¿Hay progreso en la historia humana? La respuesta depende de qué entendamos por progreso. La tendencia casi inmediata en nuestra cotidianeidad marcada por un sesgo economicista es concebirlo como “mejoramiento”, como “superación”, de suyo ligado al ámbito material. En general, sin embargo, esta reflexión no nos la planteamos en términos subjetivos: ¿se progresa espiritualmente?, ¿hay progreso cultural? La ética, ¿progresa? ¿Se mejora la calidad de lo humano?
Observada la historia en su faceta material, desde el hombre de las cavernas hasta nuestros días, es más que obvio que se ha registrado progreso, un progreso enorme, monumental. Al menos en lo técnico. La duda se abre en el otro ámbito, en lo más propiamente humano: ¿ha habido progreso en este sentido?
La pregunta puede ser capciosa: ¿en qué sentido estamos “mejor” moralmente hablando: ahora o en la época de los faraones? ¿Se goza más ahora que hace cuatro mil años? ¿Nos respetamos más ahora? ¿Es mejor buscar el respeto entre todos como se pretende en la actualidad, o es mejor el derecho de pernada, un régimen aristocrático o un sistema de castas? Aunque en principio parezca absurdo plantearse estas cosas, su elucidación puede conducirnos a un verdadero progreso, genuino y sostenible para la totalidad de seres humanos, sin discriminaciones.
En principio podríamos estar tentados de decir que, aunque muy lentamente, la humanidad va progresando en términos éticos. Hoy, distintamente a la antigüedad clásica de tantos pueblos, ya no se practican sacrificios humanos; hoy contamos con leyes que protegen, cada vez más, la vida y su calidad. Se legisla el aborto y la eutanasia. Hoy la tendencia es buscar repartir los beneficios del progreso material entre todos, y no reservarlos para la familia real, el sacerdote supremo o el brujo de la tribu. El machismo, aunque aún se practica día a día, comienza a ser puesto en la picota. Y otro tanto sucede con el racismo, aunque como práctica social concreta siga existiendo. Todo lo cual, entonces, nos puede hacer llegar a la conclusión que, sin dudas, hay progreso social.
Arribados a este punto, es necesario puntualizar un par de consideraciones fuertes, que sin dudas no pueden agotarse en este pequeño trabajo, y que llaman a su profundización: por un lado es siempre muy relativo (¿precario quizá?, siempre en condiciones de retroceder) el “avance” que se da en la condición humana, en su esfera ética. Los “progresos” espirituales son de una naturaleza radicalmente diversa a aquellos otros del orden material. Podemos estar absolutamente seguros que no volveremos –siguiendo un presunto camino evolutivo del progreso técnico– a las cavernas y a las hachas neolíticas; pero no podemos estar tan seguros que se ha afianzado de una vez y para siempre la cultura de la no violencia, la tolerancia y la convivencia pacífica entre todos los seres humanos. Una rápida mirada a la coyuntura mundial nos lo recuerda de modo feroz.
¿Cómo explicar, si no, que en la Rusia post soviética, y en ese experimento tan singular que es la China socialista con economía de mercado, los otrora cuadros comunistas se tornen tan rápida y fácilmente despiadados capitalistas explotadores? Toda la fascinante tecnología que hemos desarrollado en milenios y nos llevó, entre otras cosas, a la energía atómica, no impidió que se lanzaran bombas nucleares sobre población civil no combatiente con una crueldad que puede empalidecer ante cualquier “primitiva” civilización del pasado. Esto, sólo por poner algún ejemplo. O para abundar algo en esta línea: la tecnología que permite el espectacular mundo moderno, con vehículos que surcan la faz del planeta a velocidades siempre crecientes, lleva al mismo tiempo a una catástrofe medioambiental de proporciones dantescas, ocasionada en muy buena medida por los motores que impulsan a esos vehículos. Progreso, valga decir, que nos va dejando paulatinamente sin agua dulce para continuar la vida. ¿Puede decirse seriamente que hay “progreso” social si un habitante término medio de un país ¿desarrollado? como Estados Unidos consume un promedio de 100 litros diarios de agua mientras que un habitante del África negra sólo tiene acceso a un litro? ¿Cuál es el “progreso” humano en que asienta ese monumental absurdo? Porque lo peor de todo es que a ese blanco término medio que riega su jardín 3 veces por semana y lava sin cesar sus varios vehículos, no le interesa la sed de un semejante africano; es más: ni siquiera está enterado de ello. La tecnología, definitivamente, no tiene la culpa de esta locura en juego. La lectura serena y objetiva del estado del mundo nos fuerza a reflexionar sobre todo esto: ¿avanzamos o retrocedemos en términos éticos?
