En 1999, cuando se contaba este chiste en los medios intelectuales, Túnez estaba amordazado, pero a cambio disfrutaba -se repetía- de una situación económica incomparablemente mejor que el resto del mundo árabe. Con un crecimiento medio del 5% durante la década pasada, el FMI ponía al país como ejemplo de las ventajas de una economía liberada de las trabas proteccionistas y en el año 2007 el Foro Económico Mundial para Africa lo declaraba “el más competitivo” del continente, por encima de Sudáfrica. “Kulu shai behi”, todo va bien, repetía la propaganda del régimen en vallas publicitarias, editoriales de prensa y debates coreográficos en la televisión. Mientras el gobierno vendía hasta 204 empresas del robusto sector público creado por Habib Bourguiba, el dictador ilustrado y socialista, se multiplicaba el número de 4×4 en las calles, se construían en la capital barrios enteros para los negocios y le loisir y hasta 7 millones de turistas acudían todos los años a disfrutar de la cada vez más sofisticada y sólida infraestructura hotelera del país. En el 2001, cuando se abrió el primer Carrefour, símbolo y anuncio del ingreso en la civilización, algunos podían hacerse la ilusión de que Túnez era ya una provincia de Francia. Era un país maravilloso: la luz más limpia y hermosa del mundo, las mejores playas, el desierto más hollywoodesco, la gente más simpática. No se podía hablar ni escribir, es verdad, pero a cambio la gente engordaba y el islamismo reculaba. La UE y Estados Unidos, pero también las agencias de viajes y los medios de comunicación contribuían a alimentar la imagen de un país más europeo que árabe, más occidental que musulmán, más rico que pobre, en transición hacia la felicidad del mercado capitalista. No se podía ni hablar ni escribir, es verdad, y también es verdad que ocupaba el segundo lugar en el ranking mundial de la censura informática, pero el esfuerzo del gobierno merecía una recompensa: Túnez organizó una Copa de Africa, un Mundial de Balonmano y en 2005 una insólita Cumbre de la Información durante la cual se ocultó al mundo una huelga de hambre de jueces y abogados y se detuvo a periodistas y blogueros.
A poco que alguien se hubiese molestado en rascar bajo esa superficie bien barnizada habría descubierto una realidad bien distinta. Nadie o casi nadie lo hizo. De enero a junio de ese año 2005, por ejemplo, El País publicó 618 noticias relacionadas con Cuba, donde no pasaba nada, y 199 sobre Túnez, todas sobre el turismo o el mundial de balonmano; El Mundo, en esas mismas fechas, registró 5162 entradas sobre Cuba, país donde no pasaba nada, y sólo 658 sobre Túnez, casi todas sobre el mundial de balonmano; y ABC tendió 400 veces la mirada hacia Cuba, país donde no pasaba nada, mientras sólo mencionaba a Túnez 99 veces, 55 de ellas en relación con el mundial de balonmano. El 10 de marzo de ese mismo año una rápida búsqueda en Google entregaba 750 enlaces sobre el reparto del gobierno cubano de las famosas ollas arroceras y sólo tres (dos de Amnistía Internacional) sobre la huelga de hambre y la tortura a presos en Túnez.
Pero lo cierto es que Carrefour y los humvee -y la vida nocturna en Gammarth- ocultaba no sólo la normal represión ejercida por Ben Ali desde 1987, año del golpe palaciego o del Gran Cambio, sino también la desaparición de una clase media que había comenzado a formarse en los años 60 y había sobrevivido a la crisis de finales de los 80. Unos pocos entraban en el Carrefour y otros muchos salían del país: hasta un millón de jóvenes tunecinos -sobre una población de 10 millones- viven fuera, sobre todo en Francia, Italia y Alemania. Mientras una minoría dejaba el francés por el inglés y despreciaba, por supuesto, el dialecto tunecino, la estructura educativa heredada del régimen anterior, relativamente solvente, se degradaba de tal modo que el último informe PISA relegaba a Túnez a uno de los últimos diez lugares de la lista de la OCDE. Mientras veinte familias disfrutaban del ocio en los Alpes o en París, el paro aumentaba hasta alcanzar el 18%, el 36% entre los más jóvenes: entre los diplomados y licenciados pasaba de un 0,7% en 1984 a un 4% en 1997 para dispararse a un 20% en 2010. En el espejo del Carrefour -en medio de la publicidad atmosférica que invitaba a un consumo inaccesible-, los jóvenes de la banlieue de la capital y de las regiones del centro y sur del país parecían conformarse con poder disfrutar de ese reflejo.
