercado inmobiliario, creando de esta forma la burbuja inmobiliaria. Y esta sería también la razón que llevó a los inversores especulativos a salir del mercado de derivados financieros cuando estalla la burbuja. Pero no se vuelven hacia el aparato productivo, a crear empleo y riqueza. No. Dirigen su proa hacia a aquellos mercados en donde prevén que pueden alcanzar rentabilidades de la misma naturaleza, altas, rápidas y a ser posible sin rastro fiscal. Los mercados apropiados para ello en ese momento son los que tengan una cierta tendencia estructural al alza de precios. Es así que se podría ganar mucho dinero y fácilmente comprando y vendiendo enseguida. Puesto que el inmobiliario ya no servía, los capitales se dirigieron a otros dos mercados con esta característica: el del petróleo y el de productos alimenticios. Eso fue lo que produjo como de repente unas subidas espectaculares en los precios del petróleo y de los productos básicos en todo el planeta ante la perplejidad de la gente y ante la pasividad de los gobiernos que, como hasta entonces, dejaron hacer a los especuladores.” (Torres López, 2009).
Si además sumamos todo esto a las amenazas cada vez más patentes de los efectos que el cambio climático puede tener en relación a la economía mundial y, de manera especial, sobre aquellos países de la periferia capitalista más empobrecidos y menos aptos para dotarse de los instrumentos necesarios en la lucha contra los mismos, nos da como resultado una combinación verdaderamente explosiva, una combinación que amenaza como nunca antes en la historia el futuro de las próximas generaciones de seres humanos, y muy especialmente, insisto, el de aquellos habitantes residentes en los países más empobrecidos.
Esta crisis económica y financiera, generada en los países ricos por la avaricia neoliberal, se ve acompañada entonces de una crisis ecológico-energética y de una crisis alimentaria que afectan fundamentalmente a los países empobrecidos, muy a pesar de que poco o nada han tenido que ver estos países en el desarrollo de la crisis financiera internacional.
La huella ecológica y la insostenibilidad del sistema consumista-capitalista
Crisis ecológico-energética en tanto que los recursos naturales existentes a nivel mundial no son suficientes para sustentar un modelo de desarrollo global basado en los actuales patrones occidentales de vida, lo cual implica necesariamente que el mantenimiento del modo de vida occidental, así como de sus patrones de crecimiento económico, lleve consigo el subdesarrollo y la dependencia de los países de la periferia del sistema. Como no parece probable (ni posible) que los países occidentales desarrollados vayan a variar su modelo de desarrollo económico y productivo, la amenaza es evidente.
Subdesarrollo porque es imposible que todos los países puedan tomar el camino del desarrollo marcado por la sociedad occidental capitalista, ya que no existen para ello los recursos suficientes a nivel mundial, así que sólo un número limitado de países puede aspirar realmente tener tal modelo de crecimiento económico. Obviamente, los países que a día de hoy ya poseen exitosamente este modelo de crecimiento no van a permitir que nuevos países se suban al carro del desarrollo occidental, pues eso implicaría una lucha directa por los recursos. Como en ese famoso juego infantil, hay pocas sillas donde sentarse y muchos niños compitiendo por ellas. Así que los que ya están cómodamente sentado en sus sillas, ¿alguien cree realmente que van a permitir que otros ocupen su lugar para que finalmente sean ellos los que se puedan quedar sin silla?
Si añadimos a lo anterior que son estos países quienes tienen el control total y absoluto del funcionamiento a nivel internacional de los principales mercados, ¿qué expectativas reales de crecimiento y desarrollo pueden tener aquellos países que a día de hoy se encuentran fuera de las sillas? El subdesarrollo está garantizado. Es una mera cuestión de lógica económica, amén del más elemental sentido común.
Dependencia además porque, evidentemente, planeta sólo tenemos uno. Si ya en la actualidad sabemos que el 20% de la población mundial, concentrada en los países desarrollados, consume el 80% del total de los recursos naturales y tales recursos provienen de todos los rincones del mundo, los recursos concentrados en aquellos países que no se encuentran dentro de ese 20% de la población mundial no tienen más remedio que estar siendo puestos al servicio de aquellos que están siendo sus actuales consumidores.
