Por: Javier Buenrostro
Desde que Montesquieu regresó de un viaje a Inglaterra para escribir su ‘Espíritu de las leyes’ (1748), quedó plasmada de una mejor manera la idea de un sistema político en el que debía existir la división de poderes (legislativo, ejecutivo, judicial), como un sistema de contrapesos. Sin embargo, hay distintos factores que afectan esta correlación. En el sistema presidencialista, como es el mexicano y el de la mayoría de los países de Latinoamérica, el poder ejecutivo siempre ha tenido preeminencia en la vida política, relegando a los otros dos poderes.
En el caso del poder legislativo, en México los congresistas no han sido más que la comparsa del presidente. Se alineaban a su voluntad y todos los temas que tenían que salir por el Congreso eran mero trámite. Al menos hasta que el Partido Revolucionario Institucional (PRI) perdió la mayoría absoluta, en 1997, y se dio paso a procesos deliberativos más complejos y reales. Aun así, el cambio ha sido lento debido a la escasa costumbre de tener discusiones de nivel y erigirse como un poder independiente. La tarea de los congresistas es dejar de ser ‘levantadedos’ a favor o en contra (se dan por igual) de las iniciativas presidenciales y tener vida propia. Por qué los “sospechosos” ingresos de un ministro de la Corte sacuden la política de México?
El poder judicial, por su parte, ha tenido una historia diferente, aunque paralela. En el periodo posrevolucionario, a partir del gobierno de Miguel Alemán (1946-1952), el presidencialismo de los abogados encontró una forma de darle la vuelta a la Constitución. El juicio de amparo y los Tribunales Colegiados de Circuito jugaron a favor de los terratenientes, que se hicieron de certificados de inafectabilidad al por mayor, en torno a la cuestión agraria y la propiedad ejidal. La política de tenencia de la tierra implementada por el cardenismo (1934-1940) fue revertida por el gobierno de Alemán sin modificar la Constitución, pero con la ayuda del poder judicial en su conjunto y con la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) avalando los abusos. Los jueces ratificaron sentencia tras sentencia, demostrando que estaban al mejor postor y podían torcer la ley para beneficiar a los amigos del alemanismo.
No es de extrañar que a partir de entonces la ley se convirtió en algo muy moldeable y subjetivo. Los jueces, hombres de avanzada edad y conservadores por definición, eran la coartada perfecta para el presidencialismo mexicano y el poder de turno. Poco mediáticos y escondidos en la careta de la técnica, un puñado de individuos elegidos por el presidente y ratificados por un Congreso cómplice ocuparon puestos de poder por grandes periodos de tiempo. Si el presidente era un monarca sexenal, los jueces eran sus guardaespaldas transexenales, ya que su periodo de ejercicio se extiende hasta los 15 años.
Alexandre Meneghini / Reuters
Tampoco extraña que la corrupción, que se convirtió en moneda corriente en los años subsecuentes, encontrara en el poder judicial un lugar perfecto para anidarse. El amparo se convirtió en un recurso legal para que mucha gente adinerada no pisara la cárcel, a pesar de las pruebas en contra que pudiera haber. Ministerio Público, jueces de distrito y hasta ministros de la Suprema Corte fueron parte de la corrupción que floreció en México por tantos años. Peor aún, fueron juez y parte, por lo que la corrupción fue dejando una estela muy clara de impunidad, gracias a un sistema de impartición de justicia bastante podrido en sus entrañas.
Un tema tan viejo y que ha estado expuesto por tantos años a los ojos de todos, ha vuelto a tomar notoriedad en México esta semana por tres casos, desconectados entre sí pero que se encuentran unidos por todo lo descrito en las líneas anteriores. A principios de semana, Arturo Zaldívar, presidente de la SCJN y cabeza del Poder Judicial de la Federación (PJF), reconocía en una entrevista que en este poder existe una gran corrupción y nepotismo, y que incluso se puede reconocer en distintos circuitos la mano del crimen organizado. Enriquecimiento sospechoso, colusiones de jueces con grupos de abogados, magistrados que favorecen a ciertos clientes y un largo etcétera han sido algunas de las conductas ilícitas que el presidente de la SCJN ha encontrado y señalado públicamente.
Otro caso que causó indignación es la suspensión provisional de la orden de aprehensión girada en contra de Emilio Lozoya, exdirector de Pemex y relacionado con los escándalos de Odebrecht. En toda esta trama, que ha provocado la caída de presidentes y expresidentes en toda Latinoamérica y hasta el suicidio del expresidente peruano Alan García, en México todavía no se conocen culpables, en gran medida por el comportamiento del sistema judicial. Luz María Tlapa, la juez que ordenó la suspensión de la orden contra Lozoya, ha otorgado en el pasado amparos, lo mismo al narcotraficante Chapo Guzmán para no ser extraditado a Estados Unidos que al dueño de Ficrea, una financiera popular que, con el aval del gobierno, defraudó a casi 7.000 personas por miles de millones pesos. ¿Cómo alguien con tan dudosos antecedentes, y por tanto tiempo, no es destituido o investigado? Expresiones de la impartición de justicia mexicana.
El tercer asunto que ocupó las páginas de los diarios nacionales involucra a Eduardo Medina Mora, ministro en funciones de la SCJN. Según la versión del periodista Salvador García Soto, tanto la británica Agencia Nacional del Crimen (NCA) como el Departamento del Tesoro estadounidense emitieron alertas y solicitaron información por “actividad sospechosa” en las cuentas del ministro. Entre 2016 y 2018 transfirió, a través de HSBC, alrededor de tres millones de dólares al Reino Unido y más de dos millones a Estados Unidos. A pesar del alto salario que percibe como ministro (alrededor de 25.000 dólares mensuales), sus ingresos no justifican estas transacciones. Y aunque el ministro ya mencionó que es accionista de una empresa, nada de eso aparece en sus declaraciones fiscales, por lo que el caso ya se encuentra en la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF) y en la Fiscalía General de la República (FGR), aunque la presunción de su inocencia debería mantenerse hasta que se demuestre lo contrario.
Estos tres casos en una semana son el botón de muestra de la actualidad del poder judicial mexicano, el contrapeso al ejecutivo que muchos solicitan. Por supuesto que más casos de escándalos de corrupción existen, pero para comentarlos no necesitaríamos una columna sino una enciclopedia. Es claro que antes de convertirse en un contrapeso real y efectivo, todo el sistema judicial mexicano necesita primero una profunda limpieza, que se sacuda toda la corrupción que hay en sus entrañas, desde los más modestos agentes del Ministerio Público hasta los más connotados jueces y magistrados. Más en tiempos en que la judicialización de la política es una amenaza latente, como lo mostró el caso de Brasil.
Para ser un agente transformador y un contrapeso real, el poder judicial debe iniciar consigo mismo, de lo contrario está destinado al fracaso y a la desconfianza de la sociedad mexicana, que conoce de primera mano todo su historial de abusos y corruptelas.
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