Por: Marzia Maccaferri
En los años setenta, una corriente reformista del comunismo europeo pugnó por un socialismo radicalmente democrático. El «eurocomunismo» buscaba una alternativa al agotado modelo soviético, pero fue incapaz de responder a las profundas convulsiones sociales que se estaban produciendo en Occidente.
En abril de 1980, el sociólogo y teórico político Göran Therborn declaró en la revista británica Marxism Today que el eurocomunismo era el heredero legítimo de la rebelión social de los años 60 y la auténtica respuesta a la crisis del capitalismo avanzado occidental. Sin embargo, hoy en día, el eurocomunismo ha desaparecido por completo del vocabulario de la izquierda. Quedó relegado —al igual que otras expresiones anticuadas, como «entrismo» o «programa de máxima»— a la refriega ideológica del siglo XX, cuyo legado (si es que existe) parece imposible de determinar. Ni siquiera la nostalgia comunista, que últimamente ocupa un lugar tan importante en las librerías, ha recuperado el léxico o las ideas de este experimento teórico y político.
Sin embargo, durante un breve periodo en los años 70 y principios de los 80, el eurocomunismo ejerció una influencia real en el imaginario de la izquierda. Proporcionó un momento significativo para imaginar una relación diferente con el Estado y una oposición democrático-radical al capitalismo «inhumano y explotador».
Aunque impreciso, y para la mayoría de sus críticos ingenuo, el término «eurocomunismo» encarnaba no obstante la aspiración a una versión adaptable del socialismo en la que la libertad de expresión y el pluralismo complementaran el potencial «humanista» de la solidaridad de clase. Reivindicaba un marxismo «abierto» y «occidental» en el que la(s) vía(s) al socialismo no podía(n) separarse de las luchas históricas por ampliar la democracia parlamentaria europea tradicional (léase liberal) y —en palabras del dirigente del Partido Comunista Italiano (PCI) Enrico Berlinguer— construir una «democracia progresista y sustancial».
Nombres importantes como Antonio Gramsci y Nicos Poulantzas se asociaron a ella, mientras que la gran tradición antifascista representada por los Partidos Comunistas francés e italiano se vio reforzada por la implicación del Partido Comunista de España (PCE) y su carismático líder Santiago Carrillo, que durante la transición a la democracia tras la muerte de Francisco Franco abrazó con entusiasmo la noción de un comunismo «flexible» (quizá incluso con demasiado entusiasmo, dada la abrasiva reacción del Kremlin a la condena de Carrillo de la degeneración burocrática del sistema unipartidista soviético en su obra de 1977 Eurocomunismo y Estado). Según el historiador Christopher Andrew, que había trabajado con el archivista de la KGB Vasili Mitrokhin, la agencia de inteligencia soviética intentó repetidamente desacreditar a Berlinguer y al PCI, que eran quienes más peso ponían en las ambiciones eurocomunistas.
La novedad del eurocomunismo —aunque balbuceante e incompleta— era su visión de forjar el socialismo a través de la democracia, integrando las luchas e injusticias que tenían lugar fuera de la esfera de las relaciones estrictamente económicas y proponiendo una concepción del socialismo principalmente como fuente de emancipación moral y liberación cultural, no solo de progreso material.
¿Por qué entonces se ha «cancelado» el eurocomunismo del imaginario de la izquierda occidental? Y, lo que es más crítico, ¿debemos dejarlo para los libros de historia, o aquellos debates y análisis siguen resonando en nuestros días?
La «cancelación» del eurocomunismo
Está claro que la culpa es de 1989 y del intento fallido de Mijaíl Gorbachov de «reformar» el modelo soviético. El fracaso de los reformadores soviéticos dejó la impresión de que el comunismo nunca podría corregirse en absoluto. Pero no solo eso. El eurocomunismo también se vio oscurecido por (o fue incapaz de hacer frente a) la estruendosa llegada del neoliberalismo en la década de 1980 y la reorganización de las relaciones sociales en torno a una estéril concepción del individualismo.
Las renovadas tensiones entre Estados Unidos y la URSS y el recrudecimiento de la Guerra Fría representaron definitivamente un gran desafío, que eclipsó el optimismo arraigado en el eurocomunismo: superar la política de bloques y construir una nueva Europa (verdaderamente socialista) sobre los logros del Estado del bienestar.
A través de estas lentes geopolíticas, el eurocomunismo se ha proyectado en gran medida como una respuesta poco sofisticada a la Guerra Fría, nada más que una versión anterior del fracaso de Gorbachov y un intento igualmente abortado de los entonces principales partidos comunistas de Europa Occidental —por lo general el italiano, con frecuencia el español, menos a menudo el francés— de promocionarse como una opción creíble de gobierno.