¿Quién se beneficiaba de este crecimiento bendecido por el FMI y por las instituciones europeas? Básicamente una sola familia, extensa y tentacular, a la que los despachos de la embajada estadounidenses filtrados por wikileaks describen como un “clan mafioso”. Se trata de la familia de Leyla Trabelsi, la segunda esposa del dictador, hasta tal punto dueña del país que muchos se referían a Túnez (la Tunisie) como La Trabelsie. Ben Alí y su familia política se habían apoderado, mediante privatizaciones opacas, de toda la actividad económica de la nación, convirtiendo el Estado en el instrumento de un capitalismo mafioso y primitivo o, mejor, de un feudalismo parasitario del capitalismo internacional. La lista de sectores saqueados por el clan resulta apenas creíble: la banca, la industria, la distribución de automóviles, los medios de comunicación, la telefonía móvil, los transportes, las compañías aéreas, la construcción, las cadenas de supermercados, la enseñanza privada, la pesca, las bebidas alcohólicas y hasta el mercado de ropa usada. No puede extrañar que, durante las revueltas de estos días, se hayan asaltado tantos comercios, empresas y bancos; se ha hablado de “vandalismo”, pero se trataba también de un vandalismo certero o, en cualquier caso, de un vandalismo que, incluso cuando se desencadenaba al azar, inevitablemente acertaba: golpease donde golpease, golpeaba sin duda una propiedad de los Trabelsi.
En este cuadro de represión y apropiación, había que tender el oído para escuchar el ruido de la marea ascendente. Pocos lo hicieron, ni siquiera cuando en enero de 2008, en Redeyef, cerca de Gafsa, en las minas de fosfatos, otro incidente menor -una protesta por un acto de nepotismo- puso en pie de guerra a toda la población. Durante meses se prolongaron las huelgas, hubo cuatro muertos, doscientos detenidos, juicios sumarísimos con penas escalofriantes. Mientras Redeyef permaneció sitiado por la policía, sólo periodistas y sindicalistas tunecinos trataron de romper el bloqueo policial e informativo. En Europa, la Trabelsia seguía siendo bella, tranquila, segura para los negocios y la geopolítica. Tan solo un periodista italiano, Gabriele del Grande, se atrevió a entrar clandestinamente en el corazón de las protestas y sacar información antes de ser detenido por la policía y expulsado del país. Su reportaje comienza así: “Sindicalistas detenidos y torturados. Manifestantes asesinados por la policía. Periodistas encarcelados y una potente máquina de censura para evitar que la protesta se extienda. No es una clase de historia sobre el fascismo, sino la crónica de los últimos diez meses en Túnez. Una crónica que no deja lugar a dudas sobre la naturaleza del régimen de Zayn al Abidin Ben Ali -en el gobierno desde 1987-. Una crónica que revela el lado oscuro de un país que recibe millones de turistas todos los años y del que escapan miles de emigrantes también todos los años”. En un libro posterior, Il mare di mezzo, del Grande describe en detalle la maquinaria del terror tunecino, con las cárceles secretas en las que desaparecían no sólo los opositores nacionales sino también los emigrantes argelinos, secuestrados en el mar por las patrulleras locales -policías de Europa- para ser arrojados luego en el abismo. Nadie dijo nada. Era mucho más importante sostener al dictador; Ben Ali y las potencias occidentales compartían no sólo intereses económicos y políticos sino también el mismo desprecio radical por el pueblo tunecino y sus padecimientos.
