No es sorprendente que las instituciones financieras internacionales lo ponderen. El Banco Mundial ha hecho de la “buena gobernanza” un baluarte decisivo de su trabajo, al punto de afirmar que el “énfasis central puesto por el Grupo del Banco Mundial en la Gobernanza y las Medidas Anticorrupción (GAC, por sus siglas en inglés) se sigue de su mandato para reducir la pobreza: un estado capaz y responsable crea oportunidades para los pobres, suministra mejores servicios y mejora los resultados del desarrollo”.
Puesto que erosiona la confianza en el gobierno, la corrupción merece, desde luego, condena, y los funcionarios corruptos han de ser perseguidos resueltamente. La corrupción debilita también los vínculos morales de la sociedad civil en los que descansan las prácticas y los procesos democráticos. Pero, aunque la investigación sugiere que la corrupción guardia cierta relación con la pobreza, no es la causa principal de la pobreza y del estancamiento económico, diga lo que quiera la opinión común.
Los datos del Banco Mundial y de Transparency Intertantional muestran que Filipinas y China tienen el mismo nivel de corrupción; sin embargo, China creció a un 10,3% anual entre 1990 y 2000, mientras que las Filipinas crecieron sólo un 3,3%. Además, como muestra un reciente estudio de Shaomin Lee y Judy Wu, “China no está sola; hay otros países que tienen, simultáneamente, altos niveles de corrupción y una elevada tasa de crecimiento”.
Los límites de una narrativa hegemónica
La narrativa de la “corrupción-causante-de-pobreza” ha llegado a ser a tal punto hegemónica, que conseguido marginar los asuntos propiamente políticos del discurso político. Esa narrativa apela a la elite y a la clase media, que dominan la conformación de la opinión pública. Es también un lenguaje exento de riesgos, adecuado para la competición entre políticos profesionales. Los dirigentes políticos pueden acusarse mutuamente de corrupción a efectos electorales, sin necesidad de acudir a un desestabilizador discurso de clase.
Sin embargo, esa narrativa de la corrupción resulta cada vez menos atractiva para las clases pobres. A pesar de la corrupción que marcó su reinado, Joseph Estrada está en un respetable tercer puesto en la carrera presidencial filipina, con un sólido apoyo entre muchas comunidades urbanas pobres. Pero tal vez sea Tailandia el país en el que las clases bajas hayan rechazado más resueltamente el discurso de la corrupción, desplegado por las elites y las clases medias radicadas en Bangkok para echar a Thaksin Shinawatra de la presidencia del gobierno en 2006.
Mientras estuvo en el poder, Thaksin se sirvió sin rebozo de su cargo para ampliar su imperio empresarial. Pero las masas rurales y las clases bajas urbanas -la base de los llamados “camisas rojas”- han ignorado esa corrupción y luchan por devolver su coalición al poder. Recuerdan el período de Thaksin (2001-2006) como una edad de oro. Tailandia se recuperó de la crisis financiera asiática luego de que Thaksin se quitara de encima al FMI y de que el dirigente Thai promoviera políticas expansivas con dimensión redistributiva, y señaladamente: una asistencia sanitaria universal barata, una financiación del desarrollo local por valor de un millón de baths para cada ciudad y una moratoria en el servicio de las deudas contraídas por los campesinos. Esas políticas cambiaron a mejor sus vidas.
Los camisas rojas de Thaksin llevan probablemente razón en su implícito juicio de que las políticas pro-populares son más decisivas que la corrupción cuando de lo que se trata es de enfrentarse a la pobreza. En efecto: en Tailanda y en otros sitios, unos impecables tecnócratas han sido probablemente más responsables del incremento de la pobreza que los políticos más corruptos. El discurso de la “corrupción-causante-de-pobreza”, eso no ofrece duda, es popular entre las elites y las instituciones financieras internacionales, porque sirve de cortina de humo para ocultar las causas estructurales de la pobreza, así como las erradas decisiones políticas de los más transparentes tecnócratas, que llevan al estancamiento.
El caso filipino
El caso de las Filipinas desde 1986 ilustra la mayor capacidad explicativa de la narrativa de la “política-errada” respecto de la narrativa de la “corrupción-causante-de-pobreza”. De acuerdo con una narrativa a-histórica, la corrupción masiva habría sofocado las promesas de la república democrática post-Marcos. En cambio, la narrativa de la política equivocada localiza las causas clave del subdesarrollo y de la pobreza filipinos en acontecimientos y procesos de todo punto históricos.