Ergo, si el modelo de desarrollo occidental, en el cual viven ese 20% de la población mundial, no puede ser extrapolado al total de los países existentes, pues, como se ha dicho, no existen recursos suficientes para ello; de igual modo que los países desarrollados no pueden permitir el desarrollo real de los países empobrecidos, pues ello supondría entrar en competencia directa con estos países por los limitados recursos existentes, tampoco pueden permitir que aquellos recursos generados en estos países empobrecidos pasen a contribuir al desarrollo endógeno de sus propias economías, pues tales recursos les son necesarios a los países desarrollados, como condición sine qua non, para continuar con su propio crecimiento, que de otra manera no podría seguir delante de la manera en que lo hace en la actualidad.
En demostración de estas tesis, Carlos Fernández Liria, profesor de Filosofía de la Universidad Complutense, escribía un artículo para el diario español “Público” titulado “¿Quién cabe en el mundo?” (Fernández Liria, 2008). En él, el profesor español comenta un estudio de Mathis Wackernagel, investigador del Global Footprint Network (California). Un estudio que lleva por nombre “El mundo suspende en desarrollo sostenible” y que ciertamente presenta unos resultados bastante significativos:
“La cosa es bien sencilla. El eje vertical representa el Índice de Desarrollo Humano (IDH), elaborado por Naciones Unidas para medir las condiciones de vida de los ciudadanos tomando como indicadores la esperanza de vida al nacer, el nivel educativo y el PIB per cápita. El Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) considera el IDH “alto” cuando es igual o superior a 0’8, estableciendo que, en caso contrario, los países no están “suficientemente desarrollados”. En el eje horizontal se mide la cantidad de planetas Tierra que sería preciso utilizar en el caso de que se generalizara a todo el mundo el nivel de consumo de un país dado. Wackernagel y su equipo hicieron los cálculos para 93 países entre 1975 y 2003. Los resultados son estremecedores y sorprendentes. Si, por ejemplo, se llegara a generalizar el estilo de vida de Burundi, nos sobraría aún más de la mitad del planeta. Pero Burundi está muy por debajo del nivel satisfactorio de desarrollo (0’3 de IDH). En cambio, Reino Unido, por ejemplo, tiene un excelente IDH. El problema es que, para conseguirlo, necesita consumir tantos recursos que, si su estilo de vida se generalizase, nos harían falta tres planetas Tierra. EEUU tiene también buena nota en desarrollo humano; pero su “huella ecológica” es tal que harían falta más de cinco planetas para generalizar su estilo de vida. Repasando el resto de los 93 países, se comprende que hay motivos para que el trabajo de Wackernagel se titule El mundo suspende en desarrollo sostenible. Como no hay más que un planeta Tierra, es obvio que sólo los países que se sitúen en el área coloreada de la gráfica (por encima de un 0’8 en IDH, sin sobrepasar el número 1 de planetas disponibles) tienen un desarrollo sostenible. Sólo los países comprendidos en esa área serían un modelo político a imitar, al menos para aquellos políticos que quieran conservar el mundo a medio plazo o que no estén dispuestos a defender su derecho (¿quizás racial, divino o histórico?) a vivir indefinidamente muy por encima del resto del mundo. Ahora bien, ocurre que el área en cuestión está prácticamente vacía. Hay un solo país en el mundo que -por ahora al menos- tiene un desarrollo aceptable y sostenible a la vez: Cuba” (Fernández Liria, 2008).
Los resultados de tal estudio entonces, a mi juicio, no pueden ser más esclarecedores: ese es, ni más ni menos, el mundo en que vivimos. Un mundo dominado por una serie de potencias centrales que se llenan la boca hablando de democracia y de libertad, de progreso y de desarrollo, pero que tras tal discurso no hacen sino ocultar la única y verdadera realidad que nos asola: que el desarrollo de los países de la periferia no podrá hacerse jamás si no es costa de acaparar parte del desarrollo de los países del centro, de igual modo que el desarrollo de los países del centro no se podría llevar a cabo si no es a costa de contribuir al subdesarrollo de los países de la periferia. Son, guste o no, las dos caras de una misma moneda. El Planeta no es capaz de soportar el desarrollo de todos a un mismo tiempo, no al menos desde una perspectiva consumista-capitalista, tal cual quieren imponer al mundo los países desarrollados.
