Por: Juan Torres López
Con los precios de muchos bienes y servicios básicos, como los alimentos o la vivienda, todavía subiendo, aunque el índice general se haya frenado, desde la izquierda se proponen controlarlos legalmente. Para mejorar las condiciones del empleo se reclama que suba de nuevo el salario mínimo y, cuando se ha comprobado el aumento extraordinario de márgenes en algunas empresas y de los grandes patrimonios, se proponen aumentos impositivos para compensar el enriquecimiento tan desigual que se viene produciendo.
Son propuestas que la izquierda defiende por razones fundamentalmente de equidad, aunque no sólo por ellas, sino considerando además que la desigualdad es también un freno para el crecimiento económico. Y medidas, por otra parte, que los economistas liberales o más ortodoxos critican porque consideran que atentan contra las leyes de la oferta y la demanda, en el caso de los controles, provocando así problemas más graves que los que se desea resolver; o, cuando se trata de medidas fiscales redistributivas, porque creen que expulsan la inversión y destruyen empleo, pues disminuyen los beneficios empresariales.
Estas últimas críticas liberales no tienen demasiado fundamento, ni desde el punto de vista teórico ni tomando en consideración la evidencia empírica.
En el caso de los topes a los precios o de la fijación de salarios mínimos el argumento liberal se basa en afirmar que, si los gobiernos establecen precios por encima (salario mínimo) o por debajo (precios máximos) del precio de equilibrio, lo que ocurrirá será que haya exceso de oferta (paro) o de demanda (escasez de bienes).
Se trata de una argumentación que no puede tomarse del todo en serio por una razón muy sencilla, aunque sorprendentemente muy desconocida, incluso entre los propios economistas, acostumbrados a que los manuales de economía y muchas investigaciones la oculten utilizando razonamientos, intelectualmente hablando, del todo fraudulentos.
En realidad, es material y matemáticamente imposible determinar una sola función de oferta y otra de demanda en un mercado y, por tanto, no es posible establecer que haya «un» precio de equilibrio que pueda ser «violentado» por esos topes máximos o salarios mínimos.
Se trata de algo que Sonnenschein, Mantel y Debreu demostraron en 1972 y 1973, pero que se oculta en la inmensa mayoría de los manuales de economía en donde supuestamente aprendemos los economistas: no se puede obtener una función de demanda de todo el mercado agregando las individuales.
Incluso se podría ir más allá. Es también prácticamente imposible determinar una función de demanda individual real. Como es sabido, esta es la que indica la cantidad de un bien o servicio que un consumidor está dispuesto a adquirir a los diferentes precios del mercado, suponiendo que no varían otros factores que, sin embargo, sabemos con toda seguridad que sí influyen en su decisión, como su renta, sus preferencias o gustos y el precio de otros bienes vinculados con el consumo del que desea adquirir.
La mejor prueba de lo que acabo de señalar es que resulta imposible encontrar un solo libro de economía en cualquier biblioteca del mundo que muestre una función de demanda real, no ya de mercado sino incluso de un solo individuo, que tenga la forma que dicen los manuales que ha de tener.
La conclusión de todo esto, por tanto, es que el efecto de ese tipo de medidas mencionadas es, en la realidad, indeterminado. Y, de hecho, eso es lo que se descubre cuando se realizan análisis empíricos a posteriori para saber qué ha ocurrido tras haberse establecido topes máximos a los precios en algunos mercados o cuando se han fijado salarios mínimos.
Las investigaciones dedicadas a analizar este último caso, empezando por las pioneras de David Card y Alan Krueger en Estados Unidos, han mostrado que no es cierto que la fijación de un salario mínimo traiga necesariamente consigo aumento del desempleo, tal y como pontifican los economistas liberales. Cuando se han analizado los efectos de controles sobre los precios en diferentes tipos de mercados se ha concluido lo mismo: en unos casos, se han contenido sin mayores problemas; en otros, sólo a corto plazo o no han tenido efecto; en algunos, se ha reducido la oferta, provocando escasez, aunque eso no ha ocurrido en todas las experiencias. Y algo parecido sucede en el caso de las subidas de impuestos. También es sencillamente incierto que cualquier subida (y menos cuando se ha tratado de aumentos en circunstancias extraordinarias) haya provocado siempre los indeseables efectos sobre la inversión y el empleo que aseguran los liberales que en cualquier ocasión se producen. Es más, ni siquiera tienen por qué provocar disminución de beneficios, puesto que las empresas pueden reaccionar aumentando la productividad o ampliando su mercado y sus ventas, como de hecho ha ocurrido en diferentes etapas históricas y, generalmente, en las economías más avanzadas; las que lo son, precisamente, porque han sido capaces de reducir la desigualdad en mayor medida con políticas fiscales progresivas.