Pero el 17 de diciembre una chispa iluminó de pronto el monstruo y revelo asimismo, como explica el sociólogo Sadri Khiari, que “no hay servidumbre voluntaria sino sólo la espera paciente del momento de la eclosión”. El gesto de desesperación de Mohamed Bouazizi, joven informático reducido a vendedor ambulante, puso en marcha un pueblo del que nadie esperaba nada, que los otros árabes despreciaban y que Europa consideraba dócil, cobarde y adormecido por el fútbol y el Carrefour. Un ciclo lunar después, el 14 de enero pasado, tras cien muertos y decenas de metástasis rebeldes en todo el territorio, la ola rompió en el centro de Túnez y alcanzó su objetivo. Ya no se trataba ni de pan ni de trabajo ni de youtube: “Ben Ali asesino”, “Ben Alí fuera”. La última carga policial, desmintiendo las promesas que había hecho el día anterior el dictador, provocaron aún numerosos muertos y heridos. Pero era muy hermoso, muy hermoso ver a esos jóvenes de los que un mes antes nadie esperaba nada volverse en la calle y retener a la gente que huía para animarla a regresar a la batalla con las estrofas vibrantes del himno nacional: “namutu namutu wa yahi el-watan” (moriremos moriremos para que viva la patria). A última hora de la tarde, apoyado hasta el final por Francia, el dictador huía a Arabia Saudí, dejando a sus espaldas milicias armadas con instrucciones para sembrar el caos.
El peligro no ha pasado, la lucha continúa. Pero ahora hay un pueblo que libra las batallas. “El 14 de enero es nuestro 14 de julio”, repiten los tunecinos. Quizás el de todo el mundo árabe. Jamás el pueblo había derrocado un dictador; y este pueblo inesperado, intruso en la lógica de las revoluciones, este Túnez de jazmines y luz de miel, ahora de dignidad y combate, es el espejo en el que se miran los vecinos, de Marruecos al Yemen, de Argelia a Egipto, hermanos de frustración, infelicidad e ira. No hay que encontrar las causas, siempre dadas, sino el minuto. Y ese minuto es ahora.
Túnez, Argelia, Níger
Túnez no es una democracia: es una dictadura que practica el asesinato político y la tortura y en la que el gobierno vive de la corrupción más generalizada. Es necesario que apoyemos a la población en general y a los jóvenes en particular que se lanzan a las calles y exigen respeto a su libertad y a sus derechos. Ya es hora, ya es el momento de acabar con esta farsa de democracia y progreso «modernistas» destinada a engañar a los turistas y a los «mal informados». Ya es hora, ya es el momento de decir al pueblo que despierta que estamos de su parte, que no tenemos nada de ingenuos y que los tunecinos tienen razones para rebelarse. En cuanto a todos aquéllos que callan o que quieren preservar sus intereses políticos, económicos o turísticos… les quedará la vergüenza. Aparte de que los motines acaben en el éxito o el fracaso, permanecerán el principio y la causa: resistir al dictador y denunciar a sus aliados (dictadores, demócratas y/o hipócritas).
Realmente hace falta ser un dictador para afirmar que los disturbios en las calles de Túnez se deben a la injerencia «extranjera» y las actuaciones «imperdonables» equivalen a «terrorismo». El intachable gobierno de Túnez, democrático y nada corrupto, sabe de qué habla. Los aliados occidentales manifiestan algunas inquietudes, pero apenas o ninguna condena. La policía y el ejército disparan balas de verdad a los civiles, los muertos ya se cuentan por decenas, pero todavía no es suficiente para alarmar a los gabinetes occidentales. El aliado tunecino tiene privilegios especiales, en la comunidad internacional, para tratar como es debido a su oposición o cualquier intento de resistencia a su dictadura y su opresión.
En Argelia, las cosas parecen calmarse y sin embargo las reivindicaciones permanecen legítimas. ¿Adónde va el maná petrolero? ¿Quiénes son los corruptos que se llenan los bolsillos con el comercio, ganancias fraudulentas o comisiones ilícitas mientras el pueblo argelino se empobrece, crece el desempleo y el sistema entero se desploma sobre una población asfixiada? Un sistema cerrado, una corrupción generalizada, las mentiras y las manipulaciones: Argelia va mal, mientras que su presidente está enfermo. La calle se ha expresado y volverá a expresarse. En los próximos días o en las próximas semanas. Y tendrán que escucharle. Porque ya es hora, ya es el momento.