El complejo de políticas que empujó a las Filipinas al abismo económico en los últimos 30 años puede reducirse a un palabro formidable: ajuste estructural. También responde la nombre de reestructuración neoliberal, y entraña la primacía de la devolución de la deuda, la gestión macroeconómica conservadora, unos gigantescos recortes del gasto público, la liberalización comercial y financiera, la privatización y la desregulación, así como la producción orientada a la exportación. El ajuste estructural llegó a las Filipinas por cortesía del Banco Mundial, el FMI y la Organización Mundial de Comercio (OMC), pero los tecnócratas y los economistas locales lo hicieron suyo, y difundieron la doctrina.
En lo personal, Corazón Aquino fue una mujer honrada -en realidad, el epítome de la incorruptibilidad-, y su contribución al restablecimiento de la democracia, indispensable. Pero su aceptación de la exigencia del FMI de dar a la devolución de la deuda primacía sobre el desarrollo trajo consigo una década de estancamiento y continuada pobreza. Los pagos de intereses en relación con el gasto público total pasaron de un 7% en 1980 a un 28% en 1994. Los gastos de capital, por otra parte, cayeron del 26% al 16%. Puesto que el Estado es el mayor inversor en las Filipinas -en realidad, en cualquier economía-, la radical retirada de los gastos de capital contribuye a explicar el promedio de crecimiento anual del PIB, estancado en un 1% en los 80 y en un 2,3% en la primera mitad de los 90.
En cambio, sus vecinos del sureste asiático ignoraron las recomendaciones del FMI. Pusieron límites al servicio de la deuda, y se libraron a grandes gastos públicos de capital en apoyo del crecimiento. No es sorprendente que crecieran al 6 y aun al 10 por ciento entre 1985 y 1995, atrayéndose inversiones masivas del Japón, mientras los filipinos apenas crecían, ganándose la reputación de sr un mercado deprimido, repelente para los inversores.
Cuando el sucesor de Aquino, Fidel Ramos, llegó al poder en 1992, el núcleo programático de sus tecnócratas era rebajar los aranceles a un 0,5% y buscar el ingreso de las Filipinas en la OMC y el área de libre comercio del sureste asiático (AFTA), unos movimientos pensados para hacer irreversible la liberalización comercial. Un incremento de las tasas de crecimiento en los primeros años de Ramos encendió algunas esperanzas, pero los brotes verdes fueron de corta vida. Otra política neoliberal, la liberalización financiera, destruyó esa incipiente promesa. La eliminación de los controles del comercio exterior y de las restricciones a la inversión especulativa atrajeron miles de millones de dólares entre 1993 y 1997. Pero eso significó también que, cuando cundió el pánico entre los inversores asiáticos extranjeros en verano de 1997, la propia falta de control de los movimientos de capitales facilitó la huida en estampida del país de miles de millones de dólares en unas cuantas semanas. Esa fuga de capitales empujó a la economía a la recesión y al estancamiento en los años siguientes.
La administración del presidente que le siguió, Joseph Estrada, no revirtió ese curso, y bajo la presidencia de Gloria Macapagal Arroyo, continuaron imperando las políticas neoliberales. En los años siguientes, el gobierno filipino puso por obra nuevas medidas de liberalización en el frente comercial, estableciendo acuerdos de libre comercio con Japón y China, a pesar de la clara evidencia de que la liberalización del comercio estaba destruyendo los dos pilares de la economía filipina: la industria y la agricultura. La liberalización comercial radical desestabilizaba gravemente al sector manufacturero filipino. Así, por ejemplo, el número de empresas textiles y del sector de la confección se redujo drásticamente, pasando de 200 en 1970 a 10 en los últimos años. Como admitió uno de los secretarios de finanzas de Arroyo, “la liberalización comercial se realiza de modo desigual, lo que va en desventaja nuestra”. Aun especulando con que los consumidores podrían haberse beneficiado de la liberalización arancelaria, reconocía que “ha matado a muchas industrias locales”.
En lo que hace ala agricultura, la liberalización del comercio agrícola del país, luego de su adhesión a la OMC en 1995, transformó a las Filipinas, una nación exportadora de alimentos, en una país importador de alimentos en el segundo lustro de los 90. Ese mismo año, el acuerdo de libre comercio con China (CAFTA), negociado por la administración Arroyo, entró en vigor, y la perspectiva de ver a las Filipinas invadidas por los baratos productos chinos arrebató a los campesinos filipinos toda esperanza en su supervivencia.