¿Quiere decir todo lo anterior que las medidas de control y de redistribución que propone la izquierda son las más adecuadas?
La respuesta es clara, por las mismas razones que acabo de señalar para rechazar la crítica liberal. Pueden tener efectos positivos, pero igualmente pueden ser negativos, en función de las circunstancias, los tipos de mercado, el plazo considerado o la forma de implementarlas.
Quizá podría decirse, en general, que estas medidas pueden estar tanto más justificadas cuanto más excepcional sea la situación, si bien tampoco se puede descartar que esta excepcionalidad provoque un efecto perverso más potente. La realidad es que no se sabe de antemano qué efecto van a tener. No se puede, pues, generalizar, sino que parece obligado analizar cada caso con ponderación, detenimiento y rigor. El infierno, como es sabido, está lleno de buenas intenciones.
Lo que sí me parece que constituye un error importante de las políticas económicas que tradicionalmente han defendido las izquierdas es confiar en tan gran medida y tan permanentemente en la redistribución y en el control de los mercados.
Estos últimos son instituciones anteriores al capitalismo y que seguirán existiendo si este es alguna vez sustituido por otro sistema económico, y lo que a mi juicio deberían hacer las políticas progresistas no es intentar forzarlos sino, por un lado, procurar que funcionen siempre con la máxima competencia y tratar de establecer derechos o poderes de apropiación que eviten el gran número de imperfecciones que provoca el ilimitado afán de lucro que los guía en el capitalismo; por otro, que no dependa de los mercados el uso de recursos que no han sido creados para convertirse en mercancías. Y, con respecto a la distribución del ingreso y la riqueza, me parece que lo que debería hacerse es procurar que los procesos de producción no se lleven a cabo generando la gran desigualdad que hoy día generan. Es decir, no confiar tan ciegamente en que cualquier distribución primaria puede resolverse a través de medidas redistributivas.
Naturalmente, esto último es mucho más difícil que establecer por decreto un control de precios, conceder un subsidio o aumentar los impuestos. Pero, por muy complicado que sea, me parece que es el reto al que deben enfrentarse las políticas progresistas de nuestro tiempo si quieren salir adelante ante la exagerada desigualdad y la extraordinaria concentración del poder y la riqueza hoy día existentes. Y, sobre todo, si lo que se busca es transformar el sistema económico y no limitarse a parchearlo cuando hace aguas por todas partes.
Es imprescindible avanzar en la desmercantilización de actividades que, en el seno del mercado, generan ineficiencias, costes exagerados, externalidades insoportables e injusticias por doquier. Se debe promover la creación de empresas basadas en la cooperación para poder fomentar y expandir nuevas formas de producción, distribución comercial y consumo al margen de los mercados que dominan los grandes capitales o, lo que es peor, grupos financieros con objetivos no productivos, sino meramente especulativos.
En especial, habría que diseñar y apoyar estrategias para sacar de estos circuitos a los medios de pago, el crédito y los recursos naturales, garantizando que su uso social responda a su naturaleza de bienes comunes y de interés público (lo que, por cierto, no tiene nada que ver con ser gratuitos). Para poder impulsar una deseable economía del cuidado y la austeridad en su sentido auténtico, circular, sostenible y eficiente es imprescindible crear formas y medios de pago descentralizados, sistema de crédito sin interés, mecanismos efectivos para internalizar todo tipo de externalidades, incluidas las que suponen inequidad y sufrimiento humano y, por supuesto, la medioambientales, además de mecanismos que garanticen rentas mínimas y protección a toda la población, sin depender del mercado que sólo busca el beneficio privado.
Las izquierdas han actuado y actúan casi siempre considerando que la intervención del Estado es por sí sola suficiente, y que los enemigos del progreso y el bienestar son el capital y las empresas, ignorando que ambos son imprescindibles en cualquier tipo de sistema económico mínimamente avanzado. Lo que produce miseria, despilfarro, insatisfacción o destrucción del medio ambiente… no es ni el capital ni las empresas, sino el permitir su apropiación y uso sin más objetivo que el lucro privado, sin considerar su efecto sobre terceros y dejar que actúen al margen de cualquier responsabilidad o criterio ético. Y también, no se olvide, una mala intervención pública.
La respuesta a los problemas que produce el mal funcionamiento de los mercados en la economía capitalista no puede ser la ingenua de querer forzarlos, sino ir más allá y poner en marcha nuevas formas de producción de la riqueza y relaciones sociales basadas en la cooperación y la solidaridad que den prioridad al uso de los recursos que satisfaga las necesidades humanas y garantice la vida presente y futura en el planeta.
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