Desde Níger nos llegan noticias del horror. Dos jóvenes franceses secuestrados y después asesinados a sangre fría. La condena de estos actos odiosos es clara, tajante, definitiva. Eso no puede ser, no debe ser, y hay que combatir a esos grupos extremistas, manipulados o manipuladores (de la religión, de sus principios o de otras referencias o causas…). Como ya hicimos en el Coloquio Internacional de Musulmanes del Espacio Francófono (CIMEF) en julio de 2010, hay que repetir que nada puede justificar el asesinato de personas inocentes (ni los actos de esta naturaleza) en nombre del Islam o de cualquier compromiso político.
Al mismo tiempo que expresamos alto y claro esta condena queremos expresar, también alto y claro, las reservas sobre la estrategia de los gobiernos africanos y francés con respecto a la amenaza de esos grupúsculos y redes extremistas y violentas. Tres militares africanos a quienes entrevistamos este verano nos contaron sus problemas de conciencia, sus inquietudes y angustias debidas a las órdenes que reciben y a la forma en que deben actuar en el Sahel frente a esas redes en las que se mezclan los extremistas, los bandidos y los saqueadores. Les ordenan que no tomen ningún prisionero, que liquiden a todos los miembros de los grupos una vez localizados, estén armados o no, estén combatiendo o no. Uno de los militares una vez llamó a su comandante y le informó de que habían localizado un grupúsculo restringido que no estaba en combate y en el que había dos mujeres. La respuesta no se hizo esperar «¡Mátenlos a todos! No queremos prisioneros». ¿Por qué? ¿Cómo se explican esos asesinatos? Otro militar aseguraba que encontró el cadáver de una persona a la que había ordenado que arrestaran en una expedición anterior y a la cual debieron liberar, ya que se encontraba entre los muertos algunas semanas después. Extraña estrategia, cruel, pero sobre todo incomprensible. El ejército francés está en el centro de esas formas de actuar y, en semejante ambiente de locura y sinsentido, la persecución de los secuestradores significaba irremediablemente la muerte de sus dos cautivos. ¿Cómo dudarlo?
No podemos detenernos sobre este único asunto y expresar condenas, sino que es claramente el conjunto de la estrategia africana-francesa en el Sahel la que hay que cuestionar. El régimen de terror, la mezcla de los géneros (lucha contra el terrorismo, el bandolerismo o la corrupción), las ejecuciones sumarias, la falta de respeto a la vida de las personas y los prisioneros y los métodos expeditivos no pueden ofrecer seguridad ni a los africanos (malienses, nigerianos, etc.) ni a los residentes franceses. Francia se sigue equivocando en África. Como siempre. Acaba de intentar el rescate de dos rehenes «a la africana»… porque muchos Estados africanos también se equivocan en la propia África. Ya ha llegado el momento, en la lucha contra los extremistas violentos, de adoptar una estrategia, de respetar ciertos principios de la dignidad y el derecho y no creer que lo que está pasando en el Sahel, lejos de las cámaras, se justifica por el silencio mediático. Algún día los inocentes pagarán, personal y mediáticamente, esos errores. Es necesario que eso acabe. Ya es hora, es el momento.
Nuestras condolencias a las familias de todas las víctimas en Túnez, en Argelia, en Francia… al lado de los oprimidos, de las víctimas y de los inocentes. Siempre.
Fuente: http://www.tariqramadan.com/De-la-Tunisie-de-l-Algerie-et-du.html
Un pueblo inesperado derroca un tirano
Santiago Alba Rico Público
Después de 28 días de revueltas, un pueblo del que nadie esperaba nada ha derrocado al dictador que se sentía más seguro, apoyado sin reservas por la UE y EE.UU. y arropado en la oscuridad por los medios occidentales. Zine el Abdin Ben Alí huyó hoy de Túnez empujado por una población que ha descubierto día a día, durante cinco semanas, un poder que ignoraba poseer. Un incidente trágico, pero menor, encendió la yesca acumulada durante décadas de frustración económica y política y nadie ha podido detenerla.
El miércoles por la tarde, cuando la ola de protestas había ya roto contra el centro de la capital, el dictador trató de neutralizar la amenaza prometiendo abandonar el cargo en 2014, levantar la censura y conceder libertades políticas. Pero era ya demasiado tarde. “66 muertos es un precio muy caro a cambio de youtube“, decían los blogueros en la red.