Los países capitalistas desarrollados no pueden dar marcha atrás a su modelo productivo
Por otro lado, el modelo consumista que fundamenta la economía de los países desarrollados, además de, como se puede ver, ser un modelo potencialmente insostenible a largo plazo, es un modelo intrínsecamente injusto y causante de pobreza y desigualdades a nivel internacional.
Como bien afirma la ONU en un conocido informe sobre desigualdades sociales (ONU, 2005) “es profundamente alarmante que, en un mundo en que se han alcanzado niveles sin precedentes de riqueza, conocimientos técnicos y saber científico y médico, sean los más vulnerables de la sociedad los que sistemáticamente salgan perdiendo en los períodos de expansión económica. Una de las consecuencias más visibles de la globalización es el acceso a nuevos tipos de riqueza, que tiende a aumentar la desigualdad. La globalización ha contribuido a acentuar las tendencias que hacen que el 20% más rico del planeta realice el 86% del consumo privado y el 20% más pobre apenas supere el 1%. Si no se procura lograr un giro de la política económica para ayudar a los que se han quedado atrás, es dudoso que se pueda avanzar hacia la reducción de la pobreza”.
Lo que tal vez no se haya querido reconocer de manera explícita en este informe de la ONU es que tal giro a la política económica es totalmente imposible desde la perspectiva de los países desarrollados, pues ello no podría sino implicar un estancamiento en el crecimiento de sus respectivas economías y, por ende, un sinfín de problemas en el ámbito de la denominada “economía real” que afectaría de manera directa sobre la ciudadanía de estos países, abriendo de par en par la puerta a todo tipo de revueltas sociales y levantamientos públicos en contra del modelo económico y social imperante.
La propia dinámica en la que se han venido moviendo las economías de los países desarrollados en las últimas décadas hacen que el simple hecho de paralizar el crecimiento económico del país durante un periodo de tiempo prolongado, pueda acabar con sus respectivos países al borde la bancarrota, sino completamente en ella.
El capitalismo, en su afán de producir siempre más beneficios, necesita un crecimiento constante. Esto es así, pues buena parte de la riqueza que circula por los mercados monetarios y financieros de estas naciones desarrolladas no es más que economía virtual, sin respaldo alguno en la base productiva de la sociedad. La desproporción existente entre la riqueza financiera y monetaria que circula por los mercados internacionales y la riqueza realmente existente vinculada a la base productiva del mundo es tal, que únicamente manteniendo al alza un crecimiento constante durante periodos de tiempo prolongados se puede mantener igualmente al alza el valor de tal economía virtual. No queda otra salida para ellos.
En el momento en que la economía de los países desarrollados que sustentan el funcionamiento de esta economía virtual se viniera abajo por un periodo prolongado de tiempo, tal riqueza tendería a ir inevitablemente hacia su valor real, que, como riqueza virtual que es, es cero. Los países desarrollados, por tanto, se ven abocados sin remedio a la necesidad de mantener un crecimiento económico constante. Todo el sistema capitalista se ha acabado por convertir así en una burbuja de gigantescas proporciones, una burbuja que necesita de un constante crecimiento en el PIB de las economías desarrolladas para no venirse debajo de manera catastrófica.
Esta dinámica se comenzó a desarrollar con más fuerza que nunca a partir de 1980. “La gran transformación de los años ochenta se manifiesta también por la distancia creciente que separa la tasa de beneficio (que aumenta) de la tasa de acumulación (que baja). Expresado de forma simple: desde 1980, una porción creciente de los beneficios no se invierte en la producción sino que es absorbida por los capitalistas o es desviada hacia la esfera financiera de acuerdo con un comportamiento rentista” (Toussaint, 2009). El economista egipcio Samir Amin nos aporta cifras para este desfase entre economía real y economía virtual-financiera: “el volumen de las transacciones financieras es del orden de dos mil trillones de dólares cuando la base productiva, el PIB mundial sólo es de unos 44 trillones de dólares” (Amin, 2008). Es decir, ni más ni menos que una desproporción de casi un 98%-2%.
