Los datos de participación en las manifestaciones del pasado sábado 15 de octubre son contundentes. A pesar del esfuerzo de ocultación llevado a cabo por medios de comunicación e instituciones, más de 1.000 ciudades a lo largo y ancho de los cinco continentes presenciaron ese día multitudinarias marchas a favor de un cambio global, entendido en términos de una mayor soberanía de la ciudadanía y los pueblos frente al poder de los bancos y las grandes corporaciones: millones de personas exigieron una democracia más amplia y de más alta calidad en lo que se refiere a la toma de decisiones, la representación, la vida económica y el reparto de la riqueza.
Las manifestaciones más grandes tuvieron lugar en Madrid (más de 500.000 manifestantes, cifra que asume también Europapress), México DF (500.000), Barcelona (350.000) y Roma (más de 200.000). Son cifras no “oficiales”, proporcionadas por los propios manifestantes, que hasta ahora han sido los únicos en haberse dignado a hacer una ponderación y, sobre todo, hacerla pública. Es difícil encontrar datos precisos sobre otras importantes ciudades, pero la protesta fue un éxito rotundo en lugares como Bruselas, Londres, Nueva York, Santiago de Chile, Ámsterdam, Dublín, Viena, Tokio, Seúl, Atenas, Tel Aviv, Jerusalén, etc. En el caso español, todas las capitales de provincia salieron a la calle, así como muchas otras localidades, siendo también muy importantes las movilizaciones que tuvieron lugar en Valencia (100.000) y Sevilla (50.000). La participación en las ciudades españolas fue particularmente significativa, tanto en términos absolutos como relativos. Y es que se trató de una convocatoria mundial, pero en España tuvo una especial importancia.
A pesar del aparente declive tras las movilizaciones del verano, el movimiento de los indignados ha resurgido con una fuerza tal que ha conseguido convocar las mayores manifestaciones desde que todo comenzó el 15 de mayo de este mismo año. Quizá dos de los factores más importantes a la hora de explicar el resurgir del movimiento sean, por un lado, la propia convocatoria internacional del 15october, que ha servido de acicate y respaldo a los movimientos locales, y, por otro lado, las movilizaciones de los profesores en defensa de la enseñanza pública, pues ésta ha sido, al igual que el movimiento de los indignados, una protesta que ha levantado enormes simpatías sociales, con gran seguimiento entre los afectados, y que ha organizado una de las huelgas sectoriales con más rotundo éxito de los últimos años. Aunque no se trata de lo mismo, la huelga de los profesores y las reivindicaciones del movimiento 15M convergen en un punto clave como es la defensa de los servicios públicos y del derecho al trabajo.
Pero sin duda y por encima de todo, lo que aún mantiene encendida la llama de la indignación es que sus demandas son sistemáticamente desatendidas, y no parece que ello vaya a cambiar en un futuro muy próximo. En resumidas cuentas, la indignación sigue viva y su movimiento, cada vez más fuerte, constituye a día de hoy el principal vector de protesta ante las desigualdades sociales y la carencia de una democracia de calidad. No existe hoy ningún otro sujeto político o social con la capacidad de sacar a tantas personas a la calle movilizándolas bajo un mismo propósito y, al mismo tiempo, generar tal consenso social entre las más amplias capas de la población. Quienes creyeron que la protesta terminaría tras conocerse los resultados electorales de los pasados comicios del 22 de mayo se equivocaron, y quienes pensaban que tras las vacaciones de agosto todo volvería a la normalidad han vuelto a meter la pata, y hasta el fondo.
¿Pero a qué se deben esa fuerza como agente contestatario y esa capacidad para generar simpatías? Más allá de las estrategias de acción colectiva inteligentemente elaboradas que utiliza el movimiento (repertorio no-violento, utilización de lenguaje inclusivo y no dogmático, metodología asamblearia, demandas unitarias, concretas y de mínimos, etc.), estamos en una época de transformación social y de metamorfosis de las formas de lucha. Al igual que los grandes sindicatos y partidos tradicionales se fraguaron a lo largo de décadas, puede que en estos momentos esté ocurriendo algo parecido con esta nueva forma de hacer política. No se trata de que sindicatos y partidos vayan a ser sustituidos por un movimiento amorfo, sino que ese movimiento es resultado y expresión de una nueva serie de demandas que, para bien o para mal, hoy no encuentran cabida, mecánicamente y de modo “natural”, en los sindicatos tradicionales y partidos al uso, y éstos, si quieren crecer y ejercer el necesario papel que les corresponde, deberían tomar nota, recoger esas demandas y saber adaptarse a ellas.