Hoy por la mañana, la popular avenida Burguiba, en el centro de la ciudad, se llenó de una multitud que protestaba frente al ministerio del Interior. Estudiantes, parados, intelectuales, artesanos, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, dejaban claro que habían perdido el miedo y que no estaban dispuestos a aceptar nada que no fuera la salida del dictador.
Si días antes se había visto arder la fotografía de Ben Alí, las consignas de los ciudadanos, algunos subidos en las ventanas del terrorífico ministerio, dejaban claro su propósito: “Ben Alí c’est fini“, “Asesino”, “No nos marcharemos hasta que Ben Alí no se vaya”.
Conscientes de su fuerza
Un mes antes, esas mismas personas pronunciaban el nombre de Ben Alí en voz baja y nunca ante más de tres personas. Ahora exigían a gritos su partida, conscientes de su fuerza, ondeando la bandera del país y entonando un himno nacional de pronto subversivo: “moriremos para que la patria viva”. Cuando la policía comenzó a cargar y enseguida a disparar, los jóvenes se volvían, reanudaban el canto y se daban ánimos unos a otros para volver a la batalla. Nadie invocó a Alá sino a la patria, la decencia, la democracia.
Entre tanto, en otros lugares de la ciudad se producían saqueos e incendios, furor justiciero de un vandalismo en realidad bien dirigido: eran las lujosas mansiones de los Trabelsi, la familia política de Ben Alí, las que ardían. El clan mafioso de los Trabelsi -como los cables de Wikileaks lo describen- era el blanco de la ira popular. “Devolvednos nuestro dinero”, gritaba esa mayoría hasta hoy aplastada, excluida al mismo tiempo de los recursos y de las decisiones.
Hoy se mantienen sin duda las incertidumbres. Mohammed Ghanoushi, presidente interino, era el primer ministro de Ben Alí. La UE y los EE.UU. van a vigilar de cerca. Pero en estos días en Túnez ha ocurrido un milagro muy raro: el pueblo menos esperado ha derrocado al tirano más incuestionado. No hay vuelta atrás cuando se deja de creer en los Reyes Magos. Tampoco cuando se descubre en uno el poder de la dignidad humana.
Crónica del último día de un dictador (y del primero de un pueblo) Túnez: la lógica en cuclillas
Alma Allende Rebelión
“Lo hemos hecho temblar, pero no caer”, decía ayer por la mañana un amigo tunecino, director de cine y profesor, convencido de que la estrategia de Ben Alí había dado sus frutos. Estábamos delante del ministerio del Interior, en la calle Bourguiba, rodeados de una multitud que se había ido reuniendo desde las 9 de la mañana, en una jornada de huelga general convocada por la UGTT, pero que ningún partido ni organización secundaba o dirigía. El propio sindicato parecía haber abandonado a la gente a su suerte, ocupado más en negociar con palacio que en atender las demandas de sus afiliados. Ni comunicados ni instrucciones ni discursos. Gente, sólo gente de toda condición, dispuesta a desmentir las previsiones de mi amigo a fuerza de insistencia. El día anterior, tras las nuevas promesas del dictador, mientras coches de alquiler escenificaban a bocinazos un inverosímil apoyo a las medidas, los blogueros en Internet resumían un sentimiento común: “66 muertos son un precio muy alto para tener sólo youtube”. No era eso lo que querían y para demostrarlo habían acudido a la avenida principal de la capital tunecina, donde se encuentra el Hotel Africa, símbolo del Túnez turístico y barnizado, y el infame ministerio del Interior, símbolo de la dictadura: “Ministerio del Interior, ministerio del terror”, gritaban subiéndose a las rejas de la planta baja mientras desde arriba esbirros de la policía grababan a la muchedumbre.