Así, pues, no es de extrañar que, tal y como publicaba en Marzo de 2009 el digital neoliberal español “Libertad Digital”, citando fuentes de la consultora Blackstone Group, la actual crisis económica hubiese destruido ya en ese momento un 45% de la riqueza mundial existente antes del comienzo de la misma (Libertad Digital, 2009).
En realidad, no es que la riqueza mundial se haya evaporado por arte de magia, o se haya destruido como se puede destruir un bien tangible a golpe de martillazos, simplemente es que con la recesión económica a la que se han visto sometidos los principales países desarrollados, generada por la crisis financiera internacional, buena parte de esa riqueza virtual que circulaba por los mercados financieros internacionales ha acabado teniendo el valor que en realidad siempre tuvo: nada.
Con la paralización de la economía mundial, parte de la riqueza generada mediante los fenómenos especulativos desaparece, lo que a su vez contribuye a reforzar la paralización de la economía productiva a nivel internacional. De ahí la extrema gravedad de la crisis en curso. No basta entonces, como bien afirma Amin (2008), “con llamar la atención sobre la debacle financiera. Detrás de ella se esboza una crisis de la economía real, ya que la actual deriva financiera misma va a asfixiar el desarrollo de la base productiva. (…) Detrás de esta crisis se perfila a su vez la verdadera crisis estructural sistémica del capitalismo. La continuación del modelo de desarrollo de la economía real, tal y como lo venimos conociendo, así como el del consumo que le va emparejado, se ha vuelto, por primera vez en la historia, una verdadera amenaza para el porvenir de la humanidad y del planeta.”
La necesidad de un crecimiento continuado propia del capitalismo amenaza ya hoy a seres humanos y a la madre Tierra, cada vez más castigada ecológicamente por los excesos del sistema productivo. No es de extrañar entonces que algunos importantes economistas estén apostando ya claramente por incorporar la variable ecológica a las mediciones sobre crecimiento económico que se lleven a cabo en los diferentes países del mundo: “toda buena medición de lo bien que nos está yendo también debe tener en cuenta la sustentabilidad. De la misma manera que una empresa necesita medir la depreciación de su capital, también nuestras cuentas nacionales deben reflejar la sobreexplotación de los recursos naturales y la degradación de nuestro medio ambiente” (Stiglitz, 2009).
La cuestión, a la vista del resultado del estudio analizado por el señor Fernádez Lidia en su artículo en Público, sería saber si alguno de los países desarrollados podría obtener realmente un resultado positivo en sus índices de crecimiento de ser aplicado realmente un modelo de medición del crecimiento como el que nos plantea Stiglitz. La respuesta es, como mínimo, dudosa.
Hambre y escasez de alimentos: la selección “natural” del capitalismo
Como se ve, algunos economistas empiezan a tener cada vez más presente el hecho de que los impactos del deterioro ecológico tendrán una grave repercusión, antes o después, en la economía mundial. De ahí que se hable de “crisis ecológica” en términos económicos y no simplemente desde un análisis puramente medioambiental, que obviamente también existe y está siendo realizado científicamente por prestigiosos investigadores del mundo entero.
Una de las principales preocupaciones que asoman a este respecto, tiene que ver con el impacto que los efectos del cambio climático puedan tener sobre el rendimiento de la agricultura, dado que la alteración en la disponibilidad de agua, tierra, biodiversidad y servicios eco-sistémicos terrestres, puede generar a medio plazo incertidumbre para con el devenir de la cadena alimenticia en su conjunto. Según la FAO, el fenómeno del cambio climático tendrá implicaciones sobre la seguridad alimentaria mundial y podría afectar seriamente a la disponibilidad de alimentos para los 9.000 millones de personas que se prevén para el año 2050 (Social Watch, 2008). He aquí uno de los aspectos más destacables también de la mencionada “crisis alimenticia”. Además, simultáneamente al desarrollo cada vez más plausible de esta amenaza, los precios de los productos alimenticios básicos se han disparado en los últimos años, a consecuencia, entre otras causas, y como se ha dicho antes, de la especulación en los mercados internacionales de alimentos.