El poder sigue siendo el eje que mueve las sociedades; poder que se articula con el afán de lucro, que no es sino la contracara de la idea de propiedad privada, todas ellas absolutas creaciones humanas.
Justamente como la sed de poder no se ha extinguido, el trágico disparate en curso en la actualidad, con los halcones fundamentalistas manejando la hiperpotencia mundial, nos puede llevar de nuevo a las cavernas y al período neolítico (la guerra nuclear generalizada, aunque ya no exista la Unión Soviética, no es una fantasía de ciencia ficción; sigue siendo una posibilidad y podría estar a la vuelta de la esquina). Y en tal caso no sería la “evolución” técnica la que nos devolvería a ese estadio sino –una vez más– nuestra dificultad para progresar en lo moral. Salvando las formas económicas, ¿es muy distinta en términos éticos una empresa petrolera o fabricante de armas de los Estados Unidos actual comparada con un faraón egipcio, por ejemplo? ¿Y qué diferencia en esencia a estas empresas “legales” de un cartel del narcotráfico? “Es delito robar un banco, pero más delito aún es fundarlo”, decía sarcásticamente Bertolt Brecht. Las guerras –cíclicas, obstinadamente repetitivas– nos recuerdan de manera dramática estos desgarrones de nuestra mortal y evanescente condición: progresa la técnica, pero lo ético sigue siendo la asignatura pendiente. Hablamos cada vez más de derechos humanos y de respeto a la vida, pero en las guerras se sigue premiando como héroe de la patria a quien más enemigos mate. ¿Cómo entender eso?
Más allá de esta primera consideración –de un talante pesimista seguramente– cabe un segundo comentario, no menos importante que el anterior, y con el cual se relaciona: aunque lento, tortuoso, plagado de dificultades, casi con valor de conclusión podemos decir entonces que efectivamente ha habido progreso social. Repitámoslo: hoy no se quema vivo a nadie por hereje; se pueden quemar libros, pero eso no es lo mismo. Hoy, aunque estamos aún lejísimos de alcanzarla, el tema de la justicia –económica, social, de género, étnica– es ya un patrimonio de la agenda de discusión de toda la humanidad; hoy ya no existe el derecho de pernada, en más de algún lugar no se penaliza la homosexualidad y las leyes –ya universalizadas– fijan prestaciones laborales (aunque el capitalismo salvaje de estos años recién pasados está intentando borrar esos avances sociales).
En esta línea de pensamiento se inscribe una cantidad, bastante grande por cierto, de temas referidos a lo socio-cultural, que son incuestionables avances, mejoras, progresos en lo humano. La lista podría ser extensa, pero a los fines de mencionar algunos de los puntos más relevantes, podríamos decir que ahí entran todos los pasos que conciernen a la dignificación humana. No con la misma intensidad en todos los rincones del planeta, pero en el transcurso de los últimos siglos, con la modernidad que trajo una visión científica de la realidad, los derechos humanos hicieron su entrada triunfal en la historia. Hoy por hoy son ya una conquista irrenunciable. Ya nadie puede matar por capricho a un esclavo, porque hoy ya se ha superado ese “primitivismo” de la esclavitud. Aunque hay que aclarar, no obstante, que la Organización Internacional del Trabajo ha denunciado que pese a nuestro “progreso” en materia laboral persisten cerca de 30 millones de trabajadores esclavizados en este inicio de milenio, en muchos casos produciendo las maravillas tecnológicas que se consumen alegremente en lugares donde la vida es alegre y próspera y nadie piensa en esclavos.