En las últimas décadas, nuevas formas de organización del trabajo y de distribución de la riqueza han generado una diferenciación y multiplicación creciente de sectores y subgrupos de la clase trabajadora que en ocasiones se engloban bajo la ambigua etiqueta de “precariedad”. Lo que es obvio y difícilmente discutible es que la sindicación de trabajadores es infinitamente menor, a veces hasta el punto de inexistente, en ciertos ámbitos laborales y que existe una correlación entre determinadas condiciones de trabajo y diferentes cuotas de sindicación: mayor temporalidad, menor edad, género femenino, nacionalidad extranjera y sector privado van correlacionados con una menor sindicación. Y viceversa: mayor contratación fija, mayor edad, género masculino, nacionalidad española y sector público se correlacionan con mayores niveles de sindicación. Pero correlación no implica causalidad, por lo que, desde la izquierda, sería erróneo e injusto atribuir los bajos niveles de sindicación a la mera pasividad de aquellos grupos que padecen condiciones laborales más precarias, mujeres, jóvenes o migrantes, por ejemplo, bajo el simple argumento de “como no te sindicas, así nos va”. Resulta muy difícil la integración y militancia en un sindicato cuando el trabajador sale y entra constantemente del mercado laboral, desconoce cuál va a ser su futuro próximo, carece de garantías legales o tiene que vivir en un presentismo permanente que imposibilita cualquier tipo de compromiso o proyecto a medio plazo. De hecho, ésta forma de organización flexible del trabajo es un tipo de tecnología de gestión ideada por la gerencia empresarial con el objetivo específico de reducir y evitar la negociación colectiva y la organización de los trabajadores, y ha tenido bastante éxito.
Otro tanto ocurre con la política y los partidos. Los grandes partidos de masas, creaciones históricas fundamentalmente de la izquierda, van perdiendo fuerza progresivamente con el advenimiento de las nuevas relaciones laborales flexibles, las deslocalizaciones y la pérdida del tejido productivo. La clase trabajadora se fragmenta e individualiza y lo mismo ocurre con sus referentes políticos: se pierde la lealtad por el partido de clase para buscar el político gestor y mediático, que cae bien, que parece capaz de dar soluciones eficaces, desideologizadas e individualizadas. Si a ello se le añade la demagogia y el descrédito de la política fomentado, paradójica pero sistemáticamente, desde las más altas esferas del poder para alejar al ciudadano de la toma de decisiones y convertirlo en un consumidor de política pasivo y cínico, es fácil comprender el cambio operado en la cultura política de las dos últimas generaciones.
Por supuesto, existen otras muchas causas que explican el actual estado en el que se encuentran las relaciones entre la ciudadanía y la población trabajadora, por un lado, y las organizaciones tradicionales de la izquierda, por otro: la aparición de nuevas problemáticas políticas como el deterioro medioambiental o las demandas de nuevas minorías, los errores y anacronismos deliberados de las propias organizaciones de izquierda, las instituciones internacionales, etc. Pero no conviene obviar los cambios estructurales producidos en el ámbito del trabajo pues es a esas nuevas realidades laborales a las que parece responder, mejor que nadie hasta ahora, el movimiento de los indignados. Y aunque, como es obvio, dicho movimiento no se compone exclusivamente de trabajadores, desde luego tiene mayor capacidad para movilizar a éstos últimos que ninguna organización sindical; también ha asumido como propia la defensa de las familias trabajadoras frente a los desahucios; ha sido, además, el único agente capaz de convocar a miles de trabajadores desempleados, dialogar con ellos y recoger sus demandas; y, por último, se ha planteado abiertamente y ha estudiado la posibilidad de convocar una huelga general. Esta última pretensión ha caído rápidamente en saco roto: parece que la idea no ha cuajado por diversas complicaciones legales y cuestiones de legitimidad, pues el derecho a la huelga es una prerrogativa única y exclusiva de los trabajadores y sus organizaciones, los sindicatos, conseguida a lo largo de años de lucha para protegerse frente a posibles maniobras de terceros (p.ej. huelgas convocadas por empresarios contra las organizaciones sindicales). Pero lo significativo es que miles de trabajadores conciban más fácilmente la organización de una huelga y de sus reivindicaciones a través de este movimiento que utilizando las organizaciones tradicionales.
Sea como sea, y con todas sus limitaciones, pasos en falso y altibajos, la actuación del movimiento de los indignados nos muestra una enorme fuerza, inteligencia y determinación colectiva, además de ser la principal vía de expresión de demandas por parte de sectores laborales y sociales hasta hace poco sin voz alguna. Quienes participamos de este movimiento no deberíamos permitir que toda esa potencia transformadora se disipe; debemos continuar extendiendo el movimiento, creando sinergias con otros movimientos y organizaciones, sin fetichismos por ninguna sigla o denominación, con voluntad de cooperación y consenso, abriendo debates y escuchando al otro. Al mismo tiempo, es necesario el concurso de la izquierda organizada, de alternativas electorales y sindicales que, con la vista puesta en la transformación de lo existente y no únicamente en la defensa numantina de los cada vez menos derechos que nos quedan, planteen una nueva forma de hacer política y materialicen todas esas demandas en políticas reales. Es lo que se pide a gritos en las calles: más democracia, en el sentido fuerte de la palabra, no en el procedimental, más igualdad social, más participación y más poder para las mayorías frente a las elites.
Hay que seguir adelante. Sin prisas, pero sin pausas. Midiendo las fuerzas, pero sin dejar de ejercitarlas. Abandonando cualquier tipo de prejuicio o dogmatismo ideológico y doctrinario. Es tremendamente simple decirlo y tremendamente complejo realizarlo, pero si realmente lo queremos todo y lo queremos ahora, no parece que nos vayan a servir otras vías, ni que sea posible una vuelta atrás.
Antonio Márquez de Alcalá es militante de IU y miembro de la Fundación CEPS
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