Se miraba mucho a las terrazas, temiendo a los francotiradores que el jueves habían causado dos víctimas mortales en el barrio de Lafayette, pero se tenía al mismo tiempo la tranquilidad de que la intervención de la policía era más improbable que nunca: el discurso del presidente y la presencia de periodistas extranjeros excluía, al menos de entrada, una matanza. Había muchos jóvenes -estudiantes, empleados y parados- pero también profesores, intelectuales, administrativos, informáticos, hombres y mujeres, y también niños y ancianos. Un hombre maduro de aspecto muy formal, envuelto en un abrigo de contable, discutía con dos chicas sobre la conveniencia de que Ben Alí dejara inmediatamente el poder, convencido de que no había ningún recambio que impidiese el caos. Detrás, un setentón tocado con una chachia y vestido con burnus, con manos de hierro de trabajador, con mucha menos cultura que su interlocutor, le corta sin embargo con autoridad: “No estamos en la escuela”, dice, “que se vaya y nosotros decidiremos”. Eso es, en efecto, lo que piden a gritos acompasados los manifestantes, mediante consignas repetidas una y otra vez entre un ondear de manos. Han perdido el miedo y no están dispuestos a recular: “Pan y agua, Ben Alí no” (hubz wa me, Ben Ali le), “Túnez libre, Ben Alí fuera” (Tunis khurra khurra, Ben Ali barra barra), “Ben Alí asesino”, “Trabelsi, ladrones del estado”, “No pararemos hasta derrocar al dictador”. Las consignas se interrumpen a menudo para dar paso al himno nacional, reciclado o recuperado como canto subversivo: “moriremos moriremos para que la patria viva”. Ninguna consigna religiosa ni bandera partidista. Y cuando un barbudo invoca una vez el nombre de Alá, es sepultado bajo un alud de silbidos y abucheos.
A las dos de la tarde nadie se ha ido. Se busca un poco de agua y cigarrillos y se vuelve a la multitud, que recupera dos elementos por cada uno que pierde. Los mismos que por la mañana creían la partida perdida ahora empiezan a recuperar la fe, cambio que coincide y se solapa con un aumento de la tensión. La paciencia, el empecinamiento, la obstinación de los gritones comienzan a poner nerviosos a los policías, que por primera vez forman en escuadra en las calles adyacentes a la avenida Bourguiba, cerrando los accesos. A través de los teléfonos móviles se reciben noticias desde otros barrios de la ciudad y los rumores contagian una excitación nueva: la policía reprime a los habitantes de la periferia que quieren acceder al centro, muertos en Hay el-Khadra y Le Kram, asaltos a las casas de los Trabelsi en La Marsa. ¿Será cierto? Es la policía quien nos lo confirma con su barbarie. Un minuto después de que el cadáver de un joven asesinado el día anterior cerca de la Medina desfile por encima de la multitud del boulevard, comienza el asalto. Detonan las bombas lacrimógenas y en medio del humo blanco la multitud empuja hacia las estrechas callejas adyacentes. Pero lo hace con una disciplina, con una prudencia, con una buena educación que nadie habría sospechado tampoco hace tan solo veinte días: wahda, wahda, shuaia, shuaia, imponen orden jóvenes passolinianos de una belleza inesperada, tratando de evitar una avalancha. Consiguen incluso hacer recular la primera estampida. El segundo asalto, en medio de las explosiones, provoca la desbandada. Salimos ya un poco a ciegas, tosiendo y frotándonos los ojos, entre dos cortinas de humo, delante y detrás, y algunos preferimos no pararnos, cruzar la nube que nos cierra el camino y huir del centro del avispero. Los desafortunados que no lo consiguen, los valientes que no quieren ceder, se verán a partir de ese momento encerrados durante dos horas en medio de una balacera.
Miles de personas corren por las calles alejándose de la avenida Bourguiba. Son miles, son muchos más de los que había en la concentración. ¿De dónde han salido? Las calles hasta entonces fantasmales, con todas los cierres metálicos de las tiendas bajados, burbujean ahora de una vida extraña, mitad excitada mitad amenazada, con una agudísima conciencia colectiva. Es muy emocionante. De pronto dos, tres, cuatro jóvenes se paran, se dan la vuelta y levantan las manos para detener a los fugitivos. “Hay que volver y luchar”, gritan. Y rompen a cantar de nuevo el himno nacional: namutu namutu wa yahi al-watan, moriremos moriremos para que viva la patria. Seis de cada diez vuelven sobre sus pasos para continuar la pelea a cuerpo desnudo. En ese momento no lo sabemos, pero este gesto cobra retrospectivamente todo su sentido: Ben Alí ha sido vencido por un pueblo que ha descubierto el valor de las matemáticas. Diez es más que uno; cien es más que diez. Y el del relato: hay un momento en el que es necesario marcar el climax, introducir un poco de retórica, respetar las convenciones. Los jóvenes cantan, arengan y el pueblo se gira, combate y vence.