El siglo XX, luego de mostrar hasta dónde es posible llevar el hambre de poder de los humanos con la Segunda Guerra Mundial (tendencia de los varones, valga precisar, que son quienes realmente lo ejercen), dio como resultado el establecimiento de gestos muy importantes para asegurar esa dignidad de la que hablábamos arriba: se constituyó el sistema de Naciones Unidas y se fijó la Declaración Universal de Derechos Humanos. Pero la historia de estos últimos sesenta años mostró que, más allá de una buena intención, esas instancias no resolvieron definitivamente problemas históricos de las sociedades; ahora que vemos naufragar esos tibios intentos luego de las “guerras preventivas” que impulsa Washington (incluido el actual mandatario, curiosamente Premio Nobel de la Paz, quien nos tentaría llevar a decir que ahora “los negros tomaron el poder”, pero que, bien pensado, sabemos no es tan así), ahora, entonces, no podemos menos que afirmar que “estamos retrocediendo” en esos recientes avances. Esta, entonces, diría que es la segunda aseveración fuerte: si ha habido progreso en lo cultural, ahora lo estamos perdiendo. O, dicho de otro modo, hay una tensión perpetua en la que se avanza y retrocede en un balance siempre inestable.
Lo que en el curso de los últimos dos siglos fueron avances en la esfera social, desde la caída de la Unión Soviética (primer y más sostenido experimento socialista de la historia), han venido cayendo sistemáticamente. Hasta incluso en el mismo seno de las Naciones Unidas se perdieron conquistas laborales, aunque suene paradójico (en general el personal trabaja ahora por contratos puntuales, sin prestaciones laborales, precarizados). Si allí sucede eso, ya no digamos cuál es el grado de avasallamiento de los derechos de los trabajadores a escala global. Caído el muro de Berlín, el capital se siente dueño absoluto del mundo; en estos pocos años se han perdido conquistas sindicales históricas, se retrocedió en organización político-sindical, se desmovilizaron actitudes contestatarias; en otros términos: creció lo que podríamos llamar “la cultura light”, la sobrevivencia no crítica, el “amansamiento” colectivo. Es decir: se criminalizó la protesta como nunca antes. ¡Trabaje y no proteste, consuma y no piense!, pasó a ser la consigna universal.
Lo curioso, o complejo –¿trágico quizá?, ¿patético?– en todo este problemático y enmarañado ámbito del progreso humano es que mientras por un lado nos alejamos de los prejuicios más estereotipados y se comienzan a tolerar, por ejemplo, matrimonios homosexuales o que un afrodescendiente llegue al sillón presidencial en el racista país que hoy hace las veces de potencia principal, al mismo tiempo ese mismo país (no el presidente, claro, sino los que tienen el poder decisorio final: blancos multimillonarios que manejan corporaciones multinacionales) diseña planes geoestratégicos que irrespetan las nociones elementales de derechos humanos modernos, permitiéndose invadir cuando quieren y en nombre de lo que quieren. Sin dudas que todo esto es contradictorio, complejo, difícil de entender. Avanzamos y retrocedemos al mismo tiempo.
Con las estrategias imperiales en curso mantenidas por Washington se han perdido importantes avances en relación al respeto y al entendimiento entre seres humanos, aunque se haya dado el importante paso de permitirse superar un racismo histórico que llevó a linchar negros hasta hace apenas unos años. ¿Avanzamos o retrocedemos entonces? Quizá haya grupos de poder que ya están concibiendo –¿quizá implementando?– estrategias para instalarse en otros planetas, condenando a quienes se queden en esta maltrecha Tierra a sobrevivir como puedan… si es que pueden. Con lo que –una vez más– la edad de las cavernas y las hachas de piedra no se ven tan lejanas, metafórica y literalmente.
En definitiva, decidir en términos académicos, en nombre de alguna pureza semántica, si avanzamos o retrocedemos moralmente, puede ser intrascendente. Si miramos la historia de la especie humana, hay avances; pero eso si hacemos una mirada de muy largo alcance, de siglos, o de milenios. Lo importante es hacer algo para que las relaciones humanas sean menos oprobiosas aquí y ahora. Y en eso, sin dudas, queda muchísimo por hacer.
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