El término «eurocomunismo» fue acuñado en 1975 por Frane Barbieri, un periodista croata/yugoslavo anticomunista; se burlaba de los comunistas italianos porque «aspiraban a llegar al poder», lo que desechaba como el mismo viejo proyecto de «estalinización» de Europa. Superar la lógica maniquea de la Guerra Fría tanto a escala nacional como internacional era, por tanto, primordial para el proyecto eurocomunista.
Pero no hay que subestimar otro principio ideológico. El eurocomunismo surgió en primer lugar para defender el legado del reformador checoslovaco Alexander Dubček, cuya liberalización política socialista-humanista fue acogida con entusiasmo en toda Europa Occidental, especialmente por los partidos que habían expresado su desaprobación por la invasión soviética de Praga en 1968. Y nació, además, durante una fase relajada de la Guerra Fría, marcada por la distensión y la Ostpolitik, como se conocía entonces la apertura de relaciones de Alemania Occidental con el Este.
Así, el eurocomunismo se centró en los derechos humanos y la libertad política como elementos de los ideales socialistas, aspirando a proponer un «socialismo con rostro humano» para la Europa posfordista (occidental y oriental). La conexión con las ideas de Gramsci sobre la complejidad de la revolución socialista en Occidente, y las exitosas prácticas de hegemonía logradas por los comunistas italianos en las llamadas «ciudades rojas», como Bolonia o Módena, dieron al eurocomunismo una sólida legitimidad histórica e intelectual.
Alimentadas en la larga tradición del marxismo italiano no convencional, las premisas del eurocomunismo se encuentran también en la política de los «frentes populares» y en la idea del «policentrismo» y la autonomía del partido en la búsqueda de un socialismo adecuado a las realidades «nacionales» del líder del PCI Palmiro Togliatti tras la Segunda Guerra Mundial. Un legado que su homólogo español Carrillo había localizado «ya en los años 50 [cuando] los comunistas británicos establecieron un programa en el que se preveía que la transición al socialismo tendría lugar en condiciones de democracia».
En cierta medida, el eurocomunismo fue el último paso de un lento —demasiado lento— camino que los partidos comunistas europeos no habían podido completar en 1956 tras el aplastamiento soviético de la Revolución Húngara, a la que en gran medida defendieron. No es casualidad que uno de los más fervientes partidarios del eurocomunismo fuera el historiador Eric Hobsbawm, quien había permanecido en el Partido Comunista de Gran Bretaña (PCGB) mientras la mayoría de sus colegas se marchaban para poner en marcha la Nueva Izquierda.
El repertorio anticomunista insistía en que las propuestas eurocomunistas eran un mero ejercicio cosmético. Los comunistas tradicionales, especialmente en Gran Bretaña, las denunciaron como una nueva traición, que pretendía «socialdemocratizar» definitivamente el movimiento obrero y sucumbir al capitalismo. Pero, en cualquier caso, la palabra «fracaso» sigue sobrevolando al eurocomunismo hasta el día de hoy.
Límites
El eurocomunismo tenía un atractivo estratégico e ideológico incuestionable. Situó la democracia y el pluralismo en el centro de una política reformada, capaz de aprovechar estas ideas como medio de transición y como forma política de una nueva realidad. Como afirmaba Berlinguer en 1977, «hoy la democracia es no solo el terreno sobre el que el enemigo de clase se ve obligado a retroceder, sino también el valor históricamente universal sobre el que debe fundarse una nueva sociedad socialista».
Sin embargo, el eurocomunismo contenía también limitaciones políticas y teóricas no resueltas, especialmente sobre la tensión irreductible entre el Estado y la sociedad, así como un lenguaje impregnado de referencias anacrónicas que chocaba con el agresivo giro neoliberal que estaban experimentando las democracias occidentales.
Al imaginar una «tercera vía» entre la socialdemocracia tradicional y el modelo soviético, el eurocomunismo había intentado superar tanto la marginalidad y la insignificancia política nacional como el riesgo de normalización, ya que insistía en mantener las aspiraciones «revolucionarias» de una política transformadora significativa. La búsqueda de una forma diferente de alcanzar un «socialismo democrático» no pretendía abarcar y disolverse en la socialdemocracia, sino preservar y modernizar la «tradición intelectual revolucionaria» heredada de la historia del comunismo europeo.
Aún así, en el contexto de la crisis posfordista del partido de masas y de la política de clases, los límites políticos y estratégicos fueron más punzantes que las fortalezas intelectuales y teóricos. El eurocomunismo no reconoció que el Estado fuese a «ocupar el espacio de la individualidad», ni que sus instituciones democráticas, en el brillante análisis de Poulantzas, quedarían signadas por la fricción entre la reducción del pluralismo en el interior y la dispersión de la autoridad política en el exterior.