A partir de las 16 h. los acontecimientos se precipitan. Un vandalismo certero saquea y destruye en Gammarth las casas y muebles de la familia Trabelsi, dueña del país; se incendian comisarías en la Goulette; se lucha en Le Kram y en otros puntos de la ciudad. A media tarde se anuncia el estado de excepción con un toque de queda a partir de las 18 h. El ejército ocupa el aeropuerto y cierra el espacio aéreo. Miembros de la familia Trabelsi son arrestados. El dictador Ben Alí abandona Túnez en un avión con destino desconocido. A las 18.50 en el canal 7, el hasta entonces primer ministro, Mohamed Ghanouchi, asume la presidencia interina del país comprometiéndose a convocar elecciones. En algunas calles, soldados y ciudadanos se abrazan. El primer acto, la derrota del dictador a manos de su pueblo, se ha consumado.
No es fácil saber qué pasará ahora. El nuevo gobierno es en realidad el viejo decapitado y su presidente pertenece al mismo partido; y ni siquiera tiene legitimidad constitucional para ocupar el cargo. EEUU y la UE han dirigido sin duda las operaciones en la sombra. Y quedan rescoldos encendidos -una policía refractaria y quizás saqueadora.- Pero ayer -cosa rarísima- hubo una victoria del pueblo y la menos previsible. El pueblo en el que menos se confiaba -un pueblo censado entre los vencidos y entregados- derrocó al dictador que más seguro se sentía. Podemos describir la lógica de las cosas, y es bueno hacerlo; pero jamás podremos saber en qué momento y por qué motivo suspende su dominio sobre el mundo. Los mismos que se rebelaban dignamente contra la oferta de Ben Alí, que quería venderles youtube a cambio de 66 muertos (finalmente más de cien), celebran hoy la victoria, pero desconfían y vigilan. Es que la conciencia de su dignidad, sus derechos y su fuerza es una felicidad siempre despierta.
rCR
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Tunes organiza su defensa
Con batallas en las calles, rumores interesados difundidos, pero con la conciencia que esto no ha acabado y que aún hay que pelear, el pueblo tunecino ha dado un ejemplo de liberación.
Alma Allende (rebelión)
El segundo día del pueblo tunecino se levanta con un cielo ancho y puro que aboveda aún más el silencio tenso que se ha apoderado de las calles. Mis amigos Ainara y Amín, después de una noche de terror refugiados en la casa de un obrero cerca de la avenida Bourguiba, donde quedaron atrapados tras la manifestación del día anterior, vienen a refugiarse a casa. Traen los periódicos y no podemos dejar de echarnos a reír con pueril entusiasmo.
De la noche a la mañana los diarios en árabe del régimen de Ben Alí han acusado la revolución. As-Sabah titula: “El pueblo ha dicho su palabra”. As-shuruq, más popular, es aún más rotundo: “La voluntad del pueblo ha triunfado”. Por primera vez en su historia, en la cinta donde figura el equipo de redacción se ha añadido una frase: “diario independiente de la mañana”. Es como si el ABC encabezase su edición con un “¡viva Fidel!”.
Cuando salimos a la calle salimos ya a otro país. Son los mismos árboles, las mismas casas, las mismas gentes, pero en un mundo paralelo, en otra dimensión clónica en la que todo es exactamente distinto de su gemelo. Todo está mudo y muy pocas personas circulan por las calles de Mutuelleville. Las tiendas están cerradas; también, por supuesto, el Magazin General, que en cualquier caso, y al contrario que otros supermercados, no ha sido ni saqueado ni quemado.
Encontramos finalmente una tiendecita abierta en la espalda de un edificio, junto a Charles Nicole. Una veintena de personas se agolpan frente al mostrador. Algo ha cambiado: no hay leche ni harina ni pan. Pero no es esto lo importante. La gente está -cómo decirlo- mejor educada; es más delicada, más respetuosa. No hay golpes ni empujones, no obstante el desabastecimiento y la necesidad de llevar alguna vianda a casa. Todos esperan su turno, preguntan con serenidad, se intercambian informaciones. En diez minutos hacemos una profunda amistad con una familia que expresa su alivio por la partida del dictador. Nos abrazamos. En una bolsa llevamos una botella de schweps, dos de zumo de naranja, un botecito de dentífrico, dos chocolatinas y una lata de sardinas.