Desde marzo de 2007 hasta mayo de 2008, el valor de los productos lácteos subió un 80%, el de la soja un 87%, y el trigo, un 130% (FAO, 2009). En junio de 2008, los precios de los alimentos básicos en los mercados internacionales alcanzaron sus niveles más altos de los últimos 30 años, y amenazaron así la seguridad alimentaria de la población pobre en todo el mundo. En 2007 y 2008, debido principalmente a estos precios altos, otros 115 millones de personas fueron empujadas al hambre crónica (FAO, 2009). El Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola estima que por cada aumento de un 1% del coste de los alimentos de base, 16 millones de personas se ven sumergidas en la inseguridad alimentaria. Entre principios de 2003 y mediados de 2008, los precios de los alimentos comercializados internacionalmente aumentó un 138% (BM, 2008). En consecuencia, más de 1.000 millones de personas padecían hambre crónica a finales de 2009, según datos del nada sospechoso de izquierdista Banco Mundial (BM, 2009). Esto se traduce en una cifra escalofriante: cada 24 horas mueren de hambre 100.000 personas en el mundo, 30.000 de ellas niños menores de 5 años de edad (Social Watch, 2008).
La seguridad alimenticia de los países en desarrollo se ha visto condicionada igualmente por el fortísimo crecimiento que ha sufrido la producción de biocombustibles en los últimos años, lo cual ha provocado que las discusiones sobre los usos e impactos ecológicos y sociales de los biocombustibles hayan tomado una dimensión hasta el momento desconocida.
En los últimos años, una parte de la producción alimentaria cada vez mayor (caña de azúcar, girasol, colza, trigo, remolacha) se está destinando a la producción de agrocarburantes, más rentables para la gran agroindustria de la exportación que destinarlos a alimentos para los seres humanos. La producción de biocarburantes comporta una nueva demanda para la agricultura, compitiendo por los mismos recursos con la producción de alimentos (Garrido et al, 2009). Diversos estudios asocian a la producción de agrocarburantes entre un 30-75% de la responsabilidad en el aumento de precios producido en los cereales y oleaginosas en el primer semestre del año 2008 (Ortega y Cañellas, 2009).
Según François Houtart (2009) “El impacto de los agro-carburantes sobre la crisis alimentaria ha sido comprobado. No solamente su producción entra en conflicto con la producción de alimentos, en un mundo donde, según la FAO, más de mil millones de personas sufren de hambre, sino que también ha sido un elemento importante de la especulación sobre la producción alimentaria de los años 2007 y 2008. Un informe del Banco Mundial afirma que en dos años, 85 por ciento del aumento de los precios de los alimentos que precipitó a más de 100 millones de personas por debajo de la línea de pobreza (lo que significa hambre), fue provocado por el desarrollo de la agro-energía. Por esta razón, Jean Ziegler, durante su mandato de Relator Especial de Naciones Unidas por el Derecho a la Alimentación, calificó los agrocarburantes de crimen contra la humanidad y su sucesor, el belga Olivier De Schutter ha pedido una moratoria de cinco años para su producción”.
En el año 2007, se usaron para la producción de biocombustibles líquidos 268 millones de toneladas de caña de azúcar (equivalentes a 38,5 millones de toneladas de azúcar), 80 millones de toneladas de cereales y 13 millones de toneladas de aceites vegetales (Ortega y Cañellas, 2009), mientras el hambre en el mundo, como se ha visto, no ha hecho sino aumentar precisamente a consecuencia de la vertiginosa subida en el precio de los alimentos básicos, siendo los cereales (productos elementales en la dieta básica de gran parte de la población más pobre en los países en desarrollo) en gran medida los principales responsables de este fenómeno.
Paradójicamente, a modo de justificación de esta escabechina, los defensores del incremento en la producción de agrocarburantes han esgrimido argumentos de tipo ecológico-energético, tanto por la supuesta limpieza ambiental de estos combustibles, como por la necesidad de buscar alternativas al agotamiento previsto a medio plazo de los combustibles fósiles.