En este contexto, el poder seguiría siendo gestionado (ya no monopolizado) por una nueva forma de «estatismo autocrático», con la apariencia pero sin el fondo de la democracia representativa. La profunda desconfianza en la iniciativa de las masas y la aparición de una nueva cultura tecnocrática, como sucedió en la Francia del presidente socialista François Mitterand, o la toma de control de la maquinaria estatal por parte de partidos que buscaban distribuir favores entre sus propias bases, como fue el caso de la Italia de los años 80, eclipsaron por completo el intento eurocomunista de combinar la expansión de la democracia representativa con la exigencia de justicia social y de clase.
Fracasos
En primer lugar, el eurocomunismo no fue un proyecto internacional coherente en sus planteamientos y organización: todos sus documentos y pronunciamientos fueron el resultado de difíciles compromisos en términos de análisis y teoría, reflejando más cuestiones internas que ambiciones de un futuro compartido.
Los dirigentes del PCI, el Partido Comunista Francés (PCF) y el PCE se reunieron regularmente en los años 70, pero esto no produjo ninguna síntesis real, salvo declaraciones simbólicas de buenas intenciones. La principal prueba fue la conferencia europea de partidos comunistas celebrada en Berlín en 1976. Tras más de un año de debates no hubo acuerdo sobre un documento común, y cuando Berlinguer introdujo el término eurocomunismo, Georges Marchais y el PCF se negaron a seguirle, optando por el enfoque más tradicional de la autonomía de los partidos nacionales.
Las fragmentaciones nacionales pronto volvieron a materializarse. Los comunistas franceses fueron los primeros en volver a sus posiciones ortodoxas anteriores, seguidos por los griegos y los británicos. El caso emblemático de involución y de resurgimiento de compromisos rígidos anteriormente superados fue, sin duda, el destino de los comunistas británicos. Envuelto en una serie de escisiones y conflictos intestinos y cada vez más intensos, que paralizaron de facto al partido hasta su colapso final en 1991, el comunismo británico perdió la que probablemente podría haber sido su última oportunidad desde los años 30 de intervenir en el discurso público.
Irónicamente, el momento en que la revista del partido, Marxism Today, tras un largo periodo de insignificancia, adquirió mayor influencia gracias a la combinación del análisis gramsciano y la apertura a las experiencias europeas, coincidió con el periodo de declive definitivo de la tradición intelectual comunista británica. Lo reaccionaria y alejada de la realidad que fue esta fase es palpable todavía hoy en el hecho de que eurocomunismo y gramscismo se utilicen como sinónimos en algunos círculos de izquierda.
Además, al sobrestimar el potencial de reforma en el mundo comunista y quedarse estancado en la proyección interna del sistema de dos bloques, el propio eurocomunismo socavó su potencial de política transformadora, atascando en última instancia el proyecto «hacia el pasado». Fue un error tanto analítico como teórico, rápidamente recogido por críticos como Ernest Mandel o Perry Anderson, aunque para este último desde una perspectiva muy ortodoxa.
A mediados de los 80, el eurocomunismo había dejado de ser esa fuerza política significativa que había intentado sacudir a la izquierda occidental. Cuando el líder del PCI, Berlinguer, murió repentinamente en 1984, el propio término había caído totalmente en el olvido. Y al final, el eurocomunismo fue borrado de las reacciones contestatarias de la izquierda de los años 90.
Lo más relevante para comprender la trayectoria eurocomunista, cuyas consecuencias creo que siguen entre nosotros, fueron las posturas irreconciliablemente diferentes de los distintos partidos respecto a la integración europea. Mientras que para los italianos y los españoles las oportunidades que ofrecía la arquitectura de la integración europea podían desempeñar un papel en el proyecto eurocomunista, los británicos se opusieron sistemáticamente a la pertenencia a la Comunidad Económica Europea (CEE), perpetuando una interpretación prosaica de las instituciones europeas como la cúspide del capitalismo.
¿Un socialismo democrático «interrumpido»?
En 1979, en una de las últimas entrevistas antes de su muerte, Poulantzas habló de la crisis de los partidos obreros frente al proyecto eurocomunista. Su lucha por construir un diálogo con los nuevos sujetos sociales, por un lado, y la «cartelización» del movimiento obrero en el aparato del Estado, por otro, eran los dos desafíos que el eurocomunismo era incapaz de comprender. Se trata de comprender, concluyó Poulantzas,
que ninguna clase por sí misma, por su propia naturaleza, está destinada a ser garante de la libertad. Es necesario saber mirar dentro de las estratificaciones, las divisiones, las complejidades internas. Necesita la democracia y las instituciones democráticas no solo para defenderse de sus enemigos, sino también para «defenderse» en el momento en que asuma el poder político. Comprender esto es importante para no subestimar el inmenso trabajo de invención necesario para la elaboración de una teoría política democrática de la transición al socialismo.
Por parcial y contradictoria que fuera, la fase eurocomunista había buscado realmente una vía alternativa capaz de superar los retrocesos y las fracturas históricas de la izquierda. Algunas de sus indagaciones pueden seguir siendo un punto de partida útil.
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