Durante el reinado de Arroyo, la gestión política macroeconómica orientada a la devolución de la deuda, que vino con el ajuste estructural, deprimió a la economía. Con un 20-25 por ciento del presupuesto nacional destinado al servicio de la deuda -a causa de la draconiana Ley de Créditos Automáticos-, las finanzas públicas se hallaban en un estado de déficit permanente y creciente, lo que la administración trató de resolver contrayendo ulteriores deudas. En realidad, la administración Arroyo contrató más créditos que las tres administraciones previas juntas.
Cuando el déficit adquirió proporciones gargantuescas, el gobierno se negó a declarar una moratoria en la devolución de la deuda, o a renegociar al menos los términos de su satisfacción, para hacerlos menos punitivos. Al propio tiempo, la administración no tuvo voluntad política bastante como para forzar a los ricos a cargar con la tarea de reducir el déficit aumentando los impuestos sobre sus ingresos y mejorando la recaudación fiscal. Bajo la presión del FMI, el gobierno pasó esa carga a los pobres y a la clase media, introduciendo un incrementado impuesto al valor añadido (IVA) de un 12% sobre todas las ventas. Los establecimientos comerciales pasaron ese impuesto a los consumidores pobres y de clase media, forzándoles a reducir su consumo. Lo cual, entonces, repercutió en los pequeños comerciantes y en los empresarios en forma de beneficios reducidos, induciendo a muchos a la quiebra.
La camisa de fuerza de la gestión macroeconómica conservadora, de la liberalización comercial y financiera, así como de una obediente política de devolución de deuda, impidió el crecimiento significativo de la economía. A resultas de lo cual, el porcentaje de población que vive en la miseria subió de un 30% a un 33% entre 2003 y 2006, de acuerdo con los datos del Banco Mundial. Hacia 2006, había más pobres en las Filipinas que en cualquier otra época de la historia del país.
Política y pobreza en el Tercer Mundo
La historia de las Filipinas resulta paradigmática. Muchos países de América Latina, África y Asia vieron discurrir procesos análogos. Desde la posición de ventaja que les daba la crisis de la deuda en el Tercer Mundo, el FMI y el Banco Mundial impusieron en los años 80 ajustes estructurales a más de 70 países en vías de desarrollo. Al ajuste de los 80 siguió la liberalización del comercio en los 90, cuando la OMC y, luego, los países ricos acosaron a los países en vías de desarrollo para firmar acuerdos de libre comercio.
A causa de esa liberalización del comercio, lo que los países en vías de desarrollo ganaron en los 60 y en los 70 en términos de crecimiento económico y de reducción de los niveles de pobreza desapareció en los 80 y en los 90. En prácticamente todas las economías que se sometieron a ajustes estructurales, la liberalización del comercio se llevó por delante enormes fajas industriales, y los países que disfrutaban de excedentes en el comercio agrícola se convirtieron en países deficitarios. A comienzos del milenio, el número de personas que viven en situación de extrema pobreza ha crecido globalmente en 28 millones respecto de la década anterior. El número de pobres subió en América Latina y en el Caribe, en la Europa central y oriental, en los Estados árabes y en el África subsahariana. La reducción del número de pobres en el mundo se dio primordialmente en China en los países del este asiático que rechazaron las políticas de ajuste estructural y la liberalización del comerció que las instituciones multilaterales y los tecnócratas neoliberales locales impusieron a otras economías en vías de desarrollo.
China y los países de nueva y acelerada industrialización del este y el sureste asiáticos, en donde ha tenido lugar el grueso de la reducción de la pobreza que se ha registrado en el mundo, estuvieron marcados por altos grados de corrupción. La diferencia decisiva entre sus logros y los de los países sujetos al ajuste estructural no fue la corrupción, sino la política económica.
A pesar de sus efectos malignos en la democracia y en la sociedad civil, la corrupción no es la causa principal de la pobreza. Las cruzadas “antipobreza y anti corrupción” que tanto seducen a las clases medias y al Banco Mundial no sirven para enfrentarse al desafío de la pobreza. Las malas políticas económicas son las que crean pobreza y la enquistan. A menos que -y hasta que no- revirtamos esas políticas de ajuste estructural, de liberalización del comercio y de gestión macroeconómica conservadora, no saldremos de la trampa de la pobreza.
Walden Bello es miembro del Parlamento Filipino, presidente de la Freedom from Debt Coalition y analista veterano en el Focus on the Global South, radicado en Bangkok. Es autor de The Food Wars.
Traducción para www.sinpermiso.info: Roc F. Nyerro
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