Como siempre, en un proyecto capitalista, impulsado no por casualidad en medio de una dinámica neoliberal generalizada, se ignora lo que los economistas llaman las externalidades, es decir, lo que no entra dentro del cálculo del mercado, para el caso que nos preocupa, los daños ecológicos y sociales. “Para contribuir con un porcentaje entre 25 a 30 por ciento de la demanda, a la solución de la crisis energética, se tendrá que utilizar centenas de millones de hectáreas de tierras cultivables para la producción de agroenergía en su mayor parte en el Sur, ya que el Norte no dispone suficientemente de superficie cultivable” (Houtart, 2009). A este respecto, el mayor riesgo ambiental vendría de la puesta en cultivo de superficies de alto valor para la biodiversidad (principalmente bosques tropicales) o que constituyen sumideros de carbono (como las turberas), o bien por el incremento de la erosión por roturación de bosques o pastos permanentes (Garrido et al, 2009).
Por supuesto, como es de esperar según la lógica economicista que rige la época neoliberal que nos ha tocado vivir, “el precio de estas externalidades no será pagado por el capital sino por la comunidad y por los individuos” (Houtart, 2009).
Para colmo, existen también abundantes informes que cuestionan la eficiencia energética de los biocarburantes (Garrido et al, 2009). La gente se puede morir de hambre a consecuencia de una supuesta búsqueda de un determinado producto que sirva para contribuir al desarrollo de energías limpias que ayuden a contaminar menos el planeta, aunque tal producto ni siquiera ha demostrado su eficiencia al respecto. Lo que sí ha demostrado, eso sin duda, es ser un buen negocio que entrega pingues beneficios tanto a los grandes productores como a especuladores financieros, que en realidad es lo único que importa desde el punto de vista de la estrategia neoliberal que nos ha invadido por doquier. A los pobres del mundo, a los parias de la Tierra, a los hambrientos del Planeta, que les den por donde la espalda pierde su nombre. Es la selección “natural” del capitalismo.
Conclusión
Esta triple crisis, financiera, energética, alimentaria, ha explotado, por tanto, en medio de la utopía neoliberal, llevándosela consigo. Los países empobrecidos, como siempre, están siendo los más perjudicados. Tras décadas de seguir a pies juntillas los dictámenes neoliberales marcados por las instituciones financieras internacionales, no sólo no habían conseguido salir de su situación de subdesarrollo y pobreza, sino que, en muchos casos, la habían emporado ya incluso antes de la llegada de la crisis actual, y en aquellos otros casos donde se hubieran podido producir algunos avances, la crisis se los ha llevado por delante.
Las políticas neoliberales, pensadas para profundizar en el ajuste de las economías de la periferia en el sistema económico global, no hicieron sino profundizar en la situación de dependencia que las economías de estos países tenían en relación con las economías de los países desarrollados, aumentando por tanto el grado de vulnerabilidad al que estas economías se podrían ver expuestas en caso de que las economías centrales, como así ha sido, entraran en crisis. Ahora son los pueblos de aquí y de allá quienes están tristemente sufriendo las consecuencias, más allá de todas las que ya habían debido sufrir con anterioridad a la llegada de la crisis, que no son pocas, y especialmente las están sufriendo los pueblos de aquellos países de situados en la periferia del sistema capitalista internacional.
Podemos decir entonces, sin miedo a equivocarnos, que la crisis actual es la demostración más evidente del fracaso del neoliberalismo a nivel mundial, sobre todo si lo analizamos desde la perspectiva de las políticas neoliberales como impulsoras del desarrollo en los países empobrecidos de la periferia del sistema, aunque también como propulsoras de una globalización equitativa y una modelo de desarrollo sostenible desde un punto de vista ecológico y alimenticio.
Lamentablemente, los efectos negativos de estas políticas de desarrollo económico y productivo impuestas por el occidente desarrollado al mundo entero, parecen que no han hecho más que comenzar. Las amenazas son cada vez más patentes y evidentes tanto desde el aspecto económico, como desde las perspectivas ambientales y alimenticias.
Es la globalización de los riesgos globales. Unos pocos millones de personas se han beneficiado a gran escala de las políticas neoliberales, pero serán miles de millones quienes tendrán que sufrir las inevitables consecuencias negativas que están por llegar, más allá de las muchas que ya han tenido que sufrir hasta el momento. Que Dios nos coja confesados.
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