En Place Pasteur, la poca gente que pasa saluda al retén militar, rodeado de alambrada de espino, que hace guardia en la entrada del Belvedere. Todos estamos tensos, tenemos miedo, pero al cruzarnos nos intercambiamos un saludo. En cada desconocido, de algún modo, reconocemos algo común, una amistad de otro tiempo que queremos verificar con este “aslema” tímido y sonriente.
Luego, hacia las dos de la tarde, la jornada se vira. Empiezan a llegar noticias de grupos armados que, en coches sin matrícula, entran en los barrios de la capital y disparan indiscriminadamente, asaltan las casas y las saquean. Los vecinos se organizan, armados de palos, para defender sus zonas. En nuestra propia calle una pandilla que esgrime cuchillos es rechazada por los habitantes de las casas contiguas, que me dicen que han pedido ayuda a la policía. Munquid, que vive en el garaje de al lado y se ocupa de regarnos las plantas en verano, me asegura, palo en ristre, que defenderá también nuestra casa.
Tras el toque de queda, que entra en vigor a las 17 h., la situación se vuelve angustiosa. El helicóptero militar que vuela desde la noche anterior por encima del barrio, con su luz roja giratoria y su sirena, rozando los tejados, pasa y pasa una y otra vez. Ayer me irritaba su rugido insistente; hoy me irrita más no oírlo. Los barrios de Túnez han organizado comités de autodefensa coordinados con el ejército para neutralizar a los “tonton macoute” de Ben Alí: 3.000 policías, se dice, que el día anterior habrían causado la muerte de cien personas y que horas antes han disparado sobre el Café Saf-Saf, en La Marsa, centro populoso de esparcimiento de nativos y turistas.
En casa, a partir de las 10 de la noche, mientras se escuchan a lo lejos, en Montfleury y Hay el-Khadra, ráfagas aisladas de metralleta, Amín organiza un centro de información; una especie de teleoperador de guerra que se comunica con los distintos frentes a través de Internet. Meher, Heyfel y Tarek están en Mourouj, Sofien en el Bardo, Taha en el Menzah, Mehdi en Cité el-Khadra, Amine y Radhouan en Kabaria, Amir en Ariana. Todos reportan minuto a minuto las evoluciones de la lucha sobre el terreno. Entre los barrios se ha organizado una especie de competencia para ver cuál de ellos detiene más coches de asesinos.
La victoria por el momento es de Mourouj, donde se han arrestado diez. Es verdad que el pueblo unido jamás será vencido y si a veces parece una exageración lírica o retórica es por que no hay suficiente pueblo o no está suficientemente unido. Hay tensión, miedo, angustia, pero también determinación en la victoria. Lo que parecía una revolución cabalgada por un golpe de Estado se está convirtiendo poco a poco en una guerra. Inquieta un poco leer los periódicos occidentales -los de España, pero también Le Monde o Liberation en Francia- y descubrir que no describen la situación en sus justos términos. Hablan de disturbios, de motines, algunos insinúan la presencia de elementos salvajes del “benalismo”, pero no dicen lo que verdaderamente está ocurriendo: grupos de policías del dictador -y de las milicias de su partido- acompañados de mercenarios están tratando de doblegar al pueblo por el terror.
Pero el pueblo tunecino resiste. Una mujer exiliada en Francia decía que “el 14 de enero es nuestro 14 de julio”. Tiene razón. Lo que ha ocurrido estos días en Túnez marca un viraje histórico que saca al mundo árabe en su conjunto de la sumisión a la que parecía condenado. Argelia, Egipto, Jordania, temen el contagio. Ya nada será igual: un clavo ha sido sacado no por otro clavo sino por una flor. Y nos hemos instalado ya en otra dimensión.
El segundo día del pueblo tunecino acaba lleno de incertidumbres y angustias, con batallas en las calles, rumores interesados difundidos por los mismos medios con los que el pueblo se informa y se defiende, con la conciencia de que esto no ha acabado y de que aún hay que pelear.
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