Así como nadie admitiría y ni siquiera intentaría concebir, por ejemplo,
un partido de fútbol al que no concurriesen al menos dos equipos
contrarios, así nadie podría entender un país cuyo gobernante, sin el
obstáculo de una oposición, gozase de los privilegios de un unanimismo,
real o ficticio -qué importa-, donde su soberana y probablemente
soberbia voluntad pudiese campear autoritaria y sin